Trinidad, Santísima. Espiritualidad
 

a) La inhabitación trinitaria y el actuar moral. Toda la vida cristiana se edifica sobre un hecho fundamental: Dios se nos ha dado y nos invita a responder a su donación. Dios, Uno y Trino, nos crea, nos eleva al orden sobrenatural y nos llama a la santidad, es decir, a conocer y a participar de su vida trinitaria. Y esta realidad profundísima no es simplemente algo futuro, sino que comienza ya en la tierra con el despertar de la gracia santificante en el alma. La infusión de la gracia en el alma es considerada por S. Tomás como una nueva creación (In II epistolam S. Pauli ad Corintios, lect. IV, n. 192), por la que comenzamos a existir espiritualmente de una nueva manera. La criatura elevada al orden sobrenatural, revestida por el don creado de la gracia santificante que la asemeja misteriosamente a Dios, recibe en lo más profundo de su ser una disposición estable, como una nueva naturaleza, que le permite ser sujeto de acciones sobrenaturales. En virtud de ella se da una especial presencia de Dios en el hombre, a la que la teología llama presencia de inhabitación (v. ii, B, 4), por la que el hombre pasa a ser verdaderamente semejante a Dios. Sus operaciones de entendimiento y voluntad tienen por objeto a Dios mismo, aunque de modo limitado e imperfecto -como corresponde a una naturaleza creada-, pero real. Es decir, el hombre elevado por la gracia conoce y ama a Dios de modo semejante a como Él se conoce y ama a sí mismo. Y S. Tomás llega audazmente a escribir que -a través de la presencia y la actuación de la T. en su alma en gracia- «actúa como un dios por participación» (In III Sent. d34 ql a3).

El Espíritu Santo, viniendo a nuestra alma, nos hace participar de la vida de Cristo, y nos conduce así hacia Dios Padre. La vida cristiana consiste en ser incorporados a los misterios de la vida de Cristo, como repite frecuentemente S. Pablo: somos configurados con Él, hechos partícipes de su muerte para resucitar con Él hasta que con Él reinemos. Tal configuración la realiza Dios en nosotros, pero no sin nosotros. Que el Espíritu Santo nos haga cristiformes a través del Bautismo, o a través del perdón de los pecados en la Penitencia, o por la recepción de la Eucaristía.... no supone ni significa que no cuenten nuestras disposiciones personales. Más bien al contrario, exige actitudes y obras de amor, de dolor, de fe viva ... : es decir, un desarrollo progresivo de la vida en Cristo.

La vida moral aparece así en su auténtica dimensión: como el esfuerzo personal por ser consecuentes con la acción de Dios Trino en nosotros. Vida que pide docilidad al Espíritu Santo, espíritu de oración y filiación y, por último, aceptación positiva y alegre de la Cruz de Cristo. Los actos morales del cristiano, que son su respuesta personal a la voluntad de Dios Creador y Redentor, tienen su más profundo valor en el hecho de que verdaderamente conducen por Él a Él mismo; de que están vivificados e impulsados por el Espíritu Santo y tienden a la semejanza con Jesucristo; de que, en definitiva, nacen y acaban en un encuentro personal con nuestro Padre Dios.

El misterio trinitario, el más grande de los misterios revelados, principio y fin de todos ellos (León XIII), da a la vida moral cristiana su fundamento y su justificación más profunda. Y ello constituye una luz no sólo para el actuar del cristiano, sino para la labor teológica. El tratado dogmático sobre Dios Trino que los teólogos (principalmente S. Agustín y S. Tomás de Aquino) han elaborado en base a la doctrina revelada y a las enseñanzas de la Iglesia, y que se apoya en la realidad del conocimiento analógico, usa de las operaciones inmanentes del hombre para alcanzar una cierta inteligibilidad de las operaciones divinas. Y, una vez alcanzada la vida divina intratrinitaria en aquel proceso de subida de la dogmática, debe la Teología tomar el camino hacia la moral: reflexionar sobre la vida del hombre partiendo de la vida de Dios, tanto en Sí mismo (porque gozar de ella es nuestro fin último), como en su efusión hacia nosotros a través, principalmente, del sacrificio redentor del Hijo y la constante actuación del Espíritu Santo. La Moral cristiana específica -entendida no como ciencia de contenidos exclusivamente éticos, es decir, meramente racionales, sino en su condición teológica, es decir, de ciencia originada en la fe y construida desde su luz por la razón- es la Moral de los hijos de Dios: de los hombres que caminan hacia el Padre, a través de la identificación con el Hijo hecho Hombre, conducidos y movidos por el Espíritu Santo. Es, la Moral de la vida de la gracia, antesala de la vida gloriosa propia de los bienaventurados.

La teología moral debe reflexionar sobre Dios y el hombre desde un punto de vista muy preciso: la mutua donación personal, que en Dios es una libre decisión que nos ha revelado y que nos comunica la gracia, y en el hombre debe ser un proyecto de vida al que es inclinado por la gracia y en el que camina cuando deja imponer por ella su propia libertad.

b) La Trinidad y la vida de oración. La realidad de la T. y su inhabitación en nosotros son verdades que trascienden a nuestra inteligencia, que nunca podremos penetrar de manera absoluta. Pero el hecho de que sea algo misterioso, trascendente, en nada impide que la vida interior de cada cristiano tenga en la inhabitación y en el trato con la T. que de ahí deriva su más hondo sentido, su única verdadera meta (bien entendido que no es una meta que se alcance por esfuerzo humano, sino que se recibe como don divino siempre y cuando las disposiciones personales lo permitan).

No podemos agotar el misterio trinitario, pero sí podemos vivir de él. Inhabitan en nosotros las tres Personas, y como tales tres: es decir, no confusamente sino según su mutua distinción personal, y ofreciéndose así a nuestro conocimiento y amor. El cristiano se ve así enfrentado con una realidad que lo asombra y exalta: ¡Dios Uno y Trino está viviendo en mí! ¡El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se me entregan para que goce de su trato y amistad!La Revelación nos da a conocer que la creación entera está transida por «una corriente trinitaria de amor por los hombres» (. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, o. c. en bibl., 85). El designio divino que preside y rige la creación está gobernado por la decisión divina de comunicarse a los hombres, de establecer entre ellos y ffl una vida de amistad. Esa corriente de amor trinitario se manifiesta en la creación de Adán en santidad y justicia, en la promesa redentora, en la Encarnación del Hijo eterno de Dios Padre, en la venida del Espíritu Santo, en la vida entera de la Iglesia y de modo especial en la Sagrada Eucaristía, en la que por Cristo, con Cristo y en Cristo, en unidad del Espíritu Santo, se rinde honor y gloria a Dios Padre y es arrastrada hacia r-1 la realidad entera.

El cristiano, que se sabe situado en esa corriente de amor divino, debe aprender a tratar a la Trinidad. A ello le educa y conduce la Liturgia, con su constante evocación del Dios Uno y Trino y de su acción santificadora en nosotros (v. l); y a ello debe encaminarse la oración personal. Los autores espirituales son unánimes en afirmar que el progreso de la oración cristiana implica un crecimiento en la familiaridad con las divinas Personas. En un comienzo es posible que el cristiano al repetir las fórmulas trinitarias o al pronunciar las doxologías no penetre del todo en ellas; pero si persevera en su oración, si va siendo fiel a la gracia y, con s iguien tem ente, creciendo en su sentido de la presencia de Dios, va desarrollándose en él la intimidad. «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo» (1. Escrivá de Balaguer, Hacia la santidad, o. c. en bibl., 33-34). Todo ello ocurre ciertamente en la fe -no es aún la visión, sino el desarrollo de la vida contemplativa a la que todo cristiano está llamado ya durante su caminar terreno (V. CONTEMPLACIóN)-, y, por tanto, como tras un velo que nunca acaba de descorrerse en la tierra, pero no por ello es menos real y vívido. De ahí que se pueda hablar y se haya hablado de «una experiencia íntima que, aunque oscura, nos hace sentir que nuestra alma vive de su conjunción a una vida superior, y nos hace gozar formalmente de las Personas Divinas» (luan de Santo Tomás, In I partem Suninia theologiae, q43, disp.17, n. 14).

Muchas son las vías por las que puede discurrir la oración cristiana hasta llegar a esa intimidad con Dios Trino. Señalemos dos en especial, junto a la litúrgica ya mencionada: a) Descubrir en la realidad que nos rodea las huellas, vestigios o imágenes de la Trinidad. Es el camino seguido por la Teología dogmática para hacernos entender algo del misterio trinitario, y el que han seguido diversos santos para alimentar su propia vida interior (cfr., p. ej., el Itinerarium mentis in Deum de S. Buenaventura). Las apropiaciones usadas por la Tradición y la Liturgia pueden ayudar en ese sentido, ya que al descubrir en cada una de las obras divinas, comunes a toda la T., los rasgos que nos evocan a cada una de las Personas -el poder, que se atribuye al Padre; la sabiduría, al Hijo; el amor, al Espíritu Santo, etc- nos ayudan a familiarizarnos con cada una de ellas.

b) Revivir la vida de Cristo tal y como nos es narrada en los Evangelios. Es decir, considerarla no como un mero recuerdo de ecos pasados, sino como escenas en las que se nos narra el encuentro de Dios con los hombres, y en las que, por tanto, se nos invita a encontrarlo nosotros mismos. De esa forma a través de la Humanidad de Cristo se llega a su Divinidad y en ella se alcanza al Padre y al Espíritu Santo. En ese tratar a Cristo como lo que es -una persona viva- acompañan y facilitan el camino del cristiano los ángeles y los santos, y de modo especial aquellas dos criaturas que más de cerca convivieron con Cristo en la tierra: María, de la que Cristo nació, y a la que la piedad cristiana proclama Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo, y José, a quien Dios Padre confió su propio Hijo para que cuidara de Él como padre en lo humano y de cuya docilidad al Espíritu Santo nos habla tan claramente la SI ' E. De esa forma -como dice Mons. Escrivá de Balaguerel trato con la trinidad de la tierra, Jesús, María y José, es camino que conduce a la familiaridad con la Trinidad de los cielos.

V. t.: FILIACIÓN DIVINA.


A. ARANDA LOMEÑA.
 

BIBL.: C. SpicQ, Vie morale et Trinité sainte selon saint Paul París 1957; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 9 ed Madrid 1974; íD, Hacia la santidad (Homilía) Madrid 1973; M. M. PHILIPON, La doctrina espiritual de sor Isabel de la Trinidad, 8 ed. Bilbao 1963; A. TURRADO, La Sma. Trinidad en la vida espiritual del justo, su templo vivo, según San Agustín, «Revue des Études Augustiniennes» 5 (1959) 129-151 y 223-260 . J. F. DEL VALLE, Decenario al Espíritu Santo, 3 ed. Madriá 1972; R. GARRiGou-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, 4 ed. Buenos Aires 1957; UN CARTulo, La Trinidad y la vida interior, 2 ed. Madrid 1968; J. DANIÉLOU, La Trinidad y el Misterio de la existencia, Madrid 1969; P. LABORDE, Dévotion á la Sainte Trinité, París 1922-1923; A. GARDEIL, La structure de Párne et la expérience mystique, 2 vol., París 1927; J. MENÉNDEZ-REIGADA, Inhabitación, dones y experiencia mística, «Rev, Española de Teología» 6 (1946) 61-101.

 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991