16
de abril
SANTA
ENGRACIA Y LOS DIECIOCHO MÁRTIRES DE ZARAGOZA
(†
ca.303-304)
Diocleciano
había subido al trono imperial (285-305), alfombrando su camino con la sangre
de Aper. Bravo militar de origen dálmata, Diocleciano se hizo proclamar
emperador en Calcedonia. La muerte de Carino en el campo de batalla de Margus le
dejó como único jefe del Imperio. Soldado favorito de la fortuna, manifestó
siempre tener un espíritu lleno de recursos, una voluntad fría e implacable y
un plan de reformas concreto y lógicamente ordenado.
Adepto
ferviente del paganismo, a la vez por convicción personal y por razón de
Estado, el emperador se afrontó muy pronto con el problema acuciante del
cristianismo.
El
cristianismo, gracias al decreto de tolerancia de Galieno en 260, había
realizado grandes progresos no sólo entre la población civil, sino también en
las legiones y en los castros. Diocleciano vio en ello una dualidad moral en el
Imperio, y, una vez conseguida la unidad territorial, política y
administrativa, se propuso conseguir la uniformidad religiosa. Dadas sus
convicciones paganas, la religión de Cristo debía sucumbir ante la religión
del Estado. Cuatro decretos sucesivos emanados del poder imperial, en 303 y 304,
ordenaron una persecución general en todo el mundo romano. El intento de
descristianización empezó por el ejército. En cuanto al elemento civil, el
emperador eligió los prefectos más sanguinarios para que persiguieran y
acosaran a los cristianos en cualquier rincón del mundo en que se encontraran.
Y los ángeles en el cielo entrelazaron con flores purpúreas infinitas coronas
que cayeron sobre las cabezas resplandecientes de los atletas de Cristo, lo
mismo en el Oriente que en el Occidente, igual en Egipto que en Roma y que en
las dos Españas.
A
España vino como prefecto Daciano. El regó con torrentes de sangre todas las
vegas de la Iglesia española. Conforme iba pasando por las ciudades de la España
tarraconense, las vidas más puras y delicadas iban cayendo a sus pies. Empezó
por Gerona. Siguió por Barcelona, en donde fue recogida entre la gavilla de las
espigas cristianas el alma purísima de Eulalia; continuó por Tarragona, y llegó
a Zaragoza. En esta ciudad el tajo era inmenso. En sus enormes brazadas cortó
Daciano la vida del diácono Vicente y del obispo Valerio. Por entonces cayeron
también los innumerables Mártires de Zaragoza, cuyos restos calcinados
formaron las santas masas, la nívea pella de predestinados que esperan en el
templo de Engracia el día de la reivindicación final.
Por
aquellos días agostadores llegó Engracia a Zaragoza. Venía de Brácara, la
noble ciudad de Gallaecia. Hija florida de un noble hispanorromano, iba hacia el
Rosellón en cortejo nupcial al encuentro de su prometido, que en aquellas
tierras vivía, Antes de emprender el viaje, en el que le servían de cortejo
dieciocho caballeros de su familia, recibió entre sueños un aviso de que sería
Zaragoza la ciudad de su abrazo feliz.
Cuando
llegó a esta ciudad y se enteró de la encarnizada persecución que en ella
sufrían sus hermanos, los adoradores de Cristo, comprendió el misterio. Ella
era la novia destinada para las bodas eternas con el Cordero. Se presentó
delante de Daciano y le reprochó su impiedad.
—Juez
inicuo —le dijo—, ¿tú desprecias a tu Dios y Señor que está en los
cielos y exterminas con tanta crueldad a sus adoradores? ¿Por qué os empeñáis
tú y otros malvados emperadores en perseguir a los cristianos porque no adoran
vuestros ídolos, templos de los demonios?
Engracia
no iba sola; la acompañaban, como pajes de una reina, los dieciocho apuestos
caballeros de su séquito: Luperco, Optato, Suceso, Marcial, Urbano, Julio,
Quintiliano, Publio, Frontón, Félix, Ceciliano, Evencio, Primitivo, Apodemio,
Maturino, Casiano, Fausto y Jenaro. En los rostros de los caballeros se
reflejaban los mismos reproches emitidos por la boca de Engracia, y en su
silencio condenaban también la crueldad de Daciano.
El
presidente, hombre sanguinario y soez, no resistió las palabras de Engracia ni
el silencio de sus compañeros y los mandó azotar duramente a todos ellos. Al
compás del chasquido del látigo y el desgarrar de las carnes se alzó la más
pura de las sinfonías, que penetró en los cielos e hizo sonreír de gozo a los
ángeles de Dios. Engracia dirigía el coro de las alabanzas al Señor.
Pensó
Daciano que, vencida la entereza de Engracia, flaquearían sus compañeros, y en
su presencia ató el delicado cuerpo de la doncella a la cola de unos caballos y
la arrastró por las calles de la ciudad. Cuanto más punzantes eran sus dolores
y más se desgarraba su cuerpo en flor más cantaba a Jesucristo y más
detestaba a los ídolos y dioses imperiales, y más se robustecía la fe de los
caballeros a la vista de la entereza de la virgen.
El
juez imperial no dejaba piedra sin remover para llevar a sus víctimas a una
abjuración o a una apostasía. Viendo que por los tormentos no arredraba a la
intrépida virgen propuso seducirla con promesas. "Ya que no podemos vencer
con la dureza, venzamos con halagos", se dijo. Y puso delante de sí a la
doncellita, a quien rodeaban sus compañeros corno al pistilo los pétalos de la
flor.
—Oye,
jovencita —le dijo—, ¿por qué unes la vanidad a tu nobleza? ¿No dejarás
tu error si tu sangre real se une en matrimonio con uno de los gallardos príncipes
que florecen en el Imperio? Lejos de ti el proseguir en tu desvío y en el
desprecio de nuestros apuestos donceles. ¿Vas a despreciar una vida brillante y
soñadora por cegarte en las fantasías de esa gentuza arrastrada?
—¡Pobre
sacrílego! —replicó Engracia—. Haz a tus hijas esa proposición. En cuanto
a mí, si no me venciste con los tormentos, no esperes atraerme con tus hechizos
malvados. Mi causa es clara. Seré esposa de Cristo. Ni tus suplicios ni tus
halagos conseguirán otra cosa que unirme y estrecharme más íntimamente al
Esposo de mi alma. Yo soy enviada por Él para increparte por tus crímenes e
indicarte que ceses en la persecución si no quieres sentir sobre tu cabeza la
ira de Dios.
Al
presidente se le encendieron los ojos y con voz quebrada y sarcástica agregó:
—Por
tus consejos, ¡oh niña simpática!, debo darte las merecidas gracias.
Llamó
a los verdugos, y en su presencia, y delante de los dieciocho caballeros
bracarenses, la mandó desnudar y atormentar. Los garfios se agarraban en sus
carnes ya desgarradas por los azotes anteriores y por el arrastre por las calles
empedradas de la ciudad. Varios surcos abiertos por los ganchos dejaron al aire
libre sus entrañas palpitantes. Ya no había cuerpo donde herir. Le cortan los
pechos y a través de las heridas abiertas se veía latir dulcemente el corazón
de la esposa de Cristo.
Luperco
no se pudo contener ante aquella crueldad usada contra la mártir de Dios y
exclamó en nombre dé los demás compañeros:
—Juez
cobarde, ¿por qué persigues con esa saña al pueblo cristiano? ¿Por qué
atormentas tan cruelmente a la virgen Engracia? ¿No podías probar en nuestros
cuerpos varoniles la resistencia de tus garfios y dejar ya de deshilar la seda
del cuerpo de la doncella? Si te han molestado sus palabras, su confesión es la
nuestra. Si ella merece la muerte, también nosotros debemos morir; pero si
nosotros seguimos con vida también ella debía continuar viviendo.
Daciano
los mandó retirar de su presencia y ordenó que los degollaran fueran de la
ciudad.
Cuando
Engracia los vio salir hacia el martirio, desde la púrpura de su sangre en que
estaba envuelta, les dijo:
—Hermanos
amadísimos, volad gozosos al martirio, camino de la vida eterna. Vais no a la
muerte, sino a la vida; no al tormento, sino al triunfo. La misma palma del
martirio nos unirá a todos en la gloria.
La
orden del presidente fue ejecutada al momento. Los mártires de Cristo
recibieron sus coronas a las orillas del Ebro.
Cuando
comunicaron a Daciano que su orden estaba cumplida, miró a Engracia y le dijo:
—¡Oh
tierna virgen, ¿qué esperas si ya sientes sobre ti todos los tormentos y sabes
que tus compañeros han sido decapitados? Blasfema de Cristo, adora a los dioses
y cesará el tormento y te presentaré un esposo.
A
lo cual respondió, intrépida, la mártir de Cristo:
—¿Piensas
que voy a adorar las piedras y a renegar del Criador del cielo y de la tierra?
No
sabiendo Daciano cómo atormentarla ya, mandó que le hincaran un clavo en la
frente, y, envuelto su cuerpo en un vivo dolor, fue arrojada en un lóbrego
calabozo para que se pudriera viva.
El
poeta Prudencio le cantó un siglo después como si la estuviera contemplando en
el lóbrego calabozo que él piadosamente visitó, sin duda: "A ninguno de
los mártires aconteció que habitara en nuestras tierras quedando aún en vida;
tú eres la única que permaneces en el mundo, sobreviviendo a tu propia muerte.
Hemos
visto parte de tu hígado arrancado y apresado aún a lo lejos en las tenazas
comprimidas, ya tiene la muerte pálida algo de tu cuerpo, aun cuando estás
viva”.
El
cuerpo de la Santa fue sepultado honrosamente por el obispo Prudencio en una
urna de mármol, uniendo a él las cenizas de los dieciocho compañeros. "Póstrate
conmigo, generosa ciudad, ante los sagrados túmulos", cantaba el poeta
Prudencio. Y Zaragoza, llena de fervor, se postra todavía en la cripta de la
parroquia de Santa Engracia, donde duermen el sueño de los justos los restos de
la virgen Engracia, de sus dieciocho compañeros y las níveas masas de los
innumerables Mártires.
JOSÉ
GUILLÉIN