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Sacramentos para hacer visible

el encuentro con Dios

 

Hoy ocurre algo curioso: Mientras muchos cristianos desprecian los sacramentos, los no creyentes sienten la necesidad de inventarse algo que los sustituya. Pablo Neruda cuenta en sus memorias cómo reaccionó ante la muerte de su amigo Alberto Rojas Giménez: El y un tercer amigo compraron dos inmensas velas, tan altas casi como un hombre, y las encendieron en el centro de la basílica de Santa María del Mar, en Barcelona. Después se sentaron, en medio de la iglesia vacía, junto a los dos velones y dos botellas de vino verde que simbolizaban el «torrencial alcoholismo» del difunto. «Pensamos —dice Neruda— que aquella ceremonia silenciosa, pese a nuestro agnosticismo, nos acercaba de alguna manera misteriosa a nuestro amigo muerto»

Pues bien, vamos a mostrar cómo los sacramentos responden a una necesidad íntima del hombre.

La vida está llena de sacramentos

Hoy está superado el cartesianismo. Pretender que la vida humana se gobierna únicamente por «ideas claras y distintas»2 sería una terrible mutilación.

Como admite hoy la antropología, el hombre, más que como «animal racional», debe ser pensado como «animal simbólico»3. El lenguaje es ya un sistema simbólico, y lo mismo debemos decir de infinitas acciones corporales: dar un beso, guiñar un ojo, apretar la mano... ¿Quién sería capaz de traducir esos símbolos a «ideas claras y distintas» sin empobrecerlos?

El hombre vive en todas las cosas un significado que supera a las cosas mismas. ¿Por qué, si no, un anciano se niega a cambiar los muebles que ha tenido «siempre», aunque no sean ya funcionales?

En cualquier cosa hay que distinguiría realidad en sí misma y su mensaje. Quizás como «cosa» sea irrelevante, pero su «mensaje» le da un valor inestimable (pensemos, por ejemplo, en el árbol de Guernica). ¡Qué incapacidad para comprender la vida denota Sartre cuando todo lo que «ve» en la eucaristía es que «en las iglesias, a la luz de los cirios, un hombre bebe vino delante de mujeres arrodilladas»!

Cuando las cosas empiezan a pregonar su mensaje íntimo y el hombre presta oído, surge el pensar sacramental. Sacramento es, como veremos, el signo visible que hace presente una realidad invisible.

A veces es la propia persona quien da significado sacramental a una cosa; pero otras veces es toda la colectividad quien lo hace. Un caso típico en Cataluña seria la rosa que los hombres regalan el día de San Jorge a la mujer de la que están enamorados. Cuando el asentimiento de todo un pueblo ha dado valor sacramental a una realidad, su fuerza es infinitamente mayor. Puede darse el caso de una chica que quede decepcionada en lo más profundo de su ser porque no le haya llegado la rosa en ese día.

También hay sacramentos divinos: el hombre que tiene una profunda experiencia de Dios lo encuentra, como San Francisco de Asís, en todas panes: en el pájaro que canta sobre una rama. en la hormiga que arrastra su comida, en el fuego y hasta en la «hermana» muerte.

Como decía San Ireneo, «en relación con Dios nada está vacío; todo es signo suyo»

Los siete sacramentos

De entre todos los signos de Dios que hay en el mundo. uno se destaca luminosamente: Jesús de Nazaret. El pudo decir de sí mismo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Todo en Jesús parecía apuntar «más allá» de las apariencias. Frecuentemente San Agustín, después de proclamar un fragmento del Evangelio, se dirigía a quienes le oían diciendo: «Hemos oído el hecho; busquemos ahora su misterio»6. Por eso, ya desde San Agustín, se ha convertido en lugar común afirmar que Cristo es sacramento de Dios 7.

Pero tras la Pascua el mismo Cristo ha dejado de ser accesible a nuestra experiencia directa, lo cual sería especialmente grave si con su desaparición quedara bloqueado el camino de encuentro con Dios. Sin embargo, vimos en el capítulo 15 que ahora es la Iglesia quien «da cuerpo» a Cristo Resucitado. «Cuerpo místico» no quiere decir otra cosa que «cuerpo sacramental». Como decía San León Magno, «lo que era visible en Cristo ha pasado a los sacramentos de la Iglesia»8.

Pero no quememos etapas. Antes de hablar de los «siete sacramentos» debemos hablar de la Iglesia entera como «sacramento universal de salvación»9. Es lo que en el capítulo 15 llamamos «el misterio de la Iglesia». En ella, lo visible hace presente algo invisible. Los sacramentos no deben considerarse, pues, como átomos aislados; lo que ocurre es que hay «densidades sacramentales», momentos en los que se densifica la Sacramentalidad de la Iglesia.

La diversificación de la sacramentalidad de la Iglesia se debe precisamente a que Dios quiere salir al encuentro del hombre en sus experiencias fundamentales: el nacer (bautismo) y el pasar a la vida adulta (confirmación), el enamoramiento (matrimonio) y la consagración al servicio de la comunidad cristiana (orden), la cotidianidad de la vida creyente (eucaristía) e incluso el fracaso (penitencia) y la lucha contra la enfermedad (unción).

San Agustín llegó a hablar de 304 sacramentos: la lectura de la Sagrada Escritura, la predicación de la palabra de Dios, el lavatorio de los pies, el cuidado de los pobres, el amor a los hermanos... Pero poco a poco se fueron resaltando algunos frente a los demás.

Todavía en el siglo XI decía San Bernardo que «muchos son los sacramentos, y no es bastante el tiempo (de una hora) para meditar sobre todos» 10. Fue Pedro Lombardo, profesor de la Universidad parisina de la Sorbona y más tarde obispo de aquella ciudad, quien fijó definitivamente, en el siglo XII, lo que hoy llamamos el «septenario» sacramental 11; y así aparece ya en el Segundo Concilio de Lyon 12.

Trento definió que «los sacramentos de la Nueva Ley no son ni más ni menos que siete» 13 , pero entenderíamos mal semejante afirmación si creyéramos que habla de «siete» como el dígito que en la serie de los números naturales sigue a 5 y 6. de suerte que la lista de los sacramentos se detiene casualmente ahí. «El número siete designa la totalidad» 14 y Trento quiere decir que todos los signos a los que damos nombre de sacramento —y sólo ellos— tienen de hecho eficacia sacramental.

Poco importa, en realidad, que al hacer el cómputo de tales ritos resulte efectivamente el número aritmético 7 o no. (De hecho, podrían considerarse bautismo y confirmación como desdoblamiento de un único sacramento: o el diaconado, presbiterado y episcopado como tres sacramentos distintos, resultando en ambos casos una suma distinta de siete).

Naturalmente, si la Iglesia no habló hasta el siglo XII de los «siete» sacramentos no es porque se los haya inventado a lo largo de ese tiempo. Desde el principio bendijo el amor humano, se reunió para la celebración de la eucaristía, etc.; lo que ocurrió es que necesité tiempo para tomar conciencia de que era únicamente en esos siete ritos donde ella expresaba de forma plena su fuerza sacramental. A partir de ese momento a los demás signos que hasta entonces había llamado sacramentos empezó a llamarlos «sacramentales».

Relacionado con lo anterior está el problema de la institución de los sacramentos por Cristo. El Concilio de Trento definió que «los sacramentos de la Nueva Ley fueron instituidos todos por Jesucristo Nuestro Señor»’>. Sin embargo. los protestantes justificaron la «limpieza» que hicieron de sacramentos y sacramentales afirmando que en la Escritura únicamente consta con certeza la institución por Cristo del bautismo («Id y bautizad...») y de la eucaristía («Haced esto en memoria mía»). Dejando aparte ahora que el Nuevo Testamento habla también de otros sacramentos, conviene aclarar que la institución por Cristo de los siete sacramentos no necesita apoyarse en otras tantas frases del Jesús histórico que nos hayan sido conservadas en los Evangelios. Cuando Cristo instituyó la Iglesia —que como hemos visto es el «sacramento primordial»— instituyó por eso mismo los sacramentos particulares en que se densifica su Sacramentalidad.

Estructura interna de los sacramentos

Los siete sacramentos tienen la estructura que ya habíamos anticipado en nuestro análisis antropológico: Son signos visibles que hacen presente una realidad invisible 16.

Esa realidad invisible no es otra que el mismo Dios. Los sacramentos son encuentros con Dios; y encuentros que tienen lugar sensiblemente, como reclama nuestro ser corporal:

«Al hombre le es natural llegar a las cosas inteligibles por medio de las sensibles, y los signos son un medio para llegar al conocimiento de ciertas cosas (...) Se requieren, pues, para los sacramentos, cosas sensibles» 17

Los signos sacramentales no son unos signos cualesquiera que hayan sido declarados arbitrariamente instrumentos de salvación, sino que gozan de un poder evocador intrínseco: la inmersión bajo el agua es signo expresivo de una vida que se acaba para que empiece otra, el pan y el vino compartidos son signo de fraternidad, etc.

Por desgracia, una mentalidad legalista preocupada exclusivamente por salvar los mínimos necesarios para que el sacramento fuera válido ha ido, poco a poco, destruyendo los signos:

bautismo mediante unas gotas de agua (escasas) sobre la cabeza, en vez del gesto mucho más expresivo de la inmersión; pan que no parece pan; copa que no pasa de mano en mano... Los signos empleados hoy han perdido en general su eficacia evocadora; por sí mismos dicen poco y exigen ser explicados. Pero, claro, tener que explicar un signo equivale a reconocer tácitamente que ya no es signo.

Es importante recordar, con Santo Tomás, que el «sacramento pertenece al género de signo»’> y ese «validismo» minimalista es responsable en gran medida del desinterés que muchos experimentan hoy ante los sacramentos.

Naturalmente, también la palabra es necesaria para que exista sacramento. San Agustín, hablando del bautismo, dice:

«Quita la palabra: ¿qué es el agua sino agua? Pero se junta la palabra al elemento y se hace sacramento, que es como una palabra visible»

Pero la palabra es necesaria no para explicar el signo. sino para hacer presente la salvación que el signo invoca. De hecho. esta eficacia misteriosa de los sacramentos es lo más grande de ellos, pero también lo que más cuesta admitir. Es fácil comprender su eficacia pedagógica, pero mucho más difícil creer en su eficacia salvífica. Esta eficacia, como dice San Ambrosio, se explica únicamente por la palabra poderosa de Dios:

«Ordenó el Señor y se hizo el cielo; ordenó el Señor y se hizo la tierra; ordenó el Señor y se hicieron los mares: ordenó el Señor y se engendraron todas las criaturas. Mira. pues, cuán eficaz es la palabra de Dios. Si tan poderosa es su palabra que por ella comienza a ser lo que antes no era, cuánto más ha de serlo para hacer que las cosas que ya eran sean y se cambien en otra cosa»

Los sacramentos, la magia y el seguimiento de Cristo

Esta eficacia salvífica de los sacramentos fue explicada por el Concilio de Trento con una fórmula conocida: Los sacramentos obran «ex opere operato» 21 (en virtud del propio rito realizado); es decir, que una vez realizado el rito tenemos la garantía de que Dios se hace presente a través de él.

Naturalmente, esto ocurre por una promesa libre de Dios, no porque el rito mismo le haga violencia (lo que sería pura magia). Sin embargo, en no pocas ocasiones el mal entendimiento del «ex opere operato» ha conducido a prácticas mágicas. Entre las más decadentes podría citarse la pintoresca convicción que se extendió durante la Edad Media de que quienes veían alzar la sagrada hostia no perderían la vista en ese día ni se morirían de repente. Los excomulgados, que tenían prohibido entrar en los templos, se dedicaban a hacer agujeros en sus muros para no verse privados de efectos tan maravillosos

Sin llegar a tales extremos, todos hemos conocido costumbres con cierta coloración mágica: la práctica de bautizar a los fetos cuya vida peligraba, estando aún dentro del seno materno, con una aguja hipodérmica; la pronunciación de las palabras de la consagración con voz hueca y separando las sílabas como si se tratara de un sortilegio: «Hoc-est-enim-corpus-meum»; esperar intencionadamente el fallecimiento de un enfermo y llamar entonces al sacerdote para que le administre la unción de los enfermos.

Todas esas prácticas suponen no haber comprendido bien la intención de quienes elaboraron la fórmula del «ex opere operato». Dicha fórmula fue una respuesta a los donatistas (en la antigüedad) y después a Lutero que condicionaban la eficacia de los sacramentos a la santidad personal del ministro; y lo único que quiere decir es que, aun cuando el ministro sea mediocre, Dios —que nunca abandona a los suyos— obrará a través del rito que ese ministro mediocre realice: «Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza; Judas bautiza, también es Cristo quien bautiza» 23

Pero, naturalmente, de nada sirve que Dios se haga presente en el sacramento si el hombre no le abre las puertas. Por eso, junto al «ex opere operato» hay que subrayar el también tridentino «non ponentibus obicems>24. Que los sacramentos obran «ex opere operato» da la seguridad de que Dios estará presente en la cita; pero una cita no es eficaz nada más que cuando los dos interesados están presentes. De lo contrario se repite el drama de la encamación: «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11).

Así, pues, los sacramentos no dispensan de seguir a Cristo, sino que, como decíamos al final del capítulo anterior, celebran la vida dedicada a seguir a Cristo y, precisamente por eso, evitan el estancamiento del creyente. Como dice San León Magno, «hay que completar en la propia vida lo que la celebración

del sacramento inicia» 25. Lo contrario sería, en expresión feliz de Bonhöeffer, «liquidar la gracia», darla a precio de saldo:

«La gracia barata es la gracia considerada como una mercancía que hay que liquidar; es el perdón malbaratado, el sacramento malbaratado; es la gracia como almacén inagotable de la Iglesia de donde la cogen unas manos desconsideradas para distribuirla sin vacilación ni límites:

es la gracia sin precio, que no cuesta nada porque se dice que, según la naturaleza misma de la gracia, la factura ha sido pagada de antemano para todos los tiempos (...) La gracia barata es la justificación del pecado y no del pecador. Puesto que la gracia lo hace todo por sí sola. las cosas pueden quedar como antes» 26.

De hecho, todos conocemos personas que, después de años «recibiendo» frecuentemente los sacramentos, no se caracterizan por su amor a los hermanos. ¿Qué cabe pensar de una teórica santificación progresiva que no se nota en el comportamiento del sujeto?

La necesidad de los sacramentos

Así como la Iglesia ha afirmado que Dios se da con absoluta seguridad a través de los sacramentos, nunca ha dicho que se de solamente a través de ellos. No hay un perfecto sincronismo entre el sacramento y la recepción de la gracia.

Puede preceder la gracia al sacramento. Es muy interesante la razón con la que Pedro justifica el bautismo del centurión Cornelio: «¿Acaso puede alguien negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?» (Hech 10, 47). Es decir, que no le bautiza para que reciba el Espíritu Santo, sino porque lo ha recibido.

Pero también puede preceder el sacramento a la gracia (lo que teológicamente ha recibido el nombre de «reviviscencia»).

Es más, si se exceptúa el orden y el matrimonio, la Iglesia ha afirmado siempre que es posible recibir la gracia mediante el sacramento de deseo. En el caso de la eucaristía, por ejemplo, dice Trento explícitamente que «quienes comen con el deseo el pan eucarístico experimentan su fruto y provecho por la fe viva, que obra por la caridad»27.

Es decir, que Cristo desborda a la Iglesia y a sus sacramentos. No ha quedado prisionero de ellos. Pero, naturalmente, del hecho de que la gracia también pueda obtenerse sin los sacramentos no se deduce que éstos sean superfluos.

Sin Iglesia y sin sacramentos Dios actuaría «de incógnito» y, precisamente por eso, su acción sería menos eficaz: antes de expresar algo solamente lo poseemos de un modo confuso; la expresión es siempre creadora de lo que expresa, y esto incluso por puras leyes psicológicas.

Abandonar la práctica sacramental equivale a situarse en un estado en el que no fuera necesario recurrir a signos visibles para alimentarse de Dios. Tal estado existirá, desde luego, pero aún no existe: se trata de la «vida bienaventurada», la posesión definitiva de Dios. El vidente de Patmos dice de la Nueva Jerusalén: «No vi santuario alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su santuario» (Ap 21, 22).

De hecho, todos los sacramentos son «signa prognostica» que anticipan aspectos del Reino de Dios: el hombre definitivo (bautismo), el perdón final (penitencia), el banquete escatológico (eucaristía), etc. Pero, a la vez que lo anticipan. lo velan. porque el signo no es la realidad. Los sacramentos, como la Iglesia entera, se sitúan en tensión entre el «ya» y el «todavía no».

Los sacramentos, como la Iglesia, pertenecen al tiempo intermedio y desaparecerán cuando se manifieste el Reino de Dios en toda su plenitud. Pero no deben desaparecer antes de tiempo.

1. NERUDA, Pablo, Confieso que he vivido, Círculo de Lectores. Barcelona, 1978, p. 46.

2. DESCARTES, René, Discurso del Método, Espasa-Calpe, Madrid, 1976, pp. 63-66.

3. Cfr. CASSIRER, Ernst, Antropología filosófica, Fondo de Oiltura Económica, México, 8.~ cd., 1977, especialmente pp. 45-49.

4. SARTRE, Jean-Paul, La náusea, Losada, Buenos Aires, 10. ed., 1967, p. 54.

5. IRENEO DE LYON, Adversus Haereses. 4. 21.

6. AGUSTIN DE HIPONA, Sobre el Evangelio de San Juan. trat. 50, n.0 6 (Obras completas de San Agustín, t. 14, BAC. Madrid. 2. ed., 1965, p. 199).

7. AGUSTIN DE HIPONA, Carta 187, 34 (Obras completas de San Agustín, t. 11 a, BAC, Madrid, 3.ed.. 1987, pp. 830-83!>.

8. LEON MAGNO, Homilía 74, 2 (Homilías sobre el año litúrgico, BAC, Madrid, 1969, p. 307).

9. VATICANO II, Lumen gentium 1, 9 c, 48 b; Ad gentes, 1 y 5; Gaudium et Spes 45.

10. BERNARDO DE CLARAVAL, Sermón en la Cena del Señor, 1 (Obras completas de San Bernardo, t. 1, BAC, Madrid, 1953, p. 493).

11. LOMBARDO, Pedro, Libri IV Sententiarum, d. 2, e. 1 (PL 192, 522-962).

12. DS 860 = 465.

13. DS 1.601 = 844.

14. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica. 1-2. q. ¡02. a. 5. ad 5 (BAC, t. 6, Madrid, 1956, p. 409).

15. DS 1.601 = D 844.

16. Trento, haciendo suya una fórmula que Berengario de Tours atribuyó a San Agustín, los definió así: «La forma visible de una gracia invisible» (DS 1.639 = D 876).

17. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, 3, q. 60, a. 4 (BAC, t. 13, Madrid, 1957, p. 29.

SACRAMENTOS PARA HACER VISIBLE EL ENCUENTRO CON DIOS 201

18. TOMAS DE AQUINO. Suma Teológica. 3. q. 60. a. 1 (BAC, t. 13, Madrid, 1957, p. 23).

19. AGUSTIN DE HIPONA. Sobre el Evangelio de San Juan. trat. 80, 3 (Obras completas de San Agustín. t. 14, BAC, Madrid. 2.’ ed., 1965, p. 364.

20. AMBROSIO DE MILAN, Los sacramentos, lib. 4. cap. 4. n. 15 (Plantin, Buenos Aires, 1954, p. 52).

21. DS 1.608 = D 851.

22. JUNGMANN, José A., El sacrificio de la misa, BAC, Madrid, 4. cd., 1963, pp. 148-149.

23. AGUSTIN DE HIPONA, Sobre el Evangelio de San Juan, trat. 5, 18 y trat. 6, 7 (Obras completas de San Agustín, t. 13, BAC, Madrid, 2. ed., 1968, pp. 165 y 176).

24. DSI .606 = D 849

25. LEON MAGNO, Sermón 70. 4 (Homilías sobre el año litúrgico, BAC, Madrid, 1969, p. 290).

26. BONHOEFFER, Dietrich, El precio de la gracia, Sígueme, Salamanca, 2. ed., 1968, pp. 17-18.

27. DS 1.648 = D 881.

28. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica. 3. q. 60. a. 3 (BAC, t. 13, Madrid, 1957, p. 27.