16 de abril
SAN
BENITO JOSÉ LABRE
laico peregrino
Ese
hombre —suele decirse ante el desvalido— va dejado de la mano de Dios. Se
acierta, sí, cuando tal se dice y cuando, ingenua y reverenciosamente, se toma
la mano de Dios por el próvido cuerno de la abundancia. Pero sucede que los
designios de Dios —los modos que tiene Dios de dar la mano— son infinitos
como las arenas de la mar, innúmeros, como no llegan a serlo, siendo tantas,
las mismas arenas de la mar.
Aquel
hombre desvalido, Benito José Labre, no iba dejado, sino guiado por la mano de
Dios, conducido por su andadura clemente y amorosa, providencial y tierna.
Benito
José Labre nació en Amettes el 26 de marzo de 1748. Regía el orbe cristiano
el papa Benedicto XIV, cantado por Voltaire en verso latino, y reinaba en
Francia, "bajo Voltaire", Luís XV, el firmante del Pacto de Familia,
el galán de la marquesa de Pompadour y el protector de la porcelana de Sévres.
Si
los vagabundos tuviéramos un santo patrono, Benito José Labre lo sería. Con
alas en los pies, Benito José Labre devoraba las leguas y los caminos en busca
de la huella de Dios, que en todas partes se presenta.
Nacido
para la miseria del cuerpo, Benito José Labre sintió la llamada siendo aún niño.
A los doce años dormía con la cabeza reclinada sobre un madero y a los dieciséis,
pareciéndole corto el sacrificio, descansaba sobre el frío y duro suelo de
ladrillo: el "santo suelo" dícese, con frecuencia, en español.
Dos
curas de pueblo parecen disputarse, ante la Historia, la siembra de la semilla
cristiana en la huerta feraz del alma de Benito José: el cura de Conteville,
que le inició en la práctica piadosa, y el cura de Érin, su padrino, que le
abrió las puertas de la liturgia.
Cuando
Benito José oyó hablar de la Gran Trapa y sus humildes perfecciones, se
estremeció como un iluminado. Sus padres prefieren que siga estudiando, y
Benito José cae en una honda sima de dudas. De un lado, su vocación que le
fuerza. Del otro, lo que no acaba de ver claro: la validez, la ley, de su vocación.
Sobre
Érin pasa, con su mano de luto, la epidemia, y su padrino, el cura, sucumbe
atacado del mal. Benito José se esfuerza por llevar la caridad a los hogares en
los que hizo su nido el dolor y, cuando el mal pasa y se sabe desvalido y solo,
se vuelve a Amettes, a la casa paterna. Es el año 1766, el del motín de
Esquilache, y Benito José es todavía un adolescente.
Sus
padres le mandan a Conteville, a que continúe sus estudios. Al cura —Santiago
José Vincent, que todo se lo da a los pobres—, le llaman el nuevo San Vicente
por su inmenso amor al desvalido. El cura de Conteville, viendo a Benito José
tan dispuesto para la vida monástica, habla con los padres del mozo y obtiene
de ellos el necesario permiso.
En
el mes de abril de 1767, pintándose la primavera en los campos, Benito José,
con el corazón radiante de gozo, llama a la puerta de la cartuja de Val Sainte
Aldegonde, tras la que había de esperarle la desilusión. La cartuja es pobre,
demasiado pobre para acoger a un solo monje más, y Benito José no cabe en
ella.
Sigue
su peregrinaje y en octubre del mismo año consigue entrar en otra cartuja, la
de Notre-Dame de Pres. Pero su temple había de ponerse una vez más a prueba.
Los cartujos viven en la contemplación y Benito José siente las tentaciones
constantes del diablo. "No; en la cartuja —piensa Benito José— no
quepo..." Y vuelve a casa de sus padres.
Benito
José tiene ya veinte años y consigue que sus padres le permitan hacer otra
tentativa, ahora en la Trapa. Emprende el camino y tras sesenta leguas a pie y
bajo la lluvia, llega hasta el viejo portón de la Gran Trapa.
—¿Cuántos
años tenéis, hermano?
—Veinte,
ya.
—Veinte
años no son bastantes para entrar aquí; os faltan cuatro todavía.
Y
a Benito José, ante la puerta que se cerró, se le cayó el alma a los pies.
Siguió su camino y llamó a otra puerta trapense: la de Sept-Fons. Pero los años
que le faltaban para poder profesar eran los mismos y la puerta tampoco se le
abrió.
El
obispo de Boulogne le aconseja que no piense en la Trapa y que pruebe otra vez
fortuna en la Cartuja. Benito José obedece el consejo del obispo e ingresa en
la cartuja de Neuville.
Como
en la Notre-Dame de Pres vuelven a asaltarle las tentaciones y Benito José
Labre, huyendo de ellas, abandona por segunda vez la cartuja. Fue el prior quien
le animó a que dejase la lucha cortando por lo sano.
Benito
escribe a sus padres para comunicarles su nuevo norte: otra vez la trapa de Sept-Fons,
a cien leguas de andar, durmiendo al raso y comiendo el parvo y sabroso pan de
la limosna.
El
día 2 de noviembre de 1769, sin tener los veinticuatro años que previene la
regla, Benito José fue admitido entre los trapenses. Su dicha era inmensa y una
inefable paz invadió su alma. Pero los escrúpulos no tardaron en aparecer, la
noche se extendió de nuevo sobre su atormentado espíritu y la galerna azotó
otra vez las flacas carnes de Benito José. A los seis meses fue llevado, exánime,
a la enfermería y poco más tarde al hospital de pobres, fuera de la clausura.
El prior le llamó a su presencia:
—Vuestra
alma, hermano, no está en su lugar. Debéis abandonar la cogulla y volver al
mundo.
Benito
José bajó humildemente la cabeza.
—Hágase
la voluntad de Dios.
Benito
José volvió al campo abierto, a los caminos sin fin, al cielo por techo y las
estrellas, en medio del alto cielo, como brújula y compañía. Toda su vida
anterior la entiende como el forzoso noviciado de lo que se propone ser: un
monje errante, un vagabundo de Dios, una pura llama que, olvidada de su cuerpo,
vivirá de lo que a los demás les sobre.
El
abad de Sept-Fons le bendice y Benito José emprende, serena el alma y el llanto
brillándole en los ojos, el largo camino de Roma.
Desde
Chieri, ya en tierra italiana, Benito José escribe a sus padres su última
carta: una ingenua y patética despedida entre cuyos trazos se adivina la
beatitud.
Benito
José es ya, y para siempre, el mendigo errante que se propuso ser. Vestido con
la túnica y el escapulario de Sept-Fons, de los que no habría de desprenderse
en vida; con un rosario al cuello, un crucifijo sobre el corazón y el
fardelejo, entre mendrugos de pan, el Evangelio, la Imitación
de Cristo y un breviario, Benito José era la imagen misma del vagabundo si
a los vagabundos, ¡ay!, nos habitase Dios con la misma clemencia con que se posó
sobre aquel pecho elegido.
Entra
en Roma el 3 de septiembre de 1770 y pasa las tres primeras noches en el
hospicio de Saint Louis-des-Français; después, pesaroso quizá ante lo que
entiende como un innecesario regalo, dormirá siempre al raso, en el quicio de
una puerta, bajo un puente, al cobijo de una escalera, donde la noche le
alcanza.
A
fines del año siguiente va a Loreto —donde ya se detuvo al venir a Roma—, a
visitar la Santa Casa. Su anual peregrinación a Loreto sólo fue interrumpida
por la muerte. Benito José reza, en Fabiano, ante el sepulcro de San Romualdo,
fundador de los camaldulenses, y en Bari, ante la tumba de San Nicolás. También
en Bari Benito José se postra en oración al pie de los presos de la cárcel,
que se ven, a través de las rejas, desde la calle, y entre quienes reparte las
limosnas que le dan.
Benito
José tiene un pobre, un desdichado aspecto. Vestido de harapos, daba asco a
casi todos y producía, sin embargo, una honda admiración en los menos. Cierto
día, preguntado sobre la rara sustancia de que estaba hecho su corazón,
respondió:
—De
fuego para Dios, de carne para el prójimo, de bronce para conmigo mismo.
Su
filosofía era la del pájaro del cielo, la de la poética avecilla que todo lo
confía en Dios.
—Se
ofende a Dios —dijo al cura de Cossignano— porque no se conoce su bondad.
En
Roma se unía al Vía Crucis de los mendigos y, a diferencia de los mendigos,
llegaba a rechazar lo que le daban. Nada quería porque nada, tampoco, le era
menester. En la plaza Monte Cavallo, mientras dormía, tan breve y miserable era
su carne mortal que con frecuencia era confundido con un perro. Por las noches
rezaba ante las puertas de las ermitas y más de una vez fue apaleado por los anónimos
golfos de la oscuridad. Benito José, bajo la lluvia de palos, sonreía y
adoraba a Dios.
En
Loreto, un clérigo, al verle sobre el duro suelo de la iglesia, le preguntó:
—¿No
sabe, hermano, que el frío de la piedra y el aire colado del campanario pueden
matarle?
Y
Benito José, con la sonrisa de la bienaventuranza pintándosele en el
semblante, le habló con su más humilde voz:
—Dios
lo quiere así. Los pobres dormimos en el lugar donde nos llega la noche... Los
pobres no necesitamos buscar una cama demasiado cómoda... Además, padre, me
gusta estar solo con Dios...
El
padre Temple, penitenciario de Loreto, dejó constancia escrita de los hechos de
Benito José, que tanto le admiraran después de que tanto y tanto le hicieran
dudar.
Un
viejo noble persa, Jorge Zitli, antiguo gobernador de Teherán, que, convertido
a la fe cristiana, tuvo que huir de su tierra, se encontró a Benito José medio
muerto de hambre y le dio de comer. El día antes Jorge Zitli había sabido de
la milagrosa curación de un niño por aquel vagabundo de tan ruin aspecto. En
una casa del camino en cuyo establo Benito José se había guarecido, una mujer
rompió a gritar desesperadamente porque su único hijo, entre horribles
dolores, se moría. Benito José salió de la cuadra, tocó la cabeza del niño
y habló a la madre.
—Cálmese,
madre, vuestro hijo ya no llorará más.
El
niño se quedó dormido y al cabo de varias horas se despertó, sano como una
manzana. El milagro se había producido.
Benito
José, andarín infatigable, recorrió durante ocho años los más renombrados
santuarios de Europa. En España visitó Montserrat y Compostela.
En
1777, antes de llegar a los treinta años de aquel cuerpo que se quemó en el
sacrificio, Benito José abandona la vida del vagabundo para quedarse en Roma,
dedicado a la oración. De sus largas jornadas de caminante sólo le queda el
rumbo de Loreto, adonde nunca faltó.
En
1780 —y en Loreto conoció— a Gaudencio Sori, el santero, y a Barba, su
mujer, que le socorrían esforzándose en que Benito José no lo notase. El
padre Almerici, que le confesaba a menudo, le preguntó dos años más tarde:
¿Volverá
el año que viene, hermano?
—No,
padre.
—¿Por
qué?
—Porque
debo ir a mi patria —respondió, con diáfana clave, Benito José.
En
el 1783 el padre Daffini, familiar del cardenal Achinto, vio a Benito José, en
la iglesia de los Santos Apóstoles, circundado por un nimbo de luz. María
Poeti, una piadosa mujer que solía rezar en la iglesia de Nuestra Señora de
los Montes, vio resplandecer, en medio de la penumbra, la faz de Benito José,
cuyo cuerpo se elevaba por encima del peldaño en que estaba arrodillado. El
abate Luigi Pompei, en Santa María la Mayor, vio arder en llamas la cara de
Benito José.
Nuestro
vagabundo, ardiendo en su propia santa sustancia, se consumía a la vista de
todos sus admirados y atónitos amigos. El Miércoles Santo, después de asistir
a los oficios, Benito José rodó las escaleras del templo. Todos le socorrieron
y el carnicero Zaccarelli le llevó a su casa. Recibió la extremaunción y a la
una de la mañana, mientras las campanas de Roma repicaban el anuncio de la
Salve, Benito José Labre, claro espejo de vagabundos, cerró los ojos para
siempre. Su alma, también para siempre, voló escoltada por el sonar de los
clarines del gozo, hasta el alto cielo de los elegidos.
CAMILO
JOSÉ CELA
-San Benito José Labre, laico peregrino, 1748-1783. Nació de una familia modesta en un pueblecito del Artois. Era el primogénito de quince hermanos. Sus padres quisieron hacerle sacerdote y le pusieron a estudiar con un tío cura; pero el muchacho, al mismo tiempo que de una piedad precoz, daba indicios de una inclinación decidida al aislamiento. Hizo diversos ensayos por entrar en una Trapa o en una Cartuja; pero, por una cosa o por otra, no pudo perseverar. Entonces tomó el bordón de peregrino y se consagró a recorrer los santuarios de Francia y de Italia viviendo de limosnas y durmiendo al raso o entre las ruinas de los edificios antiguos.