El cristianismo y las demás religiones *


¿Cómo se sitúa la teología «cristiana», es decir, cómo juzga, cómo ve en referencia a la revelación contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento y en relación con la persona y la obra redentora de Jesús a las demás religiones? En otras palabras, ¿cómo debe estructurarse una «teología cristiana de las religiones»? En concreto, ¿qué significado y qué valor debe conceder la teología cristiana a las demás religiones, respecto al problema religioso fundamental y central, o al de la «salvación»? Efectivamente, toda religión se presenta como un «camino de salvación»; pero ¿lo es realmente?, ¿en qué modalidad y cuál sería su alcance?



Sumario:

La teología cristiana de las religiones

¿Se puede hablar de «revelación» en las demás religiones?

El diálogo interreligioso

El debate sobre el diálogo interreligioso

 


 

La teología cristiana de las religiones

La teología es la reflexión de la inteligencia humana creyente sobre el misterio de Dios, es decir, sobre lo que Dios, en su amor y en su condescendencia paterna hacia los hombres y las mujeres, les ha revelado de sí mismo, de su naturaleza íntima y de sus designios en favor de ellos. Dado que los seres humanos son pecadores y están alejados de Dios y Él, en su misericordia, quiere entrar en comunión con ellos, sus designios favorables no pueden ser sino designios de perdón de los pecados y de salvación de la muerte eterna a la que conduce el pecado. La teología, pues, es el esfuerzo del hombre creyente para escrutar, en la medida de sus posibilidades extremadamente modestas, el misterio de Dios que sobrepasa la capacidad de la inteligencia humana pero que ésta, aunque sea en una proporción pequeñísima, puede alcanzar en su verdad, en cuanto que Dios no ha permanecido encerrado en su misterio impenetrable a toda inteligencia infinita, sino que se ha revelado a los hombres.

Según la fe cristiana, Dios eterno e infinito se ha revelado de dos maneras. Primero de una manera que podemos llamar natural: creando el mundo, Dios ha revelado su sabiduría, su omnipotencia, su belleza, su bondad, su verdad. De hecho, las realidades del mundo creado comportan, en la perfección de sus estructuras y en su belleza, el signo de la sabiduría y de la belleza de Dios creador, hasta el punto de que, como escribe san Pablo a los Romanos, «lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad» (Rm 1,20).

Después, Dios se ha revelado de una manera sobrenatural, que supera las capacidades y posibilidades de la naturaleza humana, ya en cuanto al modo como en cuanto al objeto. En cuanto al modo, el hombre, sólo con sus fuerzas no está en situación de ponerse en contacto con Dios y de escuchar su palabra. Sólo si Dios lo llama a Sí para revelarle su voluntad y sus designios y lo hace capaz de escuchar su Palabra, puede recibir la revelación divina y transmitirla a los hombres. En cuanto al objeto, el misterio de Dios es absolutamente inaccesible al hombre, hasta el punto de que santo Tomás afirma que, «Dios está por encima de lo que decimos y pensamos de él» ([Deus est] supra illud quod de Deo dicimus vel cogitamus) (Summa Theol. I, q. 1, a. 9, ad 3), añadiendo que «cuando hayamos llegado a la cima de nuestro conocimiento [de Dios], conocemos a Dios como desconocido» (In fine nostrae cognitionis, Deum tamquam ignotun cognoscimus). Por ello, el hombre puede conocer algo de la naturaleza y de los designios de Dios sólo en la medida en que Dios se revela. Conocemos, por tanto, algo del misterio de Dios en cuanto que Él ha elegido a algunos hombres a los que ha revelado su misterio y sus designios sobre la humanidad.

La fe cristiana profesa que Dios se ha revelado a algunas personas como Abraham, Moisés, los profetas y los sabios del Antiguo Testamento; pero se trataba de una revelación progresiva que por lo mismo tenía necesidad de ser llevada a la perfección. Es lo que ha ocurrido con Jesús de Nazaret, que no fue ni un profeta, ni un sabio, ni siquiera un «amigo» de Dios como Moisés, al que hablaba Yahvé (el Señor) «boca a boca» (Nm 12,8), sino el Hijo de Dios hecho hombre, la Palabra misma de Dios, y por tanto Aquel que sólo conoce a Dios en su misterio más íntimo y profundo y por lo mismo el único que puede revelarlo. Así el evangelista Juan puede afirmar de Jesús: «A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Por su parte la Epístola a los Hebreos declara: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres [= los hombres del Antiguo Testamento] por medio de los Profetas; en éstos últimos tiempos nos ha hablado [= a los cristianos] por medio del Hijo» (Hb 1,1-2). Por consiguiente, Jesús en cuanto es «el Hijo» revela el misterio de Dios de modo definitivo y absoluto: es lo que no habían podido hacer los profetas, porque, aunque elegidos por Dios, eran sólo hombres.

Por eso la teología en cuanto pretende escrutar el misterio de Dios, no puede menos de ser «cristiana», es decir, sólo puede fundarse de manera última y definitiva, en la revelación de Jesús, es decir, en lo que Jesús con sus palabras, sus milagros, sus gestos, sus comportamientos, su pasión, muerte y resurrección ha dado a conocer a nuestra inteligencia y sobre todo ha hecho sentir a nuestro corazón e intuir a nuestro espíritu de las insondables riquezas del misterio de Dios, que él ha mostrado que esencialmente es un misterio de amor, de bondad y de misericordia. Así Jesús es la medida y la norma absoluta de nuestro conocimiento del misterio de Dios.

Henos aquí frente al problema sobre el que queríamos reflexionar. Habíamos observado anteriormente que nos encontrábamos frente a un pluralismo religioso que se expande continuamente, porque, mientras permanecen las religiones históricas —algunas incluso, como el islam, el budismo y el hinduismo conocen un «despertar» que las lleva a extenderse más allá de sus propios confines históricos— nacen nuevas religiones y nuevas formas para-religiosas. Ahora bien, ante las viejas y nuevas religiones, ¿cómo se sitúa la teología «cristiana», es decir, cómo las juzga, cómo las ve en referencia a la revelación contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento y en relación con la persona y la obra redentora de Jesús? En otras palabras, ¿cómo debe estructurarse una «teología cristiana de las religiones»? En concreto, ¿qué significado y qué valor debe conceder la teología cristiana a las demás religiones, respecto al problema religioso fundamental y central, o al de la «salvación»? Efectivamente, toda religión se presenta como un «camino de salvación»; pero ¿lo es realmente?

La teología cristiana de las religiones se apoya sobre algunos «puntos fuertes» que forman parte de la esencia de la fe cristiana y que es oportuno invocar aquí. El primero es la universalidad de la voluntad salvífica de Dios, expresada de esta forma en la Primera Epístola a Timoteo (2,4): «Dios... quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad». La «salvación» de la que se habla es la participación —por pura gracia y en virtud de una elevación de la naturaleza humana al estado sobrenatural, esto es a un estado no debido a la naturaleza humana en cuanto tal ni exigido por ella— en la vida y en la felicidad infinita de Dios en la vida eterna. Después del pecado, esta salvación supone la restauración del hombre por medio de la gracia sanante, de modo que los que han sido sanados puedan ser elevados por Dios a la dignidad de hijos suyos y herederos de su gloria. Esta voluntad de salvación es en primer lugar «universal», en el sentido de que todos —hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los lugares— están destinados por Dios a la salvación y llamados por El a aceptar libremente el don de Sí que Él les ofrece; y luego «eficaz», en el sentido de que a todos los hombres, —en la forma que sólo Dios conoce— se les da la gracia de la salvación y, por tanto, se les dan los medios necesarios para salvarse. Esto significa que la voluntad de salvación de Dios en Él no es una veleidad, sino una voluntad real y eficaz. Sin embargo, la salvación no es un hecho automático, sino que compromete siempre la libre voluntad del hombre, que puede aceptar o rechazar el don de Dios.

El segundo «punto fuerte» es que Dios realiza su designio firme y universal de salvación por medio de su Hijo, que se ha encarnado en Jesús de Nazaret, ha sufrido y muerto en la cruz para salvar a los hombres del pecado y de la muerte y ha resucitado para comunicarles el Espíritu Santo, es decir, hacerles partícipes del mismo Dios y de su vida divina. Por eso Dios ha constituido a Jesús de Nazaret como único y universal Salvador de los hombres, de modo que éstos puedan salvarse sólo por el poder y la acción salvífica de Jesús. Indudablemente el designio de salvación se ha realizado en una «historia», es decir, mediante intervenciones salvadoras de Dios en la historia humana, la cual en cierto sentido puede ser llamada «historia de la salvación». Estas intervenciones salvíficas de Dios son recordadas por la Sagrada Escritura en el Antiguo Testamento que habla de muchas «alianzas» de Dios con Abraham y los patriarcas, con Moisés y el pueblo de Israel, pero antes que nada con Adán y, tras el diluvio, con Noé y por tanto con todos los hombres, en cuanto que Noé está considerado como el nuevo fundador del tronco de la humanidad.

Sin embargo, la «historia de la salvación» —interpretada por hombres «inspirados», los profetas— culmina en Jesús de Nazaret, que realiza de manera perfecta y definitiva la «alianza» de Dios con los hombres, porque en Jesús el Verbo eterno de Dios se hace hombre. De ese modo, por ser el Hijo de Dios hecho hombre, Jesús de Nazaret es Dios en la plenitud de la divinidad y hombre en la perfección de la humanidad, es el único Mediador de la salvación, es el «Camino» —el único camino— por el que los hombres pueden entrar en comunión con Dios y obtener la salvación. Por eso Pedro, en los Hechos de los Apóstoles (4,12) dice hablando de Jesús de Nazaret: «No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos». Ésta es la afirmación central de la fe cristiana y querer negarla o sólo ponerla en duda significa situarse fuera de ella.

El tercer «punto fuerte» es que la salvación, en su plenitud y perfección se realiza en la Iglesia, que Jesús quiso, estableciendo sus fundamentos durante su vida terrena, y cuyo nacimiento proclamó en Pentecostés por medio del Espíritu Santo, y a la cual confió los medios de la salvación, esto es, la palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura del Antiguo y Nuevo Testamento, y los sacramentos por los cuales él comunica a los hombres la gracia de la salvación. Evidentemente no es la Iglesia la que salva a los hombres, sino Jesús en cuanto está presente en ella, la anima y la santifica con su Espíritu y actúa por medio de ella, haciéndola instrumento de salvación en sus manos. Así la Iglesia, por ser a la vez una sociedad visible organizada jerárquicamente y el Cuerpo místico —por tanto invisible— de Cristo que es su Cabeza y cuya gracia penetra todo el organismo de la Iglesia, fue constituida por Cristo como «sacramento universal de salvación» (Lumen gentium, n.48), de modo que «la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (ib., n. 1).

Esto significa que la salvación no es un hecho puramente individual e interior, sino que se realiza dentro de una comunidad con la ayuda de los medios visibles y externos (los sacramentos). Significa también que la salvación implica una adhesión a Cristo y, en Cristo y por Cristo, a la Iglesia, su Cuerpo místico. Significa además que sólo en la Iglesia —en cuanto depositaría de la revelación de Dios y de los sacramentos de la salvación— se encuentra la plenitud de los medios de la salvación. De ahí la necesidad de pertenecer a la Iglesia, cualquiera que sea el modo de esa pertenencia. Significa finalmente que la Iglesia, en cuanto que es «sacramento» de Cristo y por lo mismo lo comunica exteriormente en los sacramentos, en la predicación del mensaje evangélico y en el testimonio dado a Cristo, e interiormente con su oración y su intercesión cerca de Dios por la salvación de todos los hombres, entra siempre de alguna manera en la realización de la salvación de los hombres. En realidad, en su oración litúrgica, la Iglesia suplica a Dios por la salvación no sólo de los cristianos, sino de todos los hombres y las mujeres «que buscan a Dios con corazón sincero»; y todo ello en conformidad con Jesús que en la Eucaristía ofrece al Padre su Cuerpo y su Sangre «por la multitud» (es decir «por todos») y toma sobre sí, para expiarlos, los pecados de todo el mundo. Por otra parte la Iglesia anima a sus fieles —especialmente a los cristianos que sufren— a unir sus propios sufrimientos a los que Cristo padeció y todavía continúa padeciendo en los pequeños, en los pobres y en los dolientes de toda clase, para conseguir la gracia de la salvación para todos los hombres. La Iglesia, pues, está asociada a la obra de la salvación de los hombres —bajo la acción del Espíritu Santo—, con su voluntad de aportar su pequeña contribución a la obra redentora de Cristo.

Por eso la antiquísima fórmula extra Ecclesiam nulla salus (fuera de la Iglesia no hay salvación), debe ser comprendida —o mejor re-comprendida— en su justo significado. No significa que quien no pertenece visiblemente a la Iglesia histórica y visible no se puede salvar: esto sólo es verdad para aquel que estando convencido de que la Iglesia católica es la verdadera Iglesia de Cristo y que la pertenencia a ella es condición necesaria para la salvación, o la abandona o rechaza consciente y voluntariamente entrar a formar parte de ella. Para el que, al contrario, no conoce la Iglesia o no tiene la conciencia de la necesidad de pertenecer a ella y por ello no siente el deber moral de entrar en ella, la susodicha fórmula hay que entenderla en el sentido de que todos los que se salvan pertenecen a la Iglesia, pero tal pertenencia no es de carácter histórico y visible, sino de tipo espiritual y por lo mismo invisible. Así todos los que se salvan —de modo visible e invisible, en la realidad histórica (in re) o sólo en el deseo (in voto), aunque sólo sea implícito— entran a formar parte de ese inmenso pueblo de Dios del que la Iglesia de Cristo, en cuanto que es visible, es la pequeña y pobre parte, signo e instrumento de la unidad en Cristo de todos los salvados.

El cuarto «punto fuerte» es que para salvarse es necesaria la fe sobrenatural que Dios concede por pura gracia y a la que el hombre sólo puede predisponerse —ayudado por la misma gracia— haciendo el bien. Según la Escritura y la Tradición de la Iglesia, la fe sobrenatural, como respuesta del hombre a Dios que se revela en Cristo y en él y por su medio ofrece la gracia de la salvación, es absolutamente necesaria —con necesidad intrínseca— para poderse salvar: «Sin fe es imposible agradarle» (a Dios), afirma la Epístola a los Hebreos (11,6); y en el antiguo símbolo de fe Quicumque (del 450-500), de autor desconocido, se lee: «Todo el que quiera ser salvo, es necesario que ante todo tenga la fe católica: si alguien no la conserva íntegra e inviolada, sin ninguna duda perecerá eternamente» (Denz-Schönm. 75). Se trata de fe viva, es decir, de adhesión confiada del espíritu y del corazón a Dios que se revela a los hombres en la vida, en la obra, en la palabra, en la muerte y en la resurrección de Jesús, y en él y por medio de él les da la salvación, haciéndolos sus hijos y participantes de su vida divina y de su eterna felicidad.

Esta fe puede ser obscura y poco elaborada: por consiguiente no hasta el punto de explicitarse en el plano del conocimiento intelectual; pero, sin embargo, puede ser viva y real en el plano existencial, en la medida en que implica un sí interior a Dios; también puede ser «implícita», es decir, no expresa en un acto explícito de fe en Dios y en Cristo, sino «implícita» en la adhesión a la voluntad de Dios expresa en la voz de la conciencia. Efectivamente, el que siguiendo la voz de la propia conciencia, cumple lo que entiende que es bueno, tiene una fe «implícita», en el sentido de que si supiera y estuviera convencido de que para salvarse se debe creer en Cristo y que ésta es para él la voluntad de Dios, se adheriría a esa voluntad y creería en Cristo. La fe, pues, está «implícita» en el hecho de que una persona cumple lo que estima en conciencia que es el bien que debe cumplir.

En el problema de la salvación, por consiguiente, son cuatro los «puntos fuertes» que la teología católica no puede menos de tener presentes, ya que expresan el contenido esencial de la fe cristiana: la voluntad salvífica universal de Dios; Jesús, Salvador único y universal de los hombres; la Iglesia sacramento universal de salvación; la necesidad absoluta de la fe en Dios y en Cristo para salvarse. Pero aquí se plantea el problema: ¿Cómo se concilian estos cuatro «puntos fuertes» en lo que respecta al problema de la salvación de aquellos que no son cristianos, sino que pertenecen a otras religiones, están convencidos de la verdad de la religión que profesan, no tienen ninguna intención ni deseo alguno de hacerse cristianos y quizá son fuertemente contrarios al cristianismo? Es decir, si Dios quiere que todos los hombres se salven, mediante la adhesión a Cristo por la fe y la pertenencia a su Iglesia, ¿cómo se realiza esa voluntad salvífica en aquellos que no creen en Cristo y no pertenecen a la Iglesia?

A esta cuestión se le puede dar una doble respuesta. La primera se fundamenta en el principio de que Dios —o más precisamente el Espíritu Santo del Padre y del Hijo— actúa con su gracia de salvación más allá de las fronteras visibles de la Iglesia y alcanza a todos los hombres uniéndolos a Cristo y agregándolos invisiblemente a su Iglesia. Afirma el Concilio Vaticano II: «Los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia pueden conseguir la salvación eterna. La divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta» (Lumen gentium, n. 16). Esta gracia de salvación, recuerda Juan Pablo II, «proviene de Cristo, es fruto de su sacrificio y se comunica por el Espíritu Santo: es la que permite a cada persona alcanzar la salvación con su libre colaboración». Por esto el Concilio, después de haber afirmado la centralidad del misterio pascual, afirma: «Y esto no sólo vale para los cristianos, sino para todos los hombres de buena voluntad en cuyo corazón actúa la gracia invisiblemente. Cristo realmente ha muerto por todos, y la vocación última del hombre es de hecho una sola, la divina; por eso debemos recordar que el Espíritu Santo concede a todos la posibilidad de entrar en contacto con el misterio pascual de una manera que sólo Dios conoce» (Gaudium et spes, n. 22), (Redemptoris missio, n. 10).

En resumen, esta primera respuesta afirma que la gracia de la salvación es ofrecida por el Espíritu Santo a todos los hombres; que todos los que responden a esta gracia se salvan, obtienen la salvación por medio de Jesucristo porque la gracia que los salva es la gracia de Cristo, la que él ha merecido con su pasión y muerte, la que él comunica a los hombres en su estado de Resucitado por medio del Espíritu; que la gracia de Cristo suscita en ellos la fe sobrenatural, una fe, sin embargo, que se queda en estado «implícito»; que los que se salvan —aunque no sean conscientes de ello— entran a formar parte, invisiblemente, de la Iglesia de Cristo y en su camino hacia Dios son ayudados por su oración, por los sacrificios y las buenas obras de sus fieles.

Esta primera respuesta no dice por qué caminos la gracia de Dios y de Cristo llega a los hombres que no conocen el Evangelio y la Iglesia, y los salva. Se contenta con afirmar que a todos los hombres se les da la posibilidad de entrar en contacto con el misterio pascual «de una manera que sólo Dios conoce» (Gaudium et spes, n. 22), «por caminos que Dios sabe» (Ad gentes, n. 7). Es importante notar que esta respuesta encuentra amplia confirmación en la Sagrada Escritura y en los Padres de la Iglesia. Así la sagrada Escritura muestra que la gracia de Dios actúa fuera de los confines del pueblo elegido, porque hay «santos» que no han vivido en la religión hebrea, como Abel, Enoc, Noé, Job, Melquisedec, y que incluso los paganos, son objeto del cuidado y de la misericordia de Dios. De hecho, les envía a sus profetas: así Jeremías es «constituido profeta de las naciones», es decir de los paganos; el «Siervo de Yahvé» es puesto por el Señor «por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra» (Is 49,6); Jonás es enviado a predicar a los habitantes de Nínive, que se convierten y son salvos (cf. Jonás 3,1-10); al fin de los tiempos incluso las naciones paganas participarán en la adoración y en la alabanza de Yahvé en su santo monte y caminarán en sus senderos (Is 2,2-3).

Indudablemente la Sagrada Escritura no se muestra favorable a las religiones distintas del monoteísmo hebreo. Así en el Antiguo Testamento, las religiones de las «naciones» se identifican con la «idolatría» que es un grave pecado. Efectivamente, practicar la idolatría significa romper la alianza con Yahvé, porque los ídolos son «vanidad» (J 2,5), -no son dioses» Jr 2,11), sino «demonios»: «Sacrifican a demonios, no a Dios» se dice en el Deuteronomio (32,17). Por su parte san Pablo afirma que los paganos «se volvieron estúpidos» porque «cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles» (Rm 1,22-23), y alaba a los tesalonicenses por haberse convertido a Dios, alejándose de los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero (1 Ts 1,9). Finalmente, en el Apocalipsis, la Roma pagana «se ha convertido en morada de demonios, en guarida de toda clase de espíritus inmundos» (Ap 8,2). También es fuertemente negativo el juicio de los Padres de a Iglesia sobre las religiones paganas: para algunos las religiones paganas son idólatras, obras de Satanás, frutos del pecado; están llenas de errores y supersticiones y, por ello, son radicalmente falsas.

Es necesario, sin embargo, tener presente el momento y el clima en el que se hacían estas afirmaciones. Eran tiempos de persecuciones y de feroz polémica anticristiana. Entonces se comprende el estilo polémico ya de los escritores sagrados, como san Pablo y el autor del Apocalipsis, ya de los Padres de la Iglesia, que en el ardor polémico no han vacilado en ver en las religiones errores y formas de inmoralidad, y en consecuencia, un obstáculo para la realización de la salvación: Omnes dii gentium sunt daemonia (todos los dioses de los paganos son demonios), concluye san Agustín (De civitate Dei IX, 23,1 [PL 41, 275]). Sin embargo no faltan Padres que abren perspectivas diversas; así, san Justino entrevé la posibilidad para los no judíos y no cristianos del conocimiento de algunas verdades reveladas, mediante las «semillas del Verbo» (Spermata tou Logou), porque el Verbo de Dios, encarnado en Jesús de Nazaret, es «la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9); san Agustín, san Basilio y san Gregorio Magno hablan de «revelaciones» hechas a algunos paganos o por una secreta inspiración o por medio de un hombre o de un ángel; san Ireneo habla de «inspiraciones interiores" concedidas a algunos paganos; para Orígenes el profetismo es un fenómeno universal, por lo que también los paganos han tenido sus profetas.

La segunda respuesta retoma el discurso allí donde lo había cerrado la primera. Efectivamente, no se contenta con afirmar que Dios da su gracia salvadora a los hombres y a las mujeres de otras tradiciones religiosas «por caminos que Él conoce» (viis sibi notis), sino trata de buscar cuáles pueden ser esos caminos. Sostiene que los caminos por los que Dios comunica su gracia de salvación son las religiones que profesan las diferentes personas con sinceridad y fidelidad.

Los motivos de esta segunda respuesta son dos. El primero es el hecho de que las religiones que, para simplificar llamamos «no cristianas» (en realidad no debería emplearse este término porque define a las demás religiones no por lo que son, sino por lo que no son: son no «cristianas») tienen valores religiosos positivos que pueden alimentar una vida religiosa sincera y profunda y ser vehículos de la gracia salvífica de Cristo. A este propósito el concilio Vaticano II, según una interpretación de J. Dupuis, no aceptada por todos los teólogos, «aunque sin afirmar explícitamente que las tradiciones religiosas son de hecho caminos de salvación para sus miembros, no obstante establece el fundamento sobre el que se puede apoyar la opinión teológica según la cual la salvación cristiana alcanza a los miembros de las demás religiones en lo íntimo de ellas y, en cierto modo a través de su mediación. En efecto, el Concilio reconoce la acción del Verbo y del Espíritu no sólo en el corazón de los hombres sino también en algunos elementos objetivos que componen las tradiciones religiosas de la humanidad» J. Dupuis, Gesú Cristo incontro alle religioni, Assisi [PG], Cittadella, 1989, pp. 188 s.).

Así en la declaración Nostra aetate (n. 2) se dice que «la Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres». En las demás religiones, por tanto, hay elementos «verdaderos» y «santos», que reflejan un rayo de la verdad y de la santidad del Verbo eterno de Dios encarnado en Jesucristo. Éste —por medio del Espíritu Santo— ha arrojado «semillas» en las tradiciones religiosas, las cuales, por ese motivo pueden ser caminos de salvación para sus miembros no por virtud propia, sino por la acción del Espíritu Santo, que puede servirse de esas semillas de verdad y de santidad como de instrumentos de salvación. Indudablemente el Concilio no dice esto explícitamente, pero «se orienta en esta dirección» (ib. p. 191) Sin embargo, si el Concilio se orienta en esa dirección, según la interpretación citada del P. Dupuis, «no lo hace sin definir más allá de cualquier equívoco, la relación con el misterio de Cristo y con la presencia activa del Verbo sobre el que se basa su doctrina. Parece, pues, legítimo decir que «las religiones no cristianas son o pueden ser quizás vías providenciales que conducen al Dios de la salvación», en cuanto que Dios salva en Jesucristo, en sus religiones con sus ritos y sus prácticas, a los hombres que no han sido interpelados personalmente por el mensaje evangélico» (ib. pp. 191 s.).

Después del Concilio, Juan Pablo II ha continuado en esta misma línea, reconociendo explícitamente la presencia operante del Espíritu Santo en la vida de los miembros de las demás tradiciones religiosas y afirmando que Jesucristo, en la Encarnación «se ha unido en cierto modo a todo hombre» (Redemptor hominis, n.13). El documento Dialogo e Annuncio de 19 de mayo de 1991 concluye: « Por medio de la práctica de lo que es bueno en sus tradiciones religiosas y siguiendo los dictámenes de su conciencia es como los miembros de las demás religiones responden positivamente a la invitación de Dios y reciben la salvación en Jesucristo, aunque no lo reconozcan como su Salvador» (n. 29).

El segundo motivo que induce a pensar que las demás religiones pueden ser camino de salvación para los que las profesan es el hecho de que estas personas, en la búsqueda de Dios y de la salvación, están guiadas, ayudadas y sostenidas por las enseñanzas y las prácticas rituales de las religiones que profesan. Si estas religiones de hecho están en condiciones de suscitar y de alimentar una auténtica vida religiosa —y por tanto una auténtica búsqueda de Dios, aunque sea quizás con formas incompletas e imperfectas— se puede, y quizás se debe, pensar que son caminos de salvación, instrumentos mediante los cuales Dios comunica a los que las profesan la gracia de la salvación. Se puede, por tanto, sostener que tienen una función instrumental y, por ello, de alguna manera 'sacramental". Esta afirmación sin embargo, ha de ser precisada cuidadosamente, para que sea entendida en su justo significado, y porque además no todos los teólogos comparten ese uso del término «sacramental».

Primera precisión: por ser Jesucristo el Salvador único y universal, es el sacramento primordial, único y absolutamente necesario de la salvación. Por tanto, si las religiones tienen una función de algún modo sacramental, es porque Cristo, en su misterio de Verbo encarnado, con su Espíritu está presente en ellas y con su gracia de redención las hace capaces de ser instrumentos de salvación. En realidad las religiones, aunque sean obras humanas, creaciones del hombre en su esfuerzo por comunicarse con Dios o con lo Divino, no son de orden puramente natural, porque toda la realidad humana —y por tanto también, y debería decirse sobre todo, la realidad religiosa— con la Encarnación del Hijo de Dios, su muerte y su resurrección ha sido «cristificada» y por lo mismo elevada a un orden que ya no es simplemente humano y natural.

Segunda precisión: La Iglesia, en cuanto Cuerpo de Cristo, está vivificada y animada por el Espíritu Santo, posee la plenitud de los medios de salvación y por tanto es el «sacramento universal de salvación», evidentemente en estrecha y total dependencia de Cristo. Por eso en la Iglesia y por la Iglesia, se consuma la mediación plena y perfecta del misterio de gracia cuya fuente es Jesús, único mediador entre Dios y los hombres. La Iglesia, por consiguiente, es la «vía ordinaria» de la salvación establecida por Dios. Esto no quita que, para los que no conocen a Cristo y a la Iglesia, no de cualquier manera sólo, sino de manera tal que sientan en conciencia el deber de creer en Cristo y de entrar a formar parte de la Iglesia, pueda haber signos «sacramentales» aunque sean imperfectos, por medio de los cuales se realice la mediación de salvación de Cristo. Estos signos «sacramentales» imperfectos pueden ser las religiones. Subraya también J. Dupuis: «Mientras que la Iglesia, comunidad escatológica, es el medio perfecto de la salvación cristiana, las demás comunidades religiosas, esencialmente orientadas a ella, pueden constituir medios imperfectos de la misma salvación, precisamente gracias a esta orientación. El sacramento universal no excluye los sacramentos particulares. En la Iglesia se encuentra la mediación perfecta y completa del misterio; fuera de ella y en las demás tradiciones religiosas, la mediación sigue siendo imperfecta e incompleta, y por eso mismo esencialmente orientada hacia la mediación eclesial. Así pues, aunque el misterio de Cristo sólo alcanza su total visibilidad en la vida de la Iglesia, sin embargo, puede encontrar una expresión menor en la vida de las demás comunidades religiosas» (ib. p. 202).

Tercera precisión: las tradiciones religiosas diferentes del cristianismo pueden ser, en consecuencia, «caminos de salvación». Pero son, por una parte, caminos «imperfectos» y, por otra, «extraordinarios», ya que la vía «perfecta» y «ordinaria» es la Iglesia. Esto debe entenderse correctamente: los adjetivos «ordinario» y «extraordinario» no se refieren al número de personas que se salvan, sino a la naturaleza de los caminos de salvación: incluso si la mayoría de los hombres se salvaran por el «camino de las religiones», éste sería siempre algo «extraordinario», puesto que en el plano de la salvación de Dios la Iglesia es el camino «ordinario» en cuanto que contiene perfectamente todos los medios de la salvación.

A este propósito hay que advertir que las tradiciones religiosas no cristianas son «caminos extraordinarios» de salvación por los elementos que en ellas existen y que pueden ser fruto de la presencia del Espíritu Santo en ella. En efecto, no se debe olvidar que no todo es verdadero y santo en las demás tradiciones religiosas. Observa el citado documento Dialogo e annuncio: «Afirmar que las demás tradiciones religiosas contienen elementos de gracia no significa que todo en ellas sea fruto de la gracia. El pecado actúa en el mundo y por ello las tradiciones religiosas, pese a sus valores positivos, reflejan también los límites del espíritu humano que a veces es proclive a elegir el mal. Una aproximación abierta y positiva a las demás tradiciones religiosas no autoriza a cerrar los ojos ante las contradicciones que puedan existir entre ellas y la revelación cristiana. Donde sea necesario, hay que reconocer que existe incompatibilidad entre ciertos elementos esenciales de la religión cristiana y algunos aspectos de estas tradiciones» (n. 31) Incluso puede haber elementos esenciales de algunas tradiciones religiosas —y quizá sean precisamente las que en mayor grado las diferencian— que pueden constituir un obstáculo humanamente insuperable para la efusión de la gracia de la salvación, por su radical contradicción con la revelación cristiana y por su pretensión de poder alcanzar con las propias fuerzas la salvación.

Cuarta precisión: si las demás tradiciones religiosas pueden ser para sus miembros vías extraordinarias de salvación, la mediación en cierto sentido «sacramental» que ejercen, es de un orden distinto a la mediación de la Iglesia; y la diferencia no es sólo de grado, sino de naturaleza, por lo que no pueden ponerse en el mismo plano las dos mediaciones. En realidad se trata de regímenes distintos de salvación. Efectivamente, si en la Iglesia Dios comunica su gracia de salvación mediante la Palabra revelada por Él y a través de los sacramentos instituidos por Cristo, en las demás tradiciones religiosas Dios, para comunicar su gracia de salvación, se sirve de palabras que no forman parte de la Revelación judeo-cristiana y de prácticas y ritos que aunque desempeñen una función sacramental en cierto sentido, no son sacramentos. Ciertamente, la gracia de Dios es única y única es la mediación salvadora de Cristo; pero ésta se actualiza de modo diferente en la Iglesia y en las demás tradiciones religiosas. En la Iglesia realmente resuena la palabra de Dios, revelada en su plenitud y definitividad por el mismo Hijo de Dios; en las otras tradiciones religiosas resuena la palabra de hombres sabios y con certeza profundamente religiosos para los que incluso puede que no sea extraña una particular iluminación, porque sus palabras tendrían que alimentar espiritualmente a millones de personas, pero que no dejaban de ser hombres pecadores y sujetos por tanto al error. En la Iglesia actúa Cristo por medio de los signos sacramentales instituidos por él y capaces de comunicar infaliblemente la gracia salvífica; en las demás tradiciones religiosas los ritos y las prácticas religiosas no siempre son capaces de ayudar a las personas a entrar en comunión con Dios y quizás puedan ser francamente inmorales; en cualquier caso, les falta la garantía de estar asumidas concretamente por Cristo como instrumentos de salvación.

Quinta precisión: el hecho de que las tradiciones religiosas no cristianas puedan ser un camino, aunque extraordinario, de salvación, no anula el valor de la Iglesia como «sacramento universal de salvación» y como «vía ordinaria» para la comunicación a los hombres de la gracia que salva. Porque sólo en la Iglesia está la plenitud de la verdad religiosa por el hecho de que es la depositaría de la revelación de Dios, plena y definitiva; sólo en la Iglesia se da la plenitud de los medios de la gracia —los sacramentos— y la garantía de la eficacia absoluta de tales medios para la consecución de la salvación sólo en la Iglesia se confiesa a Cristo explícitamente como Salvador único y universal. Por consiguiente, en el plano único de la salvación de los hombres —la «historia de la salvación» es una sola y abraza a toda la humanidad— las tradiciones religiosas distintas del cristianismo tienen su puesto y su significación para la salvación; pero la Iglesia tiene un puesto absolutamente único, por el hecho de que posee la plenitud de la revelación divina y la plenitud de los medios de la gracia.

Por ese motivo se presenta a los hombres como el «cumplimiento» de los valores religiosos presentes en las demás tradiciones religiosas. Puede ésta parecer una afirmación orgullosa y un intento de anexión indebida de todo lo bueno y santo que se encuentra en las demás religiones. Pero no es así. Si el cristiano afirma que la Iglesia es el «cumplimiento» de las demás religiones, lo hace mirando a Cristo, que, en su personas de Hijo de Dios encarnado, es la «recapitulación» y el «cumplimiento» de toda la historia humana, porque todos los valores humanos, y en primer lugar, por tanto, los valores religiosos en él se purifican, se elevan y divinizan y porque él está vivo, presente y operante en la Iglesia. Precisamente en virtud de Cristo y en cuanto que es su Cuerpo, la Iglesia es el «cumplimiento» de todos los valores humanos y religiosos; pero la Iglesia en su concreción histórica, por las miserias y pecados de los cristianos que oscurecen su rostro, no aparece ciertamente como el «cumplimiento» de las demás tradiciones religiosas. No hay, pues, por parte de la Iglesia ningún intento de anexión de los valores de las demás tradiciones religiosas. Su actitud frente a éstas es el respeto y el diálogo no la anexión y la conquista.

Es lo que veremos al hablar del diálogo interreligioso.

¿Se puede hablar de «revelación» en las demás religiones?

Antes de hablar del diálogo interreligioso, conviene profundizar en un punto —el de la «revelación» en las religiones distintas del cristianismo— al que varias veces se ha hecho alusión en los editoriales anteriores. El problema se plantea del siguiente modo: hemos visto que las religiones no cristianas pueden ser vías extraordinarias de salvación para los que, ignorando sin culpa a Cristo y a la Iglesia, las practican con fidelidad y sinceridad. La razón es que en ellas pueden encontrarse intervenciones del Espíritu, que se sirve de lo que tienen de bueno y santo para comunicar la gracia de la salvación. Esta gracia, por ello, viene no sólo por medio de las obras buenas que imponen o aconsejan las diversas tradiciones religiosas, sino también por las enseñanzas contenidas en los libros que esas tradiciones consideran «sagrados», por sus ritos y por sus prácticas religiosas.

En la salvación de los no cristianos, pues, tienen un puesto de relieve las «sagradas escrituras» de las distintas religiones. Y surge la pregunta: «Si las 'sagradas escrituras' de las distintas religiones tienen una función de mediación, ya que ayudan instrumentalmente a la salvación en cuanto que alimentan y sostienen la vida y la experiencia religiosa, ¿se puede afirmar que contienen una auténtica revelación de Dios? y si así fuera, ¿de qué modo y en qué medida?» Más aún: «El hecho de que la Biblia del Antiguo y del Nuevo Testamento contenga la revelación auténtica y definitiva ¿excluye que Dios se haya manifestado a sí mismo fuera de le Biblia bajo forma de «revelación divina?»

Para responder a estas preguntas es necesario tener antes una visión sintética de la revelación cristiana y de su especificidad. Dado que la religión judeo-cristiana no es la única que se considera «revelada», sino que también se consideran como tales el islam, el hinduismo el mazdeísmo, el budismo mahayana, el sikhismo, etc.; cada uno de los cuales tiene uno o más libros sagrados que contienen revelaciones divinas, es necesario ver en qué se distingue la revelación cristiana de las demás religiones y si la revelación cristiana hace que las demás sean vanas y superfluas.

Hablando de la especificidad de la revelación cristiana, R. Latourelle destaca en primer lugar que «no es una gnosis, un saber hermético, caído del cielo, reservado a algunos iniciados y sin vínculos con la historia humana. Ni tampoco es una mera iluminación del Espíritu: comunicación directa de los secretos divinos realizada en el curso de visiones celestiales. No es la experiencia inarticulada que de lo divino tiene el hombre: encuentro inefable, del que no es posible saber nada ni comunicar nada. Finalmente, no es una simple antropología, es decir, el sentido que da el hombre a sí mismo, a su existencia y a su progreso». Advierte además que la teología católica de manual ha tenido quizá la tendencia a privilegiar en la revelación el aspecto doctrinal (las verba) con menoscabo de la historia (las gesta); a confundir la revelación-palabra con la revelación por medio de palabras, a insistir menos en la Persona que revela que en el conjunto doctrinal que se nos comunica: «La verdad es —observa— que al final del proceso revelador tenemos sobre Dios una conciencia de sus atributos y de su misterio que se expresa en las fórmulas concisas del Credo y de los Concilios; pero, en su fase constitutiva, la revelación se presenta en primer lugar como una historia significante de Dios y de su designio» («La spécifité de la revelación chrétienne» en Révélation, Roma, PUG, 1971, p. 42).

En realidad, el primer carácter específico de la revelación cristiana es la historicidad, el vínculo orgánico que tiene con la historia: es decir, que no sólo ella misma se da en la historia y tiene una historia, sino que se constituye a partir de acontecimientos históricos, cuyo sentido profundo comunica a través de testigos autorizados, y alcanza su plenitud en un acontecimiento histórico por excelencia, el de la Encarnación del Hijo de Dios. Así la Sagrada Escritura refiere hechos acontecidos, presenta personajes, describe instituciones: de estos hechos, personajes, instituciones que pertenecen a la historia, los testigos autorizados —los profetas, Jesús, los apóstoles— interpretan el significado salvífico y revelan el designio divino de salvación que Dios quiere manifestar a través de ellos. De ese modo, la revelación se realiza —dice el concilio Vaticano II— «con palabras y gestos intrínsecamente conexos entre sí (fit gestis verbisque intrinsece inter se connexis) de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas» (Dei Verbum, n.2). «Decir que Dios se revela por medio de acontecimientos y palabras —comenta Latourelle— equivale a decir que Dios interviene verdaderamente en la historia, aunque, a través de mediaciones: mediaciones de los acontecimientos de la historia humana y mediaciones de los testigos autorizados para interpretar esos acontecimientos. Dios entra en comunicación con el hombre, pero por la mediación de la historia y del lenguaje. La revelación es, por tanto, la automanifestación de Dios y de su designio de salvación en el campo de la historia y por la mediación de una historia significante, auténticamente interpretada» (R. Latourelle, «La spécifité...», op. cit, p. 46).

¿Por qué a los hechos va unida la palabra que aclara su sentido? El motivo es evidente: los «hechos» a veces son significativos por sí mismos. Así la liberación del pueblo de Israel del yugo de los egipcios manifiesta la intervención salvadora de Dios. Pero la mayoría de las veces, los «hechos» son opacos o ambiguos. Por eso es necesario que una palabra autorizada proclame el sentido auténtico y misterioso de la intervención divina en la historia. En el Antiguo Testamento, los intérpretes autorizados —los que reciben de Dios el carisma de interpretar la historia desde el punto de vista de Dios— son los profetas y los sabios. En el Nuevo Testamento Cristo es a la vez el Acontecimiento y el intérprete del Acontecimiento. Al mismo tiempo, los apóstoles, iluminados por el Espíritu Santo proponen el Acontecimiento (Jesús en su vida y en su doctrina, en sus obras, en su muerte y en su resurrección: es decir, el «Jesús de la historia») y dan el sentido, la interpretación del Acontecimiento (el «Jesús de la historia» es el «Mesías» y el «Señor»). Esta interpretación es necesaria, porque, si algunos acontecimientos de la historia de Jesús son claros por sí mismos —así el perdón de los pecados y las curaciones muestran claramente el amor de Dios que ha venido a revelar Jesús— otros son susceptibles de diversas interpretaciones: es entonces la «palabra» apostólica la que explica su sentido, afirmando que Cristo murió por nuestros pecados» (1 Cor 15,3).

Así la estructura de la revelación cristiana —hecha de «acontecimientos históricos» interpretados por «palabras» de hombres carismáticos— la distingue de cualquier otra revelación, sea filosófica o mística, supraespacial o supratemporal, reducida en la práctica a la «palabra revelada». Pero hay un segundo carácter que especifica la revelación cristiana: su progresividad: está hecha de cumplimientos progresivos, es decir, no completos en sí mismos, sino abiertos al futuro, sobre la base de la promesa de Dios de que tendrán un cumplimiento definitivo. Así todo el Antiguo Testamento está orientado hacia un Acontecimiento futuro, que será el cumplimiento y la transfiguración de todos los acontecimientos pasados: habrá realmente un nuevo Éxodo (Is 42,13-19), una nueva Alianza (Jr 31,31); la salvación de Israel extendida a todos los pueblos (Is 66,18-21) y llevada por el Siervo de Yahvé, llamado por Dios a ser la «luz de las gentes» para que la «salvación alcance hasta los confines de la tierra» (Is 49,6), pero a ser al mismo tiempo «entregado a la muerte» para la salvación y la «justificación de muchos» (Is 53,11-12). Mientras aguarda este Acontecimiento, que cumplirá todas las promesas de Dios, Israel deberá creer y esperar, confiando en su Señor.

El tercer carácter específico de la revelación cristiana es que culmina y alcanza su plenitud en el Acontecimiento histórico absoluto, irrepetible y definitivo: la Encarnación —es decir, la entrada no pasajera ni aparente, sino definitiva y real, en la historia humana, con la asunción de una verdadera naturaleza humana— del Hijo eterno de Dios en Jesús de Nazaret. Realmente Jesús es al mismo tiempo Dios y hombre; por eso las acciones que Jesús realiza son acciones de Dios en forma humana, y palabras humanas de Dios las que Jesús pronuncia. En Jesús actúa y habla Dios, el Padre, de modo que Jesús es la epifanía (la manifestación visible) de Dios invisible y el que ha visto y escuchado a Jesús ha visto y escuchado a Dios (Jn 7,16; 12,45-49; 14,9). De ahí se deduce que Jesús, en sus acciones y en sus palabras, es la revelación absoluta y definitiva de Dios y de su designio de salvación. Él es realmente la Palabra de Dios y, por tanto, sólo él, en cuanto participante de la naturaleza divina por ser el Hijo de Dios, puede revelar perfecta y plenamente a Dios. Afirma el concilio Vaticano II: «La verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación de Cristo, que es al tiempo mediador y plenitud de toda la revelación» (Dei Verbum, n.2).

Concluye el P. Latourelle: «Puesto que Cristo es al mismo tiempo el Misterio revelante y el Misterio revelado, la Revelación y el Objeto de la revelación, se deduce que él ocupa en la fe cristiana, una posición absolutamente única, que distingue al cristianismo de todas las religiones que se llaman 'reveladas' [...]. El cristianismo es la única religión cuya revelación se encarna en una Persona que se presenta como la verdad viviente y absoluta. Otras religiones han tenido fundadores, pero ninguno de ellos (Buda, Confucio, Zoroastro, Mahoma) se ha propuesto como objeto de fe de sus discípulos. Al contrario, aquí la revelación de Cristo tiene como Objeto a Cristo. Encontrar a Cristo es encontrar a Dios. Creer a Cristo es creer a Dios. Cristo no es un simple fundador de una religión: es a la vez inmanente en la historia de los hombres y el Transcendente absoluto» (R. Latourelle, «La spécifité... », op. cit. p. 53).

Finalmente hay un cuarto carácter distintivo de la revelación cristiana que merece ser subrayado: es su unicidad. En efecto, si Jesucristo es la Palabra de Dios hecha carne, es el Hijo de Dios Padre presente en medio de nosotros; si es Aquel en el que se manifiesta el amor de Dios a la humanidad, hay que concluir por necesidad que la revelación, de la que él es el Revelador y el Objeto, no puede ser considerada como un simple episodio en la historia de la revelación que Dios ha hecho y hace de Sí a los hombres por medio de personas inspiradas por Él. La revelación que se ha realizado en el Antiguo Testamento de manera imperfecta y progresiva, y en el Nuevo de modo perfecto y definitivo con la Encarnación del Hijo de Dios, no pasará jamás, por eso «no hay que esperar ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (Dei Verbum, n. 4). Por tanto no hay que esperar un «Tercer Testamento», como sostiene Joaquín de Fiore o como hoy defienden algunos, que se atribuyen el mandato de llevar a término la misión de Jesús, que, según ellos, está equivocada o ha quedado incompleta.

En realidad, precisamente con su muerte en la cruz, Jesús cumplió de modo definitivo el plan de salvación del Padre. Así, en la vida y en la muerte de Jesús de Nazaret, Dios ha dicho todo lo que quería revelarnos de su misterio y del misterio del hombre. La cruz —que es contemplada siempre en la perspectiva de la resurrección, con la que constituye un único misterio pascual—, ha sido la revelación suprema y definitiva de Dios.

La revelación cristiana está contenida en la Biblia y en la Tradición de origen apostólico y ha sido confiada a la Iglesia y en particular a su Magisterio, para que la custodie íntegra y la transmita fielmente. La Biblia está compuesta de una serie de libros «sagrados-, es decir, «inspirados», no en el sentido de que han sido escritos o dictados por Dios, sino en el de que han sido escritos «bajo la inspiración del Espíritu Santo» y por eso «tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia» (Dei Verbum, n. 11).

Lo que hay que entender por «inspiración» está también explicado en el concilio Vaticano II: «En la redacción de los libros sagrados, Dios eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que, obrando Él en ellos y por ellos, escribieron como verdaderos autores, todo y sólo lo que él quería» (Dei Verbum, n. 11). Los escritores de los libros sagrados son, por tanto, sus verdaderos autores, en cuanto que los han escrito en la plenitud de sus facultades intelectivas y volitivas y de sus capacidades literarias; pero, sin que necesariamente hayan tenido conciencia de eso, Dios se sirvió de ellos para comunicar a los hombres su misterio, haciendo que escribieran todas y solas las cosas que Él quería que fuesen escritas. Por eso son autores de la Biblia tanto Dios como los escritores sagrados, pero Dios es el autor principal, mientras que los escritores humanos son verdaderos autores, pero «instrumentales». En esto se ha manifestado la admirable «condescendencia» de Dios, que —en la lógica específicamente cristiana de la Encarnación— ha querido hablar a los hombres con palabras humanas: «Las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres» (Dei Verbum, n.13).

Y ahora viene el problema: la inspiración del Espíritu Santo, que en realidad hizo que los libros que componen la Biblia tuvieran a Dios por autor y fueran por ello «sagrados», ¿puede extenderse a los libros que consideran sagrados las demás tradiciones religiosa? ¿Se puede sostener, por tanto, que en esos libros está contenida una revelación auténticamente divina?

Son muchas las religiones que tienen libros «sagrados». Aquí queremos recordar en particular los más conocidos entre ellos. En primer lugar el Corán (al-Qur'an). La ortodoxia islámica lo considera —observa A. Basan— «no como un libro compuesto por Muhammad [MahomaJ, ni siquiera bajo una poderosísima inspiración divina, sino presente ab aeterno en la substancia divina, coeterno con Dios como sus atributos y dictado literalmente al Profeta [...]. Incluso los más radicales de los movimientos modernistas del Islam recurren a complicadísimas extravagancias alegóricas, pero nunca ponen en duda que todo el Corán, palabra por palabra sea de Dios» (Il Corano, introduzione, traduzione e commento de A. Basan, Firenze, Sansoni, 1955, XL). El mismo Corán dice de sí mismo que es un libro revelado por Dios al Profeta mediante un Ángel, y derivado de un Arquetipo celeste. «Éste está escrito cerca de Nosotros en la Madre del Libro», (s. 43,4); revelado en «una noche bendita» (s. 44,3), pero luego sucesivamente en fragmentos, de modo que un fragmento posterior pueda abrogar uno anterior (s. 2,106). Confirma los mensajes profetices contenidos en las Escrituras precedentes de los judíos y de los cristianos: «Él (Dios) te ha revelado a ti [MahomaJ el Libro [el Corán], con la Verdad, confirmando lo que antes fue revelado, y ha revelado la Torah y al-Ingil [el Evangelio]» (s. 3,3). El Corán no fue sugerido a Mahoma ni por él mismo, ni por un extraño, ni por los demonios: es infalible porque a él «no se le acerca la Vanidad, ni por delante ni por detrás» (s 41,42).

En segundo lugar queremos recordar los libros sagrados del hinduismo. Los más importantes son los Veda (de la raíz vid que significa «ver» o «saber») contienen la «revelación» divina (shruti) que los antiguos «sabios» y «videntes» (rishi) han «oído» al dios supremo Brahma y han transmitido sin alteración. Los Veda forman parte de los Upanishad, palabra que significa «sentarse» (shad) «cerca» (upa) del maestro «respetuosamente» (ni). Estos se llamaban también Vedanta, es decir, el «fin» o el «término» (anta) de los Veda, en cuanto que cierran los Veda que son una colección de himnos a distin-tas divinidades, de fórmulas para usar en los sacrificios y de fórmulas mágicas, y abren la vía a experiencias religiosas y a intuiciones sobre el principio unificador de la realidad que sólo en apariencia es múltiple y diversa.

De hecho los sabios upanishádicos descubren que el fundamento unificador de toda la realidad es el Brahmán que «es aquello de lo que han sido engendradas todas las criaturas, aquello de lo que viven y a lo que retornan al morir» (Taittiriya Up., 111,1); en segundo lugar descubren que el hombre en su esencia profunda es el Atman: el cuerpo es el envoltorio, la casa empírica del Atman pero éste es el verdadero Él del hombre, cuya naturaleza real es conciencia y bienaventuranza; descubrimos finalmente que el Atman es idéntico al Brahmán y que por ello lo que cuenta no es el ritualismo y el cumplimiento de los actos prescritos por el dahrma, como pretenden los Veda sino, mediante la iluminación interior y el conocimiento superior (jnana), superar las limitaciones de la vida fenoménica y tender a identificarse con el Brahmán, y así liberarse del ciclo de los renacimientos (samsara) y alcanzar la suprema felicidad. El discípulo en busca de una fuerte experiencia religiosa pide al gurú: «¡De lo irreal condúceme a lo Real! ¡De las Tinieblas condúceme a la Luz! ¡De la muerte condúceme a la Inmortalidad!» (Brihadaranyaka Up., 1,3,28). En los siglos siguientes, los Upanishad dieron origen a sistemas filosófico-teológico-místicos diferentes y contrapuestos, de los cuales los que mayor influjo tuvieron sobre el hinduismo fueron el del No-Dualismo Absoluto (Advaita Vedanta), del filósofo y místico Shankara (s. IX d. de C) y el del No-Dualismo Cualificado (Vishishadvaita Vedanta) de Ramanuja (s. XI d. de C).

Pero en el hinduismo, no sólo pertenecen a la categoría de los libros sagrados los Veda-Upanisad, que contienen la «revelación» (shruti) de los sabios védicos y upanishádicos. También pertenecen a ella otras obras que no son «revelaciones», sino «memorias» (smiriti), en cuanto que «recuerdan» las distintas tradiciones religiosas. El más famoso de estos es una gran epopeya de 100.000 estrofas el Mahabharata, dentro del que se encuentra la Bhagavad-Gita (El Canto del Señor o canto del bienaventurado), que es quizá el libro más popular del hinduismo, no sólo entre los hindúes sino en todo el mundo, y ha sido traducido a muchas lenguas (50 traducciones sólo en inglés), hasta el punto de ser comparado con el Nuevo Testamento. Aunque pertenezca a la categoría de la «memoria» (smiriti), en el hinduismo está considerado como verdadera y auténtica «revelación» (shruti): porque, mientras en los Veda no hay mensajes divinos y en los Upanishad, a causa de su monismo que identifica Atman y Brahmán, no se puede hablar de una palabra de Dios dirigida al hombre (el Absoluto no se «revela» a Sí mismo), en la Bhagavad-Gita el dios Krishnaavatar o manifestación del Dios supremo Vishnú— tiene un largo diálogo con su discípulo y amigo Arjuna, en el que se revela como el Señor increado, el Brahmán Supremo, Aquel en el que convergen todas las acciones rituales realizadas en honor de los otros dioses; sobre todo, se revela como Aquel que ama a los hombres y les pide que le amen. Por eso el devoto de Krishna debe vivir en actitud de devoción y de amor (bhakti) y por esa vía puede alcanzar la «liberación» del samsara, es decir, de la necesidad de renacer indefinidamente. Dice Krishna a Arjuna: «Escucha también mi palabra suprema, la más arcana de todas. Tú siempre me has sido querido y eres firme de mente; y por ello te diré lo que es bueno para ti. Pon tu mente en mí, séme devoto, hazme sacrificios, venérame y me verás: yo te lo prometo de verdad, porque te quiero» (II canto del Beato [Bhagavadgita], XVIII, 64 s, a cura di R. Gnoli, Torino UTET, 1976, p. 267).

Es hora de preguntarnos a propósito de estas y de otras Escrituras sagradas —como el Avesta para el mazdeísmo, el «Loto de la buena Ley» (Saddharmapundarika Sutra) para el budismo mahayana, los Tres Sutra para el amidismo, los Cuatro Libros de Confucio (K'ong Fu-zu) para el confucianismo, el Libro de la Vida y de la Virtud (Daodejing) de Lao Tse para el taoísmo, el Granth Sahib para el sikhismo— si pueden contener una auténtica revelación divina. Para resolver este problema desde el punto de vista cristiano, hay que recordar algunos principios teológicos.

Primero: Dios, en su obra de salvación de los hombres que Él quiere que todos sean salvos, se sirve de las tradiciones religiosas en las que viven los hombres como de vías extraordinarias de salvación. Es decir, Dios da la gracia de la salvación a los hombres que no conocen el Evangelio y por ello se comunica a ellos en el Espíritu Santo, mediante lo que hay de verdadero y santo en sus tradiciones religiosas.

Segunda, aquello que en las tradiciones religiosas distintas del cristianismo hay de verdadero y santo puede ser reconducido a la luz del Verbo de Dios que «ilumina a todo hombre» (Jn 1,9) y a la acción del Espíritu, que está presente en la historia humana para conducir a todos los hombres a la salvación. Pero hay que distinguir entre el don de la gracia y la comunicación del conocimiento. Ésta última puede proceder de los conocimientos naturales y no ser siempre fruto inmediato del Espíritu. En realidad, Dios, por medio de su Espíritu, da «testimonio» (martyrion) de sí mismo a todos los hombres (Hch 14,17) y se hace «buscar» (zetein) por ellos (Hch 17,27); se manifiesta (ephanerosen) a ellos (Rm 1,20) y escribe su ley «en su corazón, atestiguándolo su conciencia» (Rm 2,15).

Tercero: Dios quiere que todos los hombres lleguen «al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4), por ello suscita en medio de todos los pueblos mensajeros y profetas a través de los cuales él esparce las «semillas del Verbo». En realidad el carisma profético no está limitado al pueblo hebreo. Así la misma Biblia en los capítulos 22-24 de los Números habla de Balaam de Petor «que está junto al río» (Eufrates)» (Nm 22,5); es , pues, un no israelita, en cuya boca pone Jahvé palabras de bendición para el pueblo de Israel. A su vez, algunos Padres de la Iglesia han hablado, si no de profecía entre los paganos, sí de una intervención de Dios para con ellos. Así, según san Justino, el Logos ha sembrado sus semillas (spermata) en las tradiciones religiosas pre-cristianas y se ha manifestado en ellas aunque sea «parcialmente» (2 Apol., 6,3; 8; 1; 0,1-3); ésta fue, pues, una manifestación del Logos aunque «incompleta» (2 Apol., 13,2-3; 10,9; 13,4-6).

Según san Ireneo, el Hijo —que es la realidad visible en la que vemos la realidad invisible del Padre— se ha revelado a los hombres ya antes de la Encarnación (Adv. Haer., 4, 6,5-7; 20,6-7); y se ha como .clavado» en su espíritu (mentibus infixus) (Adv. Haer., 2,6,1). Según Clemente de Alejandría, la filosofía griega fue querida por Dios como «maestro de escuela» (paidagogos) para conducir a los hombres a la filosofía de Cristo (Strom., 7,2 6,8). Así Clemente no sólo recuerda a los filósofos griegos. Cita expresamente a «los filósofos indios y otros filósofos no griegos», entre ellos a los brahmanes y a los discípulos de Buda (Sunt autem etiam ex Indis qui Buttae [=Buda] parent praeceptis, quem propter insignem virtutem uti deum honoraverunt) (Strom., 1,15 [PG 8, 779]).

Cuarto: Los libros sagrados de las tradiciones religiosas distintas del cristianismo han alimentado y sostenido —hasta el punto de hacerla conforme a la voluntad de Dios y abierta a la gracia— la vida y la práctica religiosa de los adeptos a esas religiones. Han sido, pues, instrumentos de gracia y de salvación en las manos de Dios.

Por estos motivos se puede sostener que han sido escritos por hombres profundamente religiosos, no sin un particular influjo del Espíritu Santo, y que, por ello, en cierta medida contienen una «revelación divina». Sobre todo porque muchas páginas de estos libros son de gran elevación religiosa y profundidad espiritual contienen oraciones e himnos de adoración y de alabanza al Señor de gran belleza y no pocas veces expresan amor y devoción a Dios. En concreto, si se piensa en la bhakti —una corriente que penetra gran parte de la religiosidad hindú, especialmente popular— es difícil dejar de creer que detrás de esa corriente no se encuentre la acción del Espíritu Santo, que es el Amor del Padre y del Hijo. Por eso se podría pensar con buenos motivos que el Espíritu Santo había hablado «por medio de los profetas» no sólo bíblicos, sino en algunos casos también no bíblicos, como, por ejemplo, los «profetas de las naciones» que vivieron fuera del ámbito judeo-cristiano.

Entre estos «profetas» un puesto singular lo ocupa Mahoma, que con su predicación» (qur'an) «transmitió» el Corán, del que no es autor, porque, como se ha dicho, el Corán «descendió» sobre él. Un cristiano no puede aceptar que él se proclame el «Sello de los profetas» (El Corán, s. 33,40), es decir, el que trae a los hombres la última y definitiva revelación de Dios, tras la revelación de que fueron portadores Abraham, Moisés, David y Jesús. En realidad, para la fe cristiana es Jesús el que ha traído a los hombres la revelación plena y definitiva de Dios y de su misterio. Tampoco puede aceptar que el islam sea la única religión «agradable a Dios» y la única «universal», ni que el Corán sea el criterio de valoración del Evangelio, hasta el punto de que lo que en el Evangelio no es conforme a todo lo que enseña el Corán es una «falsificación» (tahrif) de los cristianos. Por otra parte, el mensaje coránico implica afirmaciones que son contrarías a algunos dogmas fundamentales de la fe cristiana, como la Trinidad, la filiación divina de Jesús, la Redención; además el mismo monoteísmo, en el que están de acuerdo cristianos y musulmanes, es concebido por ellos de modo radicalmente diferente. Estas divergencias de fondo entre el cristianismo y el islam llevarían a negar a Mahoma el carisma profético y al Corán el carácter de revelación auténtica».

Sin embargo, el Corán, más que cualquier otro libro sagrado, contiene verdades religiosas y normas de vida moral y religiosa de altísimo valor: piénsese en la afirmación del monoteísmo absoluto, en la fe en Dios «clemente y misericordioso» al que se abandona el creyente confiadamente (muslim), en la sumisión (islam) a sus decretos, en la espera del día del juicio, cuando Él retribuirá a todos los hombres resucitados, piénsese en los «pilares» del islam: la oración cinco veces al día, la limosna, el ayuno y la peregrinación; piénsese finalmente en la veneración que inculca por los grandes personajes del Antiguo Testamento como Abraham, el primer muslim, y del Nuevo Testamento, como Jesús y María. En conclusión, si no se puede considerar la «totalidad» del Corán como una revelación divina auténtica, se puede reconocer que hay en él verdades — aunque entreveradas de graves errores — capaces de alimentar y sostener la fe y la vida religiosa y moral de millones de hombres.

La afirmación de que Dios, mediante la acción del Espíritu Santo también había esparcido innumerables semillas del Verbo en algunos libros sagrados de las tradiciones religiosas distintas del judaísmo y del cristianismo, necesita, sin embargo, de algunas precisiones esenciales.

En primer lugar es necesario recalcar que no todo lo que contienen esos libros sagrados es palabra de Dios. Efectivamente, ha podido ocurrir que las experiencias religiosas auténticas tenidas por algunos «videntes- y «profetas- bajo el influjo del Espíritu Santo, hayan sufrido la influencia del ambiente politeísta o del contexto filosófico monista en el que se han producido y que, en consecuencia, los sabios y «videntes» (roshi), al componer los libros y al dar vida a las tradiciones que luego han confluido en los libros, hayan cedido al politeísmo y al monismo. Esto vale de modo especial para los Veda y los Upanishad, y menos para la Bhagavad-Gita, que es monoteísta y dualista. Por eso hay que sostener que la revelación divina auténtica que puede estar contenida, en cierta medida, en los libros sagrados de las tradiciones religiosas diferentes de la judeo-cristiana, está entreverada de errores incluso graves. Por esa razón, el concilio Vaticano II afirma que, mientras por una parte la Iglesia «considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que por más que discrepen de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres», por otra «anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6) en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas» (Nostra aetate, n. 2).

Esto significa que la revelación divina auténtica que puede encontrarse en los libros sagrados de las demás tradiciones religiosas, en el designio salvífico de Dios, no es la palabra última y definitiva que Él dirige a los hombres que no conocen a Cristo y a la Iglesia, sino una etapa preliminar en la historia de la salvación, y está orientada y «ordenada» por derecho (de jure) a la palabra última y definitiva que Dios ha dicho en Jesucristo, aunque históricamente (de facto) puede ocurrir —y ocurre en la mayoría de los casos— que no alcance la plenitud y definitividad en Cristo.

En segundo lugar hay que insistir una vez más en que la plenitud y la definitividad de la revelación divina, destinada a todos los hombres de todos los tiempos y de todas las culturas, se encuentra en Jesucristo que, como Hijo de Dios encarnado, es la palabra viviente y real del Padre. El valor de esta palabra última y definitiva es, pues, universal: En Jesucristo, Dios ha hablado a todos los hombres y no sólo a los que habrían creído en él. Jesús no sólo es el Salvador único y universal, sino también el Revelador único y universal. Esto, no obstante, se entiende no en el sentido de que Dios no se haya manifestado a los hombres ya sea en las «obras» y en las «palabras» de Jesús, sino en el sentido de que las revelaciones de Dios hechas en el Antiguo Testamento, como también —aunque en un plano muy distinto— en algunas partes de los libros sagrados de las demás tradiciones religiosas, son una «preparación», «conducción» aunque quizá imperfecta y lejana, a la plenitud de la revelación que Jesucristo ha traído a los hombres.

Es evidente, sin embargo, que la palabra última y definitiva de Dios no hace que sean vanas las palabras que Dios ha dicho ya sea en el Antiguo Testamento, ya sea —con las reservas indicadas arriba_ en algunas partes de los libros sagrados de las demás tradiciones religiosas: éstas conservan toda su validez, en cuanto que, en el designio providencial de Dios, tienen que alimentar y mantener la fe y la vida religiosa y moral de la mayor parte de la humanidad, al no ser previsible —al menos en lo que razonablemente podemos prever— que la mayor parte de los hombres reconozca en Jesucristo al Hijo de Dios venido al mundo para traerá los hombres la palabra última y definitiva de Dios y para salvarlos del pecado y de la muerte.

El diálogo interreligioso

Si se observa la historia de las relaciones entre el cristianismo y las demás religiones, se constata que en muchas ocasiones, con mayor o menor aspereza, ha sido conflictiva. Esta situación de conflicto ha durado muchos siglos; las cosas han comenzado a cambiar sólo en el siglo XX. Inmediatamente después de la segunda guerra mundial, con los «Diez puntos de Seelisberg» (1947) se inició en las relaciones entre judíos y cristianos un giro que en pocos años había conducido a un intenso diálogo entre las dos religiones gracias a J. Isaac, por parte judía y a J. Maritain y Ch. Journet por el lado católico. En la época contemporánea, entre 1930 y 1950, especialistas como A. Asín Palacios y, sobre todo, L. Massignon, han presentado el islam bajo una luz totalmente nueva e insistido en la necesidad y la oportunidad de una relación dialogante con el mundo musulmán. En esos mismos años, numerosos intelectuales católicos han destacado los valores del hinduismo y algunos monjes benedictinos fundaron en la India monasterios benedictinos (ashrama) dedicados a la oración contemplativa al estilo de la vida pobre y penitente propio de los sannyasin. Así, sin darse inmediatamente plena cuenta de ello, ha ido creciendo en el mundo cristiano la conciencia de la inoportunidad de la oposición hacia otras religiones y, paralelamente, la apertura, primero a la simpatía y luego al diálogo con ellas.

La formulación sin rodeos de esa nueva actitud se realizó con la publicación de la encíclica Ecclesiam suam (6 de agosto de 1964) Pablo VI observaba que la Iglesia debe estar dispuesta a «mantener el diálogo (colloquium) con todos los hombres de buena voluntad, dentro y fuera de su propio ámbito» (AAS 56 [1964] 649). El segundo círculo del diálogo comprendía a los hombres «que adoran al Dios único y supremo, al Dios que nosotros también adoramos», esto es, los hebreos y los musulmanes, y luego «también a los seguidores de las grandes religiones afroasiáticas» (ib. 654s.). El Papa precisaba que «por deber de lealtad, debemos nosotros manifestar nuestra persuasión de que hay una única religión verdadera, la cristiana, y la esperanza de que todos los que buscan y adoran a Dios reconozcan en ella la verdad»; sin embargo, «no queremos negar nuestro respetuoso reconocimiento a los valores espirituales y morales de las distintas confesiones religiosas no cristianas y estamos dispuestos al diálogo, dispuestos incluso a tomar la incitativa de un diálogo sobre ideales comunes como la promoción y la defensa de la libertad religiosa, de la fraternidad humana, de la cultura, del bienestar social y del orden civil» (ib. 655). El Concilio Vaticano II dio un impulso más fuerte y más claro al diálogo con las religiones no cristianas. Plantea el fundamento del diálogo, por una parte, afirmando, que el Espíritu Santo actúa más allá de las fronteras de la Iglesia visible, en todos los hombres y mujeres y «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» (Gaudium et spes, n. 22; cf. Lumen gentium, n. 16), y por tanto, sean alcanzados por la gracia salvadora de Cristo; por otra, reconociendo «elementos de verdad y de gracia» no sólo en la vida individual de los seguidores de las demás religiones, sino también en algunos elementos de tales tradiciones religiosas (cf. Ad gentes, nn. 9 y 11). «La Iglesia católica —se decía en la Declaración Nostra aetate (28 de octubre de 1965)— no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero» porque «refleja un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» por lo cual «exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de la fe y la vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos existen» (n.2). La Iglesia invitaba de ese modo a los cristianos a caracterizar sus relaciones con los no cristianos por un «diálogo sincero y paciente» para conocer «las riquezas que Dios, generoso, ha distribuido a las gentes», pero al mismo tiempo los invitaba a «examinar estas riquezas con la luz evangélica» (Ad gentes, n. 11).

El problema que de repente se plantea después del Concilio es el de la relación entre la misión de la Iglesia y el diálogo interreligioso. La misión de la Iglesia, indudablemente es la evangelización; el diálogo interreligioso ¿forma o no forma parte de la evangelización? Si es parte, ¿puede al menos en ciertos casos sustituir al anuncio directo y específico del Evangelio? Si no forma parte, ¿qué sentido y qué tarea tiene en la misión de la Iglesia? En otras palabras, el diálogo interreligioso ¿es ya en sí mismo una forma de evangelización o bien es sólo un medio para la proclamación del Evangelio y sólo tiene por tanto, un sentido instrumental? En realidad el problema era el del significado y de la extensión que había que atribuir al término «evangelización». ¿Debía ser entendida en sentido estricto, esto es, como proclamación de la Buena Noticia de la salvación en Jesucristo a los hombres que no lo conocen con el fin de llevarlos a creer en él y a hacerles partícipes de su gracia? ¿O bien podía ampliarse de modo que entrase también el diálogo interreligioso? Durante largos años se debatió la cuestión. El Sínodo de los obispos de 1974, que tenía como tema La Evangelización del mundo moderno, se cierra con una declaración bastante vaga sobre la cuestión.

En 1975 siguió la publicación de la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi. Del diálogo interreligioso se hablaba poco; en cualquier caso no entraba en la misión evangelizadora de la Iglesia. Por su parte. Juan Pablo II, hablando en Manila a 'los pueblos de Asia en 1981, dice que la Iglesia hoy «experimenta una profunda necesidad de entrar en contacto y de dialogar con todas esas religiones. Todos los cristianos deben comprometerse a entrar en diálogo con los creyentes de todas las religiones para promover una mutua comprensión y colaboración, para reforzar los valores morales, para dar alabanza a Dios en toda la creación».

La mayor profundización en la relación entre evangelización y diálogo interreligioso se encuentra en dos documentos del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso. En el primero —La actitud de la Iglesia ante los adeptos de las demás religiones. Reflexiones y orientaciones sobre diálogo y misión (1984)— se destacaba que la misión evangelizadora de la Iglesia «es una realidad unitaria, pero compleja y articulada». Señalaba luego los elementos principales: presencia y testimonio; compromiso para la promoción social y la liberación del hombre, vida litúrgica, oración y contemplación; diálogo interreligioso y, finalmente, anuncio y catequesis. Después el documento añadía que el anuncio y el diálogo son considerados ambos como elementos componentes y formas auténticas de la única misión evangelizadora de la Iglesia, puesto que las dos están orientadas a la comunicación de la verdad salvadora. El segundo documento publicado en el 25a aniversario de la Declaración Nostra aetate, el 19 de mayo de 1991, junto con la Congregación para la Evangelización de los Pueblos pretendía aportar algunas aclaraciones sobre las características del «diálogo» y del «anuncio» y sobre sus relaciones recíprocas. De hecho, el título del documento era Diálogo y Anuncio. Reflexiones y orientaciones sobre el diálogo interreligioso y el anuncio del Evangelio de Jesucristo (desde ahora en adelante DeA = Dialogo e Annuncio) (Civ Catt. 1991 III, pp. 51-80).

El DeA subrayaba que «en algunos lugares la práctica del diálogo es todavía incierta» (n. 4 b) mientras que su práctica -suscita algunos problemas en la mente de muchos». ¿Qué problemas? «Hay algunos que al parecer podrían pensar, erróneamente, que en la misión actual de la Iglesia el diálogo debería sustituir sencillamente al anuncio. En el extremo opuesto, algunos no alcanzan a ver el valor del diálogo interreligioso. Otros están perplejos y se preguntan: si el diálogo interreligioso ha adquirido tanta importancia, ¿ha perdido el anuncio del mensaje evangélico su urgencia? ¿Acaso se ha hecho secundario o simplemente superfluo el esfuerzo que tiende a conducir a las personas a la comunidad de la Iglesia?"

Antes de responder a estos problemas, el DeA aclaraba los términos evangelización, diálogo y anuncio. La evangelización hay que entenderla en sentido amplio, en cuanto que comprende todas aquellas actividades que tienen una relación con el anuncio. «La Iglesia, efectivamente, desarrolla su misión de evangelización a través de diversas actividades, una de las cuales es precisamente el diálogo». Éste puede ser entendido de diversos modos: «En primer lugar, en el nivel propiamente humano, significa comunicación recíproca, para conseguir un fin común o, en un nivel más profundo, una comunión interpersonal. En segundo lugar el diálogo puede ser considerado como una actitud de respeto y de amistad, que penetra, o debería penetrar, todas las actividades que constituyen la misión evangelizadora de la Iglesia. Esto se puede llamar —con razón— "el espíritu del diálogo". En tercer lugar, en un contexto de pluralismo religioso, el diálogo significa el conjunto de relaciones interreligiosas, positivas y constructivas, con personas y comunidades que profesan otra fe, para un conocimiento mutuo y un enriquecimiento recíproco, en la obediencia a la verdad y en el respeto de la libertad. Ello incluye tanto el testimonio como el descubrimiento de las respectivas convicciones religiosas. El presente documento [el DeA] utiliza el término diálogo en esta última acepción, como uno de los elementos integrantes de la misión evangelizadora de la Iglesia» (n. 9).

Por otro lado, «el anuncio es la comunicación del mensaje evangélico, el misterio de salvación realizado por Dios para todos en Jesucristo, con el poder del Espíritu Santo. Es una invitación a un compromiso de fe en Jesucristo, una invitación a entrar mediante el bautismo en la comunidad de los creyentes que es la Iglesia». Es «el fundamento, el centro y el vértice de la evangelización» (n. 10).

Los problemas que ahora tenemos que afrontar son esencialmente dos. El primero concierne al diálogo interreligioso: en qué consiste, en qué formas se aplica, cuáles son sus condiciones, cuál es su espíritu y cuál es su finalidad. El segundo se refiere a la relación que existe entre diálogo y anuncio: ¿el diálogo es anuncio?, ¿puede sustituir al anuncio?, ¿es una preparación para el anuncio? ¿O más bien tiene un valor en sí mismo y, por tanto, forma pane de la misión evangelizadora de la Iglesia e incluso predispone y prepara directamente al anuncio? El «diálogo» consiste esencialmente en el encuentro amigable y sincero, entre dos o más personas de diversa orientación ideal y espiritual, que desean hablar entre sí ya para comunicarse lo que piensa cada uno, ya para conocerse mutuamente y de ese modo profundizar tanto las convergencias como las divergencias de pensamiento que eventualmente puedan existir entre ellos. El diálogo, por tanto, no es un «encuentro» en el que uno tiende a criticar al otro y a hacer prevalecer su propia opinión; no es una «polémica» entre dos adversarios hecha para demostrar que la propia opinión es válida, mientras que la del adversario o es infundada o es falsa.

Por eso el auténtico diálogo sólo es posible con ciertas condiciones. La primera: que entre los que dialogan haya una actitud preliminar de respeto hacia el otro y de confianza, basada en el convencimiento de su sinceridad y buena fe. No hay posibilidad de diálogo si aquellos que quieren dialogar no se sienten mutuamente respetados y si, en uno u otro surge la duda de que quiera aprovechar el diálogo para fines que no son aquellos para los que se dialoga. La segunda: que los que dialogan estén convencidos de que en las posiciones del otro hay verdades y valores sobre los que se puede discutir y que, eventualmente, pueden enriquecer y completar la propia postura e incluso la fe en cuanto que es un don. Efectivamente, es evidente que si se sostiene que las posiciones del otro son completamente falsas o incompatibles con las propias, lo más que puede hacerse es un intento de llevar al otro al propio campo, pero no un verdadero diálogo. Éste, en realidad, es esencialmente un «dar y recibir». La tercera: que en aquellos que dialogan exista la posibilidad de cuestionarse a sí mismos, de revisar las propias opiniones personales en el caso de ser contrastadas con la verdad que pueda surgir del diálogo. Esta condición implica dificultades especiales y plantea graves problemas, incluso de conciencia, pero es la prueba de la sinceridad del diálogo. La cuarta, que los que dialogan sean sólidos en sus convicciones y las expongan en su integridad, sin falsos irenismos, pero con pleno respeto a la identidad de cada cual. No pueden ser previos al diálogo eventuales acuerdos y convergencias, pero sí deben ser su resultado.

Una de las formas del diálogo como instrumento de conocimiento mutuo entre personas diferentes y, sin embargo, destinadas a comprenderse, a hablar, a «convivir- en paz y a «colaborar» para bien de todos, es el diálogo interreligioso, es decir, entre personas que pertenecen a religiones distintas, en especial entre los cristianos y los seguidores de las grandes religiones, como el judaísmo, el islam, el hinduismo, el budismo en sus múltiples formas. Entendido en sentido cristiano, el diálogo interreligioso no representa sólo un método y un medio para el conocimiento, por parte de los cristianos, de las otras religiones y, por parte de los no cristianos, del cristianismo; ni tiene como única función el establecer relaciones de amistad y de colaboración entre cristianos y no cristianos.

Se dice en el DeA (n. 40): «El diálogo interreligioso no tiende simplemente a la mutua comprensión y a las relaciones amistosas. Llega a un nivel bastante más profundo, que es el del espíritu, donde el cambio y la participación consisten en el testimonio mutuo del propio credo y en el común descubrimiento de las respectivas convicciones religiosas. Mediante el diálogo, los cristianos y los otros son invitados a profundizar su compromiso religioso y a responder con sinceridad creciente a la llamada personal de Dios y al don gratuito que Él hace de sí mismo, don que siempre pasa, como proclama nuestra fe, a través de la mediación de Jesucristo y de la obra de su Espíritu». Por eso el fin del diálogo interreligioso es «una más profunda conversión de todos a Dios». En este proceso de conversión, «puede nacer la decisión de dejar una situación espiritual o religiosa anterior para dirigirse a otra». De hecho «el diálogo sincero supone, por un lado, aceptar recíprocamente la existencia de diferencias, incluso de contradicciones, y por otro respetar la libre decisión que las personas toman en conformidad con su propia conciencia» (DeA, n. 41).

Está claro, sin embargo, que el diálogo interreligioso no es una táctica puesta en marcha por la Iglesia para obtener conversiones al cristianismo. De hecho implica «el testimonio recíproco para el progreso común en el camino de búsqueda y de experiencia religiosa y, al mismo tiempo, para la superación de prejuicios, intolerancias y malentendidos»: por eso «tiende a la purificación y conversión interior». «Con ello la Iglesia trata de descubrir 'las semillas de la Palabra', el 'destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres', semillas y destellos que se encuentran en las personas y en las tradiciones religiosas de la humanidad». En realidad, «las otras religiones constituyen un desafío positivo para la Iglesia de hoy; en efecto, la estimulan tanto a descubrir y a conocer los signos de la presencia de Cristo y de la acción del Espíritu, como a profundizar la propia identidad y a testimoniar la integridad de la Revelación, de la que es depositaría para el bien de todos» (Redemptoris missio, n. 56).

Por eso la disposición fundamental con la que se debe acudir al diálogo interreligioso es la apertura hacia el otro y la acogida del otro: una apertura y una acogida no ciertamente ingenuas, es decir, conducidas, por un espíritu falsamente irenista, a minusvalorar o a silenciar las diferencias e incluso contradicciones que puedan existir entre el cristianismo y las demás religiones, sino vigilantes y a la vez confiadas, sin renunciar a una positiva confrontación con ellas (cf. Redemptor hominis, n. 6, y Dominum et Vivificantem, n. 53). En realidad, los cristianos aun «permaneciendo firmes en su fe de que en Jesucristo, único mediador entre Dios y el hombre, se les ha dado la plenitud de la revelación, no deben olvidar que Dios se ha manifestado de alguna manera a los fieles de las demás tradiciones religiosas. En consecuencia, están llamados a considerar las convicciones y los valores de los demás con espíritu abierto» (DeA, n. 48), y a la vez con «profundo respeto hacia todo lo que en el hombre ha obrado el Espíritu que sopla donde quiere» (Redemptoris missio, n. 56). Por tanto, si en el diálogo interreligioso, los cristianos pueden dar mucho a los fieles de las demás religiones, también pueden recibir mucho de ellos y, de ese modo, enriquecer y purificar la propia fe. De hecho, «la plenitud de la verdad recibida en Jesucristo no da a cada uno de los cristianos la certeza de haber asimilado plenamente esa verdad. En último análisis, la verdad no es algo que poseemos, sino un proceso sin fin. Aun manteniendo intacta su identidad, los cristianos deben estar dispuestos a aprender a recibir de los demás, y por su medio, los valores positivos de sus tradiciones. Así, a través del diálogo pueden disponerse a vencer los prejuicios inveterados, a revisar las ideas preconcebidas y a aceptar a veces que sea purificada la comprensión de su fe» (DeA, n. 49).

Para que esto ocurra, el diálogo interreligioso debe ser sincero, lo que implica dos cosas. La primera: que todo participante en el diálogo se presente tal como es. Para el cristiano esto significa que debe presentar la fe cristiana propia en su integridad, sin callar aquellos puntos que pueden ser desagradables o inaceptables para los demás participantes. La segunda: que los participantes en el diálogo acepten ser cuestionados. Para los cristianos, esto significa que, por una parte deben aceptar estar sujetos a críticas por el modo como han vivido y viven su fe y por sus comportamientos respecto a las demás religiones y, por otra, deben exponer con franqueza, pero sin agresividad y sin espíritu polémico, como puede acontecer, los aspectos negativos de las otras religiones. Porque, si los cristianos están convencidos de que las religiones no cristianas contienen altos valores religioso y orales, fruto de la acción de la gracia de Cristo derramada en los corazones de los no cristianos por la gracia del Espíritu Santo, no pueden olvidar que no todo es fruto de la gracia en las religiones no cristianas. El DeA observa (nn. 31-32): «El pecado actúa en el mundo y por ello las tradiciones religiosas, pese a sus valores positivos, reflejan también los límites del espíritu humano que a veces se inclina a elegir el mal. Una aproximación abierta y positiva a las demás tradiciones religiosas no autoriza, por tanto, a cerrar los ojos sobre las contradicciones que pueden existir entre ellas y la revelación cristiana. Allí donde sea necesario, es necesario reconocer que existe incompatibilidad entre ciertos elementos esenciales de la fe cristiana y algunos aspectos de estas tradiciones. Esto significa, pues, que, aunque se entre con espíritu abierto en el diálogo con los miembros de las demás tradiciones religiosas, los cristianos pueden plantear sus cuestiones, con espíritu pacífico, sobre el contenido de su credo».

Es evidente que el diálogo interreligioso, entendido en el sentido que hemos dicho, supone graves dificultades. Ya es difícil todo diálogo en el plano puramente humano pero es más difícil todavía el diálogo interreligioso: bien porque toca una esfera del espíritu humano particularmente sensible y susceptible de reacciones emotivas no fácilmente controlables, bien porque las diferencias culturales y de lenguaje hacen difícil la comprensión recíproca; bien porque la comprensión que se tiene de la religión del otro raras veces es profunda e incluso bastantes veces es superficial; bien porque es muy difícil entrar en el espíritu del otro y ver las cosas con sus ojos; bien, finalmente, porque sobre el diálogo religioso siempre puede aletear un aire de sospecha y de desconfianza, en cuanto que por más que se afirme lo contrario, el mismo diálogo puede ser visto como una táctica para convertir a los no cristianos al cristianismo.

Indudablemente, si el diálogo se reduce a poner en claro las posiciones doctrinales de los dos grupos participantes, no implica graves dificultades. Un ejemplo de ello es el encuentro que recientemente se celebró en Kaohsiung (Taiwan, 31 de julio - 4 de agosto de 1995), patrocinado por el cardenal F. Arinze, presidente del Consejo Pontificio para el Diálogo interreligioso, y por el venerable Hsing Yun, gran maestro del monasterio Fo Kuang Shan, sobre el tema «Budismo y cristianismo: convergencias y divergencias». En él participaron estudiosos budistas y cristianos, procedentes de diferentes países, que reflexionaron juntos sobre cuatro temas: la condición humana y la necesidad de liberación; la realidad humana y el nirvana; Buda y Cristo; el desprendimiento personal y el compromiso social. En la Declaración final que recoge las conclusiones del encuentro, se presenta con gran claridad lo que dicen sobre los cuatro temas tanto los budistas como los cristianos, sin que esto sea una confrontación real entre las dos posiciones que están colocadas una junto a la otra. Al final la Declaración hace votos para que, en un mundo lacerado por las luchas y las divisiones, aumenten las ocasiones para desarrollar un diálogo verdadero y profundo, capaz de «reforzar el impulso creativo para trabajar juntos en auténtica amistad interreligiosa, por una mayor unidad entre los pueblos y las naciones» (Oss. Rom., 25 de agosto de 1995, 5).

Por otra parte, si el diálogo interreligioso no se limita a exponer las posiciones de cada cual —lo que es bastante útil, porque la premisa necesaria para un encuentro profundo es tener un conocimiento claro de la posición del otro— sino que se esfuerza, a través de una confrontación incluso dura y crítica, por llegar a la verdad o, al menos, por crecer en la verdad religiosa para llegar a un consenso común aunque sólo sea sobre algunos puntos, viene a ser algo muy difícil, hasta el punto de que quien intenta emprenderlo puede descorazonarse pensando que es empresa inútil. Inutilidad sólo aparente. «Conviene recordar —advierte el DeA (nn. 53-54)— que el compromiso de la Iglesia en el diálogo no depende de su éxito en conseguir una comprensión y un enriquecimiento recíprocos; nace más bien de la iniciativa de Dios, que entra en diálogo con la humanidad, y del ejemplo cíe Jesucristo cuya vida, muerte y resurrección han dado al diálogo su última expresión. Por otra parte, los obstáculos, por muy reales que sean, no deben conducir a minusvalorar la posibilidad del diálogo y a olvidar los resultados obtenidos hasta ahora. Ha habido progresos en la comprensión recíproca y en la cooperación activa. El diálogo ha tenido además un impacto positivo sobre la misma Iglesia. También las otras religiones han sido conducidas, mediante el diálogo, a la renovación y a una mayor apertura. El diálogo religioso ha permitido a la Iglesia compartir con otros los valores evangélicos. Por eso, pese a las dificultades, el compromiso de la Iglesia sigue siendo firme a irreversible».

¿Cuáles son las formas en que se puede realizar el diálogo interreligioso? Generalmente se señalan cuatro:

a) el diálogo de la vida, en virtud del cual los cristianos se esfuerzan por vivir en un espíritu de amistad y de acogida, de apertura y de buena vecindad con los que pertenecen a otras religiones, compartiendo sus alegrías y sus penas, sus problemas y sus preocupaciones. En algunos países, especialmente en los musulmanes, hoy es el único diálogo posible. Para este diálogo la Iglesia sostiene que es «indispensable la aportación de los seglares, que con el ejemplo de su vida y con su propia acción pueden favorecer la mejora de las relaciones entre los seguidores de las diversas religiones, mientras algunos de ellos podrán también ofrecer una aportación de búsqueda y estudio» (Redemptoris missio, n. 57). A este propósito añade Juan Pablo II: «sabiendo que no pocos misioneros y comunidades cristianas encuentran en la vía difícil y a menudo incomprendida del diálogo la única manera de dar a Cristo testimonio sincero y generoso servicio a los hombres, deseo animarlos a perseverar con fe y caridad, incluso allí donde sus esfuerzos no encuentran acogida y respuesta. El diálogo es un camino hacia el Reino y dará con seguridad sus frutos aunque los tiempos y momentos están reservados al Padre» (ib.).

b) el diálogo de las obras: existe cuando los cristianos y los fieles de las demás religiones, por motivos explícitamente religiosos, colaboran en el campo social y económico para defender los derechos de libertad y de justicia de las personas, especialmente cuando esos derechos son negados y pisoteados por los «poderes fuertes», políticos, militares y económicos. Esta forma de diálogo es particularmente importante en un mundo en que se han hecho "globales» y por lo mismo gigantescos los problemas de la libertad, de la justicia y de la paz. Por otra parte, las religiones tienen un fuerte potencial de humanización de las relaciones humanas, revelando con frecuencia la capacidad de hacerlas más justas y fraternas, e incluso puede ocurrir que sean precisamente las religiones —contra su naturaleza profunda y por el mal uso que de ellas hace el hombre— las que fomenten el odio entre los pueblos y justifiquen situaciones de injusticia. Para que esto no suceda, los hombres religiosos son los que deben unirse para colaborar por la justicia, el bienestar y la paz.

c) el diálogo de la experiencia religiosa: en él personas enraizadas fuertemente en sus propias tradiciones religiosas comparten sus riquezas espirituales en lo que se refiere a la propia experiencia de Dios o del Absoluto —que para un cristiano tiene un sentido muy preciso según las indicaciones de la Sagrada Escritura y la Tradición— en la oración contemplativa o en la meditación, en lo que toca al sentido cíe la vida y cíe la muerte, del mal y del sufrimiento, cíe la salvación y de la liberación y, finalmente, en lo que concierne a las vías para buscar a Dios. Esta forma de diálogo es particularmente difícil porque exige no sólo la simpatía y la acogida hacia el otro, sino también una capacidad de compartir en un nivel más profundo. Así, algunos sostienen que el diálogo de la experiencia religiosa consiste esencialmente en penetrar en el espíritu de aquel con el que se dialoga, en entrar en su experiencia religiosa para hacerla propia, conservando al mismo tiempo la fe de pertenencia. La respuesta no es ni fácil ni se da por descontado. Esto significa que esta tercera forma de diálogo interreligioso normalmente no se puede llevar hasta el fondo, sino que debe mantenerse en un nivel de profundidad y de intensidad compatible con las posibilidades normales de una persona de compartir la experiencia religiosa de la otra conservando su propia fe.

d) el diálogo de los intercambios teológicos: es el que se da entre expertos en la teología de las diferentes religiones, en el cual se busca profundizar en la comprensión de las respectivas religiones y apreciar los valores religiosos y espirituales. Esta forma de diálogo no todos pueden realizarla, porque requiere un conocimiento profundo no sólo de la propia religión, sino también de la de aquel con el que se dialoga. Ahora bien, estos expertos no son muchos. A este propósito, se debe constatar que si un importante número de cristianos trata de conocer las otras tradiciones religiosas, los pertenecientes a éstas últimas parecen bastante menos interesados por el conocimiento del cristianismo. Por eso esta forma de diálogo puede ser útil a los cristianos para conocer desde dentro las demás religiones, apreciar sus valores y, gracias al encuentro con ellas, purificar y enriquecer la propia experiencia religiosa; sobre todo puede ser útil para descubrir las riquezas espirituales que la acción del Espíritu Santo ha sembrado en las demás religiones, quizá sólo de forma germinal, y, por lo mismo, para poder encontrar la plenitud sólo en Jesucristo al cual están consecuentemente ordenadas. Pero puede ser útil también a los no cristianos, que quizás por vez primera entran en contacto con el mensaje de Jesús, no falseado por prejuicios y polémicas. Realmente hay que tener presente que en el pasado, incluso reciente, el cristianismo y las demás religiones se han combatido, a veces también de manera demasiado áspera, pero no se han hablado y mucho menos han hecho un esfuerzo para conocerse y apreciarse recíprocamente. Así ha nacido una barrera de prejuicios y cíe conocimientos erróneos, que es muy difícil derribar para poder ponerse serenamente unos frente a otros. Ésta es la dificultad que debe afrontar el diálogo teológico, especialmente entre cristianos y musulmanes.

En este punto surge un problema delicado: ¿puede sustituir el diálogo interreligioso al anuncio explícito del Evangelio que, por ser una invitación a convertirse a Cristo y a formar parte de la Iglesia, y, consecuentemente, a abandonar la propia religión, no sólo suscita la violenta oposición de las demás religiones, sino que aparece como una pérdida de la propia identidad personal y nacional? En otras palabras, en la actual situación de «despertar» del islam, del hinduismo y del budismo, y de renovación del espíritu nacionalista, ¿es oportuno que insista la Iglesia en el diálogo interreligioso, que es bien aceptado por las demás religiones, y mantenga que con ello cumple suficientemente su misión evangelizadora? En consecuencia, ¿es suficiente para el anuncio del Evangelio el conocimiento de la fe cristiana que se logra transmitir por medio del diálogo interreligioso? Para comprender la gravedad del problema se debe reflexionar que, por una parte, el anuncio explícito del Evangelio con la llamada a la conversión encuentra hoy oposiciones y formas de rechazo bastante más fuertes que en el pasado y, por otra, es válido para hoy, como para ayer y para mañana, el mandamiento cíe Jesús a sus discípulos: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Me 16,15).

A este problema que angustia particularmente a los misioneros y a las iglesias de Asia y de África, ha respondido Juan Pablo II: «Del mismo modo que el diálogo interreligioso es un elemento de la misión de la Iglesia, también lo es la proclamación de la obra salvadora de Dios en Jesucristo nuestra Señor [...]. No se trata de elegir el uno y de ignorar o rechazar el otro" (Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol X/l, 1987, pp. 1.149-1.152. En la encíclica Redemptoris missio (n. 55) posteriormente ha afirmado que «el diálogo interreligioso forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia», pero «no dispensa de la evangelización», es decir, del anuncio explícito del misterio de la salvación que Dios ha completado en Jesucristo y a cuya participación deben ser llamados todos los hombres.

En otras palabras, diálogo interreligioso y evangelización forman parte de la misión única de la Iglesia, pero ni se identifican ni son intercambiables de modo que el diálogo pueda sustituir a la evangelización o hacerla superfina. Por eso, hoy la Iglesia, mientras siente la necesidad de comprometerse en el dialogo interreligioso, siente todavía con más fuerza la urgencia y la necesidad, y también el deber, de anunciar explícitamente el Evangelio. En el diálogo ejerce una «función profética». «Dando testimonio de los valores del Evangelio, plantea preguntas a las demás religiones», que pueden descubrir esos valores, mientras la Iglesia, por las cuestiones que las demás religiones le plantean, puede ver sus propios límites y corregir sus propias deficiencias. En la evangelización, hacia la que el diálogo está orientado dinámicamente, la Iglesia «tiende a conducir a las personas —que en el diálogo pueden haber sentido el deseo o la necesidad de conocer mejor el Evangelio de Jesús— hacia una conciencia explícita de lo que Dios ha hecho por todos, hombres y mujeres, en Jesucristo e invitarlos a ser discípulos de Jesús ya hacerse miembros de la Iglesia» (DeA, n. 81). De ese modo, entre diálogo interreligioso y anuncio explícito del Evangelio ni hay identificación ni hay instrumentalización del diálogo en favor del anuncio; pero existe una íntima conexión, en cuanto que el diálogo puede hacer surgir preguntas a las que sólo puede responder la evangelización.

Con DeA, n. 82 terminamos: «Todos los cristianos están llamados a implicarse personalmente en estas dos vías para completar la misión única de la Iglesia, es decir, el anuncio y el diálogo. La manera de hacerlo dependerá de las circunstancias y también de su grado de preparación. Sin embargo, debemos tener presente que el diálogo, como se ha dicho, no constituye la misión total de la Iglesia, que no puede sustituir simplemente al anuncio, sino que está orientado al anuncio en cuanto que en él alcanza su culminación y su plenitud el proceso dinámico de la misión evangelizadora de la Iglesia [...]. Los cristianos comprometidos en el diálogo tienen [...] el deber de responder a las expectativas de sus partners sobre contenidos de la fe cristiana y de dar testimonio de esta fe cuando son llamados a hacerlo [...] (cf. 1 P 3,15). Para poderlo hacer los cristianos deben profundizar su fe, purificar su actitud, clarificar su lenguaje, hacer que su culto sea cada vez más auténtico».

Antes de concluir queremos aclarar dos expresiones utilizadas por nosotros en los cuadernos del 7 y del 21 de octubre, que pueden ser incorrectamente interpretadas. Hablando de las religiones no cristianas, dijimos que son o pueden ser caminos extraordinarios de salvación para sus miembros que, ignorando sin culpa a Jesucristo y a la Iglesia, las practican sincera y fielmente. Esto debe ser entendido no en el sentido de que sean como tales caminos extraordinarios de salvación, sino en el sentido de que Dios se sirve de los elementos verdaderos y santos que hay en ellas para comunicar la gracia de la salvación. Esto estaba dicho claramente en la p. 12 del cuaderno del 7 de octubre: «En las demás religiones, por tanto, hay elementos 'verdaderos' y 'santos', que reflejan un rayo de la verdad y de la santidad del Verbo eterno de Dios encarnado en Jesucristo. Éste —por medio del Espíritu Santo— ha arrojado 'semillas' en las tradiciones religiosas, las cuales, por ese motivo, pueden ser caminos de salvación para sus miembros no por virtud propia, sino por la acción del Espíritu Santo, que puede servirse de esas semillas de verdad y de santidad como de instrumentos de salvación». Para remachar luego que las religiones no cristianas no pueden ser, en cuanto tales, caminos de salvación, habíamos recordado que «no todo en ellas es verdadero y santo» y que puede haber en ellas elementos que constituyan «un insuperable obstáculo a la gracia».

Luego dijimos que «se puede sostener que ellas (=las religiones no cristianas) tienen una función instrumental, y por ello de alguna manera 'sacramental'», añadiendo cinco precisiones para evitar que el término «sacramental» pudiera ser comprendido incorrectamente. Es evidente, de todos modos, que con el término «mediación en cierto sentido 'sacramental' se quería establecer sólo una lejana analogía entre la mediación sacramental de la Iglesia y la mediación instrumental de las religiones no cristianas Puesto que siempre es posible un equívoco, es preferible no usar el término «sacramental» cuando se habla de las religiones no cristianas, reservando esos términos a los signos cristianos de la salvación.

El debate sobre el diálogo interreligioso

El diálogo interreligioso —cuyas condiciones, formas y fin hemos descrito, sirviéndonos de los documentos oficiales de la Iglesia— plantea problemas complejos. El primero, y el más fundamental, es el siguiente: ¿es posible un «verdadero» diálogo entre el cristianismo y las demás religiones? El problema surge por el hecho de que el cristianismo afirma que es no una religión entre otras, sino que es la religión, verdadera y definitiva, que Dios quiere para todos: no es, pues, una religión «en igualdad» con las demás, sino una religión «aparte». Ahora bien, sólo puede darse un verdadero diálogo entre «iguales». Sobre todo se plantea el problema de la posibilidad del diálogo a causa de que, para el cristianismo, su fundador, Jesús, no es uno de los grandes profetas o espíritus religiosos como los fundadores de religiones, sino el Revelador definitivo del misterio de Dios y el Salvador único y universal de todos los hombres, el Hijo de Dios hecho hombre y, por ello, el Camino y la Verdad absoluta. Esta convicción de los cristianos parece hacer muy difícil un verdadero diálogo interreligioso.

¿Cómo resolver este problema? Algunos teólogos sostienen que un diálogo entre el cristianismo y las demás religiones que quiera ser auténtico y no reducirse a un mero cambio de información, requiere una nueva interpretación del cristianismo y, en especial, de la figura de Jesús. A su parecer, el diálogo interreligioso es posible sólo a condición de que sea revisada radicalmente la fe tradicional de la Iglesia sobre Jesús. La obra que expresa estas ideas más completamente es la de P. Knitter, Nessun altro nome? (Brescia, Queriniana, 1991). Hacemos una rápida presentación del mismo recordando que retoma las posiciones similares de teólogos norteamericanos e indios. Según estos autores, el punto de partida para un verdadero diálogo interreligioso es el «pluralismo unitivo» de las religiones. Hasta ahora las religiones y las personas religiosas vivían separadas; hoy se encuentran y viven juntas diversas religiones y personas religiosas. Así ha nacido un pluralismo religioso que fuerza a las religiones a encontrarse, a establecer relaciones y, en cierta manera, a unirse con el fin de aprender unas de otras y de ayudarse mutuamente. De ahí la necesidad de un «pluralismo unitivo» de las religiones.

Pero, ¿qué implica ese pluralismo para el cristianismo? Implica —responden en sustancia estos autores— el reconocimiento de que las demás religiones son caminos de salvación en la misma medida que el cristianismo; que los cristianos tienen que aprender de las demás religiones no menos de lo que éstas tienen que aprender del cristianismo; que las demás religiones no están destinadas a convertirse a Cristo y que continuarán siendo importantes y válidas exactamente como el cristianismo. Sobre todo, «el presupuesto fundamental del pluralismo unitivo es que todas las religiones son o pueden ser igualmente válidas; que Jesucristo es 'uno de tantos' en el mundo de los salvadores y de los reveladores» (ib. 44). Con otras palabras, el pluralismo unitivo de las religiones —y por tanto el diálogo interreligioso— obligara al cristianismo a renunciar al concepto que tiene de sí mismo «como religión única, exclusiva, superior, definitiva, normativa y absoluta». Sobre todo exigiría renunciar a la «unicidad» absoluta de Cristo, es decir, renunciar a afirmar que Jesús es el único Revelador y la Revelación definitiva de Dios; es el único Salvador de todos los hombres y el único Hijo de Dios y no uno entre los «hijos de Dios»; es la única Encarnación. Así habría que aceptar que el cristianismo es un camino válido de salvación, y que de la misma manera todas las demás religiones son caminos igualmente validos de salvación.

Ahora bien, ¿puede tomar parte el cristianismo en un diálogo interreligioso que exige tales renuncias y aceptaciones? Puede, responden esos teólogos, pero con la condición de tener «una nueva comprensión del Evangelio y de la tradición cristiana, en lo que respecta a la unicidad de Cristo y del cristianismo; con la condición de renunciar a creer que Jesucristo es el único y definitivo Revelador de Dios y el único Salvador de los hombres. Sólo esa renuncia podría hacer posible el diálogo interreligioso: «Si los cristianos entran en diálogo con otros creyentes, insistiendo siempre en decir o en creer que poseen la norma definitiva dada por Dios para todas las otras verdades religiosas, ¿cómo pueden realmente prestar aún oídos al testimonio de los demás y qué confianza pueden obtener?»

Para hacer posible el diálogo interreligioso, el cristianismo debería, pues, renunciar a la «unicidad» de Jesús. ¿Es esa renuncia posible? Algunos teólogos responden que sí. Reconocen que muchos teólogos, incluso comprometidos en el diálogo interreligioso, no la consideran posible. Sin embargo, hay teólogos cristianos que, comprometidos en la comprensión de las demás religiones y en el diálogo con ellas, ponen clara y seriamente en cuestión la validez y la normatividad definitiva de Cristo y del cristianismo. Son aún una minoría dentro de las iglesias cristianas, pero su voz se va haciendo cada vez más fuerte. Parece ser que en el interior del cristianismo se va formando una nueva conciencia» (ib. 77).

Entre estos teólogos surge un exponente de la iglesia presbiteriana de Inglaterra, que sostiene que la Encarnación es un «mito», una metáfora, que expresa de forma finita e historicista el ágape infinito y eterno de Dios; que los cristianos pueden afirmar que Dios se ha encontrado verdaderamente en Jesús, pero no sólo en él; que pueden proclamar que Jesús es el centro y la norma de su vida, sin tener que afirmar que sea así para todos los demás seres humanos (cf. J. Hick, «Jesus and World Religions» en Id. [ed.], The Mith of God Incarnate, London, SCM Press, 1977, pp. 167-185).

Junto a un teólogo protestante como J. Hick se sitúa un teólogo como R Panikkar, que, habiendo nacido de madre española católica y de padre hindú, creció en el seno de dos tradiciones religiosas hasta le punto de definirse «cristiano-hindú». Piensa que en la base de toda experiencia religiosa hay un «principio transcendente» o «misterio», que constituye el «hecho religioso fundamental». Ese misterio siempre es más grande de lo que toda experiencia religiosa pueda sentir o decir (R. Panikkar, The Intraligious Dialogue, New York, Paulist Press, 1978, pp. 2-23).

Por eso es necesario que las religiones tradicionales —y por tanto el cristianismo también— «renuncien a cualquier pretensión de monopolio en las confrontaciones de todo lo que es expresión la religión» (Id., »Have 'Religions' the Monopoly on Religión?», en Journal of Ecumenical Studies. 11 [1974] 517). Este autor afirma que ninguna religión puede entrar en diálogo con otras religiones si pretende que posee la normativa definitiva y absoluta válida para todos; pero de ese modo pone en discusión la normatividad definitiva de Cristo. En la práctica rechaza todo diálogo o encuentro entre el cristianismo y las demás religiones que presuponga de partida la superioridad del primero, o que las demás religiones encuentran en él su complemento.

¿Qué es, entonces, lo que hay que situar en la base del diálogo con las demás religiones? Según él, una reinterpretación de la concepción tradicional de la unicidad y de la universalidad de Cristo. Esa reinterpretación está basada en la distinción entre el Cristo universal y el Jesús particular. De hecho, según su concepto, «Cristo» es «el símbolo viviente de la totalidad de la realidad: humana, divina, cósmica»; es el Logos, es la expresión "externa, la comunicación creativa de la realidad última (Dios Padre, incognoscible e inefable). Él es, por tanto, el fundamento de lo divino en toda la humanidad.

Ahora Cristo o el Logos se ha encarnado en Jesús de Nazaret; pero la encarnación no se ha verificado sólo en él, de manera final, definitiva y normativa. De hecho ninguna forma histórica puede ser la expresión plena y definitiva de Cristo. Por eso Cristo «como símbolo universal de la salvación, no puede ser objetivado y, por ello, reificado como un personaje meramente histórico». Esto significa que «Cristo Salvador no puede ser reducido a la figura meramente histórica de Jesús de Nazaret»; pero esto no significa que Jesús no tenga importancia para los cristianos: realmente para ellos Cristo, que pudo aparecer en formas innumerables —y de hecho ha aparecido bajo muchos nombres: Rama, Krishna, Isvara, Purusha, Tathagata—, ha asumido una forma última en Jesús de Nazaret. Por eso el cristiano puede confesar que «Jesús es el Cristo», pero esa expresión no equivale a la otra «El Cristo es Jesús». Realmente Jesús es un nombre histórico del «supernombre», es decir, de Cristo que, como dice san Pablo a los Filipenses, es «el Nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,9).

En conclusión, Jesús sería una de las múltiples formas históricas en las que se ha realizado el principio cosmoteándrico, llamado Cristo, que, por ello, está presente en todas las formas auténticas de religiosidad y en el que, por consiguiente, pueden encontrarse y dialogar todas las religiones. En este diálogo los cristianos podrán confesar a Jesús como su Maestro y Salvador, pero deberán admitir que las demás religiones tienen también sus maestros y salvadores que al igual que Jesús, son expresiones del principio teándrico, el Cristo ' «universal».

En este punto es importante notar que varios teólogos del área norteamericana, como W. C. Smith, D. Cupitt (para él sólo hay «un Jesús» aunque hay «muchos Cristos»), J. Macquarrie. T. Hall, aceptan del todo o en parte, la distinción de R. Panikkar entre «Jesús» y «Cristo». En síntesis, no se pide a los cristianos que abandonen su fe en Jesús y en la unicidad y en el significado universal de cuanto ha realizado Dios en Jesús; deben afirmar además con fuerza que para ellos Jesús es el Salvador único y universal. Sólo se pide que al mismo tiempo reconozcan la unicidad y la relevancia universal de cuanto puede haber revelado el Misterio divino a través de otros y que se sientan interpelados. Con otras palabras —según estos teólogos— se pide a los cristianos que admitan que Dios se ha revelado en Jesús, pero que no se ha «confinado» en él, porque Dios es siempre más grande (Deus semper maior) que todo lo que un personaje histórico como Jesús pueda representarlo. Es decir, Jesús es único, pero su unicidad es relativa, no absoluta; por tanto no se excluye que otros personajes religiosos sean únicos, igual que Jesús, para aquellos que creen en ellos. Por eso, dada la relatividad, o mejor la unicidad relativa, de Jesús como la de todos los reveladores y salvadores de las demás religiones, sólo el Misterio absoluto que está en el fondo de todas las religiones puede ser la base del diálogo interreligioso, que por ese motivo se convierte en diálogo «intrareligioso». Por eso en el diálogo con las restantes religiones, los cristianos deben abandonar el cristocentrismo y pasar al teocentrismo. El diálogo interreligioso sólo puede ser teocéntrico, porque sólo en el Absoluto —sea personal o impersonal—pueden hallar los creyentes de las diversas religiones un «punto de encuentro».

Ahora bien, ¿cómo debe llevarse a cabo —según estos teólogos— el diálogo interreligioso (o mejor, intrareligioso), entendido no como un simple cambio de informaciones, sino como «intercambio de experiencia y de conocimiento entre dos interlocutores con la intención de que todos los participantes crezcan en experiencia y en conocimiento» (P. Knitter, Nessun altro nome?, cit., 200)? Ante todo, el diálogo debe estar basado en una experiencia religiosa personal y con el convencimiento firme de estar en la verdad» (ib. 201). Es decir, el diálogo sólo se puede llevar a cabo entre personas «religiosas», que han tenido una experiencia religiosa y que pertenecen a una tradición religiosa particular, que consideran verdadera, aunque no absoluta y definitiva. Por eso cada cual entra en el diálogo con su propia fe que, por ello no se pone entre paréntesis, sino que se inserta en el diálogo.

En segundo lugar, el diálogo «debe estar basado en el reconocimiento de la posible presencia de la verdad en todas las religiones». (ib. 203). Cada uno debe escuchar al otro con una apertura total a la posible verdad de todo lo que el otro expone. Esto requiere que cada interlocutor presuma la verdad de las posiciones del otro. Pero esto sólo puede ocurrir si los participantes admiten, al menos como hipótesis, que todas las religiones tienen como fundamento y fin la misma Realidad última: en términos cristianos, al mismo Dios, que se manifiesta de distintos modos en las diversas religiones.

En tercer lugar, el diálogo impone la necesidad de «entrar en la experiencia religiosa de otra tradición». De hecho, «sólo cuando se intenta hacer esto es cuando verdaderamente despega la conversación. No puedo comenzar el diálogo sobre la base de mi propia experiencia religiosa y luego contemplar a la otra religión sólo como un conjunto de doctrinas. De todos modos debo ser capaz también de entrar en la experiencia de fe que hay detrás cíe las doctrinas y en ellas se encierra. Con otras palabras, el diálogo interreligioso debe ser un diálogo intrareligioso; debe abarcar todo mi ser religioso y proceder de las profundidades de mi actitud religiosa hasta las profundidades mismas que existen en mi interlocutor. No puede realizarse 'desde fuera' un verdadero encuentro con otra tradición religiosa; no puedo esperar conocer verdaderamente otra tradición religiosa quedándome fuera y limitándome a mirarla. De cualquier modo debo entrar y estar 'dentro' de la otra tradición compartiendo esa experiencia religiosa» (ib. 208).

Este «entrar en la experiencia religiosa de otra tradición» se realiza con el método llamado passing over - coming back, que se explica así: El passing over (lit. pasar más allá) es un desplazamiento del punto de vista, una adopción del punto de vista de otra cultura, de otro estilo de vida, de otra religión A éste le sigue un proceso semejante y opuesto que podemos llamar 'retorno' (coming back), retorno rico en conocimientos nuevos para la propia cultura, el propio estilo de vida, la propia religión» (J. Dunne, The Way of All the Earth, New York, Macmillan, 1972, IX). Un ejemplo de esto se encuentra en la experiencia de R. Panikkar, que escribe de sí mismo: «'Partí' como cristiano; me 'encontré' hindú; y 'retorno' como budista sin haber dejado de ser cristiano» («Faith and Belief: A multireligious Experience» en The Intrareligious Dialoge, cit., 220). Con ese método se haría posible «la doble pertenencia religiosa», por la que se puede pertenecer a más de una religión mediante una «convergencia de espiritualidad» (J. Spae). P. Knitter comenta: «Si la teología de los participantes no reconoce esto, si no hacen algún intento en esta dirección, su diálogo será quizá una conversación informativa, pero nunca podrá convertirse en un encuentro que transforma» (Nessun altro nome?, cit., 209 s).

En cuarto lugar, «el diálogo debe estar basado en la apertura a la posibilidad de un genuino cambio/conversión» (ib. 210). Es decir, los interlocutores deben estar abiertos a la posibilidad de aceptar conocimientos de la verdad divina que nunca habían intuido o habían rechazado. Por eso deberán estar dispuestos a reformar, a cambiar y quizás a abandonar sin más ciertas creencias de su religión. «Esto a su vez —está advertido— implica una cosa que ya habíamos afirmado: el diálogo no es posible si uno de los interlocutores entra en él con la pretensión de que posee la verdad última, definitiva e irreformable. Los postulados de este género bloquean cualquier crecimiento real en el campo de la experiencia y de la comprensión» (ib.).

¿Qué pensar de este modo de concebir el diálogo interreligioso y sus condiciones? Digamos antes de nada que el diálogo interreligioso entendido de esa manera no es el diálogo entre el cristianismo y las demás religiones, sino entre éstas y un cristianismo que ya no es tal. De hecho, la «nueva- interpretación que hacen del cristianismo P. Knitter y los otros teólogos citados arriba es la negación radical de lo que constituye la especificidad del cristianismo: especificidad que consiste precisamente en la «unicidad» cíe Jesús de Nazaret. Unicidad que tiene su razón de ser en el hecho de que en Jesús se ha encarnado el Hijo de Dios, por lo que Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, es la Palabra definitiva e inmutable de Dios a los hombres. Es la salvación del pecado y de la muerte para todos los hombres. Por eso, poner en discusión o negar la unicidad absoluta —y no sólo relativa— de Jesús, afirmando que él es un revelador entre otros reveladores del misterio divino, un salvador entre otros salvadores, es situarse fuera de la fe cristiana. Así como «es contrario a la fe cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y Jesucristo» (Redemptoris missio, n. 6), como hace Panikkar, cuando distingue entre el Cristo «universal» y Jesús de Nazaret y cuando afirma que Jesús no es el Cristo, sino sólo una de las muchas formas que ha asumido el Cristo universal en la historia.

En realidad sólo se puede hablar de diálogo entre el cristianismo y las demás religiones si el cristianismo es presentado en su verdad e integridad. Indudablemente, presentando a los representantes de las demás religiones un cristianismo «pulido» —por decirlo de alguna manera— de sus aspectos más desconcertantes, como la Encarnación de Jesús (que no casualmente define J. Hick como un «mito»), la divinidad de Jesús (que sería no el Hijo de Dios, sino sólo un «profeta escatológico») (cf. P. Knitter, Nessun altro nome?, cit., 133), su resurrección (que no habría sido real, sino sólo «una experiencia subjetiva de conversión o de revelación» de los discípulos de Jesús) (ib. 187), su «unicidad» (que significaría que el cristiano se ha vinculado completamente a Jesús) (ib. 157), el diálogo entre el cristianismo y las demás religiones se hace más fácil; de esta manera según algunos teólogos católicos como A. Pieris, I. Puthiadam, H. Maurier, E. Hulmán, B. Sizemore, comprometidos en la praxis efectiva del diálogo— la reinterpretación de la unicidad de Jesús es la única vía que haría posible el diálogo. «Estos teólogos, —observa P. Knitter— han sido testigos de cómo una cristología absolutista o normativa ha favorecido el «imperialismo cultural» de Occidente, cómo ha bloqueado el diálogo y es una de las razones de los decepcionantes resultados del trabajo misionero. A la luz de semejantes efectos, estos expertos invitan a reexaminar la cristología tradicional» (ib. 121).

Pero el hecho de que la cristología tradicional —que está expresada en el Nuevo Testamento y en los concilios ecuménicos y que por lo mismo es la esencia y el fundamento de la fe cristiana— pueda resultar de difícil comprensión a las demás tradiciones culturales y religiosas, no es un motivo para presentar un cristianismo que en sus puntos más esenciales y específicos, ya no es conforme —incluso está en contradicción— con la fe de la Iglesia. De hecho no sería un verdadero diálogo, que para que sea auténtico exige estar fundado sobre la verdad. En realidad, también el budismo tiene aspectos que chocan fuertemente con el cristianismo, e incluso son irritantes para la razón humana: piénsese en las doctrinas de la anatta, de la «Vacuidad», de los «tres cuerpos» de Buda; pero nadie pretende que para dialogar con los cristianos tengan los budistas que dejar de lado las doctrinas que hacen el diálogo con los cristianos singularmente difícil. Las religiones deben entrar en diálogo tal como realmente son; en caso contrario el diálogo ya no será «verdadero», y por tanto sería inútil.

Pero, se objeta, la cristología tradicional, con la pretensión de que Jesús es el único Revelador y el único Salvador, hace que el diálogo no sea «entre iguales». Pero ¿qué significa y qué exige un diálogo? Ciertamente no implica que las religiones se pongan en el mismo plano, dejando a un lado o callando las propias peculiaridades, aquellos aspectos que pueden no ser compartidos e incluso ser molestos para uno u otro de los participantes en el diálogo. El diálogo «entre iguales», ante todo, significa el máximo respeto de las personas y el reconocimiento del derecho de toda religión a existir, a ser y a presentarse tal como es; significa, en segundo lugar, la estima recíproca, en el sentido de que toda religión ve en la otra valores apreciables; significa, en tercer lugar, que en el diálogo, cada uno de los participantes tiene el mismo derecho a hacer valer sus propias posturas y a criticar aquellas propuestas de las demás religiones que él no considera conformes a la verdad o a la moralidad.

A este propósito, se debe notar de nuevo que los cristianos no sólo no desprecian a las demás religiones, sino que las respetan, viendo en ellas el esfuerzo de dar una «respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, ayer como hoy, perturban profundamente el corazón del hombre: la naturaleza del hombre, el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para alcanzar la verdadera felicidad, el juicio y la retribución después de la muerte y, finalmente, el misterio último e inefable que rodea nuestra existencia, dónde tenemos nuestros orígenes y hacia quién tendemos» (Nostra aetate, n. 1). Ciertamente se trata de esfuerzos «humanos», porque las demás religiones son obra de los hombres, pero no son extrañas a esos esfuerzos la acción del Espíritu Santo y la luz del Verbo de Dios encarnado en Jesucristo. Es decir, la acción del Espíritu Santo y la gracia y la verdad del Verbo, encarnado históricamente en Jesús de Nazaret, encuentran su plenitud en el cristianismo que, por ese motivo no es una religión fruto de los esfuerzos humanos, y consiguientemente «humana», sino una religión fruto únicamente de la iniciativa y de la gracia sobrenatural de Dios, y por ello, «divina». Sin embargo, Dios —que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad— no ha dejado que faltara a los hombres religiosos que lo buscaban sinceramente la fuerza de su Espíritu y la «gracia» y la «verdad» de su Verbo, aunque sea en medida limitada y en formas imperfectas.

En segundo lugar, se debe advertir que los cristianos estiman a las demás religiones, reconociendo que en ellas hay elementos de verdad y de santidad que en las manos de Dios pueden ser instrumentos de salvación. Finalmente hay que subrayar que, igual que el cristianismo sostiene que puede hacer participar de sus riquezas a las demás religiones, así también sostiene que puede recibir mucho de las demás religiones. De hecho cuando dice que posee la verdad «absoluta», no afirma que posee «toda» la verdad. Esto significa que puede crecer en la profundización de la verdad. Y en esto puede ser ayudado por las demás religiones en cuanto pueden ayudarle a ver aspectos de la verdad en los que no ha profundizado suficientemente. Las mismas críticas que ellas pueden dirigir al cristianismo pueden ayudar a los cristianos a ver mejor sus propias lagunas y los sedimentos que le ha ido dejando la historia. Así, por ejemplo, cuando las religiones orientales reprochan al cristianismo su carácter «occidental», o ponen de relieve que su acción misionera en el pasado ha pretendido trasplantar a Oriente el modelo occidental de cristianismo, le ayudan a liberarse de esos sedimentos históricos que a los ojos de los no occidentales le hacen aparecer como la religión de Occidente y por tanto extranjera para los demás pueblos.

No se comprende, pues, cómo el diálogo interreligioso, tal como hoy lo propone la Iglesia católica, no puede ser «entre iguales». De hecho no se presenta la Iglesia al diálogo con las demás religiones con espíritu de soberbia superioridad, ni mucho menos con espíritu de clausura, sino que pretende dialogar con espíritu de humildad y de apertura. Tanto más cuanto que para ella el diálogo interreligioso tiene como fin el conocimiento mutuo y la estima mutua, con el objeto de establecer relaciones de comprensión y de amistad que hagan posible una más estrecha colaboración en la defensa de los valores espirituales y en las actividades en favor de la justicia, de la fraternidad y de la paz, que las religiones tienen que realizar, como deber propio, en bien de la humanidad.

En lo que respecta al objeto del diálogo muchos proponen que el «punto de encuentro» de los participantes en el diálogo interreligioso sea el Misterio divino, la Realidad última: es decir, que el diálogo sea «teocéntrico», por el hecho de que todas serían manifestaciones históricas —por tanto, parciales y relativas— del Misterio divino, que está en la base de todas y, en consecuencia, cuando los participantes en el diálogo hablaran cada uno de su propia religión, se referirían de diversas maneras a la misma realidad. Se debe objetar a este modo de ver el diálogo interreligioso que la Realidad última no puede ser un -punto de encuentro" entre las diversas religiones, porque cada religión la concibe de manera diferente de las demás y, a menudo, de manera contradictoria con las otras. El Dios cristiano no se puede identificar ni con la Vacuidad (shunyata) budista, ni con el Brahmán hindú, ni con el Dao taoista; el absoluto personal como es el Dios cristiano, es radicalmente distinto del absoluto impersonal de las religiones orientales; la concepción islámica, rígidamente monoteísta, de Allah difiere profundamente de la concepción cristiana uni-trinitaria de Dios.

Es necesario tener en cuenta al respecto que la experiencia cristiana de la Realidad última —llámese como se quiera—, no es fundamentalmente idéntica en las distintas religiones, sino diversa en su contenido, si bien Dios puede servirse de toda experiencia religiosa auténtica para comunicar la salvación a los hombres. Por eso el diálogo de la experiencia religiosa —que es una de las formas del diálogo interreligioso y, según algunos, la más importante y significativa— es particularmente difícil. Realmente esta forma de diálogo implica, según algunos, que se comparta la experiencia religiosa del otro y, que por ello, se entre en su mundo religioso no sólo conceptual, sino propiamente espiritual y experiencial, hasta el punto de hacerlo propio, experimentando la Realidad religiosa como él la experimenta.

Ahora bien, ¿hasta qué punto es esto posible? Con otras palabras, ¿es posible para un cristiano que quiera conservar su fe —la fe en Dios y en Cristo como la profesa la Iglesia— hacer propia la experiencia religiosa de una persona, en virtud de la religión que profesa, cuya forma y contenido son radicalmente distintos e incluso opuestos o contradictorios a los de la fe cristiana? ¿Es posible que la experiencia religiosa cristiana —que se funda en la filiación de Dios en Cristo y que comporta tanto la transcendencia como la inmanencia de Dios, por gracia, en el alma cristiana, en la que por virtud del Espíritu Santo hace su morada el Dios uno y trino— pueda coexistir, por ejemplo, con la experiencia religiosa hindú, en la que el atman individual se identifica con el Ser, con el Brahmán universal, o con la experiencia budista de la Vacuidad? Con otras palabras, ¿es posible ser cristiano e hindú, cristiano y budista?

Este problema se considera bajo el aspecto psicológico y bajo el aspecto moral. Desde la perspectiva psicológica —es decir, ¿es psicológicamente posible adherirse sinceramente a dos creencias diversas y opuestas, y. por tanto, ser verdaderamente cristiano y verdaderamente budista?— no es posible sin un desgarro interior que a la larga puede ser insoportable. Hay que notar que aquí se habla de «fe», no de cultura. Es realmente posible que un cristiano pueda practicar su propia fe según modelos y formas de una determinada cultura: es lo que acontece con los cristianos que para orar se sirven de las técnicas del yoga y del zen. La cosa no está exenta de peligros, porque el yoga y el zen no son meras técnicas, sino que tienen un substrato filosófico y teológico del que no pueden desprenderse del todo; sin embargo, puede ser útil quizás para personas teológicamente preparadas y sanas psicológicamente y, sobre todo, para personas para las que estas técnicas forman parte de su patrimonio cultural. El problema que aquí estamos tratando es el de la coexistencia en la misma persona de dos creencias diversas y opuestas. Indudablemente se ha dado algún caso muy raro de este tipo, pero no con resultados positivos.

Por otra parte, desde la perspectiva moral, «¿Es lícito moralmente adherirse a dos o tres fes distintas y opuestas?» La respuesta es claramente negativa, ya porque el sincretismo religioso no es aceptable moralmente, ya porque las religiones no cristianas, aunque contengan elementos buenos y santos, también contienen errores doctrinales graves, prácticas culturales y comportamientos morales que son inaceptables para un cristiano. Además, el compartir la experiencia religiosa llevada hasta hacer propia la fe del otro, no sólo no es posible psicológicamente, ni aceptable moralmente, sino que ni siquiera es útil religiosamente o exigida por aquella forma de diálogo que hemos llamado «de la experiencia religiosa». De hecho este diálogo puede ser real y fructífero, mientras esté dentro de los límites de una confrontación entre experiencias religiosas, y no caiga en el exceso de querer conciliar cosas que no son conciliables.

A propósito de esto debemos destacar la inaceptabilidad del concepto de verdad que está en la base de estos intentos de conciliación de las diferentes religiones que hoy muchos tratan de llevar a cabo. Según los autores que recordábamos arriba, la verdad no se fundaría en el principio de contradicción —una cosa o es verdadera o es falsa—, sino en el de relación, para el que no hay una verdad sola, sino que hay muchas en relación entre sí, que se integran poniéndose en relación unas con otras. Dicho con otras palabras, la verdad sería bi-polar, no estaría en un aut-aut, sino en un et-et, no en "esto o aquello, sino en «esto y aquello»; estaría, pues, en la coincidentia oppositorum, porque, como afirma el taoismo, la realidad es la fusión de los dos principios opuestos y coincidentes Ying-Yang (sombra-luz). Sobre la base de esta visión de la realidad, afirma P. Knitter, «las religiones del mundo, con sus sorprendentes diferencias, son más complementarias que contradictorias» (Nessun altro nome?, cit., 229). Las diferencias que entre ellas se dan, no serían contradicciones, sino tensiones dialógicas y polaridades creativas» (R. Panikkar), «contrastes que se enriquecen mutuamente» (J. B. Cobb).

Es evidente que, según esta concepción de la realidad —que, dice, sería propia del pensamiento oriental, en oposición al occidental de cuño aristotélico— ya no habría religiones verdaderas o falsas sino que habría sólo religiones diferentes, destinadas, mediante el diálogo interreligioso, a juntarse en la unidad de la única e idéntica Realidad Suprema, de la que son expresiones históricas y, por ende, limitadas.

Sin embargo, esta visión de la realidad —y la visión de la verdad que de ella se deriva— no es aceptable, porque contradice el principio de no contradicción. Es cierto que en todo error hay una parte de verdad, y por eso incluso los errores pueden enriquecer y completar la verdad, que nunca es total y plena; pero esto es así no en cuanto que es error, sino en cuanto contiene una parte, pequeña o grande, de verdad. Por ello, en el diálogo interreligioso no se confrontan religiones igualmente verdaderas, cada una de las cuales expresa un aspecto de la Verdad absoluta, que es la Realidad Suprema, sino religiones diferentes y opuestas, cada una de las cuales sostiene que es la única verdadera. El cristianismo no sólo mantiene que es la única verdadera, sino que realmente lo es. De este punto es de donde parte el diálogo interreligioso, que por ese motivo es muy difícil, como demuestra la experiencia.

Finalmente, es problemática la afirmación de que «el diálogo debe estar basado en la posibilidad de un genuino cambio/conversión», es decir, sobre la posibilidad del abandono de la propia religión para pasar a otra. Subrayamos en primer lugar que cualquiera de los participantes en el diálogo interreligioso puede desear legítimamente que el otro se adhiera a la propia religión; pero la intención y el fin por el que se emprende el diálogo no es la conversión del otro a la propia religión. Esto es lo que distingue, para los cristianos, el diálogo interreligioso del anuncio del mensaje cristiano. Éste último, por su naturaleza, está hecho para invitara los hombres a creer en Jesucristo y aceptar su Evangelio: es, pues, una invitación explícita y directa a la conversión. Por su parte, el diálogo interreligioso se realiza para conocerse mejor bajo el perfil religioso, para intercambiarse en la medida de lo posible, las propias riquezas religiosas; para establecer mejores y más cordiales relaciones humanas, con la perspectiva de un compromiso común en favor de la fraternidad, de la justicia y de la paz entre los seres humanos, de manera que las religiones no sean, como quizás ha ocurrido en el pasado, factores de divisiones, de odios y cíe guerras, sino de fraternidad y de paz. Por ese motivo, el diálogo interreligioso forma parte de la misión de la Iglesia, que es la evangelización, pero no sustituye al anuncio explícito y directo del Evangelio, ni dispensa de él como anteriormente se ha explicado. (Civ. Catt., 1995. IV, pp. 330 s). Sin duda, el diálogo interreligioso puede hacer surgir en el interlocutor no cristiano el deseo de conocer mejor el cristianismo e incluso el propósito de adherirse a Jesucristo con un acto de fe; pero este es un hecho que va más allá del diálogo y no constituye su objetivo.

Observamos, en segundo lugar, que el diálogo interreligioso puede inducir a un cristiano a ver y a corregir lagunas y defectos de su propia vida religiosa y, sobre todo, puede inducirlo a una comprensión más profunda de su propia vida y de su experiencia religiosa, pero al afrontar el diálogo, no puede incluir la conversión a otra religión. La certeza que tiene de la verdad de la fe cristiana no es de orden racional y humano, sino de orden supraracional y divino porque está apoyada sobre la verdad y la autoridad del mismo Dios y es infundida por el Espíritu Santo. Por ese motivo es certeza absoluta, que no puede ser puesta en duda o en cuestión. Siempre que el cristiano tenga una fe personal y adulta y sea consciente de la naturaleza y de las exigencias de la misma.

En conclusión, sostenemos que para el cristianismo el diálogo interreligioso es un desafío duro y difícil y que, por lo mismo, en sus diferentes formas —pero en particular en la forma del «diálogo de la experiencia religiosa»— debe ser afrontado con apertura espiritual, confianza y esperanza, pero al mismo tiempo con competencia y prudencia, es decir, con la conciencia de que hoy es necesario y útil, pero no está exento de dificultades y de riesgos.
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* Se publica por cortesía de La Civiltà Cattolica (1995 IV, pp. 3-16; 107-119).

(Traducido del italiano por Antonio-Gabriel Rosón Alonso)

 

 

 

 

Fuente: Revista Católica Internacional Communio, Año II, 3ª. Época, Enero-marzo de 1999, pp. 109-133; y Abril-junio de 1999, pp. 211-235.