Trinidad, Santísima. Teología B. Síntesis Especulativa
1. Las procesiones divinas del Hijo y del Espíritu
Santo. 2. Las relaciones y las Personas divinas. 3. La imagen de Dios en el
hombre. 4. Misiones divinas e inhabitación. 5. La Trinidad y la Iglesia.
La exposición sistemática del misterio trinitario, es decir, el análisis y
comparación de los distintos elementos y conceptos a través de los cuales la
Revelacón nos da a conocer ese misterio con vistas a obtener una mayor
inteligencia del mismo, es algo que comienza ya en los Padres Apologistas
griegos y que se va perfeccionando más y más hasta llegar a los grandes tratados
monográficos de los s. IV y V y las síntesis medievales (V. A). El esfuerzo de
los Padres por conservar la pureza de la fe cristiana contra las herejías
trinitario-cristológicas se centra y parte del dato revelado, en el cual hallan
directa o indirectamente todas áquellas analogías creadas (procesión, relación,
persona, misión, imagen) que expresan de algún modo la realidad sublime de Dios,
la no-contradicción de los elementos del misterio así como su profunda riqueza
espiritual. Es eso lo que vamos a exponer en este artículo.
Tal vez sea oportuno hacer dos advertencias previas. En primer lugar, que se
trata siempre de analogías y de analogías imperfectas que no pueden pretender
agotar la riqueza de la Trinidad, porque ésta es un misterio estricto, es decir,
una realidad que excede de tal modo a nuestra razón que sólo podemos conocer su
existencia si nos es revelada y que, una vez conocida, no podemos abarcarla ni
comprenderla exhaustivamente: el análisis teológico del misterio trinitario debe
no sólo abrirse, sino estar informado, por una actitud de respeto religioso. En
segundo lugar, que la Revelación nos da a conocer al mismo tiempo una ontología
divina, es decir, la verdad de que Dios es uno en esencia y trino en Personas, y
una economía, es decir, la acción llena de amor y de misericordia por la que el
Dios Trino atrae hacia Sí a los hombres: el Padre como creador mediante su
Verbo; el Hijo, enviado por el Padre, que se encarna para redimirnos con su
pasión y muerte, y el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, que viene
al Cuerpo de Cristo y a nuestros corazones para santificarnos (cfr. Conc.
Vaticano II, Const. Lumen genflum, 2-4). Ambas realidades deben ser tenidas
presentes en todo tratado De Trinitate, de manera que no se olvide el aspecto
vital o activo del mismo, ni -en el otro extremo- se dejen en la sombra los
aspectos ontológicos, antes bien éstos deben constituir el objeto fundamental de
la exposición sistemática de todo tratado trinitário, ya que, como dice S.
Agustín, es ahí donde «se dan los errores más peligrosos, la búsqueda más
laboriosa y los hallazgos más fructíferos» (De Trinitate, 1,3,5).
1. Las procesiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo. a) Datos
generales. La Revelación divina nos habla de dos procesiones o procedencias en
Dios, cuyos términos son el Hijo y el Espíritu Santo, a los que atribuye
propiedades divinas o llama expresamente Dios. Así, p. ej., Cristo dice de sí
mismo: «Yo procedi de Dios y vine» (lo 8,42); en donde el término proceder, si
se tiene en cuenta que Cristo es el Verbo o Hijo Unigénito de Dios encarnado (lo
1,18), resulta referido a la generación eterna, y el término venir, a su
encarnación. Asimismo, Cristo dice del Espíritu Santo: «Cuando venga el Abogado,
que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del
Padre, él dará testimonio de mí» (lo 15,16). Los Santos Padres y los concilios
recogen esta doctrina bíblica y la proclaman como dogma de fe. El Símbolo
Niceno-Constantinopolitano profesa su fe en Jesucristo «Dios de Dios, luz de
luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado» y en el Espíritu
Santo «que procede del Padre» (Denz.Sch. 150). El Conc. Lateranense IV declara
solemnemente que el Hijo naceldel Padre y que el Espíritu Santo procede del
Padre y del Hijo (Denz.Sch 800). De la misma forma se expresan los Conc. de Lyon
(Denz.Sch. 850) y el Florentino (ib. 1300), etc.
¿Qué significa en general procesión y como se aplica ese concepto a Dios?
Procesión o procedencia significa salir de, proceder de. Este concepto se ha de
aplicar a Dios sólo por analogía -y no por univocidad- con las procedencias en
las cosas creadas, es decir, hay que apartar de él, al aplicarlo a Dios, todo lo
que indique limitación, potencialidad o temporalidad. El concepto puro de
procedencia indica simplemente que «uno tiene su origen de otro» (origo unius ab
alio: Sum. Th. 1 q27 al), y la Revelación nos exige evidentemente entender de
ese modo puro las procesiones divinas. Toda procesión presupone una operación en
la que se funda. Al hablar de las procesiones divinas, no puede tratarse de una
operación transeúnte es decir, que produzca un efecto realmente distinto de Dios
como sucede en la creación (v.), ya que la Revelación nos dice que el Hijo y el
Espíritu Santo son Dios; sino de una operación inmanente, es decir, en la que,
tanto la acción divina como el término de la misma se realizan en el interior de
la misma naturaleza divina, de tal modo que el originante y el originado son
consustanciales (homooúsioi), como ha sido definido por la Iglesia contra toda
clase de subordinacionismos (v.) y de modalísmos (v.).
La analogía más perfecta de esas procesiones inmanentes en Dios nos la ofrece la
vida misma de nuestra alma, creada a imagen y semejanza divina (Gen 1,26). El
acto de conocerse, recordarse y amarse a sí misma es, como puso de relieve S.
Agustín basándose en los datos bíblicos, un reflejo remoto pero fiel de la vida
íntima de Dios. La estructura de nuestro ser, hecho a imagen divina,
deteriorado, pero no destruido, por el pecado de origen y restaurado por Dios
uno y trino, presente en nosotros, mediante la gracia y las virtudes teologales
que Jesucristo nos mereció con su pasión y muerte, es lo que, guiados por la
Revelación, nos permite conocer algo de la vida divina, y a la vez la base de
toda la antropología cristiana.
b) La procesión del Hijo. La fe cristiana al respecto puede resumirse así: el
Hijo procede del Padre por generación espiritual, según la operación del
entendimiento.
1) Datos de fe. La procesión del Hijo como verdaderamente engendrado por el
Padre es una de las verdades de fe más explícitas en el N. T.: son innumerables
las veces que Cristo llama a Dios Padre mío, por contraste con todos los demás
que se hacen hijos adoptivos por su gracia (Mt 11,25-27; lo 1,12; 5,18; etc.;
cfr. Rom 8,15 y 23; Gal 4,5; Eph 1,5); sólo Él es el Unigénito, el Hijo propio o
por naturaleza del Padre: «Dios unigénito, que está en el seno del Padre, ése
nosle ha dado a conocer» (lo 1,18; 1,14; 3,18; 1 lo 4,9); «El que no perdonó a
su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros» (Rom 8,32); «¿A cuál de los
ángeles dijo alguna vez: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy; y luego: Yo
seré para él Padre, y él será Hijo para mí?» (Heb 1,5). Es lo que significa
también la expresión «mi Hijo amado» en las teofanías del bautismo de jesús (Mt
3,16-17, y paral.) y en la transfiguración (Mt 17,5, y paral.). Es éste un dogma
de fe solemnemente proclamado en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano: «Hijo
unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos... engendrado, no
creado» (Denz.Sch. 150), y reafirmado después múltiples veces: Conc. de
Calcedonia (ib. 302), Lateranense IV (ib. 804), etc. Es evidente que a Dios sólo
se le puede atribuir el concepto de generación tomándolo en su sentido puro, sin
limitación alguna de espacio o de tiempo, es decir, el que expresa la definición
clásica de los escolásticos: «origen de un ser viviente de otro ser viviente que
le comunica su misma sustancia o naturaleza» («origo viventis a principio
vivente coniuncto, in similitudinem naturae»). La divinidad del engendrado nos
indica que el Padre comunica al Hijo su misma sustancia o naturaleza divina
mediante una acción vital eterna. Esto es lo que diferencia al concepto de
generación del simple concepto de origen.
Pero la doctrina cristiana nos dice también que ese origen es según la operación
del entendimiento. Así se nos insinúa en la S. E. de diversas maneras. El nombre
de Verbo (Logos) que se le da (lo 1,1; Apc 19,13; 1 lo 1,1) ha indicado siempre
una relación especial con el entendimiento tanto en los libros sapienciales, en
los que la expresión palabra (v.) de Dios (Dabar Yahwéh), designa a la razón que
todo lo dirige, al entendimiento o decreto que procede del mismo, como en el
lenguaje griego. Sentido intelectual tienen también los nombres Sabiduría de
Dios e Imagen atribuidos a Cristo especialmente por S. Pablo (t Cor 1,24.30; 2
Cor 4,4; Col 1,15). La unanimidad de los Concilios y de los Padres en atribuir
al Hijo esos títulos bíblicos nos indica que se trata de una verdad
teológicamente cierta. Los Padres, a partir de los apologetas del s. II, han
usado además siempre la analogía de nuestro verbo o palabra para explicar de
algún modo la generación del Hijo: así S. lustino, Teófilo de Antioquía,
Tertuliano, S. Atanasio, S. Basilio, S. Cirilo Alejandrino, etc. S. Agustín le
da una nueva dimensión o desarrollo en muchas de sus obras, especialmente en los
últimos libros De Trinitate, y los escolásticos, especialmente S. Tomás de
Aquino (Sum. Th. 1 q27 a2; Contra gentes 4,11), recogen la doctrina patrística y
ampliaron y desarrollaron la analogía.
2) Explicación de la analogía con el conocimiento. S. Agustín, a partir del
libro 8 del De Trinitate y basándose en la afirmación de Gen 1,26, busca en
nuestra alma la imagen de la T. y la encuentra en la tríada de potencias:
memoria, inteligencia y voluntad. Después de un profundo análisis de las mismas,
ve que reflejan mejor la vida íntima de Dios si se las considera en acto, es
decir: como mente, noticia (verbum mentis) y amor. El Padre, al conocerse a sí
mismo, forma una idea (verbum mentis) o imagen perfecta de sí mismo, distinta de
él, pero inmanente. Es, pues, una generación espiritual (ad modum prolis)
producida por el acto intelectivo divino, de la cual es una pálida analogía el
origen de nuestras ideas, especialmente de nuestro autoconoc ¡miento: nuestra
mente forma una idea o imagen de nosotros mismos, que es de algún modo distinta
de ella y a la vez interna o inmanente. Sólo que en nuestro autoconocimiento esa
idea o imagen es de un orden puramente intencional o intelectivo, no constituye
una persona distinta e implica potencialidad, temporalidad y finitud (De
Trinitate, 1,5,22,42). Dada la consustancialidad de las divinas Personas, se
debe aplicar aquí el concepto puro de generación: el Hijo procede de la acción
vital del Padre al autoconocerse; el Padre le comunica al Hijo su misma
naturaleza divina; el Hijo es por eso su imagen connatural y perfectísima (cfr.
Sum. Th. 1 q27 a2).
c) La procesión del Espíritu Santo. La fe cristiana puede resumirse así: el
Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio, a modo de
voluntad y, por lo mismo, no es engendrado.
1) Datos de fe. Cristo dice expresamente que el Espíritu Santo procede del Padre
(lo 15,26) y añade que es enviado por Él, es decir, por el Hijo (lo 15,25;
16,7), y que recibe de Él toda la verdad para comunicarla a sus discípulos,
porque todas las cosas del Padre son también del Hijo (lo 16,13-15). Es claro,
por otra parte -así lo exige la consustancialidad e igualdad de las divinas
Personas- que no puede admitirse entre ellas más dependencia que la de origen o
procesión. Las frases bíblicas indicadas no pueden, pues, interpretarse más que
como indicación de que el Espíritu Santo procede también del Hijo: de lo
contrario, el «ser enviado» y el «recibir» equivaldrían a una inferioridad
entitativa y por lo mismo a una negación de la divinidad del Espíritu Santo. Así
lo ha definido el Magisterio de la Iglesia: es dogma de fe que el Espíritu Santo
procede del Padre y del Hijo como de un solo principio (ab utroque, ex Patre
Filioque), según lo proclaman los Conc. ecuménicos Lateranense IV (Denz.Sch.
800) y 11 de Lyon (ib. 850). Los Padres griegos, aun usando esa fórmula, acuden
con más frecuencia a otra: el Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo (a
Patre per Filium). Ambas fórmulas, según la interpretación dada por el Conc. de
Florencia, son equivalentes (ib. 1300-1301), ya que, como precisa el Concilio,
la expresión «a Patre per Filium» pone de manifiesto que todo lo que tiene el
Hijo, también el que el Espíritu Santo proceda de Él, lo tiene el Hijo como
recibido del Padre. La fórmula «Patre Filioque» subraya que el Espíritu Santo
procede del Padre y del Hijo como de un solo principio y por una sola
espiraciónl- la «a Patre per Filium», la fontalidad del Padre: ambas, pues, no
se excluyen, sino que están al contrario íntimamente compenetradas. Sobre la
historia del «Filioque» y su inclusión en el Símbolo, v. I, B.
Es dogma de fe que el Espíritu Santo no es engendrado, es decir, que su
procesión no es una generación sino algo diverso. El título de Unigénito,
exclusivo del Hijo I nos indica que en Dios no hay más generaciones. Así lo
proclama el Símbolo «Quicuínque» (V. FE II), cuando dice que el Espíritu Santo
«no hecho, ni creado, ni engendrado, sino procedente» (Denz.Sch. 75). El Conc.
Lateranense IV afirma: «El Padre engendra, el Hijo nace, el Espíritu Santo
procede» (ib. 800); y lo mismo afirma el Florentino (ib. 1330).
Un tercer punto debe ser precisado: la procesión del Espíritu Santo es por la
voluntad. En la S. E. se nos insinúa que el Espíritu Santo procede como amor o
don de Dios. A él se le atribuye la donación de la caridad (Rom 5,5) y de los
carismas (1 Cor 12,4 ss.; Gal 5,22); se le llama virtud o fuerza (Act 1,8); se
le atribuyen en general los principales sucesos y medios de salvación que
indican unión o amor entre Dios y los hombres: la concepción virginal de María,
la regeneración po_- el bautismo, el perdón de los pecados, etc. Toda la
Tradición ha puesto con frecuencia de relieve la relación en - tre el Espíritu
Santo y el amor; S. Agustín es particularmente explícito al respecto (De
Trinitate 15,19,33-36). Es cierto que también se le llama «Espíritu de verdad»
(lo 14, 26; 16,13), y que los Padres de los s. II-III lo identifican
frecuentemente con la Sabiduría, pero ello no destruye lo anterior sino que debe
ser interpretado a su luz. S. Agustín se planteó esta cuestión en los libros
sexto y séptimo del De Trinitate, y la resuelve diciendo que la expresión
Sabiduría de Dios nos habla principalmente de la persona del Hijo, pero que,
como es propiamente un atributo esencial de Dios, puede ser atribuido también al
Padre y al Espíritu Santo (7,3,5 y 7,4,6).
2) Explicación de la analogía con el amor. De un modo desarrollado se encuentra
por primera vez en S. Agustín. Mientras que el entendimiento -dice- produce una
imagen (verbum mentis) del todo semejante al objeto conocido, como una
generación espiritual (ad modum prolis), la voluntad, en cambio, se limita a
dirigirse hacia lo captado por la imagen por ella engendrada y, por lo mismo, no
es una nueva generación sino una tendencia o lazo de unión. Del mismo modo, el
Espíritu Santo, amor o don mutuo del Padre y del Hijo, procede de ambos como de
un solo principio, al igual que el amor procede de la mutua relación entre la
mente y su imagen, pero no es una nueva imagen y, por tanto, no es engendrado.
Citemos sus palabras textuales: «Sabes muy bien que hay en ti un verbo (palabra,
idea) verdadero, cuando es engendrado de tu ciencia o saber, es decir, cuando
decimos lo que sabemos; aunque no pensemos ni digamos la palabra apropiada en
ningún idioma humano, sino formando nuestro pensamiento de aquello que sabemos,
ya se da en el que piensa una imagen del todo semejante al pensamiento que
estaba contenido en su memoria, siendo la voluntad o el amor como un tercer
elemento que los une a ambos, es decir, como al padre y a su hijo («ita duo
scilicet velut parentem ac prolem tertia voluntate sive dilectione iungente»).
El que pueda que discierna cómo la voluntad procede del pensamiento (pues nadie
quiere aquello cuyo ser o cualidad desconoce en absoluto), y con todo no es
imagen del pensamiento; de hecho, aquí se nos insinúa en el mundo inteligible
una cierta diferencia entre el nacimiento y la procesión, puesto que no es lo
mismo ver con el pensamiento que desear o gozar con la voluntad» (De Trinitate,
15,27,50: PL 42, 1097).
S. Tomás recoge y amplía esta explicación agustiniana. Para él la palabra
Espíritu, aunque puede tener un sentido esencial (Dios es espíritu), en otro
respecto indica propiamente a la tercera Persona de la T. por expresar una
cierta moción o impulso vital, en cuanto que alguien es movido o impulsado por
el amor a hacer alguna cosa (Sum. Th. 1 q27 a4). Y explica y desarrolla
plenamente como ' al ser una procesión por vía de la voluntad, se explica que no
sea generación, aunque -como es claro- quien de ella se origina el Espíritu
Santo, sea de la misma naturaleza que el P¿dre y el Hijo: «La procesión del amor
en Dios no debe llamarse generación. Para entenderlo tómese en cuenta que el
entendimiento se pone en acto debido a que el objeto entendido está en él por su
semejanza, y, en cambio, la voluntad se pone en acto, no porque en ella haya
semejanza alguna de lo querido, sino porque hay una cierta inclinación a lo que
quiere. Así, pues, la procesión que se toma según la razón del intelecto es
según la razón de semejanza, y, por consiguiente, puede tener razón de
generación, porque todo el que engendra engendra algo semejante a él. Pero la
que se toma según la razón de voluntad no tiene razón de semejanza, sino más
bien razón de impulso o movimiento hacia algo, y, por consiguiente, lo que en
Dios procede por modo de amor no procede como engendrado ni como hijo, sino más
bien como espíritu» (1 q27 a4).
2. Las relaciones y las Personas divinas. a) Las relaciones reales
subsistentes en Dios. 1) Existencia de relaciones en Dios. La revelación de las
procesiones divinas nos conduce a otra noción que, tomada de la realidad creada,
nos ayuda a conocer la T.: la de relación. El hecho mismo de que haya una
procedencia u origen en las Personas divinas indica que en el seno de Dios hay
unas relaciones reales. Los nombres de Padre e Hijo son además nombres
relativos. Por eso, aunque la palabra misma relación no aparezca en la S. E.,
los Padres acudieron pronto a ella. A partir de S. Atanasio y más expresamente
los Capadocios, emplean abundantemente la analogía de la relación (siésis,
jaraktér) para demostrar de algún modo a los arrianos que los tres relativos en
Dios no destruyen la unidad de la naturaleza divina. S. Agustín desarrolla
profundamente la doctrina de la relación (De Trín., lib. 5), aunque al aplicarla
a la T. no habla de tres relaciones sino de tres relativos, expresión que
implica ya en sí la noción de tres personas o sujetos personales. S. Anselmo (De
processione Spiritus Sancti) y posteriormente S. Tomás (Sum. Th. 1 q28)
desarrollan y perfilan el concepto. El Conc. de Florencia proclama que en Dios
todo es realmente idéntico excepto cuando hay oposición de relación: «Estas tres
personas son un solo Dios, y no tres dioses; porque las tres tienen una sola
divinidad, una sola inmensidad, una sola eternidad, y todo es uno, donde no
obsta la oposición de relación» (Denz.Sch. 1330).
2) Concepto de relación. Para entender bien lo dicho es necesario tener presente
el concepto puro o formal de relación, ya que sólo así puede ser atribuido a la
vida íntima trinitaria, corno sucede con todas las demás analogías creaturales.
Por eso vamos a analizar en primer término la doctrina escolástica en su
esfuerzo por definir la relación con respecto a las Personas divinas, sin
perjuicio de intentar asumir luego algunas precisiones modernas sobre la persona
como ser relacional.
S. Tomás nos da el concepto puro y formal de la relación diciendo que es la
«simple ordenación mutua entre varias cosas» (ordo unius ad aliud: De Potentia
q7 a9 ad7). Dentro del concepto caben diversas manifestaciones que no presentan
todas las mismas características. Veamos, pues, las diversas clases de
relaciones:a) Relación trascendental es la que existe entre los primeros
principios del ser, y, según S. Tomás, la que existe entre la potencia y el acto
bajo cualquiera de sus formas (materia y forma, sustancia y accidentes, etc.).
Implica, pues, algo absoluto, como son los principios del ser, pero al mismo
tiempo la ordenación mutua de los mismos para constituir el ser completo. Se le
llama trascendental, porque supera todas las categorías o predicamentos
aristotélicos, que presuponen ya el ser constituido o completo. Como es lógico,
esta relación no se puede atribuir a Dios, porque implica siempre potencialidad
y composición.
b) Relación predicamental es un accidente que presupone ya el ser constituido;
por eso forma parte de las categorías o predicamentos aristotélicos. Su razón
formal o concepto puro es ser a (esse ad, tó prós ti: De Pot. q7 a9 ad7). Sólo
implica esa ordenación mutua (ordo,habitudo) entre varias cosas, y no
necesariamente potencialidad o imperfección.
c) Relación predicamental real es la que se da entre seres reales implicando un
fundamento real. Requiere siempre los siguientes elementos: el esse ad (ser con
respecto a otro), que es el concepto puro o formal de la relación; como esta
relación predicamental en las criaturas es siempre un accidente, necesita
adherirse o estar en (esse in), que es, pues, el segundo elemento (propiamente
hablando el esse in no es algo realmente distinto del esse ad, e indica sólo que
la relación es un accidente y que inhiere, está en un sujeto); y, finalmente,
tercer elemento, el fundamento real, ya que la relación predicamental es real
cuando una realidad nueva o fundamento viene al sujeto ya constituido; así, la
generación activa y pasiva son el fundamento real de la relación de paternidad y
filiación.
d) Relación predicamental lógica o de razón es aquella que se da entre
conceptos, aquella que tiene su fundamento en la sola operación de la mente
humana, sin implicar algo en la realidad extramental de las cosas. Obviamente no
es esta relación la que nos sirve de analogía para expresar el misterio de la
T.; reducir a esto las relaciones divinas sería negar el misterio mismo, cayendo
en el modalismo (v.). Es, pues, la relación predicamental real la que podemos
predicar de Dios, haciendo todas las correcciones que implica la analogía, según
diremos a continuación.
3) La relación en las criaturas y en Dios. En las criaturas, toda relación
predicamental real al igual que su fundamento son accidentes. Implica, pues,
potencialidad y composición. En Dios, acto puro y simplicíslmo, no puede haber
composición alguna y, por lo mismo, no puede haber nada accidental; las
relaciones en Dios no son accidentales, sino sustanciales o subsistentes y
realmente idénticos con la naturaleza divina (relatio subsistens). Por eso, la
relación en Dios no es simplemente predicamental, sino sólo analógicamente o a
modo de la predicamental (ad modum praedicamentalis). Tengamos presente que el
concepto puro o formal de la relación real (esse ad) no implica de por sí
potencialidad o imperfección alguna, sino sólo pura distinción, oposición y
ordenación mutuas; es por ello por lo que puede atribuirse analógicamente a Dios
(cfr. S. Tomás, In I Sent. d26 q2 a2). El hecho mismo de la distinción de razón
entre el esse ad y el esse in de la relación en las criaturas nos indica que no
repugna metafísicamente la existencia en Dios de tres esse ad realmente
distintos u opuestos entre sí (paternidad-filiación-espiración pasiva), aunque
su esse in sea idéntico (las tres relaciones se identifican con la esencia
divina).
4) Distinción real entre las relaciones divinas opuestas. De la doctrina bíblica
y teológica sobre las procesiones o procedencias divinas se deduce que en Dios
hay cuatro relaciones, correspondiendo dos a cada una de las procesiones:
paternidad, filiación, espiración activa y espiración pasiva. Ahora bien; sólo
hay tres relaciones reales opuestas entre sí y por lo mismo realmente distintas
(cfr. Conc. de Florencia, Denz.Sch. 1330): a) la paternidad y la filiación como
es obvio se oponen entre sí y, por tanto, se distinguen realmente; b) la
espiración activa se dice, según hemos visto, del Padre y del Hijo como de un
solo principio y, por tanto, se identifica realmente con la paternidad y la
filiación; c) la espiración pasiva se opone a la espiración activa (o paternidad
y filiación) y exige un término real distinto de las mismas: el Espíritu Santo.
Las tres relaciones reales distintas entre sí son, pues: paternidad, filiación y
espiración pasiva (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1 q28 a3-4).
5) Las relaciones se identifican realmente con la esencia divina. Así lo def"ó
el Conc. de Florencia en el texto ya citado: las relaciones no guardan con la
esencia divina oposición relativa de ningún género y se identifican con ella.
Negarlo sería poner división en Dios, es decir, afirmar no un Dios en tres
Personas, sino tres dioses. En la Edad Media esta cuestión dio lugar a varias
definiciones: Gilberto Porreta (v.) en el s. XII defendió la distinción real
entre la esencia divina y las relaciones reales, cayendo así en el error de
sostener una «cuaternidad» en Dios, lo que motivó su condena en el Conc. de
Reims (Denz.Sch. 745); por otra parte, el abad Joaquín de Fiore (v.) acusó de
sostener una «cuaternidad» a Pedro Lombardo, usando expresiones según las cuales
parecía concebir de tal modo la identidad entre las personas y la esencia que
caía en un triteísmo (v.), siendo condenado en el Conc. Lateranense IV (Denz.Sch.
803807). Digamos, pues, en resumen, que las relaciones auténticamente distintas
entre sí se identifican realmente con la esencia divina; sólo cabe entre ellas y
la esencia una distinción de razón fundada en la diversidad de los conceptos, es
decir, lo que los escolásticos llaman una distinción de razón «raciocinada»: en
efecto, la esencia significa propiamente algo que existe en sí y para sí (in se
et ad se), mientras que las relaciones indican simplemente una ordenación a otra
cosa (ad aliud).
Terminamos diciendo que lo importante en esta exposición sobre las relaciones en
Dios consiste en que nos hace vislumbrar de algún modo cómo tres relativos
distintos y opuestos entre sí pueden ser idénticos con una misma esencia o
naturaleza divina, conduciendo así a una mayor intelección del dogma trinitario:
tres Personas y un solo Dios.
b) Las Personas divinas. 1) El concepto de persona. La Iglesia ha expresado su
fe trinitaria en una fórmula clara: una naturaleza, tres personas (cfr. 1, B).
Se atribuye así a Dios por analogía el concepto de persona, que designa el ser
más perfecto en la naturaleza creada. Ahora bien, ¿cómo se puede definir con
precisión la persona? Sin entrar aquí en todas las dimensiones del tema (v. para
eso la voz PERSONA), digamos que la revelación del misterio trinitario obliga a
todos los cristianos a admitir una distinción real entre la naturaleza y la
persona, y, por tanto, a intentar una definición precisa de la misma. Hitos en
esa línea son los Capadocios, Leoncio de Bizancio (que la define como «ser según
sí mismo»), luan Damasceno Boecio, y finalmente, S. Tomás, que da una definición
que se ha hecho clásica: «distinto subsistente en la naturaleza intelectual» («distinctum
subsistens in natura intellectuali» (Sum. Th. 1 q29 al-2). La persona indica un
sujeto particular, concreto, distinto de otros, de naturaleza intelectual.
La reflexión escolástica se prolongó, sobre todo a partir del s. XIV, intentando
determinar con exactitud lo que se denominó el constitutivo formal de la
persona: si la naturaleza y la persona se distinguen, como indica el dogma
trinitario (y el cristológico), ¿qué es exactamente el elemento por el que la
naturaleza deviene persona? La solución que se dé a esa cuestión contribuye a
precisar algunos puntos de la terminología trinitaria, y a su vez debe ser
juzgada desde el dogma mismo. Para una exposición de las diversas posiciones, v.
PERSONA I, 4.
2) Las Personas se constituyen por las relaciones. S. Tomás prosigue su
exposición diciendo que el nombre de persona, que indica lo más perfecto que hay
en toda lanaturaleza, debe ser atribuido a Dios, pero, añade, «no le compete del
mismo modo que a las criaturas, sino de modo más excelente» (ib. 1 q29 a3). En
el artículo siguiente precisa que en Dios el nombre de persona significa la
relación: «persona, cualquiera que sea su naturaleza, significa lo que es
distinto en aquella naturaleza. Y así, en la naturaleza humana, significa esta
carne, estos huesos, esta alma, que son los principios que individúan al hombre
y que, si ciertamente no entran en el significado de persona en general, están
contenidos en el de persona humana. Pero en Dios no puede haber más distinción
que la que proviene de las relaciones de origen. En Dios la relación no es como
un accidente que inhiere a un sujeto, sino que es la misma esencia divina, que
es subsistente... Por consiguiente la persona divina significa la relación en
cuanto subsistente» (ib. a4).
3) La persona como ser relacional. Los escolásticos siguen un método que se
puede calificar de ascendente, es decir: parten de una definición filosófica de
la persona humana y tratan después de aplicarla por analogía al misterio
trinitario. En cambio, algunos autores contemporáneos, fundados en que se trata
de una cuestión manifestada únicamente por la Revelación, proponen un método
descendente, que parte de lo que la Revelación nos dice sobre las Personas
divinas para aplicarlo después por analogía a la subsistencia o razón formal de
la persona humana.
Dejando para luego esta perspectiva, digamos que -a nuestro parecer- la
explicación teológica del dogma trinitario cobra todo su realce si como
analogado supremo tenemos presente un ser relaciona¡ y no una mera relación.
Pensamos que para ello da apoyo S. Agustín, que define a la persona como
poseedora de la naturaleza racional (habens naturam) y de su triple dinamismo
(memoria, inteligencia, voluntad), imagen pálida de la Trinidad (De Trinitate,
15,22,42). Sólo que las Personas divinas se identifican realmente con la
naturaleza que poseen, mientras que la persona humana no se identifica con la
suya. Lo que realmente distingue a las Personas divinas es su ser relacional o
relativo (tria relativa): «porque (la Persona divina) es lo que posee, excepto
lo que se le atribuye relativamente o con respecto a la otra» (De Civitate De¡,
11,10,1). Ese ser relacional, que implica alteridad o respectividad, según la
expresión de Zubiri (Sobre la Esencia, Madrid 1962, 433-435), es lo que
constituye propiamente a la Persona divina,4) Intercomunicación e igualdad de
las Personas divinas. Las tres divinas Personas están mutuamente compenetradas,
están la una en la otra, nunca se separan. Como dice el Conc. de Florencia: «Por
razón de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo;
el Hijo está todo en el Padre ' todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo
está todo en el Padre, todo en el Hijo» (Denz.Sch. 1331). La razón más honda de
esta intercomunicación (circumincessio, en latín; perichoresis, en griego) es la
unidad numérica de la esencia divina poseída por las tres Personas (Sum. Th. 1
q42 a5).
Por eso mismo las tres divinas Personas son iguales en dignidad y poder. La
distinción de los tres relativos en Dios es puramente relacional y, por lo
mismo, no implica imperfección alguna en los otros: el no-ser Padre, o Hijo, o
Espíritu Santo no implica un no-ser en el orden del ser, sino únicamente en el
orden relacionaL Ese ser relaciona¡ es lo único exclusivamente propio
(propiedad) de cada Persona divina; todo lo demás, tanto en el orden de los
atributos divinos como en el de las operaciones, es común a las tres Personas.
«Las obras de la Trinidad son inseparables», decía S. Agustín (Sermo 213, 6,6);
y el Conc. IV de Letrán enseña que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son «un
único principio de todas las cosas creadas» (Denz.Sch. 800). Si algún atributo u
operación se atribuye en ocasiones de modo especial a una Persona es sólo por
apropiación, es decir, por la analogía o relación que guarda con su propiedad
personal, a fin de facilitarnos de esa forma el relacionarnos vitalmente con
cada una de las Tres Personas (cfr. Sum. Th. 1 q39 a7-8).
3. La imagen de Dios en el hombre. a) Datos generales. Como hemos visto,
la reflexión teológica sobre la T. ha consistido, en parte, en desarrollar lo
que nos dice la Revelación misma sobre ese misterio con la ayuda de la analogía
que nos ofrece el hombre, basándose para ello en las afirmaciones bíblicas sobre
el hombre como imagen de Dios. Detengámonos un poco en ese punto, ya que,
siguiendo el método descendente antes apuntado, nos permite poner de manifiesto
algunas cuestiones centrales de la antropología y la soteriología cristianas.
Las enseñanzas de la S. E. sobre el hombre como imagen de Dios han sido ya
ampliamente estudiadas (v. HOMBRE II; IMAGEN DE DIOS); centrémonos por eso en
los Padres. Conviene resaltar que los Padres griegos, especialmente Orígenes,
tienden a interpretar el texto de Gen 1,26 sobre el hombre como hecho a imagen y
semejanza de Dios dando a la imagen un sentido natural o creacional, mientras
que a la semejanza le dan un sentido sobrenatural o de asimilación a Dios por la
gracia. Como fue la semejanza lo que destruyó el pecado y lo que Cristo restaura
por el Bautismo, su antropología suele moverse con preferencia en el ámbito
sobrenatural. Los Padres latinos, por el contrario, suelen identificar la imagen
y la semejanza, por lo que expresan la distinción naturalsobrenatural
refiriéndola indistintamente a la imagen o a la semejanza. S. Agustín corrige
expresamente a Orígenes, porque para él no puede haber una imagen que no sea al
mismo tiempo semejante al original; si bien el grado de esa semejanza es
susceptible de variación y de aumento. Un lenguaje análogo se encuentra en S.
Tomás (Sum. Th. 1 q93).
La amplia especulación teológica de S. Agustín en su De Trinitate, en el que
aplica la analogía no sólo a la procesión de¡ Hijo -como había hecho la
tradición precedente-, sino también a la del Espíritu Santo, y en la que estudia
no sólo la T. en sí misma, sino también el desarrollo de la imagen divina en el
hombre, hacen que su obra tenga especial importancia. Vamos, pues, a fijarnos en
él para analizar brevemente este último tema.
b) Imagen de Dios trino en el hombre: su deterioro y su reforma. El espíritu
humano posee un dinamismo que le es consustancial; es propio del alma acordarse
de sí, conocerse a sí misma, amarse (De Trin. 14,14,18). Por eso la imagen
trinitaria está naturalmente impresa por Dios en nuestra alma («ín sua mente
naturaliter divinitus instituta», ib. 15,20,39, cfr. 14,14,19). Sin embargo, esa
imagen divina sufrió un deterioro muy profundo por el pecado de origen; «suo
vitio in deterius commutata», «por su propia culpa fue modificada a un estado
peor» (ib. 15, 20,39), y necesita ser reformada para recuperar de nuevo el
esplendor primitivo. Esta reforma no puede obtenerla el hombre por sí mismo,
sino que la alcanza sólo con la ayuda de la gracia: «Pudo deformarse a sí mismo,
pero no puede reformarse» (ib. 14,16,22).
A partir de ahí S. Agustín va a desarrollar una exposición del dinamismo de las
Personas divinas en nuestraregeneración, que pone de manifiesto el carácter
escatológico de la gracia sanante. En la reforma de su imagen en nosotros, Dios
nos otorga primero una justicia inicial, que no es meramente extrínseca, sino
impresa realmente en el alma: «No (es) sólo aquella (justicia) por la que Él
(Dios) es justo, sino la que da al hombre cuando justifica al impío» (ib.
14,12,15). Esta justicia inicial reforma el sustrato de nuestra alma, hecha a
imagen divina, a semejanza del Padre, fuente y principio de toda la vida
trinitaria, y el dinamismo de nuestro obrar, a semejanza del Hijo y del Espíritu
Santo. S. Agustín pone en relación las virtudes teologales de fe, esperanza y
caridad que van sanando las heridas de la ignorancia y la concupiscencia
desordenada y divinizando nuestro actuar, con la Segunda y la Tercera Persona de
la T.; y lo hace acudiendo a los conceptos de causalidad ejemplar y eficiente;
el Verbo, Sabiduría de Dios encarnado para ser el Medicus humilis de nuestras
llagas, es el ejemplar y, por apropiación, la causa eficiente de la fe o
sabiduría divina que cura nuestra ignorancia; y el Espíritu Santo, amor mutuo
del Padre y del Hijo, es el divino ejemplar y, por apropiación, la causa
eficiente de la caridad que sana la concupiscencia desordenada y nos hace amar
con amor divino (ib. 14,12,15).
La salud completa, sin embargo, y por ende la restauración total de nuestra
imagen divina solamente alcanzarán su plenitud en la visión eterna: Sólo
entonces la semejanza de nuestra imagen con su divino ejemplar llegará al grado
sumo de su perfección; «Cuando se dé la perfecta visión de Dios, entonces habrá
en su imagen la perfecta semejanza a El» (ib. 14,17,23).
4. Misiones divinas e inhabitación. a) Las misiones divinas. La realidad
de las misiones divinas es afirmada claramente en la S. E., en la que se habla
expresamente de la misión del Hijo por el Padre, y de la misión del Espíritu
Santo por el Padre y el Hijo (lo 6,57; 11,42; 17,18; 20,21; 14,26; 16,7; Gal
4,4; Lc 10,16; 24,29, etcétera). Hasta el s. IV los Padres se limitaron a
repetir la doctrina bíblica sin elaborar una teología propiamente tal de las
misiones divinas. Pero la situación cambió profundamente en el s. iv, cuando los
arrianos intentaron fundarse en las misiones divinas para negar la divinidad del
Hijo y del Espíritu Santo: el enviado, decían, es siempre inferior que aquel que
lo envía; por tanto, el Hijo no es consustancial al Padre que lo envía, ni el
Espíritu Santo es consustancial al Padre y al Hijo, sino -decían los
macedonianos (v.) y pneumatórnacos (v.)una «criatura del Hijo». Frente a estos
errores, la Iglesia definió la consustancialidad de las Personas divinas y los
Padres griegos comenzaron a elaborar una teología de la misión divina poniendo
de manifiesto su relación con las procesiones o procedencias eternas en el seno
mismo de la Trinidad. Esa teología fue perfeccionada por S. Agustín y
posteriormente por S. Tomás y los escolásticos hasta nuestros días.
S. Agustín expone ampliamente el concepto de misión en los libros 2 a 4 de su De
Trinitate. La misión divina --dice- implica dos elementos: a) la procesión o
procedencia en el seno mismo de la T.; por tanto, el Padre nunca puede ser
enviado; el Hijo es enviado sólo por el Padre, y el Espíritu Santo por el Padre
y el Hijo, puesto que procede de ambos; b) una cierta manifestación temporal de
esa procesión eterna, que puede ser visible, como en la Encarnación del Verbo y
en las teofanías neotestamentarias del Espíritu Santo en forma de paloma o de
lenguas de fuego, o invisible, como en la iluminación sapiencial por parte del
Verbo, Sabiduría de Dios, cuando la mente percibe que esa sabiduría procede del
Padre, o en la infusión de la caridad por parte del Espíritu Santo, amor y don
mutuo del Padre y del Hijo, cuando el alma al amar a Dios y al prójimo por Dios
percibe que está en ella de un modo especial el Espíritu Santo. La relación
entre el que envía y el enviado no es, pues, de inferioridad, sino simplemente
de procedencia.
S. Tomás dedica a las misiones la última cuestión del tratado sobre la T. de la
Sum. Th. «En el concepto de misión se incluyen dos cosas -explica-, de las
cuales una es la relación del enviado a aquel que lo envía, y la otra la
relación del enviado con el término de su misión... Por consiguiente, la misión
puede corresponder a una persona divina, por una parte, en cuanto incluye la
relación de origen respecto al que lo envía, y por otra, en cuanto implica un
nuevo modo de estar en alguien» (1 q43 al); la misión, por tanto, «incluye la
procesión eterna, y añade algo, es decir, un efecto temporal» (a2 ad3).
Distingue entre misiones visibles (a7) y misión invisible, deteniéndose sobre
todo en esta última. La misión invisible de una Persona divina a la criatura
racional puede hacerse sólo por razón de la gracia santificante, ya que «ningún
otro efecto que la gracia santificante puede ser la razón de que la persona
divina esté de un modo nuevo en la criatura racional» (a3; cfr. a6). Sólo el
Hijo y el Espíritu Santo pueden ser enviados, ya que sólo ellos proceden; el
Padre no es enviado, sino que se da a sí mismo (a4 y S).
b) La inhabitación de las tres divinas Personas en los justos. 1) El hecho de la
inhabitación. Es una verdad de fe que la T. está presente de un modo especial o
habita en las almas de los justos como en su templo. La S. E. atribuye esta
inhabitación unas veces a Dios y otras veces a las divinas Personas por
separado: «Si alguien me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y
vendremos a él y haremos en él nuestra morada» (lo 14,23); «¿No sabéis que sois
templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguien profana
el templo de Dios, Dios le destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y ese
templo sois vosotros» (1 Cor 3,16-17); «¿No sabéis que vuestros miembros son
templo del Espíritu Santo?» (1 Cor 6,19); «Vosotros sois templo del Dios vivo»
(2 Cor 6,16); cfr. además lo 15,4; 14,16; 1 lo 4,12; Rom 8,8, etc. Esta doctrina
tan profundamente bíblica ha sido ampliamente comentada por la patrística y
fielmente conservada por toda la teología católica como un venero de riqueza
espiritual. En los últimos tiempos ha sido objeto de amplia atención por varios
documentos de magisterio eclesiástico: la Enc. Divinum Illud de León XIII (Leonis
XIII Pont. Max. Acta, Roma 1899, vol. 17, 125-148; la Enc. Mystici Corporis de
Pío XIL AAS 35, 1943, 79-80, y la Const. Lumen gentium del Conc. Vaticano 11, no
4,7,9,40,42,48).
Antes de considerar los diversos intentos de profundización teológica, señalemos
que si bien la inhabitación está relacionada con la misión invisible de las
Personas no debe confundirse con ella: basta pensar que sólo pueden ser enviados
el Hijo y el Espíritu Santo, mientras que la inhabitación en los justos se
refiere a las tres divinas Personas.
2) Explicaciones teológicas. Partiendo del hecho, claramente afirmado por la
Revelación, de la inhabitación de la T. en el hombre en gracia, los teólogos
católicos siguen diversas opiniones al intentar penetrar en esa verdad y
explicar el modo como esa inhabitación se realiza; lo que implica poner en
relación esa verdad conotros puntos de la fe, concretamente la omnipresencia de
Dios en todas las cosas por vía de su acción creadora (V. DIOS IV, 9) y el hecho
de que las acciones divinas ad extra sean, como ya decíamos, comunes a las tres
Personas. Exponemos a continuación las diversas posiciones.
(1) Presencia divina por el conocimiento y el amor. Es la explicación dada por
S. Tomás: «Hay un modo especial (de estar Dios presente) que conviene a la
criatura racional, en la cual se dice que se halla Dios como lo conocido en el
que conoce y lo amado en el que ama. Y puesto que la criatura racional,
conociendo y amando, alcanza por su operación hasta al mismo Dios, según este
modo especial no solamente se dice que Dios está en la criatura racional, sino
también que habita en ella como en su templo» (Sum. Th. 1 q43 a3; cfr. 1 q8 a3;
In I Sent. dl4 q2 al; d37 ql a2). En esa línea se sitúan numerosos teólogos
posteriores, bien ateniéndose a la misma doctrina literal del Angélico, bien
prolongándola en uno u otro sentido. Así Suárez, y con él Billuart, Gonet,
Franzelin, Dalmau, etc., atienden en especial a la amistad que surge entre el
justo y Dios y que en cierto modo exige la presencia más perfecta posible o
sustancial (cfr. Suárez, De Trinitate 12, cap. 5, no 13-14). Por su parte luan
de Santo Tomás prefiere atender al conocimiento y amor experimentales que el
justo adquiere de Dios como consecuencia del ejercicio de los dones del Espíritu
Santo; de este modo la inhabitación se diferenciaría de la omnipresencia en
cuanto que por la gracia y por los dones, especialmente el de sabiduría, Dios
está presente en el justo como un objeto experimentalmente cognoscible y amable
(Tractatus de sacro Trinitaris mysterio, disp. 17 a, 3, no 10-12). Le siguen en
lo esencial A. Gardeil, R. Garrigou-Lagrange, 1. H. Nicolas, H. Bouessé, etc.
(2) Presencia divina por la producción de la gracia. Gabriel Vázquez (In Ja- q8
a3 disp. 30, cap. 3, no 11) intenta explicar el nuevo modo de presencia divina
en los justos atendiendo exclusivamente a la causalidad divina eficiente, y, por
tanto, a la producción y conservación de la gracia y de los dones que le son
anejos. Como en Dios se identifican la virtud operativa y la esencia, doquier
actúe su virtud operativa -afirma- se halla también presente su esencia. Dios se
haría así sustancialmente presente en los justos por el hecho mismo de producir
y conservar en ellos la gracia santificante y los dones sobrenaturales; de tal
modo que, si no estuviese ya presente en todas partes, bastaría la producción de
la gracia para hacerse presente en los justos. Siguen esta misma opinión Ruiz,
Alarcón, Oberndórffer y I. B. Terrien. Se suele oponer a esta opinión que no da
razón del carácter vital de la inhabitación, y que recurre a la discutible
hipótesis de que si Dios no estuviera omnipresente bastaría la producción de la
gracia para hacerlo sustancialmente presente.
Paul Galtier (o. c. en bibi.) ha tratado de completar la opinión de Vázquez
atendiendo al mismo tiempo a la causalidad divina eficiente y ejemplar en la
producción de la gracia. Según él, la producción de la gracia cumple de por sí
todas las condiciones necesarias para que la inhabitación sea una presencia de
orden ontológico distinta de la simple omnipresencia, condición que él cree
indispensable para respetar la doctrina de la tradición bíblico-patrística.
Porque -dice- la acción de Dios que produce la gracia no es como la acción
creadora: «La imagen de Dios en nosotros es producida por la aplicación directa
e inmediata que las Personas nos hacen de su sustancia» (p. 218). Por tanto, los
elementos que constituyen la inhabitación no son el conocimiento y amor
fruitivos de Dios y la omnipresencia, sino una presencia ontológica distinta de
la omnipresencia, cuyo elemento específico es la producción misma de la gracia
como una acción especial de Dios, causa eficiente y ejemplar, directa e
inmediata de la misma. Siguen esta opinión, al menos en lo esencial, Joret,
Retailleau, Chambat, Meriéndez-Reigada, Urdánoz, etc.
(3) Presencia divina por la causalidad cuasi-formal. M. De La Taille (Actuation
créée par Acte incréé. Lumielre de gloire, gráce sanctifiante, union
hypostatique: «Revue de Sciences religieuses» 18, 1928, 253-268) admite, además
de la causalidad eficiente y ejemplar divina, otra causalidad formal o, como
dice Karl Raliner (v.), cuasiformal. Cada una de las divinas Personas -dice-
comunica al alma del justo la misma vida divina, y lo hace de un modo
relativamente distinto en conformidad con su propio carácter personal o
hipostático y con su diferencia relativa con respecto a las otras Personas; de
aquí nacerían una relación y unión especiales del alma con cada una de las
divinas Personas. Le siguen junto al ya niencionado K. Ralmer, P. De Letter, M.
J. Donnelly, F. Bourassa, Ch. Baunigartrier, etc. Se opone a esta teoría que el
concepto de causalidad cuasi-formal no resulta nada claro, ya que si se lo
interpreta en sentido benévolo parece carecer de contenido, si en cambio se da a
las palabras toda su fuerza parece aproximarse a un cierto panteísmo.
(4) Presencia dinámica de diálogo. Queremos terminar exponiendo la explicación
que puede deducirse de la doctrina de S. Agustín (cfr. nuestro estudio Eres
templo de Dios, o. c. en bibl.). S. Agustín concibe la omnipresencia de Dios en
las criaturas como resultado de la operación divina continuada que produce y
conserva su ser; Dios, dice, «en aquellas cosas que ha creado, obra sin
interrupción» (De Genesi ad litteram 4,12,22-23). Dios es por eso inmanente a
las cosas, pero al mismo tiempo trascendente, porque es subsistente en sí mismo
(in seipso), es decir, su ser no depende de las cosas creadas: Dios «no está
contenido en aquellas cosas en que está presente» (Ep. 187, 6,18). Dios es
inmutable y eterno y, por lo mismo, su operación es única e inmanente, aunque
produzca diversos efectos según el propio querer divino. El elemento específico
de la inhabitación es la misma y única operación divina diferenciada únicamente
por el nuevo efecto producido en la criatura racional, que es específicamente
distinto del que produce en virtud de la omnipresencia puramente creacional. Ese
efecto nuevo es la justicia de Dios participada por nosotros, que para S.
Agustín equivale a la gracia santificante con su séquito de virtudes.
Esto implica necesarimente en el adulto un diálogo de entrega amorosa y
obediente al Dios Amor que lo justifica. «No de tal manera debe el hombre
convertirse a Dios que se separe de Él una vez que ha sido hecho justo, sino de
tal manera que siempre esté siendo justificado. Si no se aparta de Él, será
justificado por su presencia, e iluminado, y beatificado por Dios que obra y
defiende a aquel que obedientemente se le somete» (De Genesi ad litteram,
8,12,25). En este contexto S. Agustín contempla la unidad real de toda nuestra
vida espiritual y su carácter esencialmente escatológico: la justificación, la
donación del Espíritu Santo, la reforma de nuestra imagen trinitaria y la
inhabitación: «Será plena la justicia, cuando sea plena la salud; será plena
lasalud, cuando sea plena la caridad, porque la plenitud de la ley es la caridad
(Rom 13,10); y será plena la caridad cuando le veamos tal y como Él es (I lo
3,2)» (De perfectione ¡ustitiae hominis, 3,8). V. t. GRACIA III, 4; FILIACIóN
DIVINA; ESPíRTU SANTO II, 4 y III.
5. La Trinidad y la Iglesia: V. IGLESIA III, 1; ESPíRITU SANTO II, 4.
A. TURRADO TURRADO.
BIBL.: Manuales: M. CUERVO, Introducción a la Sum.
Th. de S. Tomás 1 q27-43, ed. BAC, 2-3, 3 ed. Madrid 1959, 3-461; M. SCHMAUS,
Teología Dogmática.- 1. La Trinidad de Dios, 2 ed. Madrid 1963; L. BILLOT, De
Deo uno et trino, 7 ed. Roma 1935; J. M. DALMAU, Sacrae Theologiae Summa, II,
Madrid 1955; J. F. FRANZELIN, Tractatus de Deo trino secundum personas, 4 ed.
Roma 1895; R. GARRIGou-LAGRANGF, De Deo Trino et Creatore, Turín 1943; E. HUGON,
De Deo uno et trino, París 1920; P. PARENTE, De Deo Uno et Trino, 4 ed. Turín
1956; C. PESCH, Praelectiones dogmaticae, Friburgo de B. 1899; A. STOLZ, Manuale
Theologiae dogmaticae: De Trinitate, Friburgo de B. 1939; M. J. SCHEEBEN, Los
misterios del cristianismo, 3 ed. Barcelona, 26-214; A. MICHEL, Trinité (IV,
Synthése théologique), en DTC 15,1802-1855.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991