XVIII

ESBOZO DE UNA HISTORIA
DE LA ESPIRITUALIDAD CATÓLICA


No podemos exponer aquí en toda su amplitud la historia de la espiritualidad cristiana. Hay buenas obras que lo han hecho y a ellas remitimos al lector. Nuestro propósito consiste más bien en describir los principales tipos de espiritualidad, que permiten reagrupar a los autores y obras de una época a otra.

La historia de la Iglesia se puede dividir, en efecto, en cinco grandes períodos, según las formas predominantes de la espiritualidad. Nosotros distinguiremos: la edad de los Padres de la Iglesia, que se extiende hasta el final del Imperio romano; el período monástico, cuyo origen remonta al siglo III y que durará hasta el siglo XII; viene, a continuación, una época en que el impulso espiritual viene dado sobre todo por las órdenes mendicantes, entre el siglo XIII y el XVI; le sucede el período postridentino en que predomina la influencia de la Compañía de Jesús; el concilio Vaticano II abre, finalmente, una época en la que nosotros estamos implicados.

Este esquema tan simple nos induciría, no obstante, a error, si no tuviéramos en cuenta una prerrogativa de la historia espiritual, que la diferencia de la historia externa de los acontecimientos. En efecto, podríamos pensar que los períodos que acabamos de enumerar se suceden entre ellos rechazando los precedentes al pasado, donde no conservarían más que un interés histórico. Desde esta perspectiva, el mismo Evangelio no sería apenas más que el vestigio imponente de una época lejana.

En realidad, las diferentes edades de la espiritualidad cristiana se insertan en una duración que tiene la propiedad de conservar en vida las adquisiciones de los períodos anteriores, como cada uno de nosotros conserva, vivaz, lo mejor de lo que se ha formado en nuestra intimidad personal, desde nuestra primera infancia. En eso consiste el poder del espíritu: en mantener en nosotros, bajo la cubierta de los recuerdos del pasado, la fuente original de la vida. De modo semejante, la historia de la espiritualidad tiene como finalidad, más allá de la información sobre las obras llegadas a nosotros, ponernos en contacto con las fuentes espirituales, que subsisten y continúan actuando en la vida de la Iglesia bajo la moción del Espíritu Santo.

Nada nos impide, por consiguiente, buscar hoy nuestro alimento en los Padres de la Iglesia, en los sermones de san Bernardo, en la espiritualidad de san Francisco o de san Ignacio. Sin embargo, no por ello nos volvemos hombres del pasado, al menos si abordamos las obras de estos autores con la fe que nos asocia a ellos y con la caridad que vivifica.

Observemos también que estos diferentes períodos dependen del Evangelio como de su fuente primera y constante. En efecto, es el Espíritu Santo quien crea, en la profundidad del tiempo de la Iglesia, la duración de la vida espiritual actualizando en ella la Palabra de Cristo. El determina sus estaciones y suscita las diferentes corrientes en conformidad con cada época y cada personalidad, como lo muestran todas las renovaciones que se han producido mediante un retorno directo al Evangelio. Por eso no debemos representarnos la historia de la espiritualidad al modo de un simple gráfico, con curvas ascendentes y descendentes. El conjunto está dominado por la relación con la Palabra de Dios, como con una fuente superior y presente por todos lados. Las diferentes espiritualidades derivan de ella como canales, o mejor como fuentes secundarias. Gracias a su vinculación con el Evangelio y con el Espíritu que las ha llevado, conservan su vitalidad durante siglos, con capacidad para renovarse y alimentar a los que se dirigen a ellas. Así, ni el ideal del martirio, que prevaleció durante los tres primeros siglos, ni la espiritualidad monástica que le sucedió, han perdido en modo alguno su actualidad, sean cuales fueren la variedad de las circunstancias y las adaptaciones necesarias en los modos de vida.

Conviene, por último, aplicar a las escuelas de espiritualidad la doctrina de san Pablo sobre la Iglesia, que forma el Cuerpo de Cristo con múltiples miembros, y sobre los carismas. Cada espiritualidad tiene su función en la vida de la Iglesia y debe dar su testimonio para el bien del conjunto, según el género de vida particular en que se realiza concretamente. No cabe duda, por ejemplo, de que todos los cristianos no pueden hacerse monjes; pero sí pueden extraer de la consideración de este tipo de vida religiosa el testimonio de que Dios es el Único, que «sólo Dios basta», que el amor de Cristo es lo suficientemente fuerte como para llenar una vida de hombre o de mujer. Nada nos impide, pues, alimentar nuestra vocación propia con las aportaciones de las diferentes escuelas espirituales que nos parezcan aprovechables. Por eso conviene insistir más, en el campo de la espiritualidad, en la comunión y la convergencia que en las diferencias, que crean con excesiva frecuencia oposiciones.


I. La época de Ios Padres de la Iglesia

La edad de los Padres de la Iglesia tiene un primer rasgo característico: está dominada por la figura del obispo, como pastor de la Iglesia según la sucesión apostólica, como presidente de la liturgia y predicador de la Palabra de Dios, como «modelo del rebaño» que le ha sido confiado (1 P 5, 1-15). Por eso se podría hablar de una espiritualidad episcopal, que imprime una marca general en todo este período. Se expresa a través de la enseñanza del obispo, especialmente en el marco de la liturgia, en forma de homilía que explica la Escritura de una manera continuada o en relación con las fiestas celebradas. Podemos citar como modelos a san Juan Crisóstomo, a san Agustín y a san León Magno.

El tiempo de los Padres de la Iglesia se divide en dos períodos: la época de las persecuciones hasta el Edicto pacificador de Constantino, y el período de expansión y de florecimiento de la Iglesia.


1. La espiritualidad del martirio

Los tres primeros siglos cristianos se caracterizan por la predominancia de la espiritualidad del martirio. Este ideal tiene su fuente en el Nuevo Testamento, que le brinda sus textos nutricios: la última de las bienaventuranzas, que constituye el coronamiento de la serie en san Mateo, el discurso apostólico, que predice la persecución a los misioneros del Reino (Mt 10), las exhortaciones a los cristianos perseguidos que aparecen en las cartas apostólicas, especialmente en la primera de Pedro: «Dichosos vosotros, si sois injuriados por el nombre de Cristo, pues el Espíritu de gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros» (4, 14), y el ejemplo de Pablo (Rm 8, 35-39; 1 Co 4, 12-13; 2 Co 4, 9ss.; 2 Tm 3, 11-12). El primer modelo, el relato de la muerte del diácono Esteban, aparece en los Hechos de los Apóstoles (6-7).

A esta luz, el mártir, de acuerdo con el sentido primitivo del término en griego, aparece como un testigo de Cristo ante los hombres, especialmente durante la comparecencia ante los tribunales, bajo tortura e incluso la condena a muerte. Como tal, el mártir es la reproducción y la imitación de la Pasión del Señor narrada por los Evangelios, la repetición del «bello testimonio» que dio Jesús «bajo Poncio Pilato» (1 Tm 6, 13): el testimonio sobre su persona divina, de que era el Cristo, el Hijo de Dios, el Rey de Israel, dado ante Caifás, ante el Sanedrín, ante el pueblo judío, y ante el gobernador romano, que representa al pueblo de las naciones. Ese fue el motivo de la condenación de Jesús y ése es ahora el objeto de la confesión de la fe de los cristianos, y también la causa de la oferta de la salvación a todos los hombres.

Así entendido, el martirio mantiene una estrecha relación con la Eucaristía. Este sacramento, instituido con la mirada puesta en la Pasión, es el alimento apropiado para apoyar a los testigos de Cristo. Haciéndolos comulgar del cuerpo y de la sangre del Señor, se les vuelve tan íntimamente presente que es él quien ahora sufre con ellos y en ellos. El martirio prolonga la Eucaristía y se convierte en una liturgia sacrificial; lleva a cabo del modo más realista posible el misterio de la Pasión y el culto espiritual, que consiste «en ofrecer vuestros cuerpos como hostia viva, santa y agradable a Dios» (Rm 12, 1).

El martirio cimienta de un modo especial la comunión de los cristianos por medio de la fuerza del ágape de Cristo. Reúne, por encima de toda distinción, a obispos, como Clemente de Roma y Cipriano, diáconos, como Esteban y Lorenzo, y simples cristianos, hombres y mujeres, como la joven sierva Blandine, que daba el más valiente testimonio entre los mártires de Lyon.

El martirio fue el primer tipo de santidad que la Iglesia asoció a la celebración litúrgica, como testifica aún la lista de los mártires, situada detrás de los Apóstoles en el canon romano.

La espiritualidad del martirio ha conservado su actualidad en todos los períodos de la historia de la Iglesia en virtud de la renovación de las persecuciones o, tomando otras formas, para representar el ideal de un amor a Cristo hasta la entrega de la vida.

La literatura del martirio se ha mostrado fecunda hasta el punto de crear un género de novela, «leyendas» en que la imaginación ferviente sale triunfadora. Conviene recomendar los relatos mejor fundamentados históricamente: las Actas que reproducen las instrucciones de las causas oficiales, como las Actas de Justino y de sus compañeros en Roma el año 165; las Actas proconsulares de san Cipriano en Cartago el año 238. También las Pasiones, que son relatos históricos redactados por testigos oculares o por contemporáneos bien informados, como el martirio de san Policarpo de Esmirna el año 156 (Sour. Chr., n. 10; Padres Apostólicos, BAC); la Carta de las Iglesias de Vienne y de Lyon (año 177 ó 178) referida por Eusebio de Cesarea (Sour. Chr. n. 41; BAC); la Pasión de Perpetua y Felicidad, en Cartago, el año 203.

Entre los escritos consagrados al martirio se lleva la palma las Cartas de san Ignacio de Antioquía (Sour. Chr. n. 10; Padres Apostólicos, BAC). Citaremos asimismo el «Ad Martyras» de Tertuliano y las Exhortaciones al martirio de Orígenes y de san Cipriano, y, por último, los Sermones de san Agustín para las fiestas de los mártires.


2. La sabiduría contemplativa

El segundo período de la edad de los Padres, después de las persecuciones, contempla el paso del ideal del martirio a la búsqueda de la sabiduría contemplativa, como objetivo y cima de la vida espiritual. Esta corriente tiene asimismo su fuente en el Nuevo Testamento, especialmente en la enseñanza de san Pablo a los Corintios sobre la sabiduría según el Espíritu, que procede de la fe en Cristo y del ágape, y que se opone a la sabiduría humana, viciada por el orgullo de los sabios.

La contemplación de los Padres se alimenta de la Escritura; da prioridad al sentido espiritual, que la ordena al misterio de Cristo y cuyo gran iniciador fue Orígenes. Frente a la sabiduría filosófica, el pensamiento de los Padres se despliega en dos etapas. Viene, en primer lugar, la afirmación de que la sabiduría según el Espíritu supera las captaciones de la inteligencia humana y tiene como centro el misterio de Dios revelado en Cristo; a éste no se puede acceder más que a través de la fe y el amor. Los Padres se oponen así a la pretensión de la sabiduría filosófica de explicar la Revelación y tomarle la medida con la ayuda de las ideas y de las categorías que ella elabora. Este es el caso de la «gnosis», combatida por los Padres, siguiendo a san Juan, en sus escritos, como, por ejemplo, san Ireneo (v. 130-v. 202) en su obra maestra «Contra las herejías». Ese será también el objeto de los grandes Concilios en su defensa del misterio de la Trinidad y de la persona de Cristo, así como el de las Confesiones de fe, que no son únicamente de orden dogmático, sino que poseen una dimensión mística, como verdades determinantes para la contemplación y la vida cristiana. Esto es lo que podemos llamar con san Pablo la «epignosis», la «sobre-ciencia» del misterio de Dios en Cristo: «Dígnese el Dios de nuestro Señor Jesucristo... concedernos un espíritu de sabiduría y de revelación para un conocimiento pleno (epignosis)...» (Ef 1, 17; Col 2, 2).

A continuación, tras haber establecido firmemente la superioridad del conocimiento nacido de la fe, los Padres no vacilan en asumir y en poner al servicio de la sabiduría espiritual todo lo que encuentran de bueno, de verdadero y de concordante en las filosofías de su tiempo: platónicos, estoicos, peripatéticos. De este modo se llevará a cabo una síntesis sapiencia!, original y multiforme, siguiendo sus inspiraciones, que irá formando la teología cristiana 1. Citemos como ejemplos a los Padres Capadocios: san Basilio, san Gregorio Nacianceno y san Gregorio de Nisa, el más místico de los tres. Del lado latino merece mención especial san Agustín: su «De Trinitate» marca una de las cumbres de la contemplación; aunque su interpretación de las bienaventuranzas resulta ya significativa: el itinerario que describen conduce al don de la sabiduría asociado a la bienaventuranza de los pacíficos, y no ya a la bienaventuranza de los perseguidos, que conviene a la espiritualidad del martirio, como en la interpretación de san Ambrosio, que parece más conforme con el texto evangélico.

San Agustín es también el iniciador de la espiritualidad canonical, que se desarrolló particularmente en la Edad Media, en torno a las catedrales, hasta constituir a continuación diferentes órdenes, como Ios Canónigos de san Bernardo y los Canónigos regulares o premonstratenses. El obispo de Hipona brindó el modelo reagrupando a sus sacerdotes en torno a él para vivir en común, a imitación de la primera comunidad de Jerusalén, al servicio de la Iglesia local. Por medio de su Regla, escrita originariamente para monjas, procuró al movimiento canonical los principios de su inspiración.

Conviene observar, por último, que en modo alguno encontramos en los Padres las separaciones, que se volverán de uso corriente más tarde, entre teología mística, entre dogma, moral y espiritualidad. La sabiduría que ellos enseñan es al mismo tiempo teológica y espiritual, contemplativa y reflexiva; une el deseo de conocer con el ágape, la experiencia mística con el esfuerzo ascético. Encontramos en ellos una síntesis viva, que sirve de modelo para toda renovación espiritual cristiana.

1. Cfr. L. CERFAUX, Une Eglise charismatique: Corinthe. París, 1946, 35-49.


3. San León Magno,
    una espiritualidad litúrgica

San León Magno (v. 390-461) merece una mención especial. Podemos considerarlo como un representante típico de la edad de los Padres. Expone su doctrina espiritual en su calidad de obispo de Roma, sucesor de Pedro, encargado por su función, y podríamos decir también que por vocación, de predicar el Evangelio al pueblo en el marco de la liturgia. Por consiguiente, su enseñanza aparece en forma de homilías; mas su particularidad estriba en adoptar sistemáticamente como materia los misterios de Cristo celebrados y actualizados en el ciclo litúrgico: la Natividad y la Epifanía, la Pasión y la Resurrección con la preparación de la Cuaresma, la Ascensión y Pentecostés. El vínculo de su predicación con la liturgia puede ser considerado como substancial. Fue él, efectivamente, quien formuló, a la luz de san Pablo y de los Evangelios, la teología que inspira y sostiene la liturgia latina; él le dio su estilo característico, que puede reconocerse por su densidad, en especial la de sus oraciones. En la base de su enseñanza situó el misterio de la Encarnación, que realiza la unión de la humanidad y de la divinidad en la persona de Jesús, tal como la proclamó el concilio de Calcedonia, cuya fórmula proporcionó él mismo en su «Tomo a Flaviano». La comunicación entre la naturaleza humana y divina en Jesús es lo que explica el poder redentor de su Pasión, el surgimiento de la gloria de Dios en sus sufrimientos y en su humillación; esta se despliega mediante el don de la gracia a todos los miembros del Cuerpo, cuya cabeza es Cristo, en el «hoy» de la celebración de sus misterios. «La fiesta de hoy renueva para nosotros la venida sagrada de Jesús, nacido de la Virgen María, y ocurre que adorando la natividad de nuestro Salvador, celebramos nuestros propios orígenes» (Sexto sermón para Navidad).

De esta unión litúrgica con Cristo procede la espiritualidad que debe inspirar la conducta de los cristianos en conformidad con la de Cristo, siguiendo la fórmula que asocia íntimamente la fe al obrar: Cristo, a través de la participación en sus «misterios», nos procura «el sacramento y el ejemplo», el don de su gracia, que nos conduce a la imitación de su conducta. San León resume esta espiritualidad en el don de la paz que conviene a los hijos de Dios, según la séptima bienaventuranza, y que contiene todas las virtudes, pues la paz lleva a cabo la unión de amor con la voluntad de Dios, del mismo modo que la amistad humana requiere ya la identidad de los sentimientos y de las voluntades (Sexto sermón para Navidad, n. 3).


II. El período monástico

El monacato empezó en la Iglesia desde el siglo III y floreció ya en la época de los Padres, donde tomó el relevo a la espiritualidad del martirio, cuando cesaron las grandes persecuciones. Sin embargo, le atribuimos un período especial porque se convirtió, tras la caída del Imperio romano y hasta el siglo XIII, en el principal foco de irradiación espiritual, misionero y cultural en Occidente. Los monasterios se convirtieron, en la sociedad feudal, en los castillos-fortalezas de la vida evangélica y desempeñaron un papel de promotores en todos los campos. La orden benedictina, particularmente en su forma cluniacense y después cisterciense, conoció en el siglo XII una extensión extraordinaria y ejerció una influencia preponderante en la Iglesia, incluido el plano artístico con el arte románico.

Mencionaremos también los lazos del monacato con el ideal de la virginidad, que tiene su origen en la enseñanza de Jesús (Mt 19, 10-12) y de san Pablo (1 Co 7); este ideal fue practicado y honrado en la Iglesia desde los primeros siglos. La espiritualidad de la virginidad fue expuesta, en torno al tema del Cristo Esposo asociado al Cantar de los cantares, por muchos autores en el siglo V: Gregorio de Nisa, Juan Crisóstomo y Ambrosio. Esta forma de vida, enteramente consagrada a Dios, que toma como modelos al mismo Jesús y a la Virgen María, trasladó a la Iglesia el testimonio de la fuerza y de la pureza del amor espiritual y manifestó su irradiación. Este ideal fue el inspirador de la disciplina del celibato de los sacerdotes en la Iglesia católica.

El monacato recuperó por su cuenta el ideal de la castidad consagrada y garantizó su expansión, institucionalizándolo en un marco de vida comunitaria.

La obra más representativa y más influyente de la espiritualidad monástica fue sin duda la Vida de san Antonio, escrita por san Atanasio y rápidamente difundida por todo el Imperio romano. Tras haber oído proclamar la llamada evangélica dirigida por Jesús al joven rico, Antonio distribuye sus bienes entre los pobres y se compromete generosamente por un camino espiritual, que le hará recorrer tres grandes etapas ejemplares. Primero se pone a aprender de los ascetas vecinos, esforzándose por imitar sus virtudes. A continuación, a la manera del profeta Elías en su marcha hacia el Horeb, se sepulta en la soledad del desierto, al encuentro de Dios. Retirado en un viejo castillo abandonado, en el que se quedó durante veinte años, entabla vigorosamente el combate contra el demonio que intenta detenerlo con sus artificios en su marcha espiritual. Guiado por la continua meditación de la Escritura, que se graba en su memoria, Antonio se apoya únicamente en la fe en Cristo, que le revela la debil idad de los demonios y le da la victoria en todas las tentaciones. El amor a Cristo que habita en su corazón le enseña las virtudes evangélicas e incluso aquellas que en vano buscarían los filósofos: la serenidad, la mesura, el dominio de las pasiones, la benevolencia con todos, la conformidad con la razón y con la naturaleza profunda, enriquecida mediante la acción del Espíritu. Así aparece Antonio a sus discípulos, cuando le obligan a salir de su retiro.

Comienza entonces la etapa de la fecundidad: Antonio forma a numerosos discípulos que poblarán el desierto en torno a él, y se convierte en el «médico» de Egipto, recibiendo, aconsejando y curando a todos los que vienen a pedírselo. Su vida se va a dividir, a partir de entonces, entre dos polos, y esta será la tercera etapa: entre Dios que le atrae hacia el «desierto interior» al que se retira completamente aparte, y el prójimo, cuando vuelve hacia el «desierto exterior», donde encuentra de nuevo a sus discípulos y se mantiene a la disposición de todos.

La vida de Antonio es el modelo de la vida monástica en su forma eremítica. Su eje central reside en la llamada a buscar a Dios como el único en el desierto interior donde resuena su Palabra, a seguir a Cristo en la fe por medio de un amor sin reservas y despojado de todo. Así brota en la soledad íntima la fuente del Espíritu alimentada por el Evangelio; ella procura a esta vocación una fecundidad que se extenderá a toda la Iglesia.

A pesar de las apariencias, el monacato no forma un mundo separado. Imitando la estancia del pueblo hebreo en el desierto, donde le espera el Dios del Sinaí, da testimonio ante la Iglesia e incluso ante todo hombre, de que todo el mundo está invitado, según su estado y su vocación, a entrar en la soledad de la relación espiritual con Dios, guiado por la fe en Cristo, que nos abrió él mismo este camino cuando fue impulsado por el Espíritu al desierto de la tentación y al abandono de su Pasión, a fin de que fructifique en favor nuestro la gloria de su Resurrección. El monacato aporta una respuesta a la soledad del hombre ante Dios, ante la vida, ante la muerte. Es el testigo del carácter absoluto del Amor divino. Ahí reside el secreto de su irradiación.

Después de Antonio el monacato adoptará una forma cenobítica con san Pacomio, san Basilio y san Benito. Así se armoniza, como señala san Basilio, con la naturaleza sociable del hombre, con las necesidades de la educación en la caridad y de su ejercicio. De este modo, podrá integrarse mejor en la vida de la Iglesia y desarrollar en ella su tarea de fermento espiritual. A su manera, y con una gran variedad, llevará a cabo el ideal de comunidades consagradas a la práctica del Evangelio. Las «Conferencias» de Juan Casiano (v. 360-465) se convierten en una obra clásica de la literatura monástica.

Diversos elementos componen este género de vida. El monasterio es una escuela de vida evangélica situada bajo la dirección de un abad, considerado como un Padre espiritual y que ejerce su autoridad en conformidad con una Regla, especialmente la Regla de san Benito, la más seguida en Occidente. El monacato, ligando a los monjes con su monasterio mediante votos, constituyó la primera forma de la vida religiosa. La actividad principal del monasterios será la oración bajo la forma de la liturgia y del oficio divino, que reciben el nombre de «opus Dei», la obra de Dios, completados por la lectura de la Escritura, la «lectio divina». Esta tarea estará equilibrada con el trabajo manual, que ha hecho de los monjes los cultivadores de Occidente, y con el trabajo intelectual, que ha garantizado la salvaguarda de la cultura, la cristiana y la pagana. Los monasterios, insertados en la sociedad feudal, gozaron de una amplia autonomía; y gracias a la práctica de la hospitalidad, garantizaron de manera eficaz ayuda y protección al pueblo según las necesidades del tiempo. Respondieron asimismo a las necesidades de la Iglesia proporcionando papas, obispos, y encargándose de la pastoral en sus propias tierras.

Sean cuales fueren los cambios sobrevenidos posteriormente, el monacato constituye una forma permanente y bien caracterizada de la vida religiosa, algo así como una escuela de vida comunitaria, consagrada de modo especial a la celebración de la liturgia y a la meditación de la Palabra de Dios, y que goza de su tradición propia. Ese es el origen de las riquezas espirituales acumuladas por el monacato, entre las que citaremos: los escritos de san Bernardo (1090-1153), las obras teológicas y místicas de Hugo (1096-1141) y de Ricardo de San Victor (+1173), y, del lado femenino, los escritos de santa Hildegarda de Bingen (1098-1178) y de santa Gertrudis de Helfta (1256-1302).


III. El período de las órdenes mendicantes

El siglo XIII trajo consigo profundos cambios en la Iglesia y en la vida religiosa, en osmosis con la evolución de la sociedad: la formación de los burgos comerciantes y de la burguesía, la extensión y la multiplicación de las relaciones comerciales y culturales, la creación de las universidades donde se elabora la teología escolástica, y la aparición del arte gótico. Se desarrolla en la Iglesia un movimiento espiritual tan poderoso que se ha podido hablar de una era del Espíritu Santo; vio el nacimiento de unas órdenes religiosas de nuevo cuño, en particular los franciscanos y los dominicos, que fueron los agentes más activos de la renovación y contribuyeron a la reorganización de la Iglesia bajo la egida del papado. Las figuras de Francisco y de Domingo son las más representativas de este período.

Francisco y Domingo

He aquí los principales rasgos de este vasto movimiento religioso, de inspiración más bien canonical que monacal. San Francisco (v. 1182-1226) opone el amor místico a la «Señora Pobreza» a la riqueza de la burguesía en formación. Reúne a su alrededor pequeñas comunidades fraternas y reproduce en su vida el misterio de la Pasión del Señor hasta la estigmatización. Manifiesta una nueva sensibilidad para con la naturaleza, a la que canta en su Cántico de las criaturas, y para con la humanidad de Cristo, con respecto a su infancia, que honra con la invención del belén. Su devoción se extiende asimismo a la Eucaristía y a los sacerdotes que son sus ministros. El fervor del amor a Cristo y el espíritu profético, carismático podríamos decir, que animan a Francisco, marcaron su orden. Los relatos de su vida y las Florecillas difundirán por todas partes el encanto y comunicarán el ardor de la espiritualidad franciscana. A pesar de sus disensiones respecto al ideal de la pobreza y a la interpretación de la Regla, la orden del Poverello conocerá una extensión rápida y ejercerá una influencia que dura todavía. Participará activamente en el movimiento universitario y en la creación de la teología escolástica, constituyendo una de sus principales escuelas, reconocible por poner el acento en el amor, en la voluntad y la libertad, y en la singularidad individual. San Buenaventura (1221-1274) se distingue en ella por sus obras místicas, especialmente por su «Itinerario del alma hacia Dios», y ejercerá una influencia amplia y duradera.

La obra de santo Domingo (v. 1170-1221) tiene como principal finalidad trabajar por la salvación de todos mediante la predicación del Evangelio, y, como carisma propio, el amor a la verdad en la inteligencia de la fe. Domingo, tomando el ejemplo del modo de vida de los Apóstoles, organiza su orden como una comunidad de hermanos que viven en pobreza, y animada de un celo apostólico que se alimenta del estudio de la Escritura y de la oración, comunitaria y personal, de la que él mismo da ejemplo orando largamente durante la noche o de camino, según las circunstancias. La vida conventual recibe un nuevo equilibrio: el estudio organizado reemplaza el trabajo manual de los monjes, el oficio del coro se ve aligerado, las observancias se flexibilizan mediante la posibilidad de la dispensa. Los conventos se instalan en las ciudades y preferentemente en los centros universitarios. La movilidad de los hermanos está garantizada por las necesidades de la predicación o del estudio. Aprovechando la renovación del derecho en la Iglesia, la orden se da a sí misma una estructura general por medio de las Constituciones, que se caracterizan por la participación de todos los hermanos en la legislación, en el nombramiento de los superiores y en la gestión, en todos los niveles, bajo la forma de Capítulos y de Consejos. Estas Constituciones servirán de modelo a las órdenes religiosas no monásticas e inspirarán el derecho de la Iglesia hasta el concilio de Trento.

La orden de santo Domingo se ha distinguido en particular por su participación, con san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino, en el florecimiento de la teología escolástica, cargada aún con una savia espiritual vigorosa gracias a su proximidad a la Escritura y a su explotación de los Padres de la Iglesia. Las obras místicas de Dionisio el Areopaguita desempeñaron aquí un papel preponderante, junto a san Gregorio Magno, en la exposición de la vida contemplativa. La escuela dominicana se distingue por poner el acento en la inteligencia, en su función racional y contemplativa, por la búsqueda de una sabiduría que procede de la fe y está animada por la caridad, por el afán de hacer oír el Evangelio a todos los hombres según su capacidad.

Monjas y terciarios

Las órdenes mendicantes incluyen también una rama femenina: las clarisas y las dominicas. Aun conservando una vida enclaustrada, estos conventos jugarán un papel importante, gracias a la experiencia espiritual y mística que se desarrollarán en ellos y al apoyo de la oración contemplativa y apostólica que garantizan a los predicadores del Evangelio. De ello dará testimonio especialmente la mística renana, que tendrá su foco en los monasterios de dominicas de Alsacia y de Suiza.

La irradiación de los mendicantes penetrará en el pueblo cristiano mediante la institución de las Terceras órdenes, que, bien concertadas con el espíritu corporativo de la época, manifestarán una gran vitalidad que se expresa, entre otras, en las «Visiones y revelaciones» de santa Ángela de Foligno (1249-1309), en los «Diálogos» y las Cartas de santa Catalina de Siena (1347-1380).

Señalemos, por último, un cierto desplazamiento en el orden de la oración tanto en santo Domingo como en san Francisco. Su oración no está ya concentrada en la celebración del oficio divino, como ocurre en las órdenes monásticas; su inspiración les lleva más bien hacia la oración personal, cuyo fervor inventivo se despliega en impulsos místicos, como en la contemplación de Alvernia en san Francisco, y en las nueve maneras de orar atribuidas a Domingo. De este modo preparan el florecimiento de las corrientes místicas y de la devoción en sus órdenes y en la Iglesia.

La mística renano-flamenca

La última parte de la Edad Media ve cómo se produce una separación progresiva entre la teología escolástica, cada vez más conceptual y voluntarista, bajo la influencia del nominalismo, que prospera en las universidades, y las corrientes espirituales, la teología mística, como la llamará el Canciller Gerson (1363-1429), que reposa sobre la experiencia interior y se esfuerza en describir sus vías.

La corriente espiritual más importante es ciertamente la escuela renano-flamenca, ilustrada por el Maestro Eckhart (1260-1327) con sus discípulos: Juan Taulero (1290-1361) y Enrique Suso (1295-1325), y, en tierras flamencas, por Juan Ruysbroeck (1293-1381). Esta corriente, alimentada aún por la gran escolástica y que sigue la inspiración de Dionisio el Areopaguita, propone una mística calificada de especulativa por su modo dogmático y por su cima: la unión del hombre, imagen de Dios, a la esencia del alma por la participación en la vida trinitaria; pero no reposa menos en la experiencia interior, cultivada especialmente por los monasterios dominicos del valle del Rhin. Describe las vías hacia la unión con Dios, tal como se realiza en la esencia divina, según una contemplación que requiere una completa renuncia y se lleva a cabo a través de la superación, por modo de negación, de toda idea y representación, de toda perfección creada, incluida la consideración de la humanidad de Cristo, en la desnudez de la inteligencia y el despojo del corazón. La dificultad que representa encontrar palabras adecuadas para expresar una experiencia tan elevada y el giro paradójico de ciertas afirmaciones, explican la condenación de 17 proposiciones del Maestro Eckhart por Juan XXII el año 1329. A pesar de todo, esta corriente constituye una de las formas más representativas y más elevadas de la mística cristiana; ella dio su marca a la espiritualidad católica hasta la llegada de la mística carmelita.

La «Imitación de Jesucristo»

El siglo XIV ve desarrollarse en Holanda, con los Hermanos de la vida común, un movimiento espiritual más cercano a la experiencia del común de los fieles y bastante alejado de las especulaciones escolásticas o místicas. Se trata de la devotio moderna, cuyo iniciador es Gérard Groote (1340-1384), maestro de la escuela de Windesheim. Nos detendremos en la obra más conocida, la «Imitación de Jesucristo», atribuida a Tomás de Kempis (1379-1471). La «Imitación», considerada como una de las obras maestras de la literatura espiritual, ha marcado la piedad de los tiempos modernos. No es un libro de doctrina, sino de experiencia, alimentado por la Escritura, los salmos, el Evangelio y san Pablo sobre todo. Como escribe B. Spaapen en su excelente artículo del Dictionnaire de spiritualité: «Este libro, salido del corazón, quiere ser recibido en el corazón», a la manera del mismo Evangelio, cuyo sabor tiene y al que se acerca en su forma, procediendo por breves sentencias. El tema principal es el seguimiento de Cristo, menos por medio de una imitación material de sus ejemplos que por una asimilación de su espíritu, en unión con la propia experiencia y con la práctica de la vida espiritual. La «Imitación», siguiendo más la lógica de la caridad que la de la razón sistemática, propone y describe la vía de la interioridad, que desvía al hombre de la vanidad de los bienes exteriores y de las ilusiones del amor propio mediante el desprendimiento y la humildad, para conducirle, a través de las pruebas progresivas que le hacen participar en el misterio de la Cruz, a la unión de amor con Cristo. Este se manifiesta a su discípulo como el Amigo fiel por el apoyo de su gracia en el diálogo íntimo de la oración, y de manera más especial en el misterio de la Eucaristía, que es el sacramento central de la fe, el lugar privilegiado en que se entrega el amor divino. Podría resumirse toda la obra en estas palabras atribuidas a Cristo: «Hijo mío, en la medida en que puedas salir de ti, podrás venir a mí» (1. III, 56, 1). Ahora bien, sólo el recurso constante a la gracia puede sacarnos de nosotros mismos y abrirnos a ese amor en que culmina la imitación de Jesús. Por eso alguien ha podido escribir del autor: «Este gran practicante de la ascesis cristiana se convierte en un gran experto en el amor divino».

La claridad del estilo, la simplicidad de la doctrina y la profundidad de la experiencia descrita han hecho de la «Imitación» uno de los libros más leídos después de los Evangelios. La vía espiritual que propone se ha mostrado accesible tanto a laicos como a clérigos, y sigue siendo válida en sus líneas esenciales para quien sabe adaptarla.

Con todo, esta gran obra tiene sus límites debidos a los de la experiencia de su autor y a los de su época. Se le ha reprochado favorecer una piedad individualista, contraria a la acción en el mundo. Sin embargo, aunque es verdad que el desprendimiento que predica conduce a la experiencia del amor de Cristo, sus efectos podrían ser más positivos, más abiertos y más amplios de lo que se piensa. La «Imitación» pide ser leída con un espíritu semejante al suyo, ávido de Evangelio. Entonces es cuando esta obra puede producir sus frutos y recibir los complementos útiles para nosotros.

Notemos, finalmente, que, en el surco de la de la «devotio moderna», más atenta a la vida ascética, se elaborarán métodos de meditación, más o menos complejos, que forman una técnica de oración, para ayudar a los fieles a entrar en las vías de la oración.


IV. El período moderno

Este período, determinado por el humanismo del Renacimiento, por la crisis protestante y por la obra del concilio de Trento, conoció un florecimiento de corrientes espirituales. Es el tiempo en que el término de espiritualidad adquiere su significación actual, incluyendo un cierto particularismo originado por la multiplicación de las escuelas.

Puede decirse que san Ignacio de Loyola (1491-1556), con sus «Ejercicios espirituales», y la Compañía de Jesús, con su organización y su acción apostólica, forman la corriente predominante y más característica del período postridentino. De acuerdo con el espíritu y las necesidades del tiempo, la Compañía elabora un nuevo tipo de vida religiosa, que servirá de modelo a las demás instituciones e influirá en la reorganización y en la legislación de la Iglesia. Léo Moulin ha calificado al gobierno de los jesuitas de sistema presidencial equilibrado. Empleando el lenguaje de la época, habría que hablar más bien de un sistema monárquico, donde el poder se ejerce ahora mucho más desde arriba, bajando del General a las Provincias y a las casas, especialmente en lo que toca a los nombramientos, con el equilibrio de la Congregación general, que posee el poder legislativo. A ello corresponderá la insistencia en el voto de obediencia, con una cláusula particular de obediencia al papa. El primado otorgado al fin apostólico: la formación del pueblo cristiano, especialmente de la juventud, la lucha contra el protestantismo y la adaptación al humanismo, la expansión misionera, trae consigo una reorganización de la vida: el abandono de las observancias comunes y del oficio divino, reemplazado por la recitación privada del breviario, la concentración de la oración en la meditación personal según el modelo de los «Ejercicios», la entera disponibilidad a toda forma de apostolado.

En la Compañía se entablarán debates entre los partidarios de la oración contemplativa y los partidarios de una meditación ordenada a la acción apostólica, venciendo bastante pronto estos últimos. A la meditación se añade una práctica organizada del examen de conciencia, que va a la par con la apertura de la conciencia al superior y al director espiritual. La piedad se vuelve así más individual, aunque se inserta en una organización fuerte que exige una obediencia sin reservas. Anima a adoptar un tipo de ascesis que conviene a los que se han comprometido en la milicia de Cristo y quieren servirle como a su Rey, según la meditación sobre las dos banderas propuesta por los «Ejercicios». La adhesión a la persona de Cristo será la que inspire las diferentes modalidades de esta espiritualidad, difundida por los jesuitas entre los fieles por medio de tandas de ejercicios, de la predicación y de la dirección espiritual; marcará el catolicismo postridentino e inspirará la arquitectura barroca.

Conviene anotar también algunos rasgos de la espiritualidad católica debidos ala reacción antiprotestante. La distancia tomada respecto a la Biblia por temor a la interpretaciones individuales, que llega hasta la prohibición de las traducciones, impide ahora el contacto directo con la Escritura y su recomendación. Será sustituida por los libros de devoción, que formarán su propia tradición, según las escuelas. Por otra parte, la liturgia, que sigue ofreciendo bellas ceremonias a la piedad del pueblo cristiano, no le comunica, sin embargo, todo el alimento espiritual que ella contiene a causa del mantenimiento del latín, incluso en las lecturas, y del espíritu jurídico que predomina en la práctica religiosa. Todo esto es sustituido por las devociones particulares, que se han vuelto necesarias para alimentar la piedad, aunque están marcadas con mayor facilidad por la sensibilidad del tiempo y sus variaciones.

Fue en este marco eclesial, fuertemente renovado en su estructura y en su espíritu, siguiendo el concilio de Trento, donde se impondrán progresivamente y se volverán clásicas las divisiones de la vida espiritual que hemos expuesto en el primer capítulo de este libro.

San Alfonso María de Ligorio (1696-1787) ilustrará de modo notable estas concepciones. Descuella como moralista, en la tradición casuística, y se distinguirá por su ponderación. Al mismo tiempo será un escritor espiritual fecundo; toca todos Ios puntos de la espiritualidad, aunque desde una perspectiva ascética sobre todo. Fue el fundador de los redentoristas, a Ios que destina al apostolado de las zonas rurales. Alimentó la piedad de los fieles con sus Libros sobre la oración («El gran medio de la oración»), sobre la devoción al Santísimo («Visitas al Santísimo») y a la Virgen («Las glorias de Maria»). Como san Luis Grignion de Montfort (1673-1716), contribuyó mucho a la renovación del culto mariano en la Iglesia.

La mística carmelitana

Frente a la meditación según la tradición jesuita, se sitúa la oración carmelitana. Con santa Teresa de Jesús o de Ávila (1515-1582) y san Juan de la Cruz (1542-1591) el Carmelo va a garantizar, de un modo original, el relevo de la mística renano-flamenca, para convertirse en el modelo y en el punto de referencia clásico con respecto a la vida contemplativa y mística.

La mística carmelita, abandonando las especulaciones metafísicas y subrayando la ineficacia de la actividad conceptual para la unión con Dios, propone la vía de la oración como el verdadero medio de acceso a la unión de amor con Dios, bajo la forma del desposorio espiritual que se realiza en la substancia del alma. Describe cuidadosamente el progreso en la vida de oración, Ios peligros a evitar, los desprendimientos que se deben consentir, desde un punto de vista psicológico y personalista sobre todo. Santa Teresa presenta la vida espiritual bajo la forma de un castillo interior cuyas siete moradas va recorriendo sucesivamente el alma; estas moradas conducen al alma a los desposorios y al matrimonio. Define la oración como «un comercio de amistad en que el alma conversa a menudo e íntimamente con aquel que sabemos nos ama». La vida de oración consiste, por tanto, en una relación de persona a persona; tiene por centro a Cristo y nos introduce por su mediación en la intimidad trinitaria. A la meditación y a la ascesis le sucederán la oración contemplativa y las purificaciones pasivas.

San Juan de la Cruz insiste particularmente en el desprendimiento absoluto que se requiere: la «nada» afectiva aplicada a toda criatura, el vacío de las facultades realizado por las virtudes teologales; y, en lo tocante a la oración, en la superación de todo concepto, de toda imagen y representación, hasta de origen sobrenatural. La vida espiritual es una marcha en la noche de la fe y el despojo interior siguiendo a Cristo, que prepara la acogida de la plenitud divina mediante la unión en una igualdad de amor. Llegada a este punto, el alma vuelve a descubrir las criaturas en Dios, y el contemplativo puede ocuparse del apostolado sin abandonar la contemplación.

La tradición carmelitana dará nuevos frutos, en tiempos más próximos a los nuestros, con santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), mediante su redescubrimiento del Amor evangélico, en un medio muy ascético, y su doctrina de la «pequeña vía». Igualmente con la beata Isabel de la Trinidad (1880-1906) y el fervor de su alabanza trinitaria mantenida por la meditación de san Pablo.

La mística carmelita es bien moderna por el carácter personal de la oración que practica, por el aspecto psicológico de su descripción del itinerario interior, por el giro dramático de la oposición entre la nada de la criatura y el todo de Dios, por el primado del amor y de la voluntad en la noche del entendimiento.

Esta enseñanza espiritual, directamente destinada a comunidades religiosas, ¿se dirige a todos los cristianos? La vía de la oración es accesible ciertamente a todos los que experimentan el deseo de Dios, como muestra la renovación espiritual de comienzos de este siglo, inspirado en buena medida por esta mística. Sin embargo, es necesario introducirle adaptaciones según las vocaciones y las épocas. En particular, la oración carmelitana ya puede, en nuestros días, tomar sin restricción las aguas de las fuentes de la Escritura y de la liturgia.

Sea cual fuere la influencia de la espiritualidad jesuita, más apostólica, y la irradiación más discreta de la espiritualidad carmelitana, su acción estará, de hecho, limitada por la división, generalmente admitida, entre las obligaciones morales, suficientes para el común de los cristianos, y la vida espiritual, prácticamente reservada a los que han elegido la vida religiosa como un «estado de perfección». Además, en virtud de la reacción antimística del siglo XVII, el aspecto ascético se impondrá ampliamente tanto en la práctica de la vida religiosa, como en la vida cristiana.

Esta tendencia general brinda un relieve particular a la obra de san Francisco de Sales (1567-1622), cuya intención dominante será poner la vida espiritual al alcance de todos los fieles, «de la gente que vive en las ciudades, en las casas, en la corte», ya sean de condición humilde o cultivada. Tal será la finalidad de la «Introducción a la vida devota», que recomienda la oración para infundir «buenos sentimientos en la voluntad o parte afectiva de nuestra alma» y la orienta hacia los actos de la vida cristiana. Esta obra conocerá el mayor de los éxitos y será completada por el «Tratado del amor de Dios». El obispo de Ginebra expone en él una doctrina ampliamente madurada sobre la vida espiritual, centrada en la voluntad y el amor que ella forma como «el derramamiento de la voluntad en la cosa amada». El amor de Dios reclama una total indiferencia en relación con lo que no es su voluntad. La oración es una «plática del alma con Dios... de corazón a corazón»; desde la meditación, sobre todo afectiva, sube hacia la contemplación como una atención amorosa a la bondad y a la belleza divinas.

Francisco de Sales presenta así como una tercera vía, que une las otras dos en una consideración pastoral que penetra hasta el nivel de la vida espiritual y de la contemplación, mucho más allá de la enseñanza moral común orientada al sacramento de la penitencia.

Una espiritualidad sacerdotal

Para acabar nuestro cuadro, necesariamente esquemático, añadiremos un último rasgo que nos parece característico del período postridentino: la orientación sacerdotal. La intención pastoral del concilio de Trento se centró especialmente en la reforma del clero y tuvo como finalidad garantizarle una formación adecuada para el ministerio parroquial, lo que condujo a la creación de los seminarios. Resulta asimismo significativo que el Catecismo del Concilio se dirija directamente «a los pastores y a los que tienen cura de almas», a los curas de parroquia que deben enseñar el catecismo y encargarse de la predicación regular. El sacerdote es la pieza esencial en la formación religiosa del pueblo, el primer escalón en la jerarquía doctrinal, ligado al obispo y a los teólogos.

El Catecismo tridentino organiza su parte moral estrictamente en torno al Decálogo, «compendio de todos los deberes». Los manuales de moral, destinados a los seminarios, pondrán en práctica esta concepción, especialmente ordenada a la administración del sacramento de la penitencia. De este modo, la moral enseñará «lo que debe hacerse para no pecar ni mortal ni venialmente» (P. Pourrat).

Pero la educación de los sacerdotes reclama asimismo una formación espiritual. De esto se ocuparon, en Francia, los institutos religiosos que se encargaron de la dirección de los seminarios: sulpicianos, lazaristas, oratorianos. Estos dispensaron las ideas de lo que ha recibido el nombre de Escuela francesa, cuya espiritualidad otorga al sacerdote una plaza eminente. Cristo asocia activamente al sacerdote a su sacerdocio, especialmente en la confección y la distribución de la Eucaristía; le convierte en ministro suyo para la santificación de las almas; le concede una participación en su papel de mediador, como intermediario entre las almas y él.

El cardenal de Bérulle (1575-1629) elaboró la síntesis espiritual, profundamente cristológica y trinitaria, que ilustró la Escuela francesa. Su doctrina, centrada en la consideración de la vida de Cristo, en la «adherencia» a los estados del Verbo encarnado hasta el «anonadamiento» de su Encarnación y de su muerte en la Cruz, y en la adoración, se transmitirá a través de las interpretaciones de sus sucesores en la dirección del Oratorio.

Charles de Condren (1588-1641) orientará la adoración de de Bérulle hacia una espiritualidad del sacrificio, cuya esencia consiste en ser un homenaje de la criatura a la soberanía y a la santidad de Dios mediante el anonadamiento sacrificial, por el que el Verbo de Dios recibió la materia en la Encarnación. Su doctrina fue reunida en la «Idea del sacerdocio y del sacrificio de Jesucristo», aparecido en 1677.

Mr. Olier (1608-1657), cuyos libros se convertirán en clásicos de la espiritualidad sacerdotal, retoma estas ideas confiriéndoles, bajo la influencia de san Vicente de Paúl (1581-1660), una dimensión apostólica y práctica. Considera la función del sacerdote en la Iglesia desde el ángulo de la presencia sacramental de Cristo, del sacrificio comprendido como una destrucción para la gloria divina y la santificación de los fieles. Se nota también, en esta espiritualidad, la importancia del abandono al Espíritu Santo y a sus inspiraciones.

Más tarde, al margen de toda literatura, la espiritualidad sacerdotal encontrará su modelo más representativo en la persona del «santo cura de Ars», Juan-Bautista María Vianney (1786-1859).

La espiritualidad sacerdotal tendrá que hacer frente, sin embargo, a un problema particular, debido a las categorías teológicas al uso. La espiritualidad, considerada como un suplemento de la moral, no se dirige ya al común de los fieles de que se ocupan los sacerdotes diocesanos y cabe preguntarse si conviene a estos últimos, que no se encuentran en un «estado de perfección», de otro modo que a través de una participación en las espiritualidades de los religiosos. A comienzos de este siglo, el cardenal Mercier (1851-1926) responderá a esta cuestión reivindicando la existencia de una espiritualidad propia a los sacerdotes seculares, que forman, según su expresión, «la orden de Cristo». Expondrá los elementos de la misma en sus tandas de ejercicios publicadas con los títulos: «A mis seminaristas» y «La vida interior. Llamada a las almas sacerdotales».

Paralelamente a la Escuela francesa, no podemos dejar de mencionar a Bossuet (1627-1704), cuya personalidad domina la vida religiosa del siglo XVII. Sus Sermones, nutridos de la doctrina de los Padres, se convertirán en clásicos y servirán de modelos a los mejores predicadores. Sus «Meditaciones sobre el Evangelio» y sus «Elevaciones sobre los misterios» mantendrán una piedad sólida, razonable, cercana a la Escritura y poco propensa a la mística.

Fénelon (1651-1715), por el contrario, dotado de una gran fineza y sensibilidad espirituales, que se manifiestan especialmente en sus Cartas y opúsculos espirituales, se orientará hacia la mística bajo la forma de la doctrina del amor puro y saldrá garante del quietismo de Madame Guyon (1648-1717), que propone un método de oración pasiva destinado a todos. La condenación del quietismo lanzó el descrédito sobre la corriente mística y trajo consigo el predominio de la tendencia ascética en la espiritualidad católica durante dos siglos. Eso no debe ocultarnos, sin embargo, la gran calidad espiritual de las obras del obispo de Cambrai.

Mencionemos, por último, la influencia del jansenismo en la espiritualidad francesa. Esta corriente, salida de la reforma monástica de Port-Royal, contribuyó a la renovación católica del siglo XVII. Se le debe la única traducción católica de la Biblia al francés de la época, realizada por Mr. de Sacy (1613-1684). Blas Pascal (1623-1662) con sus «Pensamientos», tan penetrantes y poderosos, está ligado a esta corriente. Sin embargo, la concepción sobre todo ascética del jansenismo y el pesimismo de sus puntos de vista sobre el hombre y el pecado, le condujeron al rigorismo y al espíritu partidista.

El siglo XIX

Sólo podemos decir una palabra del siglo XIX. Está ocupado sobre todo en la restauración de la Iglesia tras la tempestad de la Revolución francesa, especialmente mediante la fundación de numerosas congregaciones religiosas consagradas a la enseñanza, a la asistencia sanitaria, al apostolado misionero, que pronto se extenderá al mundo entero. En el plano espiritual, mantiene sobre todo la herencia de los dos siglos precedentes e inicia renovaciones que irán dando sus frutos hasta nuestros días: la renovación litúrgica con el canto gregoriano, a iniciativa de Dom Guéranger (1805-1875); la renovación de la predicación con el P Lacordaire (1802-1861), fundador de las Conferencias de Nuestra Señora y restaurador de la orden de los Hermanos Predicadores en Francia.

El cardenal J. H. Newman (1801-1890) ocupa un lugar aparte. Era de origen anglicano y se había formado en la tradición de los Padres de la Iglesia; estaba dotado de una gran sensibilidad espiritual y humana. Adquirió una aguda conciencia y una visión profunda de las riquezas y de las exigencias, morales e intelectuales, de la fe católica frente al liberalismo de la sociedad y al progreso de las ciencias. Como teólogo original y pensador vigoroso, fue un precursor, hasta el punto de que se le ha considerado como uno de los inspiradores del Vaticano II. Al mismo tiempo, fue un predicador parroquial y universitario, y sus Sermones proporcionan una materia espiritual substancial, en donde se alían la firmeza de la doctrina formada en la meditación del Evangelio, la profundidad de la experiencia interior alimentada por la oración, la atención a los problemas concretos de la vida de los fieles en la Iglesia, la agudeza en el análisis de las mentalidades y el don de la expresión concisa y firme. Estas cualidades le han valido a sus obras conservar una actualidad asombrosa.

En esta época la espiritualidad se nutre sobre todo de devociones. Citaremos la devoción al Sagrado Corazón renovada por santa Margarita Maria de Alacoque (1647-1690).

La devoción al Santísimo está ligada a la instauración de la fiesta del Corpus, debida a la iniciativa de la beata Juliana del Mont-Cornillon el año 1246, cuyo oficio fue compuesto por santo Tomás de Aquino a continuación. Adoptó la forma de procesiones y de adoración. La adoración eucarística es central, entre otras, en la espiritualidad del E de Foucauld (1858-1914) y sus «Hermanitos» y «Hermanitas».

El vía crucis se sitúa en la tradición franciscana de la devoción a la Pasión. Tomó su forma actual en el siglo XVII y se difundió por todas partes en el siglo XIX.

La devoción a la Santísima Virgen, bajo la forma del rosario, se difundió bajo el impulso del dominico Alain de la Roche (1428-1475). Contribuyó en gran medida a sostener al pueblo católico en la lucha contra los turcos y frente al protestantismo. Esta devoción tomó un nuevo giro con las apariciones de la Virgen, especialmente a santa Bernadette Soubirous (1844-1879), en Lourdes, el año 1858, con las peregrinaciones que suscitaron.

La devoción a los santos, patronos, protectores, modelos, fue un apoyo constante para el pueblo; sus imágenes llenaron las iglesias y se les invoca en todas las necesidades.

El final del siglo XIX nos trae de nuevo a nuestro primer capítulo, con el comienzo de la renovación espiritual de que hemos hablado.


V. El período post-conciliar

Los factores favorables a una renovación espiritual

El concilio Vaticano II ha abierto de modo manifiesto un nuevo período en la historia de la Iglesia y de la espiritualidad católica. Los años que le siguieron vieron desarrollarse una serie de movimientos contrastados, que dan interpretaciones divergentes de su doctrina y de su obra. La apertura al mundo perseguida por el Concilio, que ha engendrado una conciencia más ancha de la inserción y de la misión de la Iglesia en este mundo en cambio, especialmente por medio del compromiso en el plano social y la opción en favor de los pobres, ha provocado en algunos una revisión del cristianismo a partir de las filosofías modernas y de las ciencias humanas, llegando incluso a sustituir, en un giro casi completo, la dimensión social y política, u horizontal, como se dice, a la dimensión espiritual y sobrenatural, predominante desde los orígenes. Al mismo tiempo, en el vacío interior creado por una sociedad secularizada, dominada por la búsqueda del beneficio, de la utilidad y de la eficacia técnica, se manifiesta una aspiración espiritual profunda y a menudo sorprendente. Corresponde a la Iglesia de Cristo responder a esa demanda, en la que puede adivinarse el trabajo del Espíritu Santo, presentando a los hombres de este tiempo la doctrina del Evangelio con su fuerza y su verdad, en una forma adaptada, en un lenguaje fiel y renovado a la vez, a fin de descubrir en un diálogo serio, a través de la escucha tanto de la Palabra de Dios como de la palabra humana, cuáles son las vías por las que el Espíritu nos quiere conducir.

Como se ve, la cuestión de la vida espiritual está en el centro de un vasto debate, en el que su misma existencia está en causa, pero que no podemos describir aquí a causa de los múltiples aspectos y matices que se imponen. En la línea de este libro y con una intención sobre todo constructiva, nos limitaremos a enumerar algunos factores favorables a una renovación espiritual en el postconcilio.

1. El acceso a la Escritura y la participación en la liturgia han sido devueltos a los fieles después del Concilio, y así pueden convertirse de nuevo en las fuentes principales de la vida espiritual. Hace falta aún que aprendamos a acoger la Escritura «no como palabra de hombres, sino como lo que es realmente, Palabra de Dios» (1 Tm 2, 13), y a participar en la liturgia con un espíritu de oración desarrollado a través de la meditación y de la oración personales.

2. El redescubrimiento de la acción del Espíritu Santo y sus manifestaciones en la oración y en la vida de los cristianos, como testimonia el surgimiento de movimientos carismáticos y la multiplicación de grupos de oración.

3. La apertura ecuménica, que nos brinda la ocasión de recuperar las riquezas de la herencia cristiana repartida entre las diversas confesiones, gracias a un retorno, en profundidad espiritual, a nuestras raíces comunes, a la fe evangélica que obra por la caridad en la comunión eclesial. De este modo podremos aprovechar las riquezas de la espiritualidad ortodoxa, más estrechamente ligada a la doctrina y a las prácticas de los Padres que la tradición occidental. Conviene asimismo discernir y asumir lo que hay de auténticamente evangélico en la espiritualidad protestante y anglicana.

4. El nacimiento y desarrollo de institutos de vida consagrada, que atraen a la juventud por la intensidad de su vida espiritual y la seriedad de su formación, por la generosidad de su consagración al servicio de los pobres y desfavorecidos, por la oferta de nuevas formas de vida que asocian a sacerdotes, laicos y casados, o también por la oferta de una vida contemplativa alimentada por el Evangelio siguiendo una tradición revigorizada.

5. Los comienzos de una renovación teológica que tiene su fuente, como en el caso de H. Urs von Balthasar, en la fe en Cristo, más allá de toda explicación filosófica y de toda expectativa humana, mediante la acogida de la libre Revelación del amor del Dios trinitario en la contemplación del misterio de la Pasión de Cristo, de su «anonadamiento» redentor y del «escándalo de la Cruz», así como en la alabanza de la Belleza que emana del misterio del Amor divino.

Están asimismo las promesas de una teología sólida cimentadas en una lectura renovada de santo Tomás de Aquino, a partir del Evangelio y de los Padres, según una moral de las virtudes regida por las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo.

También tiene su importancia la creación de centros de estudio y de seminarios, que dispensan a los sacerdotes y a los laicos una formación teológica completa y coherente, y les trasmiten la herencia espiritual que ellos mismos deberán hacer fructificar según sus capacidades.

6. La acción apostólica y doctrinal de Juan Pablo II, que recorre el mundo como testigo del Evangelio y se dirige a todos los hombres de buena voluntad, en especial a los jóvenes, para promover una civilización respetuosa con la dignidad humana, en todos los campos, y preocupada por los valores morales, religiosos y espirituales, que constituyen las bases y garantizan la riqueza de la cultura.

7. La opción por los pobres y los desheredados en un mundo en que el empobrecimiento de muchos pueblos se vuelve un problema lancinante, y el testimonio espiritual de la fe y de la consagración de una Madre Teresa y de sus Hermanas, de una Sor Emmanuelle en Egipto, y de tantos otros cristianos, conocidos y desconocidos, en numerosas obras, internacionales o privadas, en tareas sociales o políticas, como el testimonio del rey Balduino en Bélgica.

La historia está ahora abierta; a nosotros nos corresponde escribirla con la gracia del Espíritu Santo.


A modo de conclusión

Una de las principales tareas que se presentan hoy a la teología, en su esfuerzo de renovación, es ciertamente la de recuperar su dimensión espiritual, la de restablecer unos estrechos vínculos entre la reflexión, que usa los recursos de la razón, y la experiencia de la vida según en Evangelio, mediante un retorno a su fuente común: la Palabra de Dios, transmitida por la Iglesia, y la gracia del Espíritu Santo, que nos ilumina y nos mueve interiormente. Semejante trabajo incluye una parte crítica con respecto a las divisiones que han estrechado y fragmentado el campo de la teología a lo largo de los últimos siglos hasta marginar la espiritualidad; pero la parte más importante de esta tarea es, ciertamente, reconstruir la unidad de la teología estableciendo de nuevo un intercambio regular entre la teología sistemática, sus fuentes bíblicas o patrísticas, y la experiencia espiritual, a la que todos estamos llamados, cada uno según su medida, en la actualidad de nuestra reflexión creyente y de nuestra vida.

Aquí es donde, en nuestra opinión, se sitúa el punto neurálgico y decisivo: en nuestra propia respuesta de fe a la Palabra de Dios, que nos introduce en el misterio de Cristo y nos procura la sabrosa inteligencia del mismo por el don del Espíritu. Ese es el origen de toda teología cristiana viva desde los tiempos de los Apóstoles hasta los nuestros; a él debemos volver siempre en la continua reanudación del movimiento de la fe.

El Evangelio que Pablo predicaba «no como palabra de hombre, sino como lo que es en verdad, la Palabra de Dios» (1 Ts 2, 13), reclama de nosotros una conversión de la inteligencia y del corazón. Cogidos como estamos en una cultura enteramente vuelta hacia la conquista del universo, no debemos temer entrar en nosotros mismos para reavivar allí la fuente interior y recibir «en lo secreto, donde sólo el Padre nos ve», el agua viva del Espíritu que calmará nuestra sed. Por ese camino, lejos de aislarnos, penetraremos en la profundidad de un mundo que con demasiada frecuencia ignora lo que de mejor tiene, con el riesgo de perder el sentido de su vocación espiritual.

La vida según el Espíritu comienza y se mantiene, tanto para el teólogo como para el más simple fiel, por la humilde audacia de la fe en la gracia de Jesucristo, que por nosotros se hizo pobre y obediente hasta la Cruz, donde venció al mal, y después resucitó en su carne para dárnosla como alimento. El Señor nos invita a seguirle a través de la oración, mediante la ascesis y las virtudes que nos conforman a él. Nos hace falta atrevemos a creer y a esperar en él, hoy, con la Iglesia, en nuestro propio interés.

Tomemos ejemplo de la Samaritana de que nos habla san Juan. Como ella, también nosotros estamos invitados a acercanos al pozo de Jacob, donde nos espera Jesús. Allí, en la profundidad donde nos hace descender la meditación de su Palabra, nos será vertida el agua que calma la sed y vivifica. Como esta mujer, que representa a la Iglesia y se asemeja a la Virgen María, en su alma contemplativa, dejémonos tocar e invadir por el nuevo amor que se nos ofrece, y que excita nuestra sed de la Sabiduría de Dios, que, como el agua de la fuente, no tiene posible comparación, es más pura y más dulce que las doctrinas de los hombres.

Así es la vida según el Espíritu, así es el «don de Dios» prometido, como una Ley viva inscrita en el corazón de aquellos que hayan pedido a Cristo que les dé de beber de esa «agua que brota para la vida eterna».

 

BIBLIOGRAFÍA

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Para las escuelas y nombres particulares remitimos a los correspondientes artículos del Dictionnaire de spiritualité.

Con respecto a la espiritualidad ortodoxa y protestante, cfr. L. Bouyer, La spiritualité orthodoxe et la spiritualité protestante et anglicane, Histoire de la spiritualité chrétienne, t. 3, París, 1965.