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El retorno del que fracasó

 

La crisis del sacramento de la penitencia

Anselmo, aquel viejo guerrillero de la contienda civil española que aparece en la novela Por quién doblan las campanas, lloraba cada vez que tenía que matar a alguien. «Si después de esto sigo viviendo —decía— trataré de actuar de tal manera, sin hacer daño a nadie, que se me pueda perdonar». Y Robert Jordan, el norteamericano que peleaba a su lado, le preguntaba: «¿Por quién?» «No lo sé —confiesa Anselmo—. Desde que no tenemos Dios, ni su Hijo ni Espíritu Santo, ¿quién es el que perdona? No lo se»

Y, sin embargo, no cabe duda de que, entre «los que tenemos Dios», el sacramento de la Penitencia no se cotiza demasiado. Cada vez se confiesa menos gente, sin que por ello disminuya el número de las comuniones (más bien al contrario).

Además, tanto los fieles que se acercan a confesar como los sacerdotes que se dedican a ese ministerio experimentan cierta insatisfacción por la forma en que transcurre todo. Al ponerse a reflexionar sobre lo que hicieron en el confesionario, muchos descubrieron que lo que allí habían confesado como pecado tenía con frecuencia muy poco que ver con lo que realmente acontecía en su vida. Se llamaba «pecado» a lo que a uno no le atañía íntimamente para nada, ni le dolía ni le quitaba el sueño; pero lo confesaba a pesar de todo «por si acaso», «por miedo» y «para más seguridad». En cambio, lo verdaderamente importante parecía no serlo.

Pues bien, confío en que el sacramento del perdón de los pecados, correctamente entendido y despojado de las adherencias innecesarias, aparezca como respuesta a esa profunda necesidad de ser perdonado que experimenta todo hombre que ——como Anselmo, el viejo guerrillero— se siente culpable.

Digo «despojado de adherencias innecesarias» porque no pocos aspectos que a nosotros nos resultan tan familiares como para caracterizar el sacramento de la Penitencia, son en realidad accesorios y muy bien podrían ser de otra forma. No pensemos, por ejemplo, que ya San José construyó en su taller de carpintero el primer confesionario: Semejante mueble no apareció hasta el siglo XVI, después del Concilio de Trento. Tampoco existió durante siglos la confesión por devoción. Muchísimos santos (San Agustín, San Jerónimo, San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo, etc.) no se confesaron ni una sola vez en su vida. Incluso hasta después del año 700 estuvo prohibido recibir más de una vez la absolución sacramental.

Historia del sacramento del perdón

Como vamos a ver a continuación, ningún sacramento ha experimentado tantos cambios como éste a lo largo de los siglos.

Los primeros cristianos no ignoraban que «el justo cae siete veces al día» (Prov 24, 16), pero consideraban que el auténtico pecado, es decir, aquel que supone romper radicalmente los compromisos bautismales, no debería tener ya cabida en la vida de los cristianos: «Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado» (1 Jn 3, 9).

A pesar de ello, concedían una nueva oportunidad a los culpables de pecados graves y notorios (homicidio, apostasía y adulterio); pero en caso de volver a las andadas eran definitivamente expulsados de la Iglesia. La irrepetibilidad del sacramento de la Penitencia se consideraba un freno contra el laxismo: «Nadie ha de hacerse malo porque Dios sea bueno, ni piense que cuantas veces es perdonado, tantas puede pecar».

Durante los primeros siglos el sacramento se celebraba en tres etapas temporalmente espaciadas. Un día, que por lo general era el miércoles de ceniza, reunida toda la comunidad, los cristianos que habían incurrido en un pecado grave y notorio, confesaban al obispo su culpa. Nunca se exigió que la confesión fuera en voz alta, e incluso San León Magno lo prohibió expresamente 3, pero dado que entonces no existía la confesión de las faltas leves, era inevitable que el penitente apareciera como reo de culpa grave.

El obispo, entonces, cubría al penitente con un cilicio (vestidura confeccionada con pelos de cabra) y le indicaba el tiempo durante el cual, vestido así, debería llevar una vida de profundo sacrificio y entrega a los demás con el fin de expiar su culpa. Por lo general, la duración de esa penitencia era toda la cuaresma, aunque en algunos casos se prolongaba varios años.

Con ese acto, que expulsaba temporalmente de la comunidad cristiana al culpable para incorporarlo al «ordo paenitentium», se iniciaba la segunda etapa del sacramento, que tenía como fin garantizar que no volvería a repetirse el pecado: «No es verdadera la penitencia que deja al hombre otra vez en situación de pecar» 4

Por fin, el jueves santo por la mañana, reunida de nuevo la comunidad en el interior del templo con las puertas cerradas, los penitentes que habían logrado superar con éxito la prueba, llamaban a la puerta, y el obispo salía a recibirlos en medio de la alegría de toda la comunidad que exteriorizaba así la fiesta que existe en el cielo «cuando un solo pecador se convierte» (Le 15, 10).

No obstante, después de la reconciliación del penitente con la comunidad, quedaba sujeto todavía a ciertas exigencias penitenciales para el resto de sus días (como la prohibición de usar del matrimonio) que hacían de él casi un monje.

Tan duras eran esas exigencias que la penitencia canónica resultaba casi inaccesible a las personas jóvenes y llenas de vida, que eran precisamente quienes más necesidad tenían de ella. Poco a poco se fue imponiendo la costumbre de retrasar hasta la vejez la recepción del sacramento, y los mismos obispos y concilios llegaron a recomendarlo así 5.

Esa insostenible situación necesariamente tenía que dar paso a nuevas fórmulas, lo que en efecto ocurrió. A partir del siglo VI se empezaron a someter a la penitencia canónica todos los cristianos que querían, aun cuando no hubieran pecado gravemente. Poco a poco el estado de penitente fue convirtiéndose en una especie de «tercera orden» en la que, en vez de los auténticos pecadores, se enrolaban hombres deseosos de perfección. El primer santo del que existe constancia de que se confesó es San Isidoro de Sevilla (570~636)6. Pero de esa forma la situación se volvió todavía más absurda porque recurrían al sacramento de la penitencia los «buenos» y no lo hacían los «malos».

Los monjes irlandeses iniciaron entonces (siglo VII) una costumbre que en seguida se propagó por el continente: Admitir, desde luego, la confesión de los pecados menos graves, cuantas veces se quisiera, y en un encuentro privado entre el sacerdote y el penitente. El rasgo más característico de este sistema es que el sacerdote imponía la penitencia aplicando unas «tarifas» que estaban detalladas en el Liber paenitentialis, que ya en el siglo VIII formaba parte de los libros litúrgicos que debía tener todo sacerdote con cura de almas. He aquí un ejemplo:

Por robar, un año de ayuno;

Por jurar en falso, siete años;

Por derramar sangre, sin llegar a matar, tres años de ayuno.

Por masturbarse, un año de ayuno...

Después de cumplir la penitencia, el pecador volvía al sacerdote que se la había impuesto y recibía la absolución, pudiendo participar nuevamente en la eucaristía y sin las obligaciones posteriores de la penitencia antigua.

El sistema de la penitencia tarifada acabó cayendo en abusos, porque —inspirándose en el derecho civil— se comenzó a admitir la permuta de las penitencias por limosnas dadas a otros para que las cumplieran en lugar del penitente, o por misas que se mandaban celebrar con este objeto, con lo que frecuentemente eran los pobres y los monjes quienes hacían las penitencias que correspondían a los pecadores ricos. Había sacerdotes que celebraban ¡hasta veinte misas diarias!

A partir del siglo XII, la penitencia tarifada fue dando paso, poco a poco, al sacramento de la penitencia tal como hoy lo conocemos.

Se consideró que la principal penitencia, más que las obras de satisfacción, era la vergüenza que suponía descubrir a otro los propios pecados 8, y en consecuencia se empezó a absolver a los penitentes inmediatamente después de la confesión, sin esperar a que cumplieran la expiación, que, por otra parte, se redujo a unas oraciones mínimas por lo general.

Hasta aquí la historia. Veamos ahora lo que podemos aprender de ella.

El segundo bautismo

Lo primero que se aprecia al repasar la historia del sacramento de la penitencia es que, aun cuando puedan —evidentemente— confesarse los pecados veniales, encuentra su máximo sentido en el perdón de los mortales.

El Concilio de Trento afirmó claramente que el sacramento de la penitencia fue instituido para reconciliar de nuevo con Dios y con la comunidad a quienes rompieran la opción del bautismo, y no habría sido necesario si existieran sólo los pecados veniales 9.

Es importante este punto de partida. Aunque al final nos preguntemos por el posible sentido que tiene la confesión por devoción, lo que no se puede pretender es entender a partir de ella el sacramento de la reconciliación. Sería como explicar las operaciones quirúrgicas partiendo de enfermedades que pueden curarse también con inyecciones.

Así, pues, debemos hacer un esfuerzo para no pensar de momento en las confesiones periódicas a las que tan acostumbrados estamos. El marco correcto es otro. Los hombres que un día se sintieron fascinados por Jesús de Nazaret, después de una etapa catecumenal, recibieron el bautismo consciente y responsablemente. Aquel día hicieron pública ante la comunidad cristiana una opción fundamental por el Reino de Dios y su Justicia que entraña un cambio radical de costumbres. La mayoría se mantendrán fieles de por vida a esa opción que tomaron después de pensarlo durante tanto tiempo, aun cuando sea a costa de tener que estar luchando constantemente contra el pecado, que —en frase de San Agustín— «está muerto, pero no sepultado (...) y se rebela» 10.

Algunos, desgraciadamente, seducidos por los falsos encantos del viejo mundo de pecado, rompen su compromiso y vuelven a la vida de antes abandonando la comunidad cristiana. Si más adelante se arrepintieran, la Iglesia —tras obtener unas garantías de que esa segunda conversión es auténtica— procedería a reconciliarlos mediante el sacramento de la penitencia, que es como un «segundo bautismo» 11 o una «segunda tabla de salvación» 12.

¿Cuántas veces podrá ocurrirles esto a lo largo de la vida? Desde luego, muy contadas. Es inimaginable que una opción fundamental pueda romperse y restaurarse cada cierto tiempo. Pongamos un ejemplo: Frecuentemente la Sagrada Escritura habla de las relaciones del hombre con Dios utilizando como símil esa otra opción fundamental de la vida que es el matrimonio (cfr. Oseas). Pues bien, ¿cabe en alguna cabeza que un hombre se pase la vida entera divorciándose y volviéndose a casar con su mujer? ¿O que un sacerdote se secularice diez veces y otras tantas se reincorpore al ministerio?

La no reiterabilidad hasta el siglo VI del sacramento de la penitencia, aun reconociendo su excesivo rigor, anunciaba muy claramente que cosas tan serias y trascendentales como el pecado, la amistad con Dios, la vida y la muerte eternas, no pueden estar sometidas a continuos vaivenes.

En cambio, cuando la mayoría de los cristianos de hoy creen haber roto la opción bautismal —eso es el pecado mortal— varias veces en un mismo año y haber sido perdonados otras tantas veces, uno se asombra ante semejante frivolidad. Se trata de personas cuyos pecados son superficiales, su arrepentimiento es necesariamente también superficial y, por tanto, el efecto del sacramento es bien poco perceptible. Es posible. incluso, que tales personas en el fondo no sean capaces de romper la opción fundamental porque ni siquiera la han hecho.

El perdón se hace visible

Muchos piensan que podrían «arreglar sus cosas» a solas con Dios, sin necesidad de recurrir al sacramento de la penitencia. Ante todo les diría que eso supone olvidar una profunda exigencia antropológica: Que en la vida del hombre las cosas importantes, los acontecimientos decisivos, reciben la consagración de un rito; se celebran y se convierten en fiesta. La conversión y la reconciliación no pueden ser una excepción. Ambas cosas deben celebrarse.

Pero hay todavía otra razón teológica. En el Confiteor decimos: «Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho...». No sería posible confesarse a los hermanos si todo pecado no fuera también un pecado contra ellos. Pero así es realmente. Los cristianos no decimos como el salmista: «Contra Ti, contra Ti sólo he pecado» (Sal 51, 6). Todo pecado —incluso aquel que por ser secreto no produce escándalo- es también un pecado contra la Iglesia porque la ataca en una de sus notas esenciales, que es la santidad.

Y si el pecado no es sólo una infidelidad hacia Dios, sino que hiere igualmente a la Iglesia, parece necesario reconciliarse también con ésta. De hecho, el sacerdote no actúa sólo «in persona Christi», sino también «in persona Ecclesiae», de modo que «quienes se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a El y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando»’3.

Es más, podemos afirmar que ambas reconciliaciones no son sólo simultáneas, sino que la reconciliación con la Iglesia produce la reconciliación con Cristo. San Agustín así lo afirma:

«Pax Ecclesiae dimittit peccata» . La explicación es muy sencilla: Dado que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo —«da cuerpo» a Cristo- la reconciliación con ella es signo, y signo eficaz, de la reconciliación con Cristo: «A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados» (Jn 20, 23).

Así, pues, la reconciliación con Cristo —maravillosa, pero invisible— se hace sacramentalmente presente en la reconciliación visible con la Iglesia. El abrazo reconciliador de la parábola del hijo pródigo adquiere visibilidad en la imposición de manos del sacerdote sobre el penitente.

Evidentemente, la reconciliación con la Iglesia resulta mucho más expresiva en las celebraciones comunitarias del sacramento de la Penitencia, que —en principio— deben ser preferidas 15.

El precio del perdón

Vamos a planteamos ahora una nueva pregunta: ¿Es fácil obtener el perdón de Dios? La respuesta sólo aparentemente es contradictoria: El perdón de Dios es, a la vez, muy fácil y muy difícil.

Muy fácil por lo que a Él se refiere. Los evangelios están llenos de concesiones gratuitas de perdón. He aquí algunos ejemplos: «...Volviéndose a la mujer, le dijo: "Tus pecados quedan perdonados". Los comensales empezaron a decirse para sí: "¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?" Pero él dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado. Vete en paz"» (Lc 7, 48-49). Del publicano —que todo lo que había hecho fue pedir perdón desde el final del templo- dijo Jesús: «Os digo que éste bajó a su casa justificado» (Lc 18, 14). Pero aún tenemos ejemplos más impresionantes: el del hijo pródigo, el de la mujer adúltera, el del buen ladrón... Una sola palabra dirigida a Jesús en la cruz le bastó al buen ladrón para borrar todas sus culpas y reparar toda una vida de pecados: «Yo te aseguro: Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).

Por parte de Dios no existe, pues, ninguna dificultad para perdonar. Pero a la vez debemos afirmar que obtener su perdón es muy difícil por parte nuestra, porque el pecado no es sólo algo que debe ser perdonado, sino también erradicado. La teología moral clásica expresó esta idea con la categoría de «restitución». La justicia que se dejó de hacer, además de ser olvidada, debe ser «restituida».

Ni el mismo Dios puede conceder el perdón si falta la conversión, y esto no porque sea poco generoso, sino porque es intrínsecamente imposible, contradictorio en sí mismo. Una reconciliación es cosa de dos. El padre del hijo pródigo está deseando su vuelta, pero no puede dispensar al hijo de volver porque precisamente la esencia de la reconciliación es restablecer las relaciones familiares.

La forma actual de celebrar el sacramento de la Penitencia, obteniendo la absolución inmediatamente después de la confesión, expresa a las mil maravillas lo fácil que es perdonar para Dios. En cambio la penitencia canónica de la Iglesia antigua, con su duro proceso penitencial entre la confesión y la absolución, expresa qué difícil es para el hombre obtener el perdón.

¡Desgraciadamente, uno no puede quitarse de encima el pecado con la misma facilidad con que se quita la chaqueta!

La consideración de ambas prácticas simultáneamente nos da una visión completa de la realidad, mientras que por separado corren el peligro de deformarla.

El rigorismo de la Iglesia antigua podía conducir al olvido de que el perdón de Dios es gratuito, y hacer creer al penitente que se lo ganaba mediante una especie de do ut des. ¡Como si Dios fuera un Dios vengativo, capaz de retener su perdón hasta que hayamos pagado la última parte de nuestra deuda!

El peligro del sistema actual es el inverso: Que lleve a ignorar la seriedad de la lucha contra el pecado. Tengo la sospecha, en efecto, de que para no pocos cristianos la confesión es un acto parecido al que realiza aquel que recita sus pecados ante la piedra negra de la Meca, o sobre el macho cabrío del sacrificio de expiación, destinado a perderse en el desierto llevando sobre él los pecados de todo el pueblo (cfr. Lev 16, 20-22). Es decir, que han convertido la confesión en un instrumento para liberarse mágicamente de la culpa sin que cambie nada en su vida real.

Es necesario repetirlo una vez más: Si los sacramentos son celebraciones de la vida, el sacramento de la Penitencia no sustituye a la conversión, sino que la celebra.

El encuentro reconciliador

Nuestras confesiones han quedado marcadas por aquel decreto del Concilio de Trento que pedía confesar «todos y cada uno de los pecados mortales», así como «las circunstancias que cambian la especie del pecado» 16 Semejante exigencia hacía que los temperamentos escrupulosos se angustiaran ante la simple sospecha de no haber cumplido con la exactitud requerida. Además, la confesión tenía demasiadas similitudes con un atestado policiaco como para no resultar odiosa.

Es verdad que Trento habló de la «estructura judicial» del sacramento, pero no debe olvidarse que se trata de una analogía («a modo de acto judicial»7), que en absoluto puede tomar como modelo a los procesos civiles, y que requiere integrarla con otras imágenes, como la medicinal (proceso de sanación) y la pastoral (el pastor que busca y carga sobre sus hombros a la oveja perdida).

Aquel decreto tridentino era deudor de la metafísica aristotélica, para la cual se conocía a un ser cuando se le conseguía definir según su género, número, especie y circunstancias 18: pero de ninguna manera es válido para la concepción actual del pecado como una actitud interior de la que el acto pecaminoso es solamente una expresión o un síntoma.

El conocimiento de esas actitudes interiores no se logra mediante una enumeración de actos aislados, sino en un clima de encuentro humano, es decir, de diálogo y confidencia entre el sacerdote y el penitente (que, por descontado, se favorecerá en un marco físico diferente del confesionario clásico). De hecho, el Ritual de 1975 pide, sí, que la confesión sea íntegra, sin excluir ningún pecado grave, pero omite cualquier referencia a lo del género y numero 19.

La necesidad de la confesión íntegra no debe justificarse tanto como antaño por la necesidad que tiene el juez humano (el sacerdote) de conocer bien la «causa» que debe fallar20, sino por la necesidad que tiene el penitente de presentarse «sincero ante Dios» (cfr. Am 4, 12). Y esto no es frecuente conseguirlo. Pocas empresas existen hoy más difíciles que la de conocerse a sí mismo.

Pascal escribió: «Es tan peligroso para el hombre conocer a Dios sin conocer su propia miseria, como conocer su miseria sin conocer a Dios» 21. Pues bien, lo que nuestros contemporáneos necesitan encontrar en el sacerdote es alguien capaz de situarles, en sinceridad y verdad, a la vez ante su propia realidad y ante la santidad de Dios, para que puedan decir seriamente como David «he pecado» y después aceptar esperanzados el ofrecimiento del perdón.

La confesión frecuente

Como hemos visto, el sacramento de la Penitencia fue instituido para perdonar los pecados graves, y durante los siete primeros siglos del cristianismo únicamente esos pecados podían someterse al sacramento. Para perdonar los pecados leves —que, como hemos dicho, sólo en sentido analógico merecen el nombre de pecado- existían otras formas. Dios viene a nuestro encuentro y nos perdona a través de los mil caminos de la vida, siempre que haya un corazón sincero. Se ha hecho clásica una lista de Orígenes que —desde luego— no es exhaustiva:

«Escucha ahora cuántas son las remisiones de los pecados que se contienen en el Evangelio: En primer lugar está aquella por la que somos bautizados para la remisión de los pecados. La segunda remisión está en sufrir el martirio. La tercera se obtiene mediante la limosna, pues el Señor dijo: "Dad de lo que tenéis y todo será puro para vosotros" (Lc 11, 41). La cuarta se obtiene precisamente cuando perdonamos las ofensas a nuestros hermanos (Mt 6, 14). La quinta cuando uno rescata de su error a un pecador, pues la Escritura dice: "Aquel que recobra a un pecador de su error salva su alma de la muerte y cubre la multitud de los pecados" (Sant 5, 20). La sexta se cumple por la abundancia de la caridad, según la palabra del Señor: "Sus pecados le son perdonados porque ha amado mucho" (Le 7, 47). Hay todavía una séptima, áspera y penosa, que se cumple por la penitencia, cuando el pecador baña su lecho con lágrimas y no tiene vergüenza en confesar su pecado al sacerdote del Señor, pidiéndole curación» 22

Desde el IV Concilio de Letrán, en 1215, aunque ya se admitía la confesión de los pecados veniales, solamente se prescribió la confesión anual a los cristianos que se reconocieran culpables de pecado 23. Igualmente Trento, admitiendo la posibilidad de confesar los pecados veniales» 24, recuerda la doctrina clásica de que éstos pueden ser perdonados también por otros medios y el sacramento de la penitencia es propiamente para los mortales 25.

Cuando de verdad se generalizó la práctica de la confesión frecuente por devoción fue ya en el siglo XX, como consecuencia de la invitación a comulgar a diario. Suele citarse, sobre todo, la recomendación que hizo Pío XII en la encíclica Mvstici Corporis Christi 26.

Sin duda, como dice Rahner, «la historia de la confesión por devoción demuestra que una vida verdaderamente espiritual no exige necesariamente siempre y en todas las circunstancias esa costumbre de confesar: De hecho ha sido desconocida durante siglos» 27.

Eso no quita que pueda ser muy útil, sobre todo cuando se une a un buen acompañamiento espiritual. En el capítulo anterior proponíamos llamar «herida pecaminosa» al pecado venial y decíamos que puede haber heridas peligrosas, incluso peligrosísimas, ya antes de que se llegue al pecado mortal. Pues bien, resulta obvio que los enfermos y los heridos deben acudir al médico cuando se encuentran en tal situación.

En todo caso, la norma no debe ser una periodicidad determinada, sino la autenticidad.

La fiesta de la reconciliación

Falta una última observación sobre el estado de ánimo que exige el sacramento de la Penitencia.

Hemos hecho de los confesionarios muebles tristes colocados en el lugar más oscuro del templo. En ellos parece como si, más que un encuentro con Cristo, tuviera lugar un ajuste de cuentas.

Sin embargo, Jesús no habla de rendir cuentas, sino de anunciar la Buena Noticia del perdón de los pecados a todas las naciones (Lc 24, 47). Es significativo que las «confesiones» del Evangelio terminan siempre en fiesta: en el caso de Zaqueo, Jesús mismo se invita a comer en su casa; Mateo convidó a los que habían sido sus compañeros de pecado y les ofreció una alegre comida; para celebrar el regreso del hijo pródigo se mató el ternero cebado y hubo música...

Hoy, cuando el pecador que acaba de ser perdonado es readmitido al banquete de la eucaristía, se está repitiendo cualquiera de aquellas comidas de fiesta.

Cada vez que un pecador se confiesa y se sienta después a la mesa eucarística, está anticipando el juicio que tendrá lugar al final de la vida y de los tiempos, cuando triunfará definitivamente la gracia y los pecadores arrepentidos, reconciliados para siempre con Dios y entre sí, pasarán a ocupar sus puestos en el banquete del Reino.

Por eso el sacramento de la penitencia, anticipo de la victoria final y completa sobre el pecado, debe ser el sacramento de la alegría. Y no vendría mal modificar en este sentido tanto el escenario físico de la celebración como las actitudes subjetivas.

  1. HEMINGWAY, Ernest, Por quién doblan las campanas (Obras completas, t. 1, Seix Barral, Barcelona, 2. ed., 1986. p. 37; cfr. p. 145).

2. TERTULIANO, De paenitentia. 5 (PL 1. 1.350).

3. "Prohibimos que se lea en esa ocasión, públicamente, un escrito en que consten detalladamente los pecados. Basta con que las culpas se le indiquen solamente al obispo, en una conversación secreta" (LEON MAGNO, Epístola 168. 2; PL 54, 1.210-1.211).

4. CLEMENTE DE ALEJANDRIA. Stromata. lib. 2. cap. 13 (PG 8, 994-998).

5. Cfr. CESAREO DE ARLES, Sermones 56, 65 y 258; Concilios de Agde (canon 15) y III de Orleáns (canon 24).

6. Cfr. PL 81, 30-33.

7. Penintencial de San Columbano (PL 80. 223-230).

8. «Quien se avergüenza por causa de Cristo, se hace digno de misericordia» (PSEUDO-AGUSTIN Carta a una religiosa sobre la verdadera y falsa penitencia: PL 40, 1. 122).

9. DS 1.668 = D 894.

10. AGUSTíN DE NIPONA, Réplica a Juliano, lib. 2, cap. 9, n.’ 32. (Obras completas de San Agustín, t. 35, BAC, Madrid, 1984, p. 559).

11. CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Qui dives salvetur, 42 (PG 9, 649).

12. TERTULIANO. De paenitentia, cap. 12, n.’9 (PL 1, 1.358).

13. VATICANO II, Lumen Gentium, 11 b; Presbyterorum Ordinis, 5 a.

14. AGUSTIN DE HIPONA, Tratado sobre el bautismo, lib. 3, cap. 18, n. 23 (Obras completas de San Agustín, t. 32, BAC, Madrid, 1988. p. 504).

15. VATICANO II. Sacrosanctum Concilium, 27.

16. DS 1.707 = D9l7.

17. DS 1.685 = D 902.

18. ARISTOTELES Metafíçica, lib. 3, cap. 3 y lib, l0. cap. 8 (Obras completas, Aguilar, Madrid. 2.’ cd.. 1977. pp. 936-937 y 1.030-1.031).

  1. Ritual de la Penitencio, Praenotanda n. 7 a (Coeditores Litúrgicos, Madrid, 1975, p. 12).

  2. DS 1.679 = D 899.

  1. PASCAL, Blaise, Pensamientos, 192-527 (Obras, Alfaguara, Madrid, 1981, pp. 404-405).

  2. ORIGENES, Homilías sobre el Levítico. hom. 2. n. 4.

23. DS 812 = D 437.

24. DS1.707 = D 917.

25. DS 1.679-1.682 = D900-90l.

26. PIO XII, Mystici Corporis Christi, 39 (GALINDO. Pascual. Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios. t. 1. Acción Católica Española, Madrid. 7. ed., 1967, p. 1.052).

27. RAHNER, Karl, «Sobre el sentido de la confesión frecuente por devoción», en Escritos de Teología. t. 3. Taurus. Madrid. 3. ed.. 1968, p. 205.