27 de abril
SAN PEDRO CANISIO
(†
1597)
Al
decir de sus biógrafos era Peter Kanis un joven de carácter irritable,
pendenciero, vanidoso y terco. Todo ello indicaba a las claras que no había
nacido santo; sin embargo, podría llegar a serlo, ayudado por la gracia divina.
Al menos tenía un hermoso fondo y unas nobles inclinaciones. Se dice que sus
aficiones de niño eran construir altares y púlpitos para decir misa y predicar
ante sus compañeros.
La
Providencia le juntó en Maguncia con el jesuíta Pedro Fabro en el verano de
1543. No debió suponerse el jesuíta que con sus Ejercicios
espirituales iba a conquistarse para la naciente Compañía de Jesús a
aquel joven alegre y vanidoso. La verdad es que en esos Ejercicios se decidió
su vocación a santo y su ingreso en la Compañía. Desde entonces su nombre de
Kanis se trocará en Canisio.
Tenía
el nuevo hijo de Ignacio de Loyola en su haber una profunda formación religiosa
heredada de sus padres. El mismo cuenta en sus Confesiones
que su madre, Egidia Houweningen, a la hora de la muerte, reunió junto al lecho
a todos sus hijos, a los que pidió siguieran firmes en la fe que de continuo
les había inculcado. Esta escena quedó profundamente grabada en la imaginación
infantil de Pedro y quiso seguir fiel a los ruegos de su madre.
Su
padre era el alcalde de Nimega. Allí nació Pedro Canisio el 8 de mayo de 1521,
el año preciso en que Lutero rompió definitivamente con Roma. Oriundo de
familia rica y cristiana, pudo llevar, desde los primeros momentos, una educación
esmerada y religiosa. Después de hechos en su ciudad natal los estudios
elementales pasó, a los catorce años, a la universidad de Colonia para cursar
en ella los estudios superiores. Hubo un momento de vacilación en su vida. Y
hasta pareció que iba a destruir todos los gérmenes de la buena educación
recibida. Las diversiones le atraían más que los libros y su nombre llegó a
ser sobradamente conocido en todas las tabernas de Colonia. En esos momentos se
presenta como ángel del cielo en su camino la figura del santo sacerdote Nicolás
Esche, bajo cuya dirección su vida se orientó decidida y definitivamente por
los caminos de la ascética, con una profunda tendencia afectiva al estilo de
San Buenaventura. Frecuenta asimismo los contactos fructíferos con los cartujos
Surio, el hagiógrafo, y Lagnspergio, el asceta.
En
1540 obtuvo el grado de maestro en artes, y en 1545 el título de bachiller en
teología. Desde entonces se dedica por entero a la actividad apostólica, enseña
Sagrada Escritura en la Universidad, predica y escribe. En 1546 fue ordenado
sacerdote.
Carácter
batallador, muy pronto se le ofreció ocasión de poner a prueba su celo
religioso cuando los católicos de Colonia se pronunciaron contra su obispo caído
en la herejía. Las varias actuaciones del Santo, comisionado por la Universidad
y por el clero de la ciudad, tuvieron como remate la deposición del obispo apóstata.
Muy
pronto pasó al concilio de Trento como teólogo de Otón de Truchsess, cardenal
de Augsburgo. Allí formó, con los españoles Laínez y Salmerón, el magnífico
triunvirato de la Compañía en el Concilio. Desde Roma se interesaba Ignacio de
Loyola por tener a su lado a este su primer discípulo alemán y algún tiempo
después pudo recibir personalmente su profesión solemne en 1549.
Con
esto y con el doctorado en teología por la universidad de Bolonia, obtenido ese
mismo año, estaba ya preparado Canisio para presentarse en su patria como el
paladín de la causa católica. Comprendió San Ignacio que ése era el
verdadero campo de acción de su nuevo discípulo y se determinó a mandarle a
su patria. El bagaje intelectual de Canisio iba firmemente asentado sobre los
pilares de una sólida piedad y de una filial devoción a la Iglesia de Roma.
De
regreso en su patria, encamina sus trabajos todos a dar firmeza de convicciones
a la fe de aquellos pueblos que aún seguían siendo fieles al Pontífice
Romano. Acude a todas partes y, cuando personalmente no puede hacerlo, lo hace
con cartas que hoy constituyen para nosotros un testimonio vivo de los males del
momento. A través de esa correspondencia con sus superiores, con los obispos y
con los príncipes seglares nos es dado ver perfectamente el estado de postración
en que vivía el cristianismo alemán en aquellos críticos días y las llagas
morales y el desconcierto religioso que corroían a aquellos pueblos donde el
Santo actuaba con tesón y denuedo. Las universidades estaban llenas de una
juventud desenfrenada y falta de amor a los estudios. Los maestros estaban
influidos por los errores del protestantismo y daban plena tolerancia a la
divulgación de los mismos. Así había llegado el pueblo a un estado de
negligencia y abandono en las prácticas religiosas y a despreciar, incluso, a
la autoridad de la Iglesia y a sus legítimos pastores.
A
todo este conjunto de males sociales servíale de contrafondo una profunda
ignorancia religiosa en el pueblo y en gran parte del mismo clero. Las
vocaciones eclesiásticas habían mermado de una manera que resultaba alarmante.
Contra este cúmulo de males venía a estrellarse, casi impotente, la tenacidad
y buena voluntad de los prelados y sacerdotes ejemplares, que todavía seguían
laborando, llenos de celo y de entusiasmo, por el triunfo de la causa católica.
En
medio de este ambiente así enrarecido moviase San Pedro Canisio intrépidamente
durante muchos años. Las dificultades no le arredraban; más bien podría
decirse que ante ellas se agigantaba. Perfecto conocedor de todos los males que
carcomían la sociedad de su tiempo, acometió el acabar con todos ellos con una
voluntad de hierro. Inició sus trabajos en la universidad de Ingolstadt, donde
transcurrió su vida durante treinta años a partir de 1549. El primer número
de su programa fue la buena formación de la buena juventud estudiantil; por eso
comenzó fundando colegios que llegarían a ser los centros irradiadores de sus
ideas de acción reformadora. La universidad de Ingolstadt (en días no lejanos
dique infranqueable contra los avances del protestantismo), había comenzado a
decaer visiblemente en los estudios y en la disciplina. El Santo llora esta
postración: "Los estudios teológicos, que ahora principalmente debieran
florecer, están decaídos", escribe. Lucha por la restauración de la
teología escolástica como por una cosa de importancia suma. "No debemos
dejar en olvido tampoco la parte de la teología llamada escolástica. Tan
necesaria la juzgamos en este nuestro tiempo, que sin ella no podríamos
suficientemente discernir ni desbaratar los sofismas de los herejes."
Desde
1549 a, 1552 él mismo enseña teología en la Universidad, de la que llegó,
incluso, a ser rector. Este puesto, si bien delicado por más de un concepto,
poníale en unas condiciones inmejorables para llevar a feliz termino su obra
restauradora.
Lograda
ya la reforma en esta universidad, pasa el Santo a la de Viena en 1552, imbuido
del mismo, espíritu reformador. Más de una vez tuvo que verse frente a sus
enemigos, a los que siempre logró dominar con sus dotes de polemista formidable
y temible. Atacaba sin miramientos la herejía, si bien, al hacerlo, obraba sin
rencor ni animosidad hacia la persona del descarriado. Era más abundante en
razones que en palabras, y sus fórmulas, precisas y exactas, llevaban como
distintivo un ne quid nimis de
sobriedad que no exacerbaba a nadie. Era ésta su norma, la que más tarde, en
1557, daba por escrito a un amigo suyo: "Lo que todo el mundo ama y busca
es la moderación unida a la gravedad del lenguaje y a la fuerza de los
argumentos. Abramos los ojos a los descarriados, pero sin causarles irritación".
Su
celo apostólico iba siempre acompañado de una delicadeza y de una caridad
sumas y de una íntima convicción que dimanaba de su santidad. Sabía él muy
bien que, en aquellos momentos de relajación de los vínculos morales la única
fuerza era la persuasión y el convencimiento de las gentes. Y no es que
careciera de energía, puesta de manifiesto siempre que se vio en la necesidad
de actuar contra los protestantes en las Dietas del Imperio. En más de una
ocasión resultaron dolorosas las mordeduras de aquel canis
austriacus, como le motejaban sus enemigos jugando con su nombre de pila:
Kanis.
El
nombramiento de provincial de todas las casas de la Compañía en Alemania vino
a darle una categoría que repercutió beneficiosamente en su obra. En el
transcurso de estos años florecen los colegios de Ingolstadt, Praga, Munich,
Insbruck, Tréveris, Maguncia, Dillingen y Espira.
Pero
el celo de Canisio no se podía parar en una clase de hombres. Anhelaba elevar
el nivel moral de todo el pueblo cristiano, sin distinción de clases. A sus
dotes personales quería unir el apoyo de los príncipes y el de los obispos, y
lo busca con visitas y, cuando éstas no le son posibles, con cartas. En 1555
escribía a un consejero del duque Alberto de Baviera: "Nuestros príncipes
católicos deben desterrar las herejías, suprimir los errores de los maestros,
acallar las discordias en las Universidades, reconocer al Vicario de Cristo y
Pastor de la Iglesia para que podamos ver, como remate de todo ello, restaurada
la paz en las Iglesias".
Pedro
Canisio vive ahora los momentos culminantes de su vida apostólica. Sus
actividades se multiplican para gloria de Dios. Predica y da misiones lo mismo
en las grandes ciudades que en las iglesias de los pueblos que encuentra en su
camino. Su oratoria, encendida sonó en las grandes catedrales del Imperio: en
Viena, Praga, Ratisbona, Worms, Colonia, Estrasburgo, Osnabruck, Augsburgo...
Llevado de su espíritu divinamente inquieto, acudía a todas partes con una
rapidez que recuerda el espíritu alado de un Juan de Capistrano o de un
Bernardino de Siena. Así paseó Austria, Baviera, Alsacia, Suabia, el Tirol,
Polonia, Suiza. Al mismo tiempo actúa como consejero y director de príncipes;
lucha valientemente corno campeón del catolicismo en las Dietas del Imperio,
adonde es llamado para ocupar relevantes puestos; hace de nuncio apostólico y,
sobre todo, trabaja como publicista eximio e infatigable. Todas estas
modalidades de su vida llevan como denominador común el afán de oponer a los
avances del protestantismo un dique a base de una verdadera reforma católica.
Al
propio tiempo que predicaba enseñaba también el catecismo. Era ésta una de
sus actividades predilectas, convencido de que nada valdrían sus sermones si no
iban acompañados de una sólida instrucción religiosa. Para facilitar esta
enseñanza publicó en 1554 una Suma de la
doctrina cristiana, que llegaría a ser, a un mismo tiempo, suma teológica
para la juventud universitaria, manual de pastoral para los sacerdotes y
catecismo para el pueblo y para los niños. De ahí las tres diferentes
redacciones que le dio él mismo, según el público a quien, iba destinada.
Juntábanse en esta obra todas las cualidades de un excelente pedagogo: orden y
claridad en la exposición, con una esmerada exactitud y precisión en los
conceptos. Las ediciones se multiplicaron rapidísimamente y en breve llegó a
estar traducida esta obra a todos los idiomas. Con ella lograba Canisio, después
de no pocas demoras y dificultades, poner en práctica el deseo del emperador
Ferdinando de tener en sus Estados un manual católico para oponerlo a los
muchos de protestantes que circulaban en ellos.
Pedro
Canisio, lleno de inquietudes, seguía moviéndose y viajando. Como provincial
pasó a Roma para la elección de nuevo general de su Orden. Desde Roma marchó
a la Dieta de Piotrkow, en Polonia, como teólogo consejero del nuncio Mentuati.
De nuevo regresó a Alemania, donde encontró en unas circunstancias delicadas
las relaciones del emperador con el papa Paulo IV, hombre inflexible en sus
determinaciones. A ello habían contribuido grandemente las intrigas de los
protestantes en ausencia de Canisio. El tacto con que éste llevó aquel asunto
dio pronto como resultado que en la Dieta de Augsburgo quedaran anudadas
aquellas relaciones un tanto rotas. Años más tarde volvió a Roma (1565), y es
entonces cuando el papa Pío IV le nombra nuncio apostólico con la comisión de
promulgar y hacer cumplir los decretos del concilio de Trento. Esta comisión le
obliga a recorrer, una vez más las principales ciudades del Imperio. El trabajo
se acrecentaba día a día, hasta el punto que la viña evangélica iba
resultando demasiado extensa para los pocos buenos operarios que iban quedando,
Piensa entonces Canisio en aumentarlos y surge en su mente la idea de los
seminarios para la formación de buenos sacerdotes, "Sin buenos seminarios
jamás podrán los obispos lograr el remedio de los males presentes",
escribía en 1585 a su general Aquaviva. A los pocos años esta idea era una
florecida realidad por todas partes.
Trabajaba
por elevar el nivel cultural del clero de Alemania y, al mismo tiempo, por
restituir a su prístina pureza la disciplina y la piedad religiosas para
asentar sobre ellas, como sobre firmísimos pilares, una nueva generación de
sacerdotes celosos y santos en su patria. Para ello, una de sus primeras
intenciones era poner al alcance de todos las obras maestras de la teología católica.
Con estas miras editó, entre otras, las de San Cirilo de Alejandría, las de
San León Magno y las del franciscano español fray Andrés de Vega.
Nunca
pensó Canisio en la enseñanza de cosas nuevas; su doctrina es la tradicional
en la lglesia, adaptada a todos los públicos. Sus excelentes dotes pedagógicas
brillan en sus famosos catecismos, que tanta importancia tuvieron en la
instrucción del pueblo y en la reforma de la vida cristiana. Más que
doctrinario era Canisio un hombre eminentemente Práctico, Por lo que no le
interesaba una producción de tonos originales. Era en el terreno de las
costumbres donde fallaba principalmente la sociedad de su tiempo. Por otra
parte, en el terreno doctrinal ya estaban los errores protestantes
suficientemente derrotados con las obras maestras del cardenal Juan Fisher, de
Clícthove, de Alberto Pighius y del franciscano español fray Alfonso de
Castro.
Para
oponerse eficazmente a la propaganda de los errores protestantes, San Pedro
Canisio desplegó una actividad portentosa como polemista y propagandista de las
doctrinas católicas. Esta modalidad perfila su fisonomía espiritual. Desde sus
años jóvenes fue ésta una de sus ocupaciones más asiduas. Y tenía dotes
especiales para ello. Una de las ocasiones más solemnes se la ofreció la Dieta
de Worins del año 1557, donde el Santo se vio frente a Melanchton, corifeo de
los protestantes. Una de las cosas que más dolor le causaron fue el tener que
verse en lucha contra sus mismos compatriotas y contra las reclamaciones de su
misma sangre. En sus cartas asoma, de continuo, un deseo de amplia conciliación
sin claudicaciones, Si era grande su amor a Alemania era muy superior en él la
devoción que había aprendido a Roma de los labios hispanos de Ignacio de
Loyola. Ese amor a Roma triunfa por encima de todo y, para defenderlo, Canisio
consagró su vida a escribir y editar obras propias y ajenas. Trabajó con las
editoriales para que publicaran libros católicos. Incluso logró crear en
Augsburgo una serie de editoriales católicas. En todo momento animó a sus súbditos
a escribir obras en defensa de la fe y hasta llegó a proponer la fundación,
dentro de su Orden, de una Sociedad de escritores dedicados a escribir obras de
controversia y de refutación de las herejías. En lo más intenso de su campiña
Pío V le encargó, en 1557, la refutación de los Centuriadores de Magdeburgo.
Para poder hacerlo mejor el Santo pide el relevo en su oficio de provincial y se
retira al colegio de Dillingen. Dos tomos llegó a ver publicados, pero no quiso
la Providencia que la obra llegara a estar terminada. Naturalmente, los hombres
se gastan y Canisio había dado ya ricos frutos durante su larga vida.
En
1580 pasó a Suiza, donde pudo consagrarse a una intensa vida de piedad, dejando
así aflorar su primera formación y la verdadera inclinación mística de su
vida. Enseña ahora catecismo a los niños, como en sus mejores tiempos,
instruye a los pobres y a los obreros, visita a los enfermos y encarcelados,
funda escuelas y congregaciones al mismo tiempo que escribe obras de piedad. Lo
importante para Pedro Canisio era no estar quieto ni un momento.
La
muerte le cogió en Friburgo trabajando y rezando aquel día 21 de diciembre de
1597. Acababa de rezar con sus hermanos religiosos el rosario, su devoción
favorita, cuando exclamó "¡Vedla; ahí está, ahí está!" Allí
estaba, efectivamente, la Virgen para llevárselo al cielo.
Desde
ese momento la fama de Canisio se agiganta por los muchos milagros que vienen a
dar testimonio de su santidad, En 1625 se tramita en Friburgo el proceso de su
beatificación. Se tramitaba ya en Roma cuando llegó la supresión de la Compañía
de Jesús. Por fin, el 24 de junio de 1864 le beatificó Pío IX y el 21 de mayo
de 1925 Pío XI remató la corona de su gloria al elevarle a la categoría de
los santos, al mismo tiempo que adornaba su nombre con el título de Doctor
universal de la Iglesia y le declaraba Patrono de todas las organizaciones de
estudiantes católicos de Alemania.
ODILO
GÓMEZ PARENTE, O. F. M.