Teología. Fuentes de la Teología.
 

1. Cuadro general de las fuentes teológicas. 2. Jerarquía y conexión entre las fuentes. 3. La razón humana y su función en Teología. 4. ¿Son los movimientos de origen carismático y los signos de los tiempos fuentes de la Teología?

El método de la T., como el de todo saber, está determinado por el objeto o realidad que considera, así como por la vía a través de la cual el sujeto cognoscente accede a la realidad conocida. Por eso, antes de considerar cómo procede o se desarrolla el trabajo teológico (v. III), es necesario estudiar las fuentes o canales a través de los cuales la T. recibe su contenido, así como el orden o jerarquía que reina entre ellos.

En los escritos de los Padres de la Iglesia y de los escolásticos medievales no faltan estudios sobre la criteriología teológica, aparte de que su mismo modo de proceder la presupone; sin embargo, ninguno de ellos elaboró un tratado sistemático sobre el tema. El primer autor que lo intentó fue Melchor Cano (v.) en su De locis theologicis, publicado en 1563. Los documentos fundamentales del Magisterio sobre esta cuestión son los Decretos sobre los libros sagrados y las tradiciones y sobre la interpretación de las S. E. del Conc. de Trento (Denz. Sch. 1501-1507), la Const. Dei Filius del Conc. Vaticano I (Denz. Sch. 3006-3007), la Enc. Humani generis de Pío XII (Denz. Sch. 3884-3889), y la Const. Dei Verbum (no 12, 23 y 24) del Conc. Vaticano II.

1. Cuadro general de las fuentes teológicas.

Fundándose la T. sobre la verdad revelada, se impone una primera afirmación: la T. recibe su contenido propio a través de aquellos canales por los que la Revelación (v.) se transmite, conserva y declara. La Revelación, tal y como Dios ha querido realizarla, implica un doble momento: constituyente, durante el cual Dios ha ido manifestando progresivamente a los hombres lo que quería comunicarles; transmisor o declararor, durante el cual ese depósito de verdades es transmitido de una a otra generación. Las fuentes teológicas se presentan, pues, del modo siguiente:a) Fuentes constitutivas, es decir, aquellas en las que se encuentra consignada la palabra divina manifestada por los hombres elegidos por Dios y, finalmente, por Cristo:1) La S. E. (v. BIBLIA) del Antiguo (v.) y Nuevo (v.) Testamento, escrita bajo la inspiración divina y, en cuanto tal, dotada del don de la veracidad e inerrancia.

2) La Tradición (v.) no escrita, pero transmitida oralmente por los Apóstoles -testigos de la vida, muerte y resurrección de Cristo- a la Iglesia y conservada por ésta en su predicación, su liturgia, sus costumbres, etc.

b) Fuentes declarativas, es decir, que presuponen el depósito de la Revelación ya constituido, y declaran y dan a conocer su contenido. En términos generales estos lugares o fuentes se reducen a uno: la Iglesia instituida por Cristo como depositaria de la Revelación. Detallando más, es necesario distinguir entre la Jerarquía eclesiástica, a la que el Espíritu Santo asiste dotándola de infalibilidad en el declarar y definir el contenido de la Revelación, tanto a través de actos extraordinarios o solemnes (infalibles singularmente), como por su actuación ordinaria (infalible en su conjunto) (v. MAGISTERIO ECLESIÁSTICO); y la Iglesia en su totalidad como unión o congregación de los fieles, asistida también por el Espíritu Santo para que reciba la verdad que se le predica, asintiendo a ella y refrendándola con la vida. Ese declarar y definir del Magisterio y ese vivir de la Iglesia da lugar a una serie de realidades (documentos o monumentos, como suelen ser llamados), que constituyen otras tantas vías de acceso a la verdad revelada. Las principales son:1) Las definiciones y declaraciones del Magisterio tanto solemne como ordinario.

2) Los textos de la Liturgia (v.), en la que la Iglesia, al dirigirse a Dios, expresa su fe.

3) La enseñanza de los Padres (v.) de la Iglesia, es decir, de aquellos escritores que por su antigüedad, santidad y doctrina son maestros de la fe, de manera que su testimonio unánime es regla segura de verdad. En menor grado, también la enseñanza de los teólogos posteriores, especialmente de los que han sido declarados Doctores (v.) por la Iglesia.

4) El Derecho canónico (v.), las costumbres y usos piadosos de la Iglesia, el arte cristiano, las vidas de los santos (v. SANTIDAD III), el sensus fidelium o sentir común de los fieles, etc., en cuanto que, a través de todo ello, se refleja lo que la Iglesia cree y, por tanto, vive.

2. Jerarquía y conexión entre las fuentes.

a. Principios generales. Las fuentes que acabamos de enumerar no son realidades inconexas, sino partes o momentos de un único proceso -el de la constitución y transmisión de la Revelación-, que tiene además un único protagonista principal: Dios, que se reveló por medio de los profetas y en Cristo, que movió a los profetas mismos o a discípulos y seguidores suyos a poner por escrito lo revelado, que instituyó la Iglesia a la que confió ese depósito revelado hecho de tradiciones orales y de escritos, y a la que asiste dotándola de infalibilidad. Una adecuada criteriología de las fuentes teológicas presupone, pues, toda la doctrina católica sobre la Revelación (v.), sobre la inspiración de las S. E. (v. BIBLIA III y V) y sobre la infalibilidad de la Iglesia (v. IGLESIA II, 5 y III, 7). Limitémonos aquí a reseñar tres puntos de esa doctrina especialmente significativos para nuestro tema:1) Carácter progresivo de la Revelación. Dios ha procedido en su revelación manifestándose progresivamente según una divina pedagogía, en virtud de la cual sus sucesivas intervenciones y palabras van clarificando el sentido de las precedentes. Esa Revelación culmina en Cristo, en quien se nos transmite la palabra radical y definitiva, y en quien se nos da, por tanto, el criterio hermenéutico último de toda la Revelación (efr. Const. Dei Verbum, n° 3-4 y 16).

2) Carácter tradicional de la misión de la Iglesia. Culminando la Revelación en Cristo, el periodo histórico que a partir de Él se inicia adquiere un sentido diverso de los precedentes: no se trata ya de esperar que Dios consume su Revelación, sino de transmitir a las generaciones posteriores una Revelación ya consumada a fin de que sea aceptada en la fe; la misión de la Iglesia consiste, pues -desde la perspectiva en la que estamos situados-, en guardar y transmitir fielmente el depósito recibido (efr. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius; Denz. Sch. 3030; Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, n° 10).

3) Carácter vivo de la transmisión que la Iglesia realiza. Esa transmisión del depósito revelado la realiza la Iglesia no de un modo exterior y mecánico -como si repitiera unas palabras cuyo sentido no comprende o cuyo mensaje no vive-, sino de una manera vital, asimilando la verdad recibida y viviendo de ella. Por eso su tarea de transmitir el depósito está íntimamente unida -y así lo indican los documentos conciliares que acabamos de citar- a la de declararlo, es decir, a la de interpretarlo dando a conocer su sentido. En esa comprensión y asimilación del depósito revelado la Iglesia cuenta con la asistencia del Espíritu Santo, que se ejerce especialmente a través de la asistencia al Magisterio, que goza así del don de la infalibilidad al declarar y definir cuál sea el contenido del depósito revelado (cfr. Conc. Vaticano I, Const. Pastor aeternus: Denz.Sch. 3074; Cone. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 25). La interpretación que la Iglesia hace de lo contenido en la S. E. y la Tradición no es, pues, una interpretación humana y opinable, sino auténtica y autoritativa, ya que, garantizada por Aquel mismo que se manifestó en la Revelación, goza de absoluta autoridad.

b. Consecuencias metodológicas. De estos principios dogmáticos se deducen diversas consecuencias metodológicas, que podemos resumir como sigue:1) Pertenece a la indefectibilidad concedida por Dios a la Iglesia el que, en todo momento histórico, su enseñanza sea reflejo fiel de la predicación apostólica. Ya antes de todo teologizar tiene por eso el cristiano la seguridad de poseer, en la medida en que escucha a la Iglesia, la integridad de la palabra de salvación. Si acude a las fuentes históricas, a la lectura de los textos antiguos, etc., no es, pues, porque, ignorando el contenido de la fe cristiana, intente salir de esa situación mediante un estudio histórico-crítico, sino porque, estando cierto de haber recibido la verdad divina, aspira a profundizar en ella. Todo lo cual no convierte el recurso a las fuentes en un juego o en un lujo accesorio -es en realidad imprescindible para que la mente se familiarice con la verdad revelada y para completar la catequesis recibida integrándola con aspectos y matices que esa catequesis puede no haber recogido explícitamente-, pero sí pone de relieve su verdadero sentido, y libera de un criticismo histórico mal entendido, así como de la tendencia a perderse en una erudición buscada por sí misma o de la angustia que podría producir la imposibilidad de abarcar -dada la limitación temporal de la vida humanala entera Tradición.

2) Constituyendo las fuentes partes o manifestaciones de un mismo proceso, el cristiano debe acudir a cada una de ellas teniendo presente el conjunto de la Revelación, de manera que la lectura de esa fuente singular resulte iluminada por lo que se conoce a partir de las otras. Y ello con necesidad absoluta: de ahí depende una adecuada intelección. Ciertamente los libros que componen la Biblia, las obras de las primeras generaciones cristianas, los textos litúrgicos, etc., no son escritos esotéricos y enigmáticos, sino profundamente humanos, que tienen un sentido literal inmediato que puede ser captado por cualquier lector y a cuya comprensión puede ayudar la aplicación de los métodos de crítica literaria, análisis filológico, etc. Pero es igualmente cierto que limitarse a una lectura hecha con sólo esos métodos es privarse de la luz que deriva de las otras fuentes -detrás de todas las cuales está presente, de un modo u otro, el mismo Dios-, y, por tanto, hacerse más difícil la tarea, exponerse al error y, en cualquier caso, condenarse a no captar el sentido pleno de algunos textos: aquel que Dios ha manifestado en intervenciones posteriores. En resumen, en el estudio de las fuentes el uso de los métodos de crítica histórico-textual debe estar informado por la criteriología específicamente teológica (unidad entre el A. y el N. T., unidad entre S. E. y Tradición, analogía de la fe, infalibilidad del Magisterio, etc.). Este punto ha sido especialmente desarrollado y estudiado con respecto a la interpretación de las S. E.
(cfr. León XIII, Enc. Providentissimus Deus: Denz.Sch. 3281-3284; Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, 12; V. BIBLIA VIII; EXÉGESIS BÍBLICA, 7): los criterios que ahí se dan son aplicables, haciendo las debidas modificaciones, al estudio de las otras fuentes.

3) Las declaraciones y definiciones del Magisterio, garantizadas por la asistencia divina, constituyen una interpretación auténtica de la S. E. y la Tradición y son, por tanto, la «norma próxima» del trabajo teológico (cfr. Pío XII, Enc. Humani generis: Denz.Sch. 3884). La lectura teológica de las fuentes debe, pues, iniciarse con la consideración de la enseñanza del Magisterio de la Iglesia, para, desde ella y a su luz, es decir, siguiendo un método que puede calificarse de regresivo, remontarse al estudio de las S. E., los textos de los Padres, los formularios litúrgicos, etc., de modo que las definiciones más explícitas y claras que haya podido ir haciendo el Magisterio ayuden a captar más profundamente lo que en las fuentes pueda encontrarse de modo sólo implícito u oscuro (cfr. Enc. Humani generis: Denz.Sch. 3886). Quizá convenga advertir que al hablar de método regresivo no queremos decir que el recurso a las fuentes bíblicas, patrísticas, etc., tenga como única -y ni siquiera como fundamental- función poner de manifiesto que lo definido por el Magisterio se encuentra efectivamente contenido en el depósito de la Revelación, sino, sencillamente, que la lectura de esas fuentes debe hacerse a la luz de lo declarado por el Magisterio; lo que llevará ciertamente a advertir que lo definido por el Magisterio se encontraba ya dicho en las fuentes, aunque de modo tal vez implícito y oscuro, pero también a percibir aspectos o matices que completan lo definido y permiten continuar creciendo en el conocimiento de la riqueza insondable de la verdad revelada. Pretender asomarse a las S. E. y a la Tradición prescindiendo del Magisterio es desconocer el orden que Dios ha querido que reine entre esas tres realidades y, por tanto, abocarse al error; concebir la labor del teólogo como una tarea de reflexión racional a partir de las solas definiciones, es olvidar la relación orgánica que une el Magisterio a la Revelación, privarse de riquezas a las que el mismo Magisterio remite y condenar la T. al empobrecimiento. Las S. E. y la Tradición -leemos en la Humani generis- «contienen tantos y tan grandes tesoros de verdad que nunca se puede llegar a agotarlos. Por eso, con el estudio de las fuentes sagradas, las ciencias teológicas rejuvenecen constantemente; mientras que, como enseña la experiencia, toda especulación que descuide la ulterior investigación del sagrado depósito se ve abocada a la esterilidad» (Denz. Sch. 3866).

4) En ese estudio de las fuentes a las que el Magisterio nos remite, ocupa una primacía absoluta la consideración de las S. E. que, inspirada por Dios, es norma permanente y fundamental del pensar y del hablar cristianos; el teólogo debe no sólo tener presente lo dicho y enseñado por la S. E., sino volver constantemente a ello a fin de que la Biblia sea realmente el alma del teologizar (cfr. León XIII, Enc. Providentissimus Deus; Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, 24). Inmediatamente después vienen la Liturgia, que nos atestigua la fe y la praxis de la Iglesia de una manera particularmente viva y totalizadora, constituyendo por eso una fuente primaria para compenetrarse con un «espíritu verdaderamente cristiano» (Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 14), y los escritos de los Padres de la Iglesia, que, por su cercanía a la época apostólica y por haber presenciado y realizado el tránsito de la Iglesia desde sus orígenes judíos a su estructuración desarrollada, son testigos privilegiados de la Tradición. A ellos debe acudir el teólogo no sólo en busca de textos que muestren o confirmen una doctrina, sino también de un espíritu, de una manera de pensar y razonar; la familiaridad con los Padres es, en efecto, escuela en la que se adquiere con particular viveza el sentido de la analogía de la fe, la conciencia de la unidad del dogma cristiano. A continuación habría que mencionar a los grandes Doctores de las etapas posteriores de la historia cristiana (S. Tomás de Aquino, S. Bernardo, S. Buenaventura...), la legislación canónica, los escritos de los santos, la iconografía, etc. Por lo demás, en determinadas partes o tratados teológicos puede revestir importancia peculiar una fuente concreta, menos relevante en otros: así ocurre con el Derecho canónico en la T. moral; los escritos ascéticos y místicos de los santos en la T. espiritual, etc.

3. La razón humana y su función en Teología.

a. El conocimiento natural y el saber teológico. Con la palabra razón (v.) se designa en el lenguaje teológico tanto la capacidad humana de razonar abstractamente considerada, o sea, independientemente del objeto sobre el que razone, como la entera inteligencia humana ejerciéndose según sus fuerzas naturales y conociendo, por consiguiente, las realidades a las que esas fuerzas alcanzan y del modo como ellas las alcanzan, es decir, el conocimiento de orden natural. Ya hemos puesto de relieve que la razón entendida en el primero de los sentidos mencionados tiene un papel en T. (v. I,4,b); debemos señalar ahora, prolongando y completando así lo allí dicho, que también lo tiene tomada en el segundo de los sentidos expuestos: en su esfuerzo por penetrar en el sentido de la verdad revelada, la T. asume, en efecto, las verdades que la razón humana alcanza como consecuencia del ejercicio de sus virtualidades nativas y las ordena al servicio y manifestación de la palabra divina. La razón, en suma, no es sólo instrumento del teologizar, sino también fuente, aunque subordinada, de la Teología.

Tocamos aquí uno de los puntos más delicados e importantes en la comprensión del teologizar, y también uno de los que han suscitado más oposición, ya desde el conocido apóstrofe de Tertuliano (v.): «¿Qué hay de común entre Atenas y Jerusalén?, ¿qué concordia puede existir entre la Academia y la Iglesia?» (De praescriptione haereticorum, 7; cfr. Apologeticum, 46). A lo largo de la patrística y de la escolástica medieval pueden encontrarse diversos testimonios en esa misma línea; es, sin embargo, con Lutero (v.) como esa posición pasa de la condición de actitud de espíritu asumida más o menos conscientemente, pero no acabada de resolver en los principios que la fundamentarían, a la de una posición pura anclada en una visión teorética de fondo. El giro que da Lutero a la doctrina cristiana sobre el pecado original, viendo en él no ya una herida, sino una corrupción total de la naturaleza humana (v. PECADO III, B), conduce a negar a la razón humana toda capacidad de alcanzar la verdad en el orden religioso y, por tanto, a postular una absoluta heterogeneidad entre fe y conocimiento humano. De ahí una metodología teológica cuya expresión técnica más acabada tal vez sea la de Karl Barth (v.) cuando afirma que la T. puede acudir a la analogía de la fe, es decir, a la comparación de los misterios sobrenaturales entre sí y con las realidades formalmente atestiguadas en la Biblia, pero no a la analogía del ser, esto es, a la comparación de los misterios divinos con realidades conocidas en virtud del uso natural de la razón.

Perd la realidad es que si se niega a la razón humana la capacidad para alcanzar la verdad, lo que debe concluirse no es meramente la heterogeneidad entre T. y ciencias humanas, sino, mucho más radicalmente, la imposibilidad de la fe misma como conocimiento. Como ya señaló S. Tomás, para poder creer es necesario un cierto conocimiento previo de orden natural: sin él no podríamos captar el mensaje que Dios nos dirige y, por tanto, tampoco asentir a él; no sería posible, por decirlo con un ejemplo, creer que Dios uno es en Tres personas realmente distintas, es decir, creer en la Trinidad, si la razón humana no pudiese captar, al menos en cierto grado, qué es Dios, qué es unidad, qué es persona, qué es distinción (cfr. Quaestiones quodlibetales, Quodlibetum, 8 q2 a4; In III Sententiarum, d24 ql a2 soll ad3; Sum. Th 1 q2 a2 adl). La capacidad de la razón humana para alcanzar un conocimiento válido sobre la realidad y, consiguientemente, sobre Dios mismo como causa de ella, es uno de los preámbulos de la fe (cfr. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius: Denz.Sch. 30043005,3026; Paulo VI, Confesión de fe llamada «Credo del Pueblo de Dios»: AAS 60,1968,434); negarlo y pretender a la vez mantener la fe es caer en la incoherencia.

Conocimiento natural y conocimiento de fe (v.) no se identifican, ya que la fe nos abre a una verdad -la vida íntima divina- que excede a lo que la razón por sí misma puede conocer; pero tampoco son heterogéneos entre sí: ambos versan sobre la realidad, que es una en cuanto que proviene de Dios; son actos de la misma inteligencia, la del hombre que sabe y cree; tienen su fundamento último en el mismo Dios, creador de la razón y autor de la fe (cfr. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius: Denz.Sch. 3017). No puede, pues, haber verdadera contradicción entre ellos; más aún que existen necesariamente relaciones vitales: así, de una parte, el cristiano, en su deseo de profundizar en la comprensión de su fe, tiende espontáneamente a servirse para ello de sus conocimientos naturales, tal y como lo ha hecho constantemente a lo largo de toda la historia; mientras que, de otra, el progresar en el conocimiento de la fe da lugar a la adquisición de conocimientos de orden natural, como ha puesto de manifiesto la discusión en torno a la «filosofía cristiana» (V. FILOSOFÍA IV).

b. Trascendencia del saber teológico. Si es innegable la legitimidad -más aún la inevitabilidad- del recurso teológico al conocimiento natural humano -y de modo especial a su momento culminante, que es la Filosofía-, es conveniente precisar su alcance y características. Dos observaciones permiten hacerlo:1) La verdad que Dios comunica en la Revelación es suprema y eminentemente rica, capaz de iluminar la entera realidad -nos hace, en efecto, penetrar en la propia vida divina y nos manifiesta su designio salvador y último-; por ello, si nuestra inteligencia no fuera -como gusta de recordar Tomás de Aquino- la más débil e imperfecta en el orden de las inteligencias, si fuéramos inteligentes sin ser racionales, es decir, si fuéramos capaces de percibir con una sola intuición o mirada toda la riqueza de la verdad sin necesidad de acudir al razonamiento y al discurso, no nos haría falta, una vez recibida la fe, pedir ayuda al conocimiento natural para captar con hondura el contenido de que la fe nos dice, sino que éste se nos manifestaría desde el principio en toda su intensidad. En otras palabras, si la T. acude al saber de origen natural no es por insuficiencia de luz en la verdad divina revelada, sino « propter def ectum intellectus nostri», por la debilidad de nuestro intelecto, y ordenando, por tanto, los conocimientos naturales a la profundización en la virtud que la palabra divina contiene (Sum. Th. 1 ql a5 ad2). El recurso a los conocimientos naturales tiene, en suma, carácter instrumental.

2) El sentido de esa instrumentalidad se precisa si tenemos presente que la verdad que Dios nos ha manifestado es una verdad de orden sobrenatural, trascendente a nuestras fuerzas y capacidades naturales. La Revelación presupone la capacidad natural del hombre para conocer, pero no queda limitada por la pre-comprensión humana, es decir, por los conocimientos que el hombre tuviera al momento de recibirla, sino que Dios, acomodándose al lenguaje humano y sirviéndose de él, puede ampliar -y ha ampliado de hecho- el campo de conocimiento humano manifestándonos verdades que estaban fuera de nuestra alcance. Consciente de ello, el teólogo no es un filósofo que aplica su filosofía a los datos de la fe considerándolos un caso más de los que ofrece la experiencia, y, por tanto, reduciéndolos al ámbito de la comprensión humana natural; ni tampoco alguien que expone y estructura la doctrina revelada siguiendo los dictados de una filosofía: es un creyente que se sirve de los conocimientos humanos y, de modo especial, de los filosóficos- para intentar comprender cada vez con más hondura la verdad que cree. La razón en T. no es reina, sino servidora; los conocimientos de orden natural no juzgan a la verdad divina, sino que, al contrario, se ponen a su servicio.

Una consecuencia metodológica de importancia capital deriva de todo ello: los conocimientos naturales y las nociones filosóficas al ser asumidos en T. deben sufrir un proceso de «purificación y retoque» -como se lee en las Adnotationes preparatorias de la Const. Dei Filius del Conc. Vaticano I (cfr. Mansi, t. 50, col. 85)- a fin de que se acomoden a lo que sobre las realidades reveladas nos es testimoniado por la fe misma. Así, para penetrar en la comprensión de la Trinidad, podremos acudir a lo que la razón humana nos dice sobre las procesiones, sobre la generación, etc., pero habrá que excluir todo lo que repugna con el dogma (sucesión temporal, dependencia, etc.); para conocer mejor a Cristo, podemos servirnos de lo que sobre el hombre afirma la antropología, pero eliminando todo lo que no sea conforme con la realidad absolutamente única de una naturaleza humana asumida por el Verbo de Dios en unidad de persona, etc. La razón teológica es, en suma, una razón que «está intrínsecamente y de un extremo al otro iluminada por la fe» (Y. M. Congar, La fe y la Teología, Barcelona 1970, 233); en T., la analogía de la fe asume ciertamente la analogíá del ser, pero, al hacerlo, la dirige y gobierna.

e. Razón teológica y verdad. Toda la exposición que precede pone de manifiesto que el teólogo acude a las ciencias humanas, y fundamentalmente a la Filosofía, desde la perspectiva de la profundización en la verdad revelada. No se trata, pues, en modo alguno de «exponer la fe en el lenguaje de las filosofías del propio tiempo» -modo de hablar ingenuo y superficial que, al reducirlo todo a cuestión de lenguaje, vacía de contenido tantoa la fe como a la Filosofía-, sino, mucho más radicalmente, de detectar los elementos de verdad que haya captado el hombre con el ejercicio natural de su razón para ordenarlos al servicio de la fe (cfr. Sum. Th. 1 ql a8 ad 2). Resulta así claro que la T. no puede servirse de cualquier filosofía, o de cualquier obra científica, por la sencilla razón de que no toda afirmación que circula con el calificativo de filosófica o científica es de hecho verdadera. De dos maneras puede, pues, errar el teólogo al usar doctrinas filosóficas, como advertía ya Tomás de Aquino: otorgando a esas doctrinas la primacía y reduciendo, por tanto, la fe a un rasero humano; tomando por filosofía lo que en realidad no es tal, sino equivocación humana (In Boetü De Trinitate, proemio, q2 a3).

Lo que implica que la labor del teólogo al servirse de los saberes humanos no es tan sencilla como a primera vista puede parecer, puesto que debe descender al terreno de esos saberes, valorarlos críticamente, tanto desde la perspectiva de la fe -cualquier afirmación que contradiga a la doctrina revelada se nos manifiesta automáticamente como falsa: entre fe y razón no puede haber contradicción-, como desde la perspectiva de la razón misma, y, eventualmente, rehacer desde dentro sus itinerarios hasta conducirlos a la verdad. Sólo entonces estará en condiciones de usarlos con éxito en su tarea teológica. Ni que decir tiene que, en este terreno, carecería de sentido pretender partir de cero: la tradición cristiana que nos precede ha realizado ya una labor de decantación de la que sería temerario prescindir. Si antes decíamos que el teólogo debe estar familiarizado con los Padres y Doctores en cuanto que testigos de la fe de la Iglesia, añadamos ahora que debe estar familiarizado con ellos también como teólogos, recogiendo los resultados de su esfuerzo y aprendiendo de ellos aquel modo de filosofar («hoc philosophandi genus») de que habla León XIII en la Enc. Aeterni Patris. Especial importancia tiene a este respecto la obra de S. Tomás de Aquino, cuyo pensamiento ha sido repetidas veces recomendado por el Magisterio, estableciéndolo como guía fundamental de la enseñanza en materia filosófica y teológica (cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Optatam totius, 16; Decl. Gravissimum educationis, 10; para una visión amplia de las diversas recomendaciones de S. Tomás hechas a lo largo de la historia, v. TOMISMO).

4. ¿Son los movimientos de origen carismático y los signos de los tiempos fuentes de la Teología?

Es innegable que la acción del Espíritu, al enriquecer la vida de la Iglesia, impulsa también a la T.: baste pensar en el influjo ejercido durante siglos por el espíritu monástico, en lo que la teología de un S. Buenaventura debe a S. Francisco de Asís, en el impulso que recibió la Mariología como consecuencia del desarrollo de la devoción mariana, en las perspectivas teológicas que ha abierto el moderno incremento de la espiritualidad y la acción laicales... Ahora bien, ¿constituyen esos movimientos una fuente de la T. propiamente dicha? La respuesta, a nuestro juicio, debe ser negativa. La palabra definitiva de Dios ha sido dicha ya en Cristo: en Él tenemos la salvación y en El se nos ha revelado el término hacia el que Dios encamina la creación entera. El Espíritu Santo viene enviado por Cristo y no para superar su obra, sino para realizarla. Por eso los carismas (v.) han de ser juzgados y discernidos desde la perspectiva de su conformidad con el Evangelio. El Espíritu no pronuncia palabras nuevas, sino que conduce a comprender y vivir lo manifestado por Cristo y realizarlo en Él (cfr. lo 14,26; 15,26; 16,13). En resumen, los resultados o frutos que en la Iglesia produce la acción carismática del Espíritu Santo no son, propiamente hablando, fuente de la T., sino más bien un impulso o estímulo para realizar una «relectura» de las fuentes que puede conducir a la percepción de aspectos que antes habían sido, tal vez, poco advertidos.

Con ello hemos obviamente respondido también a lo referente a los «signos de los tiempos», es decir, los hechos que caracterizan a una determinada coyuntura histórico-cultural. Los acontecimientos históricos pueden estimular el trabajo teológico, y el De Civitate Dei de S. Agustín está ahí para testimoniarlo; pero no constituyen una fuente de la Teología. Para afirmar lo contrario sería necesario no sólo negar la centralidad de Cristo, sino sostener además que el eje de la historia de la salvación pasa no por la Iglesia, sino por el mundo; es decir, postular una filosofía de la historia (v. HISTORIA V) de cariz hegeliano, con la reducción naturalista y tendencialmente atea que eso implica. Es, por tanto, conveniente que el teólogo esté atento a las características del propio momento histórico para «interpretarlas a la luz del Evangelio» (Const. past. Gaudium el spes, 4), pero sin olvidar que la luz debe venir precisamente del Evangelio, y que a éste debe dedicar, por tanto, su atención preferente.


J. L. ILLANES MAESTRE.
 

BIBL.: M. CANO, De locis theologicis, 1 ed. Salamanca 1563 (obra clásica, con muchas ediciones); A. GARDEIL, La notion du lieu théologique, París 1908; íD, Lieu théologique, en DTC IX, 712 ss.; M. LABOURDETTE, La Théologie et ses sources, «Rev. Thomiste» 56 (1946) 353-371; F. MARÍN-SOLA, La evolución homogénea del dogma católico, Madrid 1968; y en general las obras citadas en bibl. de TEOLOGíA I.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991