8 DE JULIO

SANTOS ÁQUILA Y PRISCILA
Matrimonio colaborador de San Pablo

 

Áquila y Priscila -o Prisca- son un matrimonio judío procedente de la zona del Ponto, al Sur del mar Negro. Ambos tienen nombres latinos. Durante un tiempo vivieron en Roma, de donde tuvieron que huir tras el edicto del emperador Claudio, que, entre el año 49 y el 50, expulsaba a los judíos de la capital del imperio.

Aquella emigración forzada los llevó a instalarse en Corinto. Seguramente para entonces ya habían abrazado la fe cristiana. Áquila era tejedor de lonas para tiendas de campaña. Esta profesión, tan importante en aquel tiempo, le facilitaba la posibilidad de encontrar medios de subsistencia en cualquier parte del Imperio Romano.

Con motivo de su segundo viaje misional, Pablo, que compartía aquel mismo oficio, se instaló en su casa durante su primera estancia en Corinto: «Después de esto marchó de Atenas y llegó a Corinto. Se encontró con un judío llamado Áquila, originario del Ponto, que acababa de llegar de Italia, y con su mujer Priscila, por haber decretado Claudio que todos los judíos saliesen de Roma; se llegó a ellos y como era del mismo oficio, se quedó a vivir y a trabajar con ellos. El oficio de ellos era fabricar tiendas» (Hch 18, 1-3).

El texto nos dice que Pablo aprovechó el tiempo y las facilidades que le ofrecía aquella hospitalidad para anunciar el Evangelio en la sinagoga de los judíos. Ante el rechazo de los suyos, Pablo se fue a vivir a casa de Justo, tal vez para evitar problemas a aquel matrimonio amigo. Anunciando el Evangelio a los ciudadanos de religión griega, permaneció año y medio en aquella ciudad, que tantas preocupaciones habría de ocasionarle.

Pasados unos días después de su comparecencia ante el tribunal de Galión, Pablo decidió embarcarse en el puerto de Cencreas para volver a Antioquía de Siria. «Con él viajaban esta vez Priscila y Áquila. El barco hizo escala en Éfeso. Pablo aprovechó el descanso para ir a la sinagoga y exponer su doctrina a los judíos. La comunidad cristiana ya existente en aquella ciudad le rogaba que se quedase allí más tiempo, pero no accedió, sino que se despidió diciéndoles: "Volveré a vosotros otra vez, si Dios quiere". Y embarcándose marchó de Éfeso» (Hch 18, 18-21).

En Éfeso quedaban Áquila y Priscila. Su casa se convirtió inmediatamente en el lugar de acogida y encuentro para una comunidad cristiana. Se ve que, tanto en Éfeso como en Corinto, no sólo se ocupaban de su oficio y sus negocios, sino también de la transmisión de la fe. Su encuentro con Apolo es toda una parábola de la misión evangelizadora de los laicos, como hoy se diría. Gracias a las catequesis que le ofrecieron Áquila y Priscila, Apolo pasó de ser un admirador del Jesús humano a un evangelizador del Mesías Jesús. Así lo cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles:

«Un judío, llamado Apolo, originario de Alejandría, hombre elocuente, que dominaba las Escrituras, llegó a Éfeso. Había sido instruido en el Camino del Señor y con fervor de espíritu hablaba y enseñaba con todo esmero lo referente a Jesús, aunque solamente conocía el bautismo de Juan. Éste, pues, comenzó a hablar con valentía en la sinagoga. Al oírle Áquila y Priscila, le tomaron consigo y le expusieron más exactamente el Camino. Queriendo él pasar a Acaya, los hermanos le animaron a ello y escribieron a los discípulos para que le recibieran. Una vez allí fue de gran provecho, con el auxilio de la gracia, a los que habían creído; pues refutaba vigorosamente en público a los judíos, demostrando por las Escrituras que el Cristo era Jesús» (Hch 18, 24-28).

Seguramente, Pablo los encontró todavía en Éfeso cuando regresó para cumplir su promesa de detenerse allí durante un tiempo más largo. Áquila y Priscila debían de encontrarse todavía en Éfeso cuando Pablo escribió la primera Carta a los Corintios, enviando sus saludos a los cristianos que los tres conocían de otros tiempos: «Las Iglesias de Asia os saludan. Os envían muchos saludos Áquila y Prisca en el Señor, junto con la Iglesia que se reúne en su casa« (1Co 16, 19).

Más adelante —tal vez tras la muerte del emperador Claudio—, Áquila y Priscila pudieron regresar a Roma. Allí continuaron su tarea misionera, acogiendo en su casa a los hermanos. Pablo los recuerda como colaboradores en la misión evangélica y les envía saludos muy cordiales: «Saludad a Prisca y Áquila, colaboradores míos en Cristo Jesús. Ellos expusieron sus cabezas para salvarme. Y no soy solo en agradecérselo, sino también todas las Iglesias de la gentilidad; saludad también a la Iglesia que se reúne en su casa» (Rm 16, 3-5).

No sabemos con precisión cuándo habían expuesto su vida por salvar al apóstol. Ocasiones no les habían faltado ciertamente. Con ellos estaba en Corinto, cuando los judíos lo condujeron ante el tribunal del procónsul Galión y cuando apalearon a Sóstenes, el jefe de la sinagoga (cf. Hch 18, 17). Y posi. blemente estaba con ellos en Éfeso cuando Demetrio, el pla tero, promovió contra Pablo el motín de los orfebres (cf. Hcl 19, 23-40). Seguramente en ambos casos, Pablo necesitó la ayuda de los hermanos. Y, tal vez, la influencia de amigos que procedieran de Roma, como Áquila y Priscila, y pudieran dia logar con las autoridades proconsulares.

Su movilidad es sorprendente. Unas veces los empujaba una orden imperial. Y otras veces, la necesidad de atender a sus negocios. Pero siempre aprovechaban la ocasión para abrir las puertas de su casa a las comunidades cristianas. «Es verdad que las circunstancias imponían el que las casas de los creyentes fuesen lugar habitual de las reuniones eclesiales, pero aceptar este hecho con naturalidad, suponía desacralizar en su justa medida la nueva religión. No se trataba de una religión para encerrarla en los templos y mucho menos en las sacristías. La nueva religión estaba destinada a penetrar y transformar la vida entera de las personas: la familia, el trabajo, la diversión, los negocios. Estaba destinada y sigue estando destinada a conseguir ese objetivo» (M. Salvador, 447).

Ha pasado el tiempo. Pablo ha logrado realizar su sueño de llegar a Roma, aunque haya sido de una forma azarosa y no prevista. Pero entonces Áquila y Priscila deben de encontrarse de nuevo en Éfeso, a juzgar por los saludos que Pablo les envía por medio de su discípulo Timoteo (cf. 2Tm 4, 19).

Nos agrada pensar que todo les ayudaba a anunciar el Evangelio de Jesucristo. Y nos alegra celebrar en este día el recuerdo de aquel matrimonio que se habría de convertir en un atrayente modelo para tantos misioneros itinerantes como les habrían de suceder.

 

JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS