19 de noviembre
Santa Inés de Asís
(1197-1253)
Clara Augusta Lainati, o.s.c.
. La «prudentísima virgen, nuestra hermana»
Inés de Favarone, hermana de Clara «según la carne y según la pureza» (Leyenda
de Sta. Clara 24), no es una figura que fácilmente pueda esbozarse, a no ser que
se ceda al fácil impulso de revestir los escasos datos históricos que se poseen
–oscuros y limitados en información– con reflexiones verosímiles, pero no
comprobadas, sugeridas más bien por su situación a la sombra de santa Clara.
Inés de Asís es una figura de contornos difuminados, que se la intuye más y
mejor precisamente cuanto menos se trata de fijarla dentro de una línea marcada
y precisa.
Hija segunda de Favarone y Ortolana, Inés nace en esta noble familia asisiense
alrededor de 1197. Su Vita, incluida en la Crónica de los XXIV Generales de la
Orden de los Hermanos Menores, de finales del siglo XIV, afirma estrictamente
que en la fecha de su muerte, acaecida poco después de la muerte de Clara en
1253, tenía unos 56 años.
El nombre de Inés no le fue impuesto en el Bautismo sino más tarde, después de
la conversión; y se lo impuso san Francisco, después que «por el Cordero
inocente, es decir, por Jesucristo, inmolado por nuestra salvación, resistió con
fortaleza y combatió virilmente» (Crónica) haciendo frente a los ataques de sus
familiares, dedicados a arrancarla del claustro del Santo Ángel de Panzo, donde
se había refugiado con Clara.
Probablemente, su nombre de pila fue el de Catalina. Según refiere la Vida de
santa Clara escrita a finales del siglo XV por el humanista Hugolino Verino, y,
como por primera vez señaló Fausta Casolini, el tío Monaldo, volviéndose a Inés
en la tentativa de conducirla de nuevo a casa de sus padres, la apostrofa con el
nombre de «Catalina... que así se llamaba Inés en el siglo...» (cf. AFH 13,
1920, 175). Catalina es el nombre de la intrépida virgen de Alejandría, cuyas
reliquias, conservadas en una iglesia erigida en el Sinaí, eran objeto de
devotas peregrinaciones para todos los que, dirigiéndose a Tierra Santa,
desembarcaban en el puerto egipcio de Damieta, de donde emprendían el viaje a
Jerusalén pasando precisamente por el Sinaí y Gaza. También Ortolana, la madre
de Clara e Inés, había realizado una peregrinación a los lugares santificados
con la presencia del Mesías: quizá la devoción hacia la mártir de Alejandría,
reforzada durante la peregrinación, le sugirió más tarde el nombre para su
segunda hija. Y esta misma devoción, seguramente viva en las hijas por
influencia de Ortolana, inspiró el nombre titular de Santa Catalina del Monte
Sinaí para muchos de los pequeños monasterios de Hermanas Pobres.
La infancia y la juventud de Inés corren parejas con las de su hermana Clara,
tres o cuatro años mayor que ella. Es intenso el afecto que las une
recíprocamente e iguales sus sentimientos. Sin embargo, la orientación inicial
es distinta. En efecto, si Clara, siguiendo la voz interior que la llama a una
vida completamente dedicada al Señor, no quiere ni oír hablar de boda, tal vez
la serena vida familiar que observa entre sus padres y con sus dos hermanas,
despierta en Inés el deseo de una vida análoga iluminada por el gozo íntimo de
un matrimonio y de una maternidad bendecidos por Dios.
El autor de la «Leyenda», al presentar el llamamiento de Inés a la vida
religiosa como uno de los primeros efectos de la poderosa oración de Clara en el
silencio del claustro, escribe: «Entre las principales plegarias que ofrecía a
Dios con plenitud de afecto, pedía esto con mayor insistencia: que, así como en
el siglo había tenido con la hermana conformidad de sentimientos, así ahora se
unieran ambas para el servicio de Dios en una sola voluntad. Ora, por lo tanto,
con insistencia al Padre de las misericordias para que a su hermana Inés, a la
que había dejado en su casa, el mundo se le convierta en amargura y Dios en
dulzura; y que así, transformada, de la perspectiva de unas nupcias carnales se
eleve al deseo del divino amor, de modo que a una con ella se despose en
virginidad perpetua con el Esposo de la gloria. Existía realmente entre ambas un
extraordinario cariño mutuo, el cual, aunque por diferentes motivos, había hecho
para la una y la otra más dolorosa la reciente separación» (Leyenda 24).
Es fácil adivinar lo interminables que fueron para Inés los días que siguieron a
la fuga de Clara. Inés tiene sólo catorce o quince años, y en la hermana menor,
Beatriz, no encuentra de ninguna manera el apoyo afectuoso que le proporcionaba
la presencia de Clara. Transcurre la semana de Pasión, a la que sigue la Pascua,
una Pascua más que nunca velada por la nostalgia y el recuerdo de la hermana
ausente, a la que no han conseguido hacer regresar a la casa paterna ni la
afectuosa presión de la familia ni la violencia. También pasa la semana de
Pascua; y cada día que transcurre, mientras la memoria repasa los dulces
recuerdos que le evocan a Clara, la mente y el corazón se detienen cada vez con
mayor frecuencia a pensar en el camino escogido por Clara, y descubren la
profunda y escondida riqueza que encierra. Y la exuberancia juvenil de Catalina
empieza a arder con el mismo fuego que Clara, encendido por el Espíritu, y
suspira por poder entregarse completamente, como ella, al Señor Jesús y a su
Reino.
Dieciséis días después de la fuga de Clara de la casa paterna, el 14 de mayo de
1211, o quizá al día siguiente, Inés se llega por fin a su hermana en el
monasterio benedictino del Santo Ángel de Panzo, donde Clara se había refugiado
provisionalmente, y le manifiesta con firmeza el propósito de consagrarse
totalmente, como ella, al servicio de Dios.
El abrazo gozoso de Clara, que ha visto escuchada su oración, representa al
mismo tiempo la aceptación de la primera novicia en la nueva Orden fundada por
san Francisco.
La desaparición de Inés, refugiada junto a su hermana, provocó una nueva y aún
más violenta reacción por parte de los familiares, que no estaban dispuestos a
tolerar por segunda vez una iniciativa que era para ellos una afrenta a la
riqueza y al poder de la noble familia. Y he aquí que un grupo de doce
caballeros se abalanza sobre las dos hermanas en la serena quietud monástica del
Santo Ángel de Panzo, donde Clara, «la que más sabía del Señor, instruía a su
hermana y novicia» (Leyenda 25). No repitamos aquí el desarrollo del episodio ya
referido; añadamos solamente que, al final, Inés puede responder a Clara que le
pregunta –angustiada por tantos golpes recibidos mientras los hombres armados la
arrastraban a la fuerza por la ladera del monte– que por la gracia de Dios y por
sus oraciones, poco o nada ha sufrido.
Después de este episodio de violencia, «el bienaventurado Francisco con sus
propias manos le cortó los cabellos y le impuso el nombre de Inés, ya que por el
Cordero inocente... resistió con fortaleza y combatió varonilmente» (Crónica).
A continuación, dirigida por el Santo, juntamente con Clara, en el camino de la
perfección emprendida (Leyenda 26), Inés progresó tan rápidamente en el camino
de la santidad, que su vida aparecía ante sus compañeras extraordinaria y
sobrehumana. Su penitencia y mortificación, como la de la misma Clara,
despertaban admiración teniendo en cuenta su corta edad. Sin que nadie lo
sospechase, ciñó su cintura con un áspero cilicio de crin de caballo, y esto
desde el comienzo de su vida religiosa hasta su muerte; su ayuno era tan
riguroso que casi siempre se alimentaba solamente de pan y agua.
Caritativa y dulcísima de carácter, se inclinaba maternalmente sobre quien
sufría por el motivo que fuere, y se mostraba llena de piadosa solicitud hacia
todos.
Santa Clara, escribiendo de ella a santa Inés de Praga, llamará a su hermana
«virgen prudentísima»; es la opinión de una santa, es decir, de quien sabe medir
personas y cosas con la misma medida de Dios.
Hay un episodio que, ciertamente, sirve para corroborar en Clara la convicción
de la santidad de su joven hermana; episodio que no sabemos con seguridad cuando
aconteció, si en los años precedentes o subsiguientes a la partida de Inés a
Monticelli. Lo extraemos de la Vita inserta en la Crónica.
«En cierta ocasión, mientras, apartada de las demás, perseveraba devotamente en
oración en el silencio de la noche, la bienaventurada Clara, que también se
había quedado a orar no muy lejos de ella, la contempló en oración, elevada del
suelo, y suspendida en el aire, coronada con tres coronas que de tanto en tanto
le colocaba un ángel. Cuando al día siguiente le preguntó la bienaventurada
Clara qué pedía en la oración y qué visión había tenido aquella noche, Inés
trató de eludir la respuesta. Pero al fin, obligada por la bienaventurada Clara
a responder por obediencia, refirió lo siguiente: –En primer lugar, al pensar
una y otra vez en la bondad y paciencia de Dios, cuánto y de cuántas maneras se
deja ofender por los pecadores, medité mucho, doliéndome y compadeciéndome; en
segundo lugar, medité sobre el inefable amor que muestra a los pecadores y cómo
padeció acerbísima pasión y muerte por su salvación; en tercer lugar, medité por
las almas del purgatorio y sus penas, y cómo no pueden por sí mismas procurarse
ningún alivio» (Crónica). En la meditación de Inés, de acuerdo con toda la
espiritualidad seráfica, el Dios- Hombre crucificado proyecta su vasta sombra de
eficacia salvadora sobre el drama de los pecadores y de los redimidos que
anhelan su última purificación.
Una despedida nostálgica
«Después, el bienaventurado Francisco la envió como Abadesa a Florencia, donde
condujo a Dios muchas almas, tanto con el ejemplo de su santidad de vida, como
con su palabra dulce y persuasiva, llena de amor de Dios. Ferviente en el
desprecio del mundo, implantó en aquel monasterio –como ardientemente lo deseaba
Clara– la observancia de la pobreza evangélica» (Crónica).
No es fácil desentrañar los acontecimientos que están bajo una fuente tan avara
de información. Solamente está clara la línea general de los hechos. Es ésta:
El paso de san Francisco por Florencia no suscitó entusiasmo solamente entre los
florentinos, algunos de los cuales abrazaron enseguida su misma vida evangélica,
sino que también enfervorizó a algunas jóvenes y señoras de nobles familias que,
a imitación del gesto realizado hacía poco por Clara, deseaban dejarlo todo para
dedicarse exclusivamente al servicio de Dios. De hecho, no tardaron mucho en dar
cumplimiento a sus deseos; y, no teniendo aún monasterio, se retiraron en casa
de algunas de ellas en espera de que la Providencia les proporcionase un lugar
más conveniente. Se desconoce la fecha en la que surgieron tales comunidades de
señoras florentinas, que tomaban por modelo la de San Damián; quizá resulte más
fácil identificar el lugar donde se iniciaron estas comunidades. En efecto,
sabemos que la señora Avegnente de Albizzo, que figura como Abadesa del
Monasterio en 1219, poseía un lugar en la comarca de Santa María del Sepulcro en
Monticelli; hizo donación del mismo a la iglesia romana, para que en él fuese
erigido un monasterio, y la propiedad fue aceptada por el Cardenal Hugolino, en
nombre de la Iglesia, en el 1218. Con este acto, las nobles señoras florentinas
reunidas en torno a Avegnente, se ponían bajo la dependencia de la Santa Sede.
Como hemos dicho, la señora Avegnente figura en 1219 como Abadesa de la
comunidad erigida, que desde los primeros años se relaciona con San Damián y
observa, junto con la Regla del Cardenal Hugolino de 1218-1219, las mismas
Observantiae regulares, es decir, esa especie de «constituciones» que por
entonces estaban en vigor en San Damián, basadas en los escritos y palabras de
san Francisco.
La cesión gratuita de un terreno contiguo por parte de Forese Bellicuzi,
permitió la erección de un monasterio: la casa anterior, quizá demasiado
pequeña, no podía albergar el número creciente de monjas.
La joven Inés fue enviada a esta comunidad con el encargo de transferir a
Florencia el genuino espíritu de Clara. A ella se confiará el gobierno de esta
nueva falange de Hermanas Pobres.
Existe un documento precioso, esto es, una carta, remitida por Inés a su hermana
después de su llegada al nuevo destino, que nos da luz acerca del profundo dolor
que le produjo la separación de San Damián, así como acerca de la nueva
comunidad, floreciente en una atmósfera de paz y de unión. La misma carta, sin
fecha, nos proporciona también indicaciones que pueden ser válidas como
referencias cronológicas:
« ... Has de saber, madre –escribe entre otras cosas Inés–, que mi carne y mi
espíritu sufren grandísima tribulación e inmensa tristeza; que me siento
sobremanera agobiada y afligida, hasta tal punto que casi no soy capaz ni de
hablar, porque estoy corporalmente separada de vos y de las otras hermanas mías
con las que esperaba vivir siempre en este mundo y morir... ¡Oh dulcísima madre
y señora!, ¿qué diré, si no tengo la esperanza de volveros a ver con los ojos
corporales a vos ni a mis hermanas?... Por otra parte, encuentro un gran
consuelo y también vos podéis alegraros conmigo por lo mismo, pues he hallado
mucha unión, nada de disensiones, muy por encima de cuanto hubiera podido
creerse. Todas me han recibido con gran cordialidad y gozo, y me han prometido
obediencia con devotísima reverencia... Os ruego que tengáis solícito cuidado de
mí y de ellas como de hermanas e hijas vuestras. Quiero que sepáis que tanto yo
como ellas queremos observar inviolablemente vuestros consejos y preceptos
durante toda nuestra vida. Además de todo esto, os hago saber que el señor papa
ha accedido en todo y por todo a lo que yo había expuesto y querido, según la
intención vuestra y mía, en el asunto que ya sabéis, es decir, en la cuestión de
las propiedades. Os ruego que pidáis al hermano Elías que se sienta obligado a
visitarme muy a menudo, para consolarme en el Señor».
El Privilegio de la Pobreza, que señala la carta, fue concedido a las monjas de
Monticelli por el Papa Gregorio IX el 15 de mayo de 1230. Además, el hermano
Elías no es designado en la carta ni como «vicario» ni como «ministro general»;
la alusión al hermano Elías hace excluir –queriendo asignar una fecha a la
carta– la serie de los años 1217 a 1221, en los que se encontraba como Ministro
provincial en el Oriente; y parece excluir también los años 1221 al 1227, en los
que fue Vicario, y los años después de 1232, ya que en el Capítulo de aquel año
fue elegido Ministro General.
Por tanto, es probable que la salida de Inés de Asís a Monticelli, salida
querida por san Francisco y causa de profundo dolor para la obediente hermana de
santa Clara, no fuese en el 1221, como se repetía tradicionalmente, sino más
tarde, alrededor de los años 1228-1230: a menos que se quiera admitir que la
carta, aunque refleja la herida de una separación reciente, haya sido escrita
muchos años después de la partida de San Damián.
A la cabecera de Clara moribunda
Queda en la sombra lo que se refiere a la permanencia de Inés en Florencia, así
como queda encubierto con el misterio el itinerario de su regreso a Asís; muchos
monasterios se glorían de haberla tenido como fundadora en su camino de retorno,
y es muy posible que el dato tradicional, no recogido en documentos, responda en
alguna medida a la realidad. En cualquier caso, tras un lapso de diez años, la
historia vuelve a presentar a Inés en la clausura de San Damián, cuando asiste a
Clara en su prolongada agonía.
Según Mariano de Firenze, que escribe en el siglo XVI, la partida de Inés de
Monticelli estuvo precisamente en relación con el empeoramiento de la enfermedad
de la Santa: al tener noticia de ello, Inés se habría puesto de viaje
apresuradamente con algunas de las hermanas externas de Monticelli, destinadas a
recoger y a conservar las últimas palabras de la Madre de la Orden, para llevar
su recuerdo a la fundación florentina. Siguiendo la misma narración, Clara
habría entregado a estas hermanas que acompañaban a Inés su velo; sería el que
se conserva como reliquia en el monasterio de clarisas de Firenze- Castello.
Cualquiera que sea la fecha en que haya de fijarse el regreso de Inés a San
Damián, es indudable su presencia a la cabecera de Clara moribunda. Para Inés
que, oprimida por el dolor, no halla manera de contener las lágrimas abundantes
y amargas, y suplica a su hermana que no se marche ni la abandone, Clara tiene
palabras de ternura infinita, que hacen florecer una esperanza maravillosa en el
corazón de Inés: «Hermana carísima, es del agrado de Dios que yo me vaya; mas tú
cesa de llorar, porque llegarás pronto ante el Señor, enseguida después de mí, y
Él te concederá un gran consuelo antes que me aparte de ti» (Leyenda 43).
La tarde del 11 de agosto de 1253, en el desgarramiento de la separación, Inés
habrá recordado a la hermana, bienaventurada por siempre en el abrazo del
Esposo, la promesa que le hiciera pocos días antes. Y cuando al día siguiente,
entre alabanzas y gozo universal, el cuerpo de Clara, ya invocada como santa,
bendecido por el Papa, subió por la pendiente de Asís para ser depositado en el
mismo sepulcro que un día recibió los despojos mortales de Francisco,
seguramente reconocería Inés, en este preludio tan solemne de la canonización,
el gran consuelo profetizado por Clara.
También tuvo bien pronto realización la promesa que le había hecho, pues «al
cabo de pocos días, Inés, llamada a las bodas del Cordero, siguió a su hermana
Clara a las eternas delicias; allí entrambas hijas de Sión, hermanas por
naturaleza, por gracia y por reinado, exultan en Dios con júbilo sin fin. Y por
cierto que antes de morir recibió Inés aquella consolación que Clara le había
prometido. En efecto, como había pasado del mundo a la cruz precedida por su
hermana, así mismo, ahora que Clara comenzaba ya a brillar con prodigios y
milagros, Inés pasó ya madura, en pos de ella, de esta luz languideciente, a
resplandecer por siempre ante Dios» (Leyenda 48).
La noticia de la muerte de Inés, difundida por Asís, atrajo –como la de Clara–
multitud de gentes, que le profesaban gran devoción y esperaban poder contemplar
sus despojos mortales y ser así consoladas espiritualmente. Todo este gentío
subió la escalera de madera que daba acceso al monasterio de San Damián. Pero de
pronto, las cadenas de hierro que sostenían esta escalera, cedieron bajo peso
tan desacostumbrado, y se derrumbó con gran estrépito sobre la multitud que
estaba debajo, arrastrando en su derrumbamiento a cuantos allí se agolpaban.
De la imprevista catástrofe se podían esperar consecuencias desastrosas, puesto
que el gentío quedó como aplastado bajo el enorme peso de la escalera
sobrecargada de gente. Pero en los corazones se abrió paso la esperanza en el
nombre de Inés. Invocando inmediatamente su nombre y sus méritos, heridos y
magullados se levantaron riendo, como si nada hubieran sufrido.
Esta fue la primera de las numerosísimas intervenciones milagrosas de Inés, que,
ya reunida con Clara en la gloria, será para siempre, como su hermana, muy
pródiga en su intercesión a favor de cuantos, en su nombre, supliquen para verse
librados de enfermedades incurables, de la ceguera, o de posesión diabólica. La
serie de estas intervenciones continúa ampliamente durante todo el siglo XIV,
hasta establecerse su culto, ratificado por la Iglesia. Su nombre aparece en el
Martirologio Romano entre los santos del día 16 de noviembre, y sus restos
reposan en la Basílica de Asís, que también encierra el cuerpo de su «madre y
señora» Clara.
Clara Augusta Lainati, O.S.C.,
Santa Clara de Asís. Apuntes biográficos de Santa Inés de Asís. Oñate, Editorial
Franciscana Aránzazu, 1983, pp. 131-143.
* * *
Carta de Santa Inés de Asís a su hermana Santa Clara
A su venerable madre y señora en Cristo, distinguida y amadísima señora, a
madonna Clara y a toda su comunidad: Inés, humilde y mínima sierva de Cristo,
postrada a sus pies con total entrega y devoción, les desea cuanto de más dulce
y precioso en el sumo altísimo Rey se puede desear.
De tal modo está establecida la condición de todos, que nunca se puede
permanecer en el mismo estado; y, cuando alguno cree haber alcanzado la
felicidad, entonces se ve sumergido en la desgracia. Por eso has de saber,
madre, que mi carne y mi espíritu sufren grandísima tribulación e inmensa
tristeza; que me siento sobremanera agobiada y afligida, hasta tal punto que
casi no soy capaz de hablar, porque estoy corporalmente separada de vos y de las
otras hermanas mías con las que esperaba vivir siempre en este mundo y morir. Ya
comenzó esta tribulación, mas no se sabe cuándo terminará; en lugar de
disminuir, crece cada día; me ha nacido hace poco, pero no parece acercarse al
ocaso; la tengo siempre pegada a mí, y no tiene trazas de querer dejarme. Creía
que la vida y la muerte deberían unir en la tierra a quienes tendrán una misma
vida en el cielo, y que el mismo sepulcro debería encerrar a quienes tuvieron
una misma cuna. Pero, a lo que veo, me había engañado, y ahora vivo angustiada,
sola, atribulada por todas partes.
¡Oh mis buenísimas hermanas! Condoleos y llorad conmigo. Y Dios quiera que nunca
os toque sufrir otro tanto, pues en verdad os digo que no hay dolor semejante a
mi dolor. Este dolor me aflige siempre, esta tristeza me atormenta de continuo,
este ardor me abrasa sin descanso. Porque de todas partes me asedian angustias y
no sé hacia dónde volverme. Os pido que me ayudéis con vuestras piadosas
oraciones, para que esta tribulación se me vaya haciendo tolerable y ligera. ¡Oh
dulcísima madre y señora!, ¿qué diré, si no tengo la esperanza de volveros a ver
con los ojos corporales a vos ni a mis hermanas?
¡Oh, si pudiese expresar mis pensamientos como lo deseo! ¡Oh, si pudiese poneros
de manifiesto en estas páginas el prolongado dolor que preveo, que tengo siempre
ante mí! El alma me arde por dentro y se siente atormentada por el fuego de
infinitos dolores; gime íntimamente el corazón; y los ojos no cesan de derramar
ríos de lágrimas. Estoy llena de tristeza y me voy consumiendo toda
interiormente. No hallo consuelo por más que lo busco; voy sintiendo dolor sobre
dolor, cuando pienso en mi interior que ya no me queda esperanza alguna de
volver a veros jamás ni a mis hermanas ni a vos.
Por una parte no hay quien pueda consolarme de entre mis seres queridos; mas por
otra encuentro un gran consuelo y también vos podéis alegraros conmigo por lo
mismo, pues he hallado mucha unión, nada de disensiones, muy por encima de
cuanto hubiera podido creerse. Todas me han recibido con gran cordialidad y gozo
y me han prometido obediencia con devotísima reverencia. Todas ellas se confían
a Dios, a vos y a vuestra comunidad, y también yo con ellas me encomiendo a vos
en todo y por todo, para que os preocupéis solícitamente de mí y de ellas como
de hermanas e hijas vuestras. Quiero que sepáis que tanto yo como ellas queremos
observar inviolablemente vuestros consejos y preceptos durante toda nuestra
vida.
Además de todo esto, os hago saber que el señor papa ha accedido en todo y por
todo a lo que yo había expuesto y querido, según la intención vuestra y mía, en
el asunto que ya sabéis, es decir, en la cuestión de las propiedades.
Os ruego que pidáis al hermano Elías que se sienta obligado a visitarme muy a
menudo, para consolarme en el Señor.
Escritos de Santa Clara y documentos complementarios.
Edición preparada por Ignacio Omaechevarría, O.F.M.
Madrid, Editorial Católica (BAC 314), 1993, 3.ª ed., pp. 369-371.
FUENTE: SANTORAL FRANCISCANO