Teología moral III. Historia de la Teología Moral


Dada la unidad de la Teología, nos remitimos a la voz TEOLOGÍA III; aquí se van a exponer unas consideraciones sobre el desarrollo de la Moral como disciplina propia, precedidas de una visión de conjunto que resalta los aspectos morales tratados por los teólogos, cuando la Teología dogmática y m. constituían una unidad. Finalmente, se expondrán, sintéticamente y en visión de conjunto, los grandes temas de la Teología moral.

1. Época patrística hasta S. Agustín. La realidad histórica de la Encarnación del Verbo posee tal relevancia y fuerza que lleva a quienes la han conocido casi a desinteresarse de toda otra sabiduría. No se intenta en los inicios del cristianismo estructurar de modo sistemático los misterios de Dios; lo que preocupa sobre todo es dar a conocer a otros, cuanto antes y por todos los medios, esas verdades divinas y salvadoras. En los escritos de los Padres domina, por eso, la predicación y la catequética sobre el trabajo más específicamente de construcción teológica, aunque evidentemente ésta no falte. En esa catequesis, la exposición de las grandes verdades morales ocupa un lugar importante, y se pueden encontrar la presencia y elaboración de todos los temas de la Moral fundamental.

Con el paso de los años, la especulación se hace más rica, como fruto de esa íntima necesidad del creyente de corroborar lo razonable de su creencia que facilita gozar de su posesión y mostrar su excelsitud. En esta tarea, los Padres usan de la filosofía de su tiempo, siempre con una actitud de firmeza en la fe: la conciencia viva del don sobrenatural lleva a juzgar antes de asumir, a purificar los saberes conocidos conforme al superior conocimiento de la fe; el don sobrenatural se sabe tan rico que se da por descontado que capacita para discernir de cualquier otra adquisición, con la seguridad de que nada cierto y valioso puede hallarse en contra del don.

Esta línea de conducta coherente con la fe, nunca amilanada ante el ambiente, explica que sean tan frecuentes las consideraciones morales de los Padres. De continuo, se inculca en los cristianos que han de llevarconsigo su propio ambiente, con una clara y fuerte exigencia que contrasta con la decadencia moral que les circunda, y en medio de la cual dan un audaz testimonio. Merecen destacarse por la especial abundancia y riqueza de estas consideraciones morales los escritos de Clemente de Alejandría (v.) y S. Juan Crisóstomo (v.).

2. S. Agustín. La primera estructuración científica de la T. m. se debe a S. Agustín (v.); no se piense en modo alguno en una ciencia autónoma, sino en el análisis orgánico, dentro de la T., de las grandes cuestiones morales, de modo semejante a como habría de hacer más tarde S. Tornas.

Para S. Agustín, que ha hallado la fe tras una búsqueda inquieta sobre el fin del hombre y su felicidad, el conocimiento de Dios está inseparablemente unido al amor de caridad. La vida cristiana se muestra como el vivir de las verdades profesadas por la fe, que dispone al alma para el conocimiento y cumplida posesión de Aquel en quien ha comenzado a creer. Las realidades temporales, aunque dotadas de un valor propio, sólo cobran su verdadero sentido como vías de acceso a Dios. Tampoco en sí mismo debe el hombre buscar su finalidad: fuera de Dios nada se debe amar como fin. Por eso, la ley invariable de la bondad humana se toma sólo y siempre de Dios, de donde se transmite a todo lo que a Él conduce, y en tanto conduce a Él; de ahí, que la actividad moral consista en amar bien, conforme al orden que la fe nos da a conocer: no amar lo que ha de rechazarse, ni dejar de amar lo que debe ser amado, con una gradación tal que nada se ame más de lo debido ni menos de lo que ha de ser amado.

Estas líneas esenciales de la estructuración de la Moral comportan los siguientes principios: la T. m. es un conocimiento de las costumbres a la luz de la fe; en este conocimiento se pone en juego la razón, tomando sus principios de la filosofía moral, sometida siempre a la guía de la fe. Este saber trasciende las verdades recibidas de la filosofía, completándolas con otras tomadas de la Revelación. La Teología es sabiduría en sentido estricto, se ocupa de Dios como objeto de la felicidad (fin último), de modo que la vía para este saber comprende la purificación y rectificación moral; el esfuerzo del conocimiento cristiano está indisolublemente unido al movimiento del alma entera hacia el fin supremo: entre la sabiduría (v.) y la caridad (v.), entre la verdad (v.) y las virtudes (v.), se establecen conexiones esenciales.
Esta formulación de la bienaventuranza o posesión de Dios como fin último, que estructura y ordena toda la conducta del hombre, tal como la expone S. Agustín, será completada por S. Tomás, precisando que si el conocimiento de Dios, en esta vida, tiene el carácter de anticipación de la bienaventuranza es porque la bienaventuranza final consiste en el perfecto conocimiento de Dios, en el que reposa la voluntad.

3. De S. Agustín a S. Tomás. Los s. VI a X son una época poco activa en el campo de la construcción teológica, no hay aportaciones importantes, fundamentalmente se recopila y ordena el trabajo de los Padres; las Etimologías de S. Isidoro (v.) son una obra representativa de estos siglos. Desde el punto de vista de la T. m. la novedad más importante es la aparición de los libri poenitentiales, cuya función es ayudar a los confesores a fijar las penitencias aplicables en el sacramento de la Confesión; una función, por tanto, pedagógica, que no pretende en absoluto, como ocurrirá en la casuística del s. XVII, conducir a una estructuración autónoma de la Teología moral.

El s. XI conoce un renacer de la tarea teológica, ligado al descubrimiento de la dialéctica de Aristóteles. No faltan quienes (Berengario de Tours), deslumbrados por la utilidad del instrumento, terminan por tomarlo como única fuente de certeza: las verdades sobrenaturales son manipuladas en el intento, y acaban por desvirtuarse. Tales desviaciones provocan una reacción de desconfianza en algunos sectores, especialmente monásticos, que tienden a sustraer la verdad cristiana de toda especulación científica.

Al margen de ambas corrientes, y bajo el impulso del dinamismo propio de la vida de la Iglesia, aparece la obra de S. Anselmo (v.). Para este escritor, la fe es un don sobrenatural que la razón no juzga, aunque se esfuerza en comprender con amor; precisamente a la verdad revelada se accede por la gracia: la inteligencia -iluminada por la fe- y la voluntad -bajo el impulso de la esperanza y la caridad- abren al hombre un mundo nuevo: la realidad creada y redimida. Todo esfuerzo de comprensión intelectual de la verdad cristiana requiere por ende una actitud amorosa del alma; la especulación teológica tiene, en su punto de partida y en su final, una razón de búsqueda amorosa. En la t. de S. Anselmo, como en la de los grandes autores cristianos de la época, esta marcada unión entre contemplación intelectual y búsqueda amorosa acentúa la dimensión moral del conocimiento teológico; los análisis morales son abundantes y, como en los Padres, íntimamente unidos a todo el trabajo teológico: no hay asomo de división entre moral y dogmática.

4. S. Tomás de Aquino. Este carácter unitario de la ciencia sagrada sigue en la edad de oro de la Escolástica (s. XII y XIII). Para S. Alberto Magno (v.), S. Buenaventura (v.) y Alejandro de Hales (v.), la Teología es un tratado de Dios, y del hombre y del mundo en cuanto creados por Dios y redimidos por Cristo; no cabe entender qué sea el hombré sin recurrir a Dios: la antropología cristiana es teocéntrica. Las verdades reveladas son objeto de sabiduría, que es un saber a la vez altamente teorético y práctico; por eso, la Teología expone las verdades reveladas de modo que estimule la fe y el amor con todos sus frutos para la conducta; S. Buenaventura no duda en afirmar, en el prólogo de su Comentario de las Sentencias, que «la teología no ha de servirnos sólo para la contemplación, sino también para mejorarnos; ésta es su primera finalidad».

S. Tomás de Aquino (v.) representa la cumbre de este periodo áureo de la ciencia teológica: punto álgido que, en tantos campos, continúa siendo la cima actual. Su obra consuma un importante paso para la comprensión de las relaciones entre fe y razón; recalca la primacía de la verdad revelada, a la vez que potencia el rendimiento de la razón: las realidades naturales, aunque de orden inferior, poseen una propia consistencia ontológica, siendo inteligibles como tales; precisamente es esta autonomía -no independencia- del orden natural lo que permite captar más hondamente el orden sobrenatural como algo superior, gratuito y no exigido por la naturaleza. Dos intuiciones de S. Tomás acrecientan especialmente el rendimiento de la razón en la labor teológica: a) la exacta percepción de las relaciones entre naturaleza y gracia: la gracia no suprimiendo ni deformando, sino sanando y perfeccionando en su propio orden la naturaleza, que, restando enteramente válida, es elevada a un plano superior; b) la comprensión de la analogía del ser, sobre la base de la participación; entre el orden natural y sobrenatural hay diferencia radical de grados,pero hay también coincidencia de estructura, en cuanto ambos participan del ser de Dios, aunque en distinto modo (v. SOBRENATURAL).

Dentro de esta concepción teológica la moral está armónicamente integrada con la dogmática: «El objeto de la ciencia teológica es el conocimiento de Dios, no sólo en Sí mismo, sino en cuanto principio y fin de todas las cosas y, en grado particular, de la criatura racional (...). Por eso, trataremos en primer lugar de Dios; en segundo lugar del movimiento de las criaturas hacia Dios; y en tercer lugar de Cristo, el cual por su humanidad es el camino a través del que debemos tender a Dios» (Sum. Th. 1 q2 proem.).

Los temas básicos de la moral, en la Suma Teológica, forman la secunda pars; esto ha llevado a identificar la moral de S. Tomás con las cuestiones en ella tratadas; en realidad, toda la Suma Teológica es dogmática y moral: basta pensar que la estructura del ser creado y el gobierno de las criaturas aparece en la prima pars o que los sacramentos se estudian en la tertia. De aquí que, en la actual diversificación entre moral y dogmática, para ser fiel a la mente de S. Tomás, la moral ha de anclarse en toda la Suma Teológica.

Con esta salvedad, cabe decir que los grandes temas morales se encuentran en la secunda pars; que la 1-2 constituye una moral fundamental, estructurada sobre la idea de fin último; y que la 2-2 es una moral especial, que tiene por esquema el de las virtudes teologales y cardinales, con un apéndice relativo a las principales obligaciones de «estado», tal como esta noción era entendida en el Medievo.

5. Periodo de decadencia. Los s. XIV y XV contemplan una vasta decadencia -siempre con excepciones- del quehacer teológico, en la que la ciencia moral resulta especialmente malparada. Se pierde el contacto directo con las fuentes de Revelación: la Escritura, los Padres y el Magisterio se conocen sólo a retazos. La Teología se cultiva y agrupa en torno a las grandes órdenes religiosas, con el nacimiento de escuelas teológicas contrapuestas y polémicas; en lugar de seguir haciendo Teología, se discute sobre lo que dicen los teólogos: parece como si su objeto no fuera ya la realidad, sino las especulaciones de uno u otro teólogo «afamado».

La especulación dogmática pierde progresivamente contenido moral; Dios, objeto del saber teológico, deja de contemplarse a la vez como fin amado. Para suplir en algún modo este vaciarse moral de la Teología, comienzan a florecer en abundancia las Sumas para confesores; pero estos vademecum de moral, liturgia, derecho, pastoral, etc., son insuficientes para suplir la pérdida de hondura y viveza en el tratamiento de los problemas morales. Se produce así una laguna en la formación sacerdotal, que repercute sobre la que recibe el pueblo fiel: la piedad tiende a hacerse más sentimental que doctrinal.

Paralelamente, el empobrecimiento de la T. m. es favorecido por otro factor: el enfoque voluntarista propugnado y difundido por Duns Escoto (v.) y Ockham (v.). Para Escoto la moralidad reposa en la voluntad de arbitrio de Dios, que puede igualmente determinar que una acción sea buena o mala: cosas ahora estimadas como buenas, Dios podría haberlas prohibido como malas; queda así truncada la armonía entre la bondad participada y Dios Sumo Bien, causa de toda bondad. Para Ockham, la voluntad divina es su nobilior potencia; el orden creado no es reflejo del orden divino ni, por tanto, hay un orden moral inmutable fundado sobre el ser de las cosas y, en última instancia, en el Ser divino: todo ser, y lo mismo todo deber ser, depende de una decisión arbitraria de Dios.

En el deseo de resaltar la pujanza absoluta de Dios, se llega a un voluntarismo que destituye de sentido al orden natural, desvirtuando por ende el sobrenatural: porque si aquél no es reflejo analógico del orden divino, desaparece hasta el lenguaje capaz de servir como instrumento de comunicación con Dios, y, por consiguiente, la posibilidad de que la Revelación comporte concretas exigencias morales.

La Reforma protestante sacará las últimas y extremas consecuencias de esta postura: disociación entre fe y vida, ruptura entre lo natural y lo sobrenatural, exasperación de la trascendencia de Dios hasta su negación. De hecho, la moral protestante evolucionará cada vez más hacia una ética voluntarista; dentro del pensamiento de Lutero no hay campo para la T. m. como ciencia de la conducta del hombre salvado por Dios, no cabe siquiera una ética de la persona: sólo tiene sentido una ética social, como organización del mundo temporal, en donde la conducta es reprimida por la autoridad humana, que es a la postre quien determina la moralidad social vigente.

6. La Teología moral como ciencia autónoma. A comienzos del s. XVI tiene lugar un renacimiento del trabajo teológico, que busca inspirarse en S. Tomás y del que puede considerarse especialmente representativa la Escuela de Salamanca (v.). Los temas morales ocupan un lugar importante, siendo de destacar los comentarios a la secunda pars de Konrad Koellin, Francisco Vitoria (v.) y el Cardenal Cayetano (v.). Sin embargo, el «tomismo» que nace en esta época adolece de falta de hondura especulativa.

G. Vázquez (v.) pone como fundamento de la ley moral natural la naturaleza racional como tal, sin relación a la voluntad positiva de Dios, lo cual prepara el camino a una moral racionalista, que prescinda de Dios. Suárez (v.), Vitoria (v.) y Lessio (v.), percatados de este peligro, destacan que si bien la moralidad es medida directamente por la naturaleza humana, sin embargo, esa medida es norma moral al ser impuesta por voluntad positiva de Dios; en realidad sigue la ruptura intrínseca entre orden natural y voluntad de Dios. La ley de Dios, sin embargo, esa sabia ordenación que impera con su voluntad, no se añade a lo que el hombre es, sancionándolo como deber ser, sino que determina originariamente cuanto es y puede llegar a ser: en la voluntad de Dios «vivimos, nos movemos y somos» (Act 17,28). Una moral que no lo tenga presente tiene tendencia a abocar en una filosofía moral «antropológica», y, a la larga, en una filosofía amoral, atea, «antropocéntrica».

En realidad, toda la Teología se está desvitalizando, progresiva e inevitablemente, en manos de una escolástica decadente y dividida en facciones: suarecismo, bañecianismo, molinismo, etc., que entablan duras controversias sobre temas en los que, a menudo, S. Tomás apenas se había interesado. De nuevo se comprueba cuán lejos está del verdadero progreso teológico cualquier dialéctica de grupos o de escuelas: tal dialéctica -en que algunos parecen cifrar toda esperanza de progreso- manifiesta sólo una penuria teológica.

Fue en este ambiente donde tuvo lugar el nacimiento de una ciencia de la T. m., que se proclamaba autónoma. En orden a los sucesos históricos que condicionaron su aparición, puede considerarse decisiva la nueva organización de estudios de la Compañía de Jesús: establecía que los principios morales -T. m. especulativa- se explicasen conforme al plan de la Suma Teológica; a la vez disponía la creación de una nueva disciplina -la T. m. práctica-, explicada por otros profesores y destinada a la exposición y solución de casos de conciencia, con los que se abordaba la innegable necesidad de favorecer la formación de los confesores.

Los nuevos tratados de moral práctica no se ocupan de los temas clásicos de la T. m., reservados a la disciplina especulativa; sin embargo, buscan determinar y proponer doctrinas, según las cuales han de resolverse los casos de moral. Acaban estructurándose bajo la perspectiva de la conciencia y en función de la pregunta ¿este penitente ha cometido pecado, o no? y, cuando caben varias soluciones, la pregunta sería ¿cómo aconsejarle acerca de la licitud o no de seguir actuando de tal modo? La Moral así planteada tiende a subrayar los aspectos negativos, los límites mínimos, mientras se ausenta la contemplación del dinamismo de las virtudes y la fuerza de la fe sobre la conducta.

Evidentemente, en la formación de confesores, es imprescindible subrayar dónde comienza el pecado, de modo que puedan aclarar sus dudas a los penitentes; pero eso no autoriza a descuidar la enseñanza de otro aspecto igualmente básico de la Moral: ser guía para la unión con Dios, estimulando la virtud como el medio más eficaz para apartar del pecado; éste debe aparecer delimitado con claridad, como una sombra frente al plan salvífico de Dios, y contra el cual hay que luchar con una meta positiva: la aspiración a unirse con el Dios vivo. Otra tara de estos tratados es la pobreza de sus conceptos morales; en lugar de contemplar la norma moral como expresión de la voluntad salvífica de Dios, se tiende a ver a Dios como un frío Legislador; y así, el orden moral objetivo puede parecer un peso extrínseco y arbitrario, dando origen a la tentación de rebelarse contra él, y proclamar la conciencia subjetiva como fuente del orden moral. Al peligro de antropocentrismo característico de la Escuela de Salamanca se añade ahora una actitud carente de defensas frente a las construcciones subjetivistas.

7. Siglos XVII y XVIII. Puede decirse que durante estos siglos la investigación teológica, en el terreno moral, se desgasta por entero en la famosa controversia del probabilismo (v. MORAL III, 4): una tarea salpicada de duras polémicas, y bien poco fructuosa. En apoyo de que lo esencial, en el quehacer teológico, es el contacto vivo con las fuentes y la puesta de sus riquezas al servicio de la formación de los fieles, baste recordar que en este periodo de infecundidad nace la obra de S. Alfonso María de Ligorio (v.); aunque su Theologia morales, aparecida en 1775, permanece ligada a los esquemas metodológicos de la época, alienta en ella una intensa vida cristiana y un profundo conocimiento teológico, teorético y sapiencial. Así, la exposición y solución de los casos aparece entrelazada de citas de la S. E., los Padres, el Magisterio y S. Tomás; el hondo conocimiento de esas fuentes, vivo y amado, alimenta la resolución de los problemas morales. Manteniendo, pues, en gran parte, la forma externa de los manuales de la época, marca un paso decisivo que revoluciona positivamente toda la Teología moral.

8. Siglos XIX y XX. El s. XIX registra un nuevo renacer de la T. moral. Por una parte, un grupo de teólogos dominicos (Merkelbach, Prümmer, etc.) inician la vuelta a S. Tomás, reintroduciendo -aunque todavía reducidoslos temas capitales de la Moral fundamental; el plan de la Suma sirve también para agrupar los casos en torno a unas bases doctrinales, conforme al esquema de virtudes de la 2-2. No se puede decir de estas obras que sean especulativamente profundas, pero representan una vuelta a los grandes principios que iluminan la conducta moral cristiana. Por otra parte, su fin sigue ciñéndose a la preparación de confesores, con lo que no agotan el campo de la formación moral, ni siquiera específica de confesores; descuidan la labor, tan indispensable en la Confesión, de guía de las almas hacia la plenitud a que aspira toda vida cristiana.

Con mayores ambiciones, también con apariencia más original, pero con poca profundidad, surgen otros intentos, a veces con la pretensión de descubrir ex nihilo el eje basilar de la Moral; no sería justo negar el afán pastoral que mueve, a menudo, a estos autores, pero ha de reconocerse por igual que en todo caso no alcanzaron las metas que pretendieron. En esta línea se encuentra Sailer (v.), cuyo proyecto es elaborar una teología del corazón que se inspire en el ideal de santidad del Sermón de la Montaña; le faltó rigor intelectual y se vislumbra una tendencia al fideísmo. Semejante es la obra de Hirscher (v.), que se estructura en torno a la idea de la instauración del Reino de Dios; por falta de fundamentación dogmática y de hordura especulativa, su obra no está exenta de inexactitudes y errores, que él mismo habría de reconocer.

Un planteamiento similar es el seguido por la Escuela de Tubinga (v.), fuertemente influida por la teología de la experiencia interior de Schleiermacher (v.), y con escasas bases teoréticas, cuyos resultados inseguros a veces y poco profundos ejercieron un limitado influjo. Schilling y Tillman (v.) continuaron el proyecto de la Escuela de Tubinga, tratando de completarlo con una mayor abundancia de recursos a la S. E. y a elementos de la teología de S. Tomás y S. Alfonso; sitúan el centro de la moral en el seguimiento de Cristo por la caridad, como respuesta a su amor; ambos intentos son vagos e incurren en errores. Epígono de estas tendencias es B. Háring: su escasa seriedad especulativa y el intento de unir en una misma síntesis desde S. Tomás hasta las últimas corrientes de Psicología y Sociología aplicadas a la Moral dan a su obra un tono confuso y equívoco.

El intento de renovación más serio y logrado parece hoy el de Mausbach (v.); su Teología Moral Católica, puesta al día por Ermecke, constituye un replanteamiento de la Moral que entronca con la tradición de los Padres y grandes teólogos, y ahí cobra su seriedad y altura; en su conjunto constituye una obra valiosa para la estructuración de la Moral católica, perfectamente coherente con la Tradición y enriquecida con las adquisiciones más recientes del pensamiento humano, recogiendo también las aportaciones que, para la formación de la conciencia, había logrado la Moral de los últimos siglos. Junto con los dos autores últimamente citados, por su altura científica y seriedad teológica, se debe incluir también a Th. Deman (v.).

9. La renovación del Conc. Vaticano II. El más importante logro en la formulación de la fe perenne de la Iglesia que debemos al último Concilio es la proclamación dogmática de la llamada universal a la santidad: «Todos los fieles, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre» (Const. Lumen gentium, II). Los textos conciliares recuerdan que este llamamiento universal a la santidad fue explícitamente proclamado por Cristo y recogido en la Escritura. Y precisan que esta exigenciade santidad surge del sacramento del Bautismo: «Los seguidores de Cristo, llamados no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo realmente santos» (ib. 40), de modo que por el mismo Bautismo, sin otra añadidura «todos los fieles quedan invitados y requeridos a buscar incesantemente la santidad y la perfección dentro del propio estado» (ib. 42).

Esta idea nunca ha sido olvidada en el Magisterio de la Iglesia. El Conc. de Trento proclama que Cristo mandó que el Evangelio «fuera predicado por ministerio de sus apóstoles a toda criatura como fuente de toda saludable verdad y de toda disciplina de costumbres» (Denz.Sch. 1501), y que la justificación «no es sólo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y los dones» (ib. 1528). Entre los testimonios posteriores baste recordar la Enc. Arcanum divinae sapientiae de León XIII (1880), en la que se resalta que Cristo instituyó el sacramento del matrimonio para que los cónyuges «alcanzaran la santidad en el mismo matrimonio» (Denz. Sch. 3142).

Sin embargo, era una verdad, perteneciente al depósito de la divina Revelación, que había sido olvidada por la ciencia moral de un modo paradójico; tanto, que algunos -todavía por los años 1940- no dudaron en calificarla de herética. Y desde luego, se desconocían sus abundantes implicaciones teológicas y prácticas para la vida del cristiano en medio del mundo. «Hay un paréntesis de siglos, inexplicable y muy largo, en el que sonaba y suena esta doctrina a cosa nueva: buscar la plenitud de la vida cristiana, por la santificación del trabajo ordinario, cada uno a través de su profesión y en su propio estado. Durante muchos siglos, se había tenido el trabajo como una cosa vil; se le había considerado, incluso por personas de gran capacidad teológica, como un estorbo para la santidad de los hombres» (J. Escrivá de Balaguer, 9 en. 1932). Y, aún años después, «a pesar de que no pocos conceptos y situaciones referentes a la vida y misión del laicado han recibido ya del Magisterio suficiente confirmación y luz, hay todavía sin embargo un núcleo considerable de cuestiones que constituyen aún, para la generalidad de la doctrina, verdaderos problemas límite de la teología» (íd., Conversaciones, 9 ed. Madrid 1973, n° 21).

Bajo esta luz de la llamada universal a la santidad, el Concilio indica que la Moral cristiana no es sino «la virtud del Evangelio que brilla en la vida cotidiana» (Lumen gentium, 35), porque Cristo «envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, y con todas las fuerzas, y a amarse mutuamente como Cristo los amó» (ib. 40). De modo especial, esta verdad rearguye con fuerza nueva el sentido moral de toda la existencia y el valor santificador de la totalidad de los deberes y ocupaciones de los hombres: «todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo» (J. Escrivá de Balaguer, texto de 24 mar. 1930).

10. Grandes temas de la Teología moral. A lo largo de esta exposición han aparecido las cuestiones básicas de las que depende una recta comprensión de la Moral; puede ser útil, para concluir, reseñar los puntos principales en que se fundamenta la T. m. católica: La) Carácter esencialmente religioso de la Moral. Dios no es una realidad que se añada y haga más acabada la comprensión del hombre, sino que el hombre es una criatura de Dios, radicalmente incomprensible sin Bl. La moral natural es, por tanto, igualmente religiosa, y resultan infecundos todos los intentos de construir un moralismo teórica o prácticamente agnóstico.

b) Carácter ontológico de la ley moral. El hombre es un ser teónomo, cuya operatividad se desenvuelve en el plano de la ordenación radical de su ser, previa a toda elección de su libertad a favor o en contra del orden moral. La libertad es una tensión a la ley divina; sin esa tensión no hay moral, ni distinción entre bien y mal. Si no tuviera un principio fuera de sí y por encima de la historia, que mide entitativamente su perfección, el hombre no sería capaz de libertad, ni de moldear el ambiente; sus mismas respuestas aparentemente renovadoras serían instancias condicionadas de un devenir, en el que se disolvería toda su existencia.

c) Armonía entre la realidad objetiva de la norma moral y el carácter singular de la vocación personal. La ley eterna alcanza lo singular; por tanto, la conciencia debe captar la luz del orden divino, sin intentar crearse su propio orden, porque es incapaz de hacerlo. Si esto se olvida, como hace la moral de situación, el hombre se convierte en un «arbitrario» creador de valores.

d) Realidad del pecado, como ruptura de la relación de dependencia con Dios. ES imposible entender la conducta humana sin tener presentes las reliquias del pecado original; así mismo es inevitable la lucha con el pecado, la lucha ascética (v.), para cumplir el orden moral; el cristiano es miles Christi. El pecado es siempre una realidad de orden personal: una rebeldía responsable de un ser libre, que introduce el desorden en el orden divino de la creación. No hay renovación más que a través de la conversión (v.) personal.

e) Transformación ontológica, no sólo operativa, del ser por la gracia. Hay una unión sin confusión, una armonía con distinción entre orden natural y sobrenatural; la vida cristiana supone la acción de las virtudes infusas teologales y morales, así como de los dones del Espíritu Santo; por ende, es evidente el carácter sacramentario de la moral cristiana, en cuanto los sacramentos son fuentes de la gracia.

f) Peculiar trascendencia de la moral cristiana. Es preciso resaltar la primacía de la adoración a Dios; el amor a Dios es, además, el único motor capaz de aportar la construcción de un mundo más justo y la plenitud de la ordenación de las relaciones con los demás hombres. Todo trastoque de este primer orden de la caridad desemboca en eJ alejamiento de Dios y en la incapacidad del hombre para conquistar la paz, tanto individual como social.


R. GARCÍA DE HARO , ENRIQUE COLOM.
 

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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991