XIV

LOS SACRAMENTOS
Y LA VIDA ESPIRITUAL


En su análisis de la Ley nueva, que lleva a cabo la justificación y la santificación del hombre, distinguió santo Tomás un elemento principal interior –la gracia misma del Espíritu recibida por la fe en Cristo– y otros elementos secundarios exteriores –los escritos evangélicos y los sacramentos–. La Escritura, concentrada en el Sermón del Señor, nos enseña cómo usar la gracia bajo el impulso de la caridad; los sacramentos nos comunican esta gracia por medio de signos sensibles, como el agua, el pan, el vino, de los que se sirven, y de las palabras que les acompañan.

Estas distinciones, necesarias para el análisis, no deben ocultarnos, sin embargo, la coordinación de estos elementos: Escritura y sacramentos están al servicio de la gracia y tienen como objetivo garantizar la eficacia de la caridad en la vida espiritual. El Evangelio nos propone los sacramentos y les brinda la palabra que los forma; los sacramentos, por su lado, vuelven eficiente la enseñanza del Señor en la vida de los creyentes por la gracia que confieren.


I. Los sacramentos y la vida espiritual
según santo Tomás

Santo Tomás propone dos profundas consideraciones para establecer la necesidad de esos elementos exteriores de la Ley nueva que son los sacramentos.


1. La conformidad de los sacramentos con la Encarnación

El Doctor Angélico extrae su primera razón del Prólogo de san Juan: se trata de la conformidad con la persona de Cristo en el misterio de la Encarnación. Los hombres, escribe, reciben la gracia por medio del Hijo de Dios hecho hombre, cuya humanidad ha sido llenada en plenitud por la gracia, a fin de que mane, a continuación, hacia nosotros. Eso es lo que nos enseña el Evangelista: «Y el Verbo se hizo carne..., lleno de gracia y de verdad... De su plenitud todos hemos recibido, gracia por gracia. La gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (1, 14-17) 1.

Los sacramentos, en virtud de los elementos sensibles que activan, son, pues, los signos y la prolongación hasta nosotros de la humanidad de Cristo, algo así como una «corporalización» de la gracia. Además, al comunicarnos la gracia que somete la carne al espíritu, prosiguen su trabajo de «encarnación» haciéndonos producir obras visibles, conformes al Evangelio de Cristo, que son frutos del Espíritu y nos comprometen en cuerpo y alma.

Esta doctrina constituye una base firme y profunda para el principio rector de la vida espiritual que hemos propuesto: la conformidad con la persona de Cristo realizada por la gracia del Espíritu Santo.


2. La conformidad de los sacramentos con la naturaleza humana

La segunda razón nos brinda un fundamento antropológico. Procede de la naturaleza del hombre tal como Dios lo ha creado y lo dirige por su Providencia, cuya sabiduría lo dispone todo «con suavidad», en conformidad con sus facultades de obrar (Sb 8, 1).

Como le es natural al hombre apoyarse en la percepción de los sentidos, para elevarse al conocimiento de las realidades inteligibles que éstos reflejan, los sacramentos harán uso de una materia sensible para significar y hacernos conocer las realidades espirituales que llevan a cabo nuestra santificación. De este modo, unos humildes objetos pueden convertirse en sacramentos, como vemos asimismo en la Escritura, en signos, símbolos, instrumentos y reveladores del mundo espiritual donde nos introduce la fe. Tanto a través de los sacramentos como de la Escritura penetra en nosotros la gracia, para iluminarnos y guiarnos en estrecha armonía con nuestra naturaleza de hombres, así como con la naturaleza sensible que nos rodea y nos brinda lo que necesitamos para conocer, para vivir y para obrar 2.

A la conformidad con Cristo corresponde, pues, en los sacramentos, el acuerdo con nuestra naturaleza humana. Esta conveniencia sería, no obstante, imperfecta, si los sacramentos no incluyeran asimismo palabras que se añaden a los signos para manifestar su sentido y sus efectos. Los sacramentos contienen así un doble elemento: uno de orden corporal —como el agua, el pan, el aceite para la unción– y el otro de orden espiritual: la palabra. A través de esta asociación vol-

  1. I-II, q. 108, a. 1.

  2. III, q. 60, a. 4.

vemos a encontrar la armonía y la conformidad, primero con Cristo, como Verbo hecho carne, como la Palabra de Dios encarnada; a continuación, con la naturaleza humana, compuesta de cuerpo y de espíritu; y, por último, con el fin mismo de los sacramentos, que consiste en santificarnos manifestándonos las realidades espirituales, lo que no puede llevarse a cabo convenientemente sin la palabra, instrumento natural de la comunicación entre los hombres y con Dios 3.

A pesar de todo, la gracia de los sacramentos, que mana de la Encarnación del Hijo de Dios, sería vana si no se realizara en la vida misma de los cristianos, en las obras de la fe que obra por la caridad, en las que se comprometen personalmente, con las facultades y los talentos de que disponen. De este modo, el obrar moral inspirado por la gracia del Espíritu Santo es como la prolongación natural de la Encarnación y el fruto necesario de los sacramentos de la Ley nueva.

La explicación de los siete sacramentos

Como aplicación de estas consideraciones, que asocian estrechamente la naturaleza y la gracia, el cuerpo y el espíritu, elaboró el Doctor Angélico su explicación de la distinción entre los siete sacramentos.

Existe, en efecto, según santo Tomás, una cierta conformidad entre la vida espiritual y la vida corporal, como entre las realidades de los sentidos y las del espíritu. Por eso podemos inspirarnos en el desarrollo de la vida humana para describir la obra de los sacramentos en la vida espiritual 4.

La vida del hombre empieza con el nacimiento, continúa con el crecimiento hasta la edad adulta y se sustenta por medio del alimento; también hay que restablecer la salud en caso de enfermedad y, en algunas ocasiones, es preciso seguir un régimen para recobrar el vigor. La vida humana incluye, además, una dimensión social, comenzando por la comunidad familiar, que garantiza la propagación de la vida.

Este esquema proporciona una base firme para la explicación de la obra de los sacramentos en la vida espiritual. El bautismo nos «regenera», nos hace renacer con Cristo para una vida nueva; la confirmación señala el acceso a la edad adulta de la fe mediante el don del Espíritu Santo, en continuación con Pentecostés; la Eucaristía nos procura, a través de la comunión del cuerpo y de la sangre de Cristo, el necesario alimento espiritual. La penitencia repara en nosotros las heridas del pecado y nos restituye la salud, mientras que la extremaunción nos purifica de las secuelas de nuestras faltas preparándonos para entrar en la gloria prometida.

Por último, en la «Ciudad de Dios» que es la Iglesia, el sacramento del orden habilita a Ios sacerdotes para la dirección de los fieles y para la ofrenda del sacrificio eucarístico por todo el pueblo, mientras que el matrimonio, que es asimis-

  1. III, q. 60, a. 6.

  2. III, q. 65, a 1.

mo una institución natural, garantiza la propagación de la vida en el seno de la Iglesia y la primera educación religiosa.

También aquí, es preciso señalarlo, conviene evitar separaciones indebidas. Los sacramentos atribuidos a la vida personal no están, sin embargo, reservados a la vida privada; poseen, evidentemente, una dimensión comunitaria, eclesial: el bautismo nos introduce en la Iglesia, como miembros que obran por el bien de todos, según las gracias recibidas; la confirmación nos da el Espíritu, que edifica la Iglesia y distribuye a cada uno sus dones; la Eucaristía reúne a la comunidad eclesial para alimentarla con el cuerpo y la sangre del Señor y establecerla en la comunión de la caridad. Estos sacramentos, al mismo tiempo que alimentan nuestra vida personal, nos hacen vivir con y en la Iglesia. De modo semejante, el sacerdocio incluye una gracia personal propia, fruto de la caridad a través de la dedicación pastoral. Finalmente, el matrimonio asocia, personalmente, a los esposos al misterio que une a Cristo con la Iglesia.

La explicación tomista de los sacramentos, aunque tenga sus límites y requiera complementos, tiene el mérito de manifestar una correspondencia profunda y precisa entre la vida humana y la vida espiritual. Así podemos conocer la acción del Espíritu Santo en relación con nuestra experiencia sensible y comprender, por otra parte, que la gracia pueda llegar hasta nuestro cuerpo, para asociarlo a la obra de nuestra santificación. Esta doctrina, que permanece muy atenta a la unidad del hombre, la volveremos a encontrar en la explicación de las virtudes morales. Para santo Tomás, en contra de san Buenaventura, las virtudes de la fortaleza y la templanza tienen como sede la sensibilidad no la sola voluntad libre. De este modo, la gracia de los sacramentos se despliega normalmente en las virtudes, para crear la coordinación y la armonía en la vida espiritual.

Los sacramentos en el tiempo

La conexión con la vida corporal introduce también la gracia sacramental y la vida espiritual en el tiempo y en la historia. De ahí resulta una transformación del tiempo en duración espiritual, que se concentra en torno al cuerpo personal de Cristo, que sufrió por nosotros, y al de su cuerpo místico, la Iglesia. El tiempo espiritual se dividirá siguiendo los tres momentos principales que evoca y cumple la liturgia eucarística: la memoria de la Pasión de Jesús, causa de nuestra santificación; la manifestación de la gracia presente, efecto de la Pasión: ella nos conforma con Cristo y se vuelve activa a través de las virtudes; por último, el anuncio de la gloria futura, término de la santificación 5. Estos tres momentos corresponden a las divisiones de la historia de la salvación, al Antiguo y al Nuevo Testamento orientados hacia el Reino de los cielos, así como al triple sentido espiritual de la Escritura: alegórico, moral y anagógico.

5. Antífona O sacrum convivium del oficio del Corpus.

La vida cristiana está, por tanto, ligada a los sacramentos y a la liturgia por unos lazos vitales. El bautismo engendra la vida espiritual haciéndonos morir y renacer con Cristo para una vida nueva según la gracia. El sacramento de la confirmación merece ser revalorizado, pues nos concede la plenitud del Espíritu con sus dones, necesarios para garantizar el crecimiento espiritual y para alcanzar la perfección de la edad adulta; nos proporciona asimismo la fuerza para cumplir con la consagración del ágape los ministerios que nos hayan sido confiados en la Iglesia. La Eucaristía nos alimenta con el amor de Cristo, que se ofreció por nosotros en el único sacrificio espiritual, y que se hace realmente presente bajo las especies de pan y vino, como fuente de toda gracia; tendremos que volver sobre ello. El sacramento de la reconciliación, por último, completado en su momento por el sacramento de los enfermos, nos resulta necesario para recobrar la gracia y el vigor de la caridad dañados, por nuestros pecados, a fin de proseguir nuestro camino espiritual con esperanza.


II. Los sacramentos y la vida espiritual
según san Pablo

San Pablo habla de los sacramentos de un modo distinto al de santo Tomás: nos sitúa en la óptica de la predicación apostólica, en el origen del desarrollo de la teología de los sacramentos. El Apóstol no empieza por tratar de los sacramentos en general, pues no ha elaborado este concepto común ni emplea, por otra parte, la palabra sacramento. Este último término tomará el sentido que le dábamos en tiempos de los Padres, que lo asocian al de «misterio». La realidad sacramental está, sin embargo, bien presente, aunque concentrada en el bautismo y la Eucaristía. Según Mons. L. Cerfaux: «Bautismo y Eucaristía se encuentran en la teología (de san Pablo) como los dos grandes sacramentos que simbolizan y realizan, a la vez, tanto la unidad de todos los cristianos como la vida única de Cristo que los anima a todos y los constituye en un organismo en el Espíritu» 6. Tampoco expone san Pablo el septenario sacramental, que se irá precisando en la doctrina de la Iglesia más tarde; pero muestra cómo toda la vida cristiana mana de lo que podríamos llamar los dos sacramentos primitivos de la unión con Cristo.

El cuerpo de Cristo como el primer sacramento

La especificidad del vínculo entre los sacramentos de la vida espiritual aparece mejor —y esto es lo que quisiéramos subrayar— cuando se profundiza en el significado de la expresión «Cuerpo de Cristo» que aplica san Pablo a la Iglesia. He aquí nuestra idea: los sacramentos son la aplicación a los creyentes del cuerpo fisico de

6. La théologie de 1 'Eglise selons. Paul, París, 1965, 148.

Cristo convertido en instrumento de la gracia del Espíritu Santo, para hacerlos miembros de su Cuerpo eclesial, a fin de asociarlos al culto espiritual mediante la ofrenda de sus propios cuerpos como hostia viva, agradable a Dios. Los fieles reproducen así la ofrenda eucarística del Señor en su Pasión y la ponen en práctica mediante la práctica cotidiana del ágape con espíritu de fe y de imitación.

Esta doctrina, dotada de un realismo típicamente cristiano, reposa sobre el vínculo sacramental con el cuerpo físico de Cristo, que sufrió, murió y resucitó. Se expresa con el empleo del término cuerpo en todos los estadios de su desarrollo. Efectivamente, calificar a la Iglesia como Cuerpo de Cristo no es la simple aplicación del apólogo clásico en la literatura griega, que compara la sociedad al cuerpo humano con sus diferentes miembros. En Pablo, la idea del Cuerpo de Cristo tiene su raíz en su fe en Jesús, resucitado en su cuerpo y vivificado por el Espíritu, al que están unidos los cristianos con sus propios cuerpos por medio del bautismo y de la Eucaristía. De este modo se hacen miembros suyos y constituyen con él lo que la teología posterior llamará su cuerpo «místico» 7. El Cuerpo de Cristo no designa, pues, directamente, la sociedad que forma la Iglesia, sino en primer lugar la vinculación sacramental al cuerpo real y personal del Señor, que edifica la Iglesia y constituye su principio unificador. Más concretamente, el fundamento de la Iglesia es el Cuerpo de Jesús resucitado por el Espíritu, que se vuelve, bajo su impulso, el sacramento por excelencia de la construcción de la Iglesia, alcanzando a cada uno de sus miembros para reproducir en ellos y proseguir por ellos la obra de la santificación.

Mons. Cerfaux ha detectado en san Pablo una evolución en este tema: a la concepción del Cuerpo de Cristo que acabamos de exponer se añadirá, en las cartas de la cautividad, la consideración de la supremacía del Señor glorioso sobre la Iglesia, entendida a partir de ahora como la sociedad que forma su cuerpo. Esto es lo que expresa la calificación de Cristo como Cabeza de la Iglesia. Los Padres desarrollarán su teología de la Iglesia a partir de esta representación enriquecida8. Esta evolución no debe hacernos olvidar, sin embargo, la base sobre la que reposa y que constituye como su piedra angular: el vínculo con el cuerpo personal de Cristo por medio del bautismo y de la Eucaristía, como fuente de la vida espiritual, vivificando el cuerpo mismo de los que han sido rescatados por Cristo y se han vuelto templos del Espíritu (1 Co 6, 15-20).

Esta doctrina puede ser aplicada a los otros sacramentos, en la medida en que incluyen una materia que se vincula al Cuerpo de Cristo ofrecido por nuestros pecados, así como a la acción del Espíritu Santo por la Palabra de fe y de gracia que los hace eficaces y los pone al servicio de los dos sacramentos principales. Como ya hemos señalado a propósito de santo Tomás, convendría dar mayor relieve y reconocer un papel de primer plano a la confirmación, directamente asociada al bautismo en la disciplina sacramental primitiva, porque el don del

  1. Cfr. Nota de la Biblia de Jerusalén a 1 Co 12, 12.

  2. L. CERFAUX, o.c., 406-408.

Espíritu que incluye es la fuente misma de la vida espiritual. Por eso la vida en el Cuerpo de Cristo y la vida según el Espíritu forman los dos aspectos de una misma obra de la gracia sacramental.


III. Comparación entre santo Tomás y san Pablo

Si comparamos a san Pablo con santo Tomás, constataremos una concordancia profunda, particularmente en lo que podríamos llamar el realismo corporal y sensible. Para san Pablo, los sacramentos nos unen al Cuerpo personal de Jesús; para Tomás, la dimensión sensible de los sacramentos es la prolongación de la Encarnación. Tanto en uno como en otro este realismo es espiritual: según Pablo, la gracia nos viene de Cristo muerto por nosotros y resucitado por el Espíritu; ésta nos justifica por la fe y nos permite vivir según el Espíritu como hijos de Dios y coherederos de Cristo (Rm 8). Tomás define la Ley nueva mediante la gracia del Espíritu y hace proceder los sacramentos del Verbo de Dios y de la Palabra que les da la forma. Tanto para el uno como para el otro, los sacramentos constituyen la fuente principal de la vida espiritual por medio de la fe en Cristo, que obra por la caridad y por las virtudes que ella misma inspira.

Existen, con todo, diferencias entre ambos Doctores. Tomás debe dar cuenta del desarrollo posterior de los sacramentos en la Iglesia. Por eso tiene que elaborar una doctrina general de los sacramentos, sirviéndose de una antropología basada en el proceso del conocimiento humano, lo que le lleva a partir del misterio de la Encarnación y de la doctrina del concilio de Calcedonia, formulada por san León Magno, sobre la doble naturaleza de Cristo. Su pensamiento recibe de ahí un aspecto más abstracto y más intelectual. La enseñanza de san Pablo, centrada más directamente en el misterio de la Redención, es más personal, más dramática podríamos decir, más concreta en su presentación. Es personal porque se sitúa en el marco de la relación íntima del creyente con la persona de Cristo por la fe, la caridad, en la lucha contra el pecado.

El Apóstol habla a menudo en primera persona, mientras que Tomás lo hace en tercera, a un nivel general: «,Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rm 7, 24-25). «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8, 35).

Pablo es también más concreto y hace intervenir la relación con el cuerpo en todos los estadios de su doctrina: desde la Pasión del Señor en su carne hasta la lucha entre el Espíritu y la carne, que ocupa la vida de los creyentes, mientras esperan la redención de sus cuerpos por el Espíritu que habita en ellos (Rm 8). Hasta las acciones más naturales serán referidas al Señor: «El que come, lo hace por el Señor... y el que no come, lo hace por el Señor, y da gracias a Dios... Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos» (Rm 14, 6-7).

La enseñanza de Pablo es asimismo más explícitamente eclesial, pues la doctrina sobre la Iglesia, Cuerpo de Cristo, forma el marco de la catequesis moral y espiritual en sus grandes cartas, desde la dirigida a los Romanos hasta la remitida a los Efesios.

La vida cristiana aparece, por consiguiente, como una vida unida sacramentalmente al Cuerpo de Cristo y se desarrolla en el Cuerpo místico que es la Iglesia; es alimentada por el cuerpo eucarístico del Señor, comprometiendo al cristiano en cuerpo y alma en el culto espiritual y en el combate del Espíritu contra la carne, con la esperanza de la resurrección de los cuerpos siguiendo los pasos del Señor.

Lo que podemos llamar el realismo corporal de san Pablo servirá de base, a continuación, para el despliegue de la liturgia cristiana en torno al bautismo y la Eucaristía, a partir de la celebración pascual, que será el pivote de la organización del año litúrgico, comprendido como la ocupación del tiempo por una plegaria continua y una meditación constante del misterio de Cristo actualizado en nosotros. La liturgia usará ampliamente el simbolismo corporal y físico para hablar de las realidades espirituales, pero le conferirá una densidad única a través del vínculo de los ritos, de las palabras y de las oraciones con la vida y la persona del Señor.


IV. La preeminencia de la Eucaristía en virtud
de la presencia del Señor

Las diferencias que podemos observar entre san Pablo y santo Tomás se deben sobre todo a la diversidad de sus puntos de vista y de sistematización. No impiden, sin embargo, la concordancia de la doctrina, en especial cuando el Doctor Angélico intenta mostrar la preeminencia de la Eucaristía. Su reflexión teológica se sitúa claramente en la línea del Apóstol al tomar su punto de partida en la consideración del Cuerpo del Señor. En el «De Veritate» (q. 27, a. 4), cuando invoca la justificación obrada por la sangre de Cristo mediante la fe (Rm 3, 24-25), escribe santo Tomás: «También la humanidad de Cristo es la causa sacramental de la purificación que se nos aplica espiritualmente, por la fe y, corporalmente, por los sacramentos, porque la humanidad de Cristo es espíritu y cuerpo, a fin de que percibamos en nosotros el efecto de la santificación que viene de Cristo». Por eso la Eucaristía es el sacramento más perfecto, porque el cuerpo de Cristo está contenido realmente en él. Constituye asimismo la consumación de los demás sacramentos. Santo Tomás recuperará y precisará esta razón en la Suma Teológica. La Eucaristía es el más poderoso de los sacramentos, en primer lugar por su contenido: en efecto, en este sacramento está presente el mismo Cristo substancialmente; los otros sacramentos no contienen de por sí más que una participación en el poder instrumental que posee Cristo respecto a la gracia por su humanidad. De esta suerte, todos los demás sacramentos están ordenados a la Eucaristía (III, q. 65, a. 3). Por eso puede decir santo Tomás, con una fórmula muy densa, que «el bien común espiritual de toda la Iglesia está contenido substancialmente en el sacramento de la Eucaristía (ibid., ad 1). Así pues, en virtud de la presencia de Cristo, la Eucaristía puede ser considerada como la fuente principal de la vida espiritual, como el alimento más apropiado, significado por el don del cuerpo y de la sangre bajo las especies de pan y vino.

La doctrina sobre la presencia real o «substancial» de Cristo en la Eucaristía es fundamental para la liturgia cristiana, que se ha organizado en torno a la celebración de la Eucaristía a lo largo del ciclo anual por medio de las celebraciones dominicales, prolongadas, a continuación, por la celebración cotidiana. La liturgia cumple así del modo más real la promesa del Señor con que concluye el Evangelio de san Mateo y se inaugura el tiempo de la Iglesia: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

Esta fe en la presencia eucarística del Señor producirá, precisamente en tiempos de santo Tomás y con su participación, un fruto nuevo en la institución de la fiesta del «Cuerpo de Cristo» y en la práctica de la adoración eucarística, que esta fiesta ha difundido y mantenido en el pueblo cristiano. Es digno de destacar que el florecimiento de esta devoción haya reunido el fervor místico de una humilde religiosa de Lieja, santa Juliana de Cornillon (1192-1258), la ciencia teológica de la escolástica en su período más creador, representado por el Doctor Angélico, y el compromiso más autorizado de la Iglesia en la persona del papa Urbano IV (v. 1200-1264), que fue arcediano en Lieja y tuvo a Tomás de Aquino como teólogo de la corte pontificia, en Vitervo y en Orvieto.

La plegaria eucarística y la fe

No es posible describir las riquezas espirituales contenidas en la Eucaristía. Por nuestra parte diríamos gustosamente, que la presencia de Cristo en este sacramento realiza la oración de san Pablo cuando dobla las rodillas en presencia del Padre para «que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que... podáis... conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios» (Ef 3, 14-19).

El P. Longpré ha mostrado muy bien cómo, en la línea de san Buenaventura —y nosotros añadiríamos la de santo Tomás con el «Adoro te»—, según el testimonio de numerosos místicos como Teresa de Ávila y María de la Encarnación (1566-1618), la Eucaristía es «la segunda fuente de la experiencia mística», junto a la vía, más psicológica, de la contemplación.

Por nuestra parte, nos contentaremos con indicar algunas concordancias entre la presencia eucarística y la virtud de la fe, que convierten este sacramento en el alimento más adaptado a la vida espiritual de los creyentes.

En primer lugar, otorgamos nuestra fe a una persona, a alguien que está ahí, que nos habla y nos llama, que ha sabido tocamos hasta el punto de suscitar ese compromiso de la inteligencia y del corazón que es precisamente la fe, en el origen del amor. La presencia personal es esencial tanto en la fe como en el amor. Constituye su roca y su fuente al mismo tiempo. Es también la causa y el fundamento de la oración en que conversamos con aquel en quien creemos, como un amigo habla a su amigo. Mediante este contacto regular con «El que es», la Eucaristía ahonda en nosotros el sentido de lo real y aviva nuestra sensibilidad de las cosas espirituales.

Gracias a la presencia eucarística ya no nos dirigimos a Dios como a un ser lejano, oculto en la inmensidad de los cielos, sino como a una persona próxima a la que podemos llamar por su nombre, como al Hijo de Dios que nos revela al Padre y nos invita a entrar en su intimidad. Tomamos conciencia de nuestra vocación de hijos de Dios, admitidos en su presencia y convidados a hablarle, a confiarle todo.

Por la virtud de esta presencia, las palabras del Evangelio salen de los libros que las relataban para sernos dichas otra vez de cerca, con la entonación única de la voz del Buen Pastor, llamando a sus ovejas para decirles que viene a «habitar en su corazón». Por eso, a través del contacto eucarístico es como mejor podemos oír la Palabra de Dios y conocer la persona de Jesús, en su humanidad y en su divinidad, según las dimensiones de su misterio, «en su anchura, su longitud, su altura y su profundidad».

Ante la Eucaristía se insinúa en nosotros un amor sin comparación con ningún otro, pues «sobrepasa todo conocimiento», como dice san Pablo, pero que se humilla, no obstante, hasta nuestra pequeñez para renovarnos en nuestras raíces y cimientos, con la sencillez de una palabra directa y ardiente, como prende la chispa en la estopa.

Bajo la irradiación de la Presencia eucarística, se va formando lentamente en nosotros el Hombre interior, como germen de una vida nueva depositado en nuestro seno, fecundado por el poder del Espíritu, conformado a la Imagen del Hijo de Dios. El secreto de la Eucaristía nos atrae a la soledad y nos vacía el alma para introducirnos en el secreto de Dios.

Al mismo tiempo, y como en el extremo opuesto a esta revelación, la presencia eucarística nos enseña a vivir en la pura fe, ante lo invisible, ante lo insensible, podríamos decir incluso ante la Nada, pues las apariencias de pan y vino, como las llama la teología, son un prisma que filtra la luz para quien se atreve a creer, y una pantalla de falta de significado y de opacidad para quien no quiere creer más que lo que ve. La presencia del Señor, imperceptible sin los ritos que la rodean, nos provoca a la fe y corresponde exactamente a su movimiento, pues la verdadera fe es un salto por encima de lo que se percibe, por encima de las sensaciones, de las imágenes, de las ideas, de todo lo que fabrica nuestro corazón y nuestro espíritu. Nos transporta más lejos que las ciencias, incluida la teología, hacia la presencia simple, pura y santa de Aquel que nos espera en el silencio, y nos brinda la ocasión de presentarle con toda libertad la ofrenda de nuestra atención vigilante, adorante. El término «substancia» empleado por santo Tomás es, sin duda, el más adecuado, aunque ya no esté de moda, para calificar esta presencia que se sitúa más allá de los «fenómenos» y de nuestras impresiones, pues significa una realidad central y una firmeza que permanece bajo la mutabilidad incesante de lo que vemos y sentimos, como es también el caso de nuestra propia personalidad, que merece ser llamada substancia en virtud de su permanencia dinámica bajo las variaciones de la vida. De este modo, la presencia eucarística realiza bien la cuarta petición del Padre nuestro en su formulación griega: «Danos hoy nuestro pan "supersubstancial"». ¿No está hecho el pan para alimentar nuestra substancia y garantizar nuestra subsistencia?

La presencia eucarística nos introduce aún en el templo de Dios, en la historia de la salvación que el Padre continúa escribiendo en la persona de su Hijo. Como nos explica la antífona «O sacrum convivium» ya citada: la Eucaristía, por darnos a Cristo como alimento sacramental, es para nosotros la memoria viva de su Pasión; llena nuestra alma de su gracia y nos procura la prenda de la gloria futura. Gracias a la Eucaristía aprendemos a vivir al ritmo del tiempo de la Iglesia en su liturgia, del mismo modo que los sarmientos se pliegan a los movimientos de la savia que alimenta la Viña de Dios según las estaciones.

Por último, la experiencia cristiana ha comprendido que los efectos de la Eucaristía corresponden a los frutos del Espíritu enumerados por san Pablo en la carta a los Gálatas. La plegaria eucarística, al ponemos en presencia del Señor, nos enseña la suavidad de su amor y nos pone en paz el corazón, inspirándonos una alegría profunda. Nos vigoriza y nos hace tener paciencia en las pruebas, nos hace permanecer tranquilos ante las preocupaciones, serenos en nuestros juicios; nos inclina a la sociabilidad, a la bondad según el ejemplo del Señor, y nos hace confiar en los otros. Mediante la irradiación del Cuerpo de Cristo, la plegaria eucarística apacigua las pasiones, procurándonos el dominio de la sensibilidad con el sentido y la gracia de la castidad.

La plegaria eucarística, ligada a la celebración litúrgica de la Iglesia, es, por tanto, un alimento de elección para la vida espiritual. Por ella mana hasta nosotros toda la gracia sacramental, puesta al alcance tanto de la gente sencilla como de los sabios por la fe en la presencia del Señor.
 

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