Teresa de Jesús, Santa. Doctrina Espiritual.
 

S. Teresa fue una entusiasta de los libros; desde niña su afición a la lectura adquiere síntomas de apasionamiento: «si no tenía libro nuevo no me parecía tenía contento» (Vida, 2,1). Eran en su infancia el Flos Sanctorum, en su pubertad libros de caballerías, y en su mocedad y el resto de su vida cuantos libros piadosos llegaban a sus manos, especial mente de S. Gregorio, S. Agustín, S. jerónimo, Casiano, y Osuna, Madrid, Bernardino de Laredo, Guevara y muchos otros, especialmente de la escuela franciscana; de todos sacó provecho que luego aumentaría con su experiencia personal. Ésta se vierte después en sus obras, casi todas escritas por obediencia, que son una muestra de la riqueza de su alma. Especial atención merecen sus escritos místicos, que ofrecen una notable contribución al progreso de la Teología espiritual.

La búsqueda de Dios. El objeto de su búsqueda vital, con ser siempre el mismo, adquiere cambiantes sucesivos a tono con su edad. El primer concepto le llega como Dios verdad y bien eterno, que ella define «la verdad de cuando niña de que no era todo nada, y la vanidad del mundo» (Vida-3,5). Lo buscaba en un cielo eterno, repitiendo a voces para compenetrarse mejor: para siempre, para siempre, para siempre. «En pronunciar esto mucho rato, dice, era el Señor servido que me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad» (Vida, 1,5). La consecución de esa meta tenía dos caminos: el «rápido» del martirio, escogido en seguida; y el «lento», que sustituye al fallar el primero, de rezos, penitencias y limosnas (Vida, 1,6). El «lento» era menos apto para la infancia, agotando su dinamismo apasionado y enfrentándola a la pubertad, que invadía sus sueños infantiles por los quiméricos de los libros de caballería (Vida, 2,1-4). La idea de Dios se redujo al mero deber de conciencia, resignándose a no ofenderle con pecado mortal. Sus devaneos de adolescente se respaldaban con razones justas: «que era el trato con quien por vía de casamiento podía acabar en bien» (Vida, 2,9). Y sin percatarse ya no la gobernaban los ideales, sino razones a secas, arreciadas al pasar de la pubertad a la juventud en el internado de S. María de Gracia.

Las razones la dirigieron de nuevo a Dios en busca de la «verdad de cuando niña» (Vida, 3,5); mas descubrió entre Dios y ella el bache obligado del purgatorio. Y decide atravesarlo, y con esta intención resuelve abrazar la vida religiosa (Vida, 3,6). Mas se cruzó una luz nueva. Se había iniciado en la oración mental, meditando antes de dormir la oración del huerto, porque le dijeron «se ganaban muchos perdones» (Vida, 9,4), y aliviaba el pavoroso purgatorio «con los trabajos que pasó Cristo; porque no era mucho yo pasase algunos por Él» (Vida, 3,6). Contra lo previsto, después del heroico apartamiento de su padre (Vida, 4,1), se centró luego entre monjas y libre de vanidades, «y mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura» (Vida, 4,2). Cumplió la ley hasta el escrúpulo, y echó mano de penitencias que la compensasen; con todo, sentía un vacío espantoso: era la necesidad de extirpar, no sólo los actos, sino las inclinaciones aviesas, y con la angustia enfermó de gravedad. Comenzaba así a fraguarse su personalidad.

La incertidumbre de conciencia, las distracciones en la oración, la paz de su conciencia en pugna con el deber de darse y conversar, eran crisis de personalidad, no tan hecha que bastaran sus convicciones para hacer frente. Carecía, además, de ideas filosóficas y antropológicas adecuadas. La «imaginación» equivalía para ella a pensamiento y su «afición» a voluntad (v. FACULTADES). «Como el entendimiento es una de las potencias del alma, explicaba más tarde, hacíaseme recia cosa estar tan tortolito a veces... Las potencias del alma empleadas en Dios y, por otra parte, el pensamiento alborotado, traíame tonta» (4 Moradas, 1,8). La pedagogía primera de su Camino de perfección está dominada por esta angustia, que acaparó los 20 a. de su primavera religiosa. Mas ganaba por otro cabo poniendo en juego su enorme voluntariedad contra el desconcierto emocional: «Era tan incomportable la fuerza para que no fuese a la oración y la tristeza que me daba en entrando en el oratario, que era menester ayudarme de todo mi ánimo, que dicen no le tengo pequeño, y se ha visto me le dio Dios harto más que de mujer, para forzarme» (Vida, 8,7). Inclinada a valerse de los demás, quiso escudarse en la obediencia; mas no la halló de forma que la eximiese de su búsqueda personal; los primeros consejeros no la ayudaron y viose constreñida a ir de unos en otros, comprobando que los letrados la afianzaban mejor que los «piadosos» medio letrados, y llegó a preferir a los prevenidos contra ella. Así conjugó la «búsqueda externa» con su «criterio personal» para discernir la verdad entre infinitos pareceres. No hubo persona de monta que llegase a su noticia y no la uniese a la corona de sus consejeros.

El a. 1556, a los 41 de edad, marcó la madurez de su alma. Las razones se estrellaban contra su natural inclinación afectiva. Acudió al Espíritu Santo y zanjó la ansiedad de 20 a. con sólo formar en la raíz de su conciencia estas palabras: «Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles» (Vida, 24,7). El centro de gravedad se asentó desde entonces en la «morada de Dios», y su vivencia religiosa brotó de allí exuberante. Los errores antropológicos se le resolvían por la experiencia; mas quedaron eliminados con la intervención de S. Juan de la Cruz en 1572 al aclararle la estructura del alma y su deslinde del cuerpo (4 Moradas, 1,8). En noviembre del mismo año alcanzaba la madurez plena del «matrimonio espiritual», a sus 57 a. (Cuentas de conciencia=CC 2511). Su magisterio posterior a esta fecha aparece nítido y sin sombras en su libro de las Moradas, escrito en 1577, donde sus «intuiciones» se convierten en «sentido de Dios».

Humanidad de Jesucristo e Iglesia. Desde que descubrió a Dios dentro de sí, todo giraba a sus ojos sobre la Trinidad, base ontológica de su vida cristiana. Ya viejos autores señalaron este punto de partida de su espiritualidad, que hoy se vuelve a estudiar profundamente. La Trinidad tiene para T. signo cristológico. En las comunicaciones de la Divinidad «ve claro que está aquí Jesucristo el Hijo de la Virgen» (Vida, 27,4), y la Persona del Verbo es siempre en su Humanidad (CC 54a, 22), si bien el estar presente en el alma es en virtud de su Divinidad (CC 43a). Esta intuición de lo divino y lo humano la sublevó ante las consecuencias de la espiritualidad neoplatónica, común en su tiempo, en cuya escala de valores lo corpóreo degrada la elevación del alma, cuyo vértice sería el espíritu puro. S. T. entiende que la Humanidad de Cristo, personalmente unida a Dios, es por sí santísima, más santa que cualquier otro espíritu, y por ende, el camino más cierto para unirse a Dios. La apología de la Humanidad de Cristo (Vida, 22; 6 Moradas, 7) es el más vibrante de los escritos teresianos, atestado de un realismo incuestionable, impuesto, paradójicamente, desde su interior: «Nosotros no somos ángeles, sino tenemos cuerpo» (Vida, 22,10).

Un puente entrañable se tiende desde la Humanidad de Cristo a la Iglesia de Cristo. Las debilidades humanas de Cristo, que con su sudor de sangre, sed y tristeza solitaria conmovieron las entrañas de T. desde que comenzó a hacer oración, queriéndole consolar (Vida, 9,4), se trasladaron de lleno a la Iglesia. La Iglesia, como Cristo, tiene flaquezas, y es divina; y ante ella T. se abre en dos vertientes: compasión, por la fatiga de sus ministros, por los deficientes, por los paganos y herejes (Camino de perfección, 3,8-9); aliento por sus defensores y apóstoles, meta que asigna a las contemplativas (Camino..., 3,10). Una inefable maternidad brota de su alma parando los ataques que le vienen de los enemigos, concretamente de los «luteranos», y adopta el «contraataque», con soluciones como ésta contra la iconoclastia: «Mis cristianos han de hacer ahora más que nunca al contrario de lo que ellos hacen» (CC 63a,1). Por la otra vertiente mira con inmenso respeto cuanto de la Iglesia procede; no se apartaría un punto de su luz (Vida, 25,12) y «desmenuzaría los demonios sobre una verdad de lo que tiene la Iglesia muy pequeña» (Vida, 25,13), una sola ceremonia o verdad de la Escritura (Vida, 33,5). Aun la propia santificación debe ir respaldada por el acrecentamiento de la Iglesia: «Éstas, dice, son las señales del amor, no que si os divertís un poco va todo perdido» (4 Moradas, 1,7). Y cifró la suprema satisfacción de su vida en morir «hija de la Iglesia». Su autoridad es de Cristo, no obstante sus indignos ministros; la obediencia es así un culto (Fundaciones, 5,6-17), más expresivo con el contraste del superior mal acondicionado (Desafío, 28) y de asegurar que «no es posible que todas las que eligieren por preladas han de tener talento» (Visita de Descalzas, 36). La autoridad debe, con todo, ser reforzada: «si no bastaren palabras, sean castigos» (Fundaciones, 7,3), y «para gobierno de mujeres es menester que entiendan que tienen cabeza» (Visita de Descalzas, 36), aunque ha de procurarse llevarlo todo «con amor» (Carta, 17 feb. 1581).

La Biblia es una exigencia del alma, y, aunque la Inquisición prohibió su lectura en romance, ella pensaba: «Todo el daño que viene al mundo es de no conocer las verdades de la Escritura con clara verdad» (Vida, 40,1). A los exegetas de minucias, «diles que no se sigan por una sola parte de la Escritura, que miren otras, y que si podrán por ventura atarme las manas» (CC 16x). El primer tesoro de la Iglesia, el Santísimo Sacramento; la presencia en él de Cristo es la única real en la tierra, desde que subió al cielo en la Ascensión (CC 13x,11). Sangre mística de Cristo era a sus ojos la Confesión, que corría también por los «sacramentales», especialmente el agua bendita (Vida, 31,1-10; Carta 10 feb. 1577:13), que no podía faltar en sus viajes. Tampoco dejaba de llevar reliquias, en particular de Lignum Crucis. El tránsito de la muerte y el camino de las almas por el juicio, purgatorio, condenación y gloria, pasaba por su alma con la misma certeza que los colores por sus ojos.

Experiencia mística. Su certeza, aunque por distinto camino, coincidió con S. Juan de la Cruz; pero esta diversidad no autoriza para hablar, como Baruzi, de divergencias doctrinales. T. buscó a Dios por el contacto humano; confiando alcanzarlo por la razón se le abrió un abismo de impotencia y vislumbró que manaba de su interior con «palabras sustanciales». La experiencia mistica fue desde entonces el diálogo de su ser, que ansiaba cerciorarse de que su invisible locutor era sin duda Dios. Quería «visiones corporales» para dar señas exactas a los confesores (Vida, 30,1); mas nunca lo fueron (CC 53x,2). En su Vida ofreció a los confesores una gama fabulosa de experiencias, que le ocasionaron desazón con la princesa de Éboli y luego con los inquisidores; para ella era un instintivo argumento para recabar la aprobación de la Iglesia, y así en 1576 trazó un recuento minucioso para que dictaminasen los jueces de la Inquisición de Sevilla (CC 54x). La médula de su espiritualidad era la compenetración con el dogma católico, que le confirió un carácter de solidez y un realismo tan certero como el propio dogma. Los estudios modernos sobre la mística teresiana son una exaltación a su realismo sobrenatural. Louis Oechslin, analizando su formación, que supone acabada por obra de los dominicos, estudia el fenómeno místico en relación con su psicología; se depura al paso de las facultades del alma, hasta tocar en su raíz directamente. «Dios se revela, no directamente en visión, sino en la renovación del ser; la intuición mística, aunque simplicísima, es un acto reflejo» (o. c. en bibl.). M. Lépée, por igual camino, analiza su vida y nota que con la conversión se le trueca el ser con virtudes sólidas y claridad psicológica y en la entrega total topa a Dios en su centro, sin velos: «En el espíritu la psicología desemboca en metafísica positiva, experimental, en conjunción de Yo y Dios» (o. c. en bibl.). En la misma línea, Tomás de la Cruz concluye que S. T. «es un testigo calificado de los valores sobrenaturales latentes en la Iglesia..., un testigo excepcional de la realidad de los valores sobrenaturales existentes en el alma propia y en la de todo justificado. La testificación de estos valores sobrenaturales responde a una necesidad primaria de la Iglesia de la Contrarreforma» (o. c. en bibl.).

El magisterio teresiano en el Camino de perfección, donde su antropología es aún deficiente, propone una meta funcional: servir a la Iglesia por la perfección religiosa, cuya elaboración incluye virtudes y oración. En Las Moradas, escrito a los 62 a., hace un recorrido introspectivo por las zonas psicológicas del alma, que distribuye en siete moradas. La meta es Dios, que en cada zona está a la manera del alma, y está «como es en sí» sólo en la morada propia, «el espíritu del alma». En la morada la la presencia de Dios es negativa; hay que obligar a los sentidos corporales a la soledad para que den lugar a entenderse el alma con Dios. En la 2a, hay que sostener a los sentidos y pasiones, dándoles en qué pensar y suspirar, con lecturas y buena compañía. En la 3a, la razón, dueña del campo, no sea rígida, sino dé lugar a Dios, con docilidad. Acá llegan los más y son pocos los que siguen. En la 411, el entendimiento pasivo barrunta la presencia de Dios y el alma se embebe; mas aún está tierna, pero debe huir ocasiones. En la 5a, la voluntad se une fuertemente, a secas, y capta desapasionada y libremente a Dios. En la 6a, la conciencia se ase, o se deja asir espiritualmente (desposorio espiritual); mas Dios replica con terribles pruebas para confirmar su adhesión con total olvido de sí. En la 7a, éntrase en la «morada de Dios»; el alma huelga libre, en contacto habitual con Él y juntamente tratando con el mundo. Paz y seguridad. Hallar ese tesoro divino, que dignifica y llena al alma de felicidad, es la meta que T. ofrece a todos los hombres.

Influjo. La doctrina teresiana gozó de clamorosa aceptación. El asidero de tantos sabios por ella consultados era su aval. Después de su muerte invadió el mundo civilizado desde España y su dominios, Francia y Países Bajos (cfr. A. Vermeylen; J. Orcibal, o. c. en bibl.); la recogen insignes doctores; S. Francisco de Sales (cfr. P. Serouet, o. c. en bibl.), J. B. Bossuet y S. Alfonso Ma de Ligorio (o. c. en bibl). Fuera del catolicismo, ejerció también atractivo inefable. R. Crashaw (m. 1649) la dedicaba tres poemas memorables. G. W. Leibniz se inspiraba en pensamientos teresianos, que consideraba geniales. Le dedicó su tesis doctoral G. Etchegoyen (o. c. en bibl.) y estudios llenos de respeto E. Allison Peers (o. c. en bibl.). La judía universitaria Edith Stein (v.) admiraba en sus libros el amor a la verdad y abrazaba el catolicismo y luego su hábito religioso. El luterano E. Schering venera y defiende el sentido positivo y objetivo de sus vivencias sobrenaturales en un notable estudio (cfr. bibl.); y el anglicano E. W. Trueman Dicken construye con veneración un camino universal a todos los cristianos con las líneas comunes de la doctrina teresiana y sanjuanista (o. c. en bibl.). Estos síntomas harían repertorio. La multitud de ediciones modernas acreditan la actualidad de S. T. y su prestigio ha crecido aún más al declararla Paulo VI Doctora de la Iglesia (27 sept. 1970).

Esta acogida universal, durante cuatro siglos sin interrupción, con interés creciente, arguye que su doctrina tiene estructuras ontológicas, capaces de aglutinar infinitas gentes y credos, con tratar temas restringidos y a destinatarios no menos restringidos. Sus ansias vitales de verdad, a falta de principios metafísicos, como S. Juan de la Cruz, se elevaron sobre verdades dogmáticas. Éstas son para ella antes vida que conceptos, que descubre con intuiciones, que luego achacará al que «mora en su alma».

V. t.: CARMELITAS III; ÉXTASIS; FENÓMENOS MÍSTICOS EXTRAORDINARIOS; PURIFICACIONES DEL ALMA; UNIÓN CON DIOS.


EFRÉN J. M. MONTALVA, DE LA MADRE DE DIOS.
 

BIBL.: S. ALFONSO Ma DE LIGORIO, Breve prattIca per la perfezione reccolta della dottrina di S. Teresa... Nápoles 1752; G. ETCHEGOYEN, L'amour divin. Essai sur les sources de Ste. Thérése, Burdeos 1923; A. DONÁZAR, Meditaciones teresianas, Barcelona 1957; P. SEROUET, De la Vie dévote á la Vie Mystique. Ste. Thérése d'Avila. S. FranFois de Sales, París 1958; J. ORCIBAL, La recontre du Carmel thérésien avec les mystiques du Nord, París 1959; L. OECHSLIN, L'intuition mystique de Ste. Thérése, París 1946; M. LÉPÉE, Ste. Thérése d'Avila. Le réalisme chrétien, París 1947; E. ALLISON PEERS, Mother of the Carmel, Londres 1945; íD, The Letters of St. Teresa of Jesús, 2 vol., ib. 1951; íD, Handbook to the life and times of St. Teresa and St. John of the Cross, ib. 1954; E. SCHERING, Mystik und Tat. Therese von Jesu, Johannes von Kreuz und die Selbsbehauptung der Mystik, Munich 1959; E. W. TRUEMAN DICKEN, El crisol del amor. La mística de S. Teresa y de S. Juan de la Cruz, Barcelona 1967; A. M. GARCÍA ORDÁs, La persona divina en la espiritualidad de S. Teresa, Roma 1967; TOMÁS DE LA CRUZ, S. Teresa de Jesús contemplativa, «Ephemerides carmeliticae» 13 (1962) 61 ss.; A. ROLDÁN, La misión de S. Teresa en la Iglesia a la luz de la Hagiotipología, «Revista de Espiritualidad» 22 (1963) 284-347; EULOGIO DE S. JUAN DE LA CRUZ, Principios teológicos fundamentales en la doctrina teresiana, ib. 22 (1963) 521-77; EFRÉN DE LA MADRE DE Dios, Doctrina y vivencia de S. Teresa sobre el misterio de la Santísima Trinidad, ib. 22 (1963) 757-72; ENRIQUE DEL SAGRADO CORAZÓN, Doctrina y vivencia de S. Teresa sobre el misterio de Cristo, ib. 22 (1963) 773-812; números 85-91 de la «Rev. de Espiritualidad», Madrid 1962-64; J. A. GARCÍA, Vida litúrgica de S. Teresa, «El Monte Carmelo» 75 (1967) 25-56.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991