La
voluntad de Dios se le manifiesta de mil maneras distintas. Unas veces será
una tempestad. Otras, una simple carta. Como la llamada epistolar
apremiante del reverendo Brunoni, misionero de Chipre, que solicita la
ayuda de las Hermanas de San José de la Aparición. Las dos almas apostólicas
se saludan en Roma junto a la basílica de San Pablo, y, en la
imposibilidad de trasladarse ella personalmente, envía a dos religiosas
para la isla, cuyos habitantes —cristianos y musulmanes— se apiñan,
ávidos de contemplar a aquellos "ángeles bajados del cielo para
bien de la humanidad". Ahora es Grecia la que requiere su presencia,
y la fundadora no quiere ceder a nadie la gloria de capitanear la expedición.
Parte, pues, con rumbo a Syra, Beyrouth y Jerusalén, la Tierra Santa por
excelencia, a la que tan particular devoción profesan las Hermanas de San
José de la Aparición por los recuerdos que allí se veneran de la
Sagrada Familia. A las fundaciones apuntadas seguirán bien pronto las de
Chío, Jaffa, Trebizonda, la isla de Creta y Belén. No se han agotado los
nombres que resplandecen, como estrellas, sobre las aguas azules del
Mediterráneo, Hay que agregar a ellos Saida, Trípoli, Erzerum.
Finalmente Alepo, cuya fundación revistió caracteres de inconcebible
odisea, y Atenas. Estas dos fueron las últimas, realizadas por la Santa
en 1854.
El
Próximo Oriente ha podido admirar ya los raros ejemplos de caridad de las
hermanas de la nueva Congregación misionera. Pero la mano de San
Francisco Javier, el apóstol de las Indias, les señala el mar de
sazonadas mieses que amarillean en los remotos campos de Asia. En 1856 el
vicario apostólico de Birmania busca afanosamente, por una y otra parte,
religiosas que secunden la ímproba tarea de los misioneros. La madre De
Vialar escoge a seis de sus hijas. Viaje épico el suyo. Aún no ha sido
horadado el istmo de Suez. Y aquí cabalmente es donde los anales de la
Congregación se tiñen con el reflejo de una página dorada, que recuerda
la deliciosa ingenuidad de las Florecillas
de San Francisco. "Durante el viaje de Alejandría a Suez —cuenta
una de las hermanas— un buen anciano se presenta a nuestras hermanas
cada vez que se detiene el vehículo, diciéndoles: "Soy yo, hijas mías,
no temáis; aquí estoy". Este anciano tenía una luenga barba y un
bastón en la mano. Les tomaba los bultos y les ayudaba a bajar. Así
hasta su embarco en Suez. Ya en el barco, el anciano dice a las hermanas:
"¡Adiós, hijas mías, buen viaje! No temáis. Yo estoy con
vosotras."
Africa,
Asia..., Oceanía, la última parte del mundo, colmará los anhelos
bienhechores de Emilia. En junio de 1854 el integérrimo benedictino español
monseñor Serra, obispo de Perth (Australia occidental), viene a Europa
con el designio de pedir a la madre De Vialar algunas religiosas para
establecer un puesto en Fremantle. La fundadora, accediendo a sus deseos,
envía cuatro hermanas a Londres. La Santa ha echado la rúbrica a su
obra. Pero ¡a costa de cuántas amarguras! Las fundaciones de Hermanas de
San José de la Aparición han ido aprisionando el globo terráqueo como
en una red de caridad. Que en el corazón de la madre Emilia ha tenido el
cerco trágico de una corona de espinas...
Argel
fue la primera y acaso la más acerada. Porque la fundadora tuvo que
defender así los derechos de su naciente Instituto, no contra las hordas
revolucionarias ni contra las autoridades anticlericales, sino contra el
pastor de la diócesis. Monseñor Dupuch trata de inmiscuirse en el régimen
interno de la Congregación. La Santa no cede, y su resistencia es
calificada de abierta rebeldía. El prelado no perdonará medios para
doblegarla: desde las amonestaciones más severas hasta el entredicho y la
privación de los sacramentos. Tres años interminables de durísimo
forcejeo. "Dios me ha dado un corazón fuerte —escribe con toda
sencillez la fundadora a su insigne protector, monseñor De Gualy—;
ninguna prueba me ha podido abatir en el pasado, y esta que me aflige
ahora no hace otra cosa que redoblar mi fuerza. Si debo pelear hasta la
muerte, yo pelearé..." El prelado, empero, no ceja en su actitud, y
las Hermanas de San José de la Aparición se ven obligadas a dejar
bruscamente Argel. Otro será el comportamiento de Emilia cuando monseñor
Dupuch, a su vez, tenga que salir al destierro.
Gran
corazón. Lo necesitaba la fundadora. Ya que, años más tarde, el huracán
sacudirá, hasta derribarlos, los muros de la casa madre de Gaillac. Esta
otra prueba tendrá una acerbidad singularmente dolorosa. Paulina Gineste,
una de las cofundadoras, dilapidará los bienes de la comunidad y, en
trance de tener que rendir cuentas de su pésima administración, se alzará
contra la madre De Vialar y la llevará a los tribunales, terminando por
traicionar a la fundadora y sembrar la cizaña entre las religiosas,
varias de las cuales seguirán las tristes huellas de la hija pródiga. Es
preciso dejar también aquel nido en que la Congregación ensayó sus
primeros vuelos. Hay que partir para el exilio.
En
1847 la reducida comunidad se establece en un modestísimo local de
Toulouse. Estrecheces, privaciones, sacrificios de todo género. La cruz
seguirá proyectando su sombra sobre la casita de las desterradas. Y otra
vez se repetirá la historia de Argel, con los mismos caracteres de
incomprensión, reserva, entremetimiento. Se hace necesario pensar en otro
puerto de refugio. Por fin, en agosto de 1852 la sufrida expedición llega
a Marsella, la "tierra prometida”, como la llaman acertadamente los
biógrafos de Santa Emilia de Vialar. Dos años más tarde la fundadora,
presa en un principio de violentos dolores, efecto no del cólera —como
se temió—, sino de la hernia estrangulada, descansará plácidamente en
la paz del Señor. Había sido fiel a su lema: "Entregarse y
morir".
Más
de cuarenta misiones había fundado a su muerte el Instituto de Hermanas
de San José de la Aparición. Y la esclarecida misionera —alma gigante
que tan a maravilla supo conciliar, como Santa Teresa de Jesús, las dos
vidas activa y contemplativa— ascendió a la gloria de los altares el 24
de junio de 1951, juntamente con Santa María Dominica de Mazzarello, la
cofundadora de San Juan Bosco. Los sagrados restos de la fundadora fueron
trasladados en 1914 desde el cementerio de San Pedro a la casa madre de
Marsella. He aquí el homenaje póstumo de la Congregación de Hermanas de
San José de la Aparición, que, según el sentido epitafio, "gobernó
(la Santa) durante veinte años con una gran suavidad y un celo
admirable".