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La ejecución

de Jesús de Nazaret

 

 

Hemos visto en el capítulo anterior cómo los continuos fracasos del pueblo judío mostraron claramente que sólo Dios podía abrir de nuevo una historia bloqueada. Pues bien. Dios lo hará enviándonos a su Hijo y llenándonos de su Espíritu.

 

Por desgracia, sabemos muy pocos detalles de la vida de Jesús de Nazaret. Los testimonios no cristianos sobre él son escasísimos. Por ejemplo, Flavio Josefo, un historiador judío de aquella época, se limita a mencionarle de pasada en un libro que escribió hacia el año 93 ó 94:

 

«Anán reunió el sanedrín e hizo comparecer a Santiago, hermano de Jesús llamado el Cristo, y con él hizo comparecer a varios otros. Los acusó de ser infractores de la ley y los condenó a ser apedreados»1.

 

En el mismo libro hay un párrafo mucho más expresivo, pero todo hace suponer que se trata de una interpolación hecha por algún cristiano:

 

«Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, si es lícito llamarlo hombre, porque realizó grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad. Atrajo a muchos judíos y muchos gentiles. Era el Cristo. Delatado por los principales de los judíos, Pilatos lo condenó a la crucifixión. Aquellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, porque se les apareció al tercer día resucitado; lo profetas habían anunciado éste y mil otros hechos maravillosos acerca de él. Desde entonces hasta la actualidad existe la agrupación de los cristianos»2

 

Hacia el año 116 ó 117 Tácito emite este juicio bien poco amistoso:

 

«Cristo había sido ejecutado en el reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pilato; la execrable superstición, momentáneamente reprimida, irrumpía de nuevo no sólo en Judea, origen del mal, sino también por la Ciudad (de Roma), lugar en el que de todas partes confluyen y donde se celebran toda clase de atrocidades y vergüenzas»3.

 

Y, si exceptuamos las fuentes cristianas, no hay más tes­timonios de aquella época sobre Jesús. Semejante escasez —aun siendo conscientes de que entonces se escribía mucho menos que hoy y además se han perdido todas las crónicas de la época imperial excepto las de Tácito y Suetonio— nos hace pensar que la grandeza de Jesús no fue una grandeza capaz de ser apreciada con los criterios de «este mundo».

 

Cuando escribe Pablo que Dios ha escogido lo que al mundo le parecía débil y necio para avergonzar a los listos (1 Cor 1, 27-28), da la impresión de que podría aplicarse no sólo a los primeros cristianos, sino también al mismo Cristo que pasó tan desapercibido para los historiadores de la época.

 

 

No es posible escribir una biografía de Jesús

 

El hecho es que, si queremos saber detalles concretos de la vida de Jesús, no tenemos más remedio que recurrir a las fuentes cristianas —los Evangelios y los demás escritos del Nuevo Testamento, por ejemplo—, pero en éstos topamos con el problema que ya hemos encontrado en los capítulos anteriores: La historia aparece tratada con excesivas libertades.

 

En la novela de Nikos Kazantzakis que sirvió de base a «La última tentación de Cristo», la polémica película de Martin Scorsese, se ve continuamente a Mateo con una libreta en ha mano para tomar nota exacta de cuanto va ocurriendo y poder escribir un evangelio lleno de exactitud histórica. Incluso se le aparece un ángel para dictarle al oído los detalles de la infancia de Jesús que él no tuvo ocasión de conocer personalmente4.

 

Pues bien, las cosas no fueron así en absoluto. Los após­toles reconocieron en Jesús al Hijo de Dios únicamente a partir de su resurrección, pero, convencidos de que lo era ya desde el nacimiento, quisieron contarnos su vida de forma que nosotros no tardáramos tanto como ellos en descubrirlo. Recordemos que el talante midráshico no vacila en dejar correr la fantasía para servir mejor a la teología que a la historia.

 

Y ahora es muy difícil separar en cada caso los hechos y palabras que realmente son históricos del ropaje midráshico con que han llegado hasta nosotros. Seleccionar los «ipsissima verba et facta Iesu» (las mismísimas palabras y obras de Jesús) es una auténtica cruz para los exegetas, a pesar de que el Nuevo Tes­tamento, traducido a mil quinientas lenguas, es, sin duda. eh libro más y mejor analizado de toda la historia de la literatura.

 

Hoy existe la convicción generalizada de que es imposible escribir una biografía detallada de Jesús.

 

Por no saber, ni siquiera sabemos exactamente cuándo na­ció. Probablemente fue el año 6 ó 7 a.C. Desde luego, «en tiempos del rey Herodes» (Mt 2, 1) y, por tanto, antes del año 4 a.C., fecha en que falleció Herodes 1. De modo que por error de Dionisio el Exiguo —abad de un monasterio romano al que se encomendó en el siglo VI hacer los cálculos para implantar el calendario cristiano— nos encontramos con la pa­radoja de que Cristo nació «antes de Cristo».

 

Tampoco consta que naciera el 25 de diciembre. En esa fecha celebraba el mundo romano la fiesta del dios Sol, y al cristianizarse el Imperio se empezó a conmemorar en su lugar el nacimiento de Jesús, simplemente porque alguna fecha había que elegir y, al fin y al cabo, «Cristo es nuestro nuevo sol»5

Cabe incluso la posibilidad de que Jesús no naciera en Belén, sino en Nazaret; pero siendo este lugar irrelevante desde el punto de vista teológico (cfr. Jn 1, 46), Lucas adelantó unos años el censo de Augusto —que realmente debió ser el año 6 d.C.— para que pudiera nacer en Belén (2, 1-7), donde «debía» nacer: «Tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti ha de salir aquel que ha de dominar en Israel» (Miq 5, 1; cfr. Mt 2, 4-6).

 

 

¿Qué decir de los milagros?

 

Tampoco es fácil determinar con exactitud cómo fueron los milagros de Jesús.

 

Desde luego, parece indudable que en él se dieron acciones singulares que sus enemigos atribuyeron a «causas diabólicas» (Mc 3, 22) y sus discípulos al poder de Dios. De hecho, el Talmud (siglo IV) dice de Jesús que «practicó la hechicería y sedujo a Israel»6, y San Justino se queja de que los judíos «tuvieron el atrevimiento de decir que era un mago y seductor del pueblo»7.

 

Los evangelios narran con detalle más de treinta milagros realizados por Jesús (tres resurrecciones, ocho milagros sobre ha naturaleza —como la tempestad calmada o la transformación del agua en vino— y veintitrés curaciones). Además hablan de forma genérica de «otras muchas» curaciones.

 

Pero resulta difícil determinar cómo transcurrieron los he­chos porque en has narraciones evangélicas observamos el mis­mo proceso de amplificaciones sucesivas a partir de un sobrio relato inicial que ya vimos en las plagas de Egipto: Se pasa de un enfermo (Mc 10, 46; 5, 2) a dos (Mt 20, 30; 8, 28); de cuatro mil alimentados (Mc 8,9) a cinco mil (Mc 6, 44); de siete canastas sobrantes (Mc 8, 8) a doce (Mc 6, 43)...

 

Sí está a nuestro alcance, en cambio, interpretar correc­tamente el significado de los milagros. El mejor camino para ello es comparar los milagros evangélicos con otras colecciones de «milagros». Disponemos de varias, porque en aquel tiempo los magos gozaban de general credibilidad (el hecho de que todo un naturalista como Plinio afirme con absoluta seriedad que cierta planta judía no florecía los sábados puede hacernos intuir hasta dónde llegaba la credulidad de los contemporáneos de Jesús).

 

Los contrastes hablan por sí solos. En las colecciones de milagros ajenas al Evangelio es fácil encontrar:

 

1.  Milagros curiosos, teatrales y jocosos, como el descrito en la tercera inscripción del templo dedicado a Esculapio en Epidauro: Istmonike pidió quedar embarazada, y se he cumplió el deseo. Como al cabo de tres años no había dado todavía a luz, volvió al santuario y Esculapio he explicó que ella sólo había pedido un embarazo, no un parto.

 

2.   Milagros lucrativos. En la cuarta inscripción de dicho templo consta cómo el mismo Esculapio fijó los honorarios que debía percibir por complacer a sus «clientes».

 

3.  Milagros punitivos, normalmente por desconfiar o no pagar diligentemente los honorarios 9

 

4.  Y hasta milagros para alcanzar fines inmorales o amores ilegítimos, como los que podemos encontrar en los Diálogos de Luciano de Samosata

 

Pues bien, resulta obvio que los Evangelios nos trasladan a un paisaje diferente; tanto es así que ni siquiera suelen emplear la palabra thauma («milagro»). Juan habla casi siempre de se­meia («signos», «señales») y, de hecho, Jesús se queja de que los hombres valoren habitualmente sus milagros por la utilidad que les reportan, sin llegar a captar su significado último: «Vo­sotros me buscáis no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis hartado» (Jn 6, 26).

 

Puesto que Jesús pretende comunicar un mensaje a través de sus milagros, procede a una cuidadosa selección de los mis­mos. Rechaza como tentación satánica los que no pasarían de ser una simple exhibición personal (Mt 4, 1-11; Lc 11, 29); y a Herodes, que esperaba asistir a una demostración de su poder, ni siquiera le dirige la palabra (Lc 23, 8-9).

 

Sus milagros son, por el contrario, para vencer los diversos males que afligen al hombre (enfermedad, hambre, muerte...); son —para decirlo de una vez— signos que manifiestan la pre­sencia del Reino de Dios. Por eso, cuando le preguntan los discípulos del Bautista si él es el Mesías que había de venir o tienen que seguir esperando a otro, responde: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los sordos oyen; los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva»  (Mt 11, 4-5).

 

Precisamente porque sus milagros hacen presente el Reino de Dios y éste es un don gratuito de Dios, Jesús jamás pide una recompensa por sus curaciones y desea que sus discípulos obren de la misma manera: «Gratis lo recibísteis, dadlo gratis» (Mt 10, 8).

 

De ha misma forma, puesto que el Reino de Dios es salvación para la humanidad, sus milagros tampoco tienen nunca el carácter de castigo o venganza, y cuando los discípulos hablan de pedir que baje fuego del cielo sobre un pueblo que no le había querido recibir, les reprendió: «No sabéis de qué Espíritu sois, porque el Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos» (Le 9, 55).

 

Así, pues, la aparición de un mundo nuevo explica los milagros de Jesús: Son anticipos de la victoria definitiva del bien sobre el pecado, la enfermedad y la misma muerte. Si Juan los llamaba semeia («signos»), Marcos los llama dvnamis («fuer­za») del Reino.

 

Un hombre libre

 

Esa fue la gran noticia que trajo Jesús a la humanidad: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 14-15).

Él nunca explicó apodícticamente qué era el Reino de Dios. Lo mostró con su vida y con sus obras: Una nueva forma de existencia en la que cualquier hombre será hermano para otro hombre porque todos reconocerán a Dios como Padre: donde habrán desaparecido las enfermedades y hasta ¡a muerte habrá sido vencida.., en resumen: La salvación.

Al dar un valor absoluto al Reino, Jesús relativizó todo lo demás. Debido a eso se caracterizó por una insobornable li­bertad:

Se mantuvo libre frente al dinero y lo inculcó así a los suyos:

 

«No andéis preocupados por vuestra vida, qué co­meréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis... Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las ali­menta... Buscad primero el Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 25-33).

 

Se mantuvo libre frente a la ambición de honores y poder:

 

«Dándose cuenta de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo» (Jn 6, 15).

 

Se mantuvo libre frente a los poderosos, a los que no parecía temer en absoluto:

 

«Le dijeron: Herodes quiere matarte (...) y él les dijo: Id a decir a ese zorro...» (Lc 13, 3 1-32).

 

Se mantuvo libre frente a los lazos familiares exclusivistas:

 

«¿Quién es mi madre y mis hermanos? (...) Todo aquel que cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 33-35).

 

Se mantuvo libre frente a cualquier grupo político o re­ligioso:

 

«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos.,.!» (Mt 23, 13-32).

«Había tapado la boca a los saduceos...» (Mt 22, 34).

 

Se mantuvo libre frente a la ley:

 

«Habéis oído que se dijo... pues yo os digo...» (Mt 5, 21 y ss).

«Quedaron asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los es­cribas» (Mc 1, 22).

 

Se mantuvo libre frente a los ritos religiosos.’

 

«El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27).

Y es que la libertad de Cristo era la del que nada tiene que perder:

«No hay nada que dé tanta libertad de palabra, nada que tanto ánimo infunda en los peligros, nada que haga a los hombres tan fuertes como el no poseer nada, el no llevar nada pegado a sí mismo. De suerte que quien quiera tener gran fuerza, abrace la pobreza, desprecie la vida presente, piense que la muerte no es nada. Ese podrá hacer más bien a la Iglesia que todos los opulentos y poderosos; más que los mismos que imperan sobre todo»”.

 

En las manos de Dios

 

Cristo también experimentó, naturalmente, el drama de todo hombre libre: Sentirse solo a pesar de estar rodeado de gente.

 

Sus mismos discípulos no le acababan de entender:

 

«No habían comprendido (...) sino que su mente estaba embotada» (Mc 6, 52).

«¿Con que también vosotros estáis sin inteligencia?» (Mc 7, 17-18).

 

Llegó a sentirse solo incluso entre quienes le seguían:

 

«Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los hombres, pues él conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2, 24-25).

 

Sus mismos familiares llegaron a creer que estaba loco:

 

«Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de él, pues decían: Está fuera de sí» (Mc 3, 21).

 

Sin embargo, todo lo que sintió de incomunicabilidad ante los hombres lo sintió también de relación personal e íntima con Dios, El nombre que usaba para referirse a Dios era el vocablo arameo Abbá, «papá». El hablaba con Dios como un niño con su padre, lleno de confianza y seguro, pero, al mismo tiempo, respetuoso y pronto a obedecer.

 

El silencio de Dios

 

Su tiempo le pasó la factura. Pretender implantar el Reino de Dios era una amenaza contra el viejo mundo y el estilo de vida de sus habitantes:

 

«Tendamos lazos al justo, que nos fastidia, se en­frenta a nuestro modo de obrar (...) es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todas (...) Se aparta de nuestros ca­minos como de impurezas (,..) condenémosle a una muer­te afrentosa» (Sab 2, 12-20).

 

Ocurrió algo curioso: Grupos cuya enemistad parecía irre­conciliable se unieron frente a Jesús: los fariseos porque rompía todos sus esquemas (cfr. Lc 15, 2), el Procurador romano porque defendía el pan de sus hijos (cfr. Mt 27, 24), los sacerdotes «porque le tenían miedo» (Mc 11, 18)... En definitiva, que todos se confabularon contra el inocente:

 

«Antes de que perezca la nación entera, es preferible que uno muera por el pueblo» (Jn 11, 50).

 

Su condena no fue un error. Murió como un delincuente:

«Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir» (Jn 19, 7). En un mundo como el nuestro no hay lugar para los profetas. ¡Incluso Barrabás fue preferido a Jesús (cfr. Mt 27, 20-22)! Ese bandido trastornaba menos la vida cotidiana y los negocios de la gente que Jesús.

 

La muerte de Jesús fue el precio de su libertad. No tenía nada de diplomático ni era «hombre de equilibrio». Pilato se extrañó de que no buscase ninguna cobertura, esperaba cierta­mente que Jesús apelase a su clemencia, Habría sido una ocasión excelente para mostrar su poder (los ricos saben perdonar mu­chas ofensas a quienes les van a pedir dinero o recomendación). Todo indica que una petición suficientemente humilde habría bastado para satisfacer la vanidad del representante romano:

 

«¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?» (Jn 19, 10).

 

Jesús fue víctima consciente y deliberada de su radicalismo. En esta tierra sólo se salva quien acepta negociar.

 

Entre los suyos cundió el desánimo: «La muerte del pastor dispersó a las ovejas» (Mt 16, 31). Y no es para menos: «La mort est nécessairement une contre-révolution», se leía en mayo de 1968 en un mural de París.

 

Y Jesús tuvo que afrontar solo la muerte porque todos le abandonaron. Llegó a mendigar consuelo en Getsemaní cuando fue por tres veces en busca de sus discípulos y los encontró dormidos (Mt 26, 36-46).

Era costumbre ofrecer al condenado, antes de la crucifi­xión, un brebaje de vino muy aromatizado para adormecerlo y atenuar sus sufrimientos. Jesús se negó a beberlo (Mt 27, 34). Quiso apurar el cáliz hasta las heces. En su final se hizo presente todo lo que hace de la muerte algo aterrador: el sufrimiento corporal (los crucificados morían después de largo tiempo de agotamiento y dolor: tres horas en el caso de Jesús), la tremenda injusticia con que se le condenó, la burla de los enemigos, el fracaso de la obra de su vida, la traición de los amigos... Y, sin embargo, lo peor no fue nada de eso.

 

En el Antiguo Testamento existía una convicción muy arrai­gada que podría expresarse así: No temas, cuando uno es fiel. Dios acude a salvarle y no le oculta su rostro. Todo el libro de Daniel es una exposición de este principio (una vez más: con el estilo que corresponde a una cultura narrativa): a los tres muchachos judíos que se niegan a comer alimentos prohibidos los engorda Dios milagrosamente (1, 3-15), el fuego no toca a Azarías y sus compañeros que fueron arrojados al horno por no postrarse ante la estatua de Nabucodonosor (3, 46-50), Daniel sale vivo del foso de los leones al que le habían arrojado por no rezar a Darío (6, 1-25), Susana es librada de las falsas acu­saciones contra su honra (13), etc., etc,

 

Tanto Jesús como sus verdugos compartían el principio de que Dios salva siempre al inocente. Por eso llega la prueba de fuego cuando se mofan de él diciendo:

 

«Sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz» (Mt 27, 40).

«Ha puesto su confianza en Dios: Que le salve ahora, si es que de verdad le quiere, ya que dijo: Soy Hijo de Dios» (Mt 27, 43).

 

Pero Dios guardaba silencio. Un silencio atroz que parece dar la razón a quienes le habían condenado,

 

Ese es el momento más duro de la muerte de Cristo. Se pone a prueba lo que había sido su único apoyo en vida: La conciencia de Hijo frente a su Abbá, Y en la desesperación se le escapa un grito terrible:

 

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34).

 

Aquí está lo específico de la muerte de Cristo: No en morir como un profeta, que es una muerte gloriosa, sino en morir como Hijo abandonado. Al Bautista le mató Herodes, y esto permitía leer su muerte como un martirio. A Jesús le matan los representantes de Dios (los sacerdotes), y con ellos todos, mien­tras Dios calla.

 

En general los artistas cristianos han representado a Jesús en la cruz con expresión de paz y serena dignidad. Sin duda se acercó mucho más a la realidad Hans Holbein cuando pintó el cadáver de un hombre lacerado por los golpes, hinchado, con unos verdugones tremendos, sanguinolentos y entumecidos; los ojos grandes, abiertos, dilatados, con las pupilas sesgadas y brillando con destellos vidriosos, que le daban cierta expresión de estulticia...

 

Un personaje de Dostoyevsky decía: «¡Ese cuadro! ¡Ese cuadro puede hacerle perder la fe a más de una persona!». Y, de hecho, los apóstoles fueron los primeros en ver que su fe se tambaleaba.

 

La confianza a pesar de todo

 

Sin embargo, Jesús se sobrepuso y murió diciendo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46)

Realmente, ya estaba implícita esa manifestación de con­fianza en la queja anterior («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?») puesto que se trata de la primera frase del salmo 22, y para la espiritualidad judía citar el comienzo de un salmo equivale a citar el salmo entero. Ese salmo expresa la convicción de que Dios está cerca incluso en aquellos momentos en que resulta muy difícil experimentar su presencia (léanse los versos 25-30).

Y así murió el Hijo de Dios. ¡Qué contraste con las muertes de Moisés, Buda, Confucio...! Todos ellos murieron en edad avanzada, coronados de éxitos a pesar de los desengaños, ro­deados de sus discípulos y seguidores. En el Calvario apren­demos que quien quiera creer en el Dios de Jesús quizás no deba esperar el destino de Daniel o de Susana, sino el de Jesús.

La cruz de Cristo coloca al cristiano, paradójicamente, en una situación muy parecida a la del ateo: Ninguno de los dos puede vivir esperando soluciones mágicas de Dios.

 

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1.      JOSEFO, Flavio, Antigüedades de los judíos, lib. 20. cap. 9. n. 1 (Ed. Che, Tarrasa, t. 3, 1988, p. 342).

2.      JOSEFO. Flavio, Ibidem, lib. 18, cap. 3, n. 3 (ed. cit. p. 233).

3.      TACITO. Publio Cornelio, Anales, lib. 15, n. 44 (Gredos, Madrid, 1980, t. 3, pp. 244-245).

4.      Cfr. KAZANTZAKIS, Nikos. La última tentación. Debate. Madrid, 1988, p. 439.

5.      AMBROSIO DE MILAN, Sermón 6 (PL 17, 614).

6.      TALMUD BABILONICO, Tratado Sanhedrín, 43 a.

7.      JUSTINO, Diálogo con Tr(fón, 69, 7 (RUIZ BUENO, Daniel, Padres apologistas griegos, BAC, Madrid, 1954, p. 429).

8.      Cfr. HERZOG, R., Die Wunderheílun gen von Epidauros, Leipzig, 1931.

9.       Es de notar que en el Antiguo Testamento sí que aparecen milagros punitivos. Recordemos cómo Eliseo maldijo a Unos niños pequeños que se burlaban de su calva y salieron del bosque Unos osos que devoraron a cuarenta y dos niños (2 Re 2, 23-24). Lo mismo ocurre en los evangelios apócrifos (es decir, evangelios que la Iglesia nunca reconoció como inspirados). Por ejemplo, el evangelio del Pseudo­Tomás (14, 3) presenta un Niño Jesús convertido en peligro público: con sus maldiciones quita la vida a un muchacho que chocó contra él, al maestro que le pegó en la cabeza.., hasta el extremo de que San José tiene que pedir a María que «no le deje salir de casa para evitar que todos los que he contrarían queden muertos» (SANTOS OTERO, Aurelio, Los evangelios apócrifos, BAC. Madrid, 2. ed., 1963, p. 298).

10.    LUCIANO DE SAMOSATA, Philopseudes, 14 (Obras de Luciano de Samosata, t. 2, Gredos, Madrid, 1988, pp. 206-207).

11.    JUAN CRISOSTOMO, Homilía II sobre Priscila y Aquila. 4 (PG 51, 203).

12.   DOSTOYEVSKI, Fiodor M., El idiota (Obras completas. t. 2, Aguilar, Madrid, 9. ed., 1973, p. 666).