Templo. Del Templo de Jerusalén a Jesucristo.
 

1. El primitivo Santuario del desierto. En la religión revelada del A. T., el culto externo, que es «deber colectivo de toda la comunidad humana... ya que también ella depende de la suprema autoridad de Dios» (Pío XII, enc. Mediator Dei, 20 feb. 1947: AAS 39, 1947, 530-531), fue instituido incluso en detalle. Dios ordenó a Moisés (v.) la fabricación del antiguo Santuario portátil del desierto, donde manifestaría de modo especial su presencia en medio del pueblo, éste le tributaría el culto debido y se conservarían las tablas de la Ley, testimonio perenne de la Alianza de Yahwéh con el pueblo israelita (v. ampliamente el art. SANTUARIO). Los textos del Pentateuco explican la rica significación religiosa del antiguo Santuario: muchos insisten en una especial manifestación de la presencia de Dios (p. ej., Ex 40,34); otros especifican que el Santuario era el lugar de encuentro de Yahwéh con Moisés, donde le daba las instrucciones y los mandatos para gobernar santamente al pueblo (Num 1,1); detallan que Moisés oía la voz de Yahwéh, que le hablaba desde encima del Arca, entre los querubines (Num 7,89); el conjunto sacro de arca, propiciatorio (tapa del Arca) y ambas figuras aladas de querubines constituía una representación del trono celestial de Yahwéh, viniendo a ser de alguna manera su trono en la tierra (2 Reg 19,15; Ps 79,2; Is 37, 16; Dan 3,55); otros, en fin, aluden a varios aspectos religiosos y teológicos del Santuario, que tienen comoeje principal el ser el lugar de culto prescrito por Dios (Ex 33,7-11; 40,36 ss.; Num 14,10; 16,19; Ex 29,42-46).

2. Del Santuario del desierto al proyecto davídico del Templo. Tras el establecimiento de Israel en la tierra prometida, el Santuario fue fijado sucesivamente en varios lugares: Guilgal (v.), Siquem (v.; los 8,30-35; 24,1.28), Silo (v.; 1 Sam 1-4). En ellos conservaba su configuración nómada (desmontable como tienda de campaña). Después de la conquista de Jerusalén (v.) y su transformación en capital del reino, David (v.) concibe la idea de tras' ladar allí el Santuario y albergarlo dentro de un gran T. de piedra (2 Sam 7,1-4). Pero Dios se opone, en un principio, al proyecto; en cambio, en premio a su piedad, le hace la gran promesa mesiánica (v. MESÍAS): no será David quien construya la casa (=Templo) a Yahwéh, sino que será Yahwéh quien edifique una casa (=dinastía) a David (2 Sam 7,5-17). David no llevará a cabo el proyecto del T., pero sí Salomón, su hijo y sucesor en la nueva dinastía.

3. El Templo de Salomón. El T. construido por Salomón (v.) guardaba en su interior el antiguo Santuario: tabernáculo, con el arca de la alianza, los querubines, altar de los sacrificios, altar del incienso, etc. Dios manifestó visiblemente su complacencia en el nuevo T., al bajar la gloria de Yahwéh en forma de nube y llenar toda la estancia sagrada, como en los antiguos años del desierto (1 Reg 8,10-13). Desde el día de su dedicación o consagración, el T. de Jerusalén será el centro religioso del pueblo de Israel, que acudirá a él «para contemplar el rostro de Dios» (Ps 42,3); el T. será objeto de un tierno amor para los israelitas piadosos (Ps 24; Ps 122). No constituye un culto idolátrico a Yahwéh, a la manera de los t. de los gentiles, pues el israelita sabe que la morada de Dios son los cielos (Ps 2,4; 103,19; 115,3). La misma oración dedicatoria de Salomón, aun entusiasmado por la presencia de la gloria de Dios, que ya ha llenado «la casa del Señor», expresa el alto concepto de la trascendencia divina: «¿Pero de verdad morará a Dios sobre la tierra? Los cielos y los cielos de los cielos no son capaces de contenerte. ¡Cuánto menos la casa que yo he edificado! » (1 Reg 8,27). En efecto, Dios habita en los cielos (1 Reg 8,30), pero en el T. será escuchada de modo especial la súplica del pueblo (ib.), pues Dios ha declarado: «Mi Nombre estará aquí» (1 Reg 8,29), y el culto que se desarrollará en él poseerá valor oficial: en él los sacerdotes realizarán en adelante el culto que el pueblo y el rey teocráticos rinden a Dios.

4. Del Templo de piedra al templo del espíritu. Siguiendo la misma línea pedagógica general de la Revelación, por medio de sus profetas (v.), Dios irá desvelando el misterio del T., haciendo ver que ese edificio de piedra es más bien un signo que ayudará al hombre a alcanzar una conciencia de la presencia de Dios. No por ello el T. de piedra pierde su valor de medio y de signo, pero el pueblo deberá ir aprendiendo ese valor sólo instrumental y relativo del T. de Jerusalén, con vistas a poner en un primer plano la religión del corazón (Dt 6,4 ss.; ler 31,31). En tal progresivo caminar hacia la luz habrá sus dificultades: el hombre tenderá a quedarse en la exterioridad del culto y del T., con una gravitación hacia una cierta idolatría. Esa tendencia será recia y frecuentemente corregida por Dios a través de la predicación de los profetas y con la intervención providencial en la historia, es decir, en concreto, con la destrucción del mismo T., cuya construcción había aceptado complacido. Así, Isaías, no obstante su visión de la majestad de Dios precisamente en el T. (Is 6), denuncia con fuerza el carácter superficial del culto que en él se realiza (Is 1,11-17). Y lo mismo hacen jeremías (Ier 6,20) y Ezequiel, que incluso delata prácticas verdaderamente idolátricas (Ez 8,7-18).

Ante la resistencia del hombre a comprender la Revelación, Dios recurre a la amenaza y al castigo: la gloria de Yahwéh abandona su morada del T. (Ier 7; Ez 10, 4.8) y el T. es materialmente destruido por Nabucodonosor (2 Reg 25,8-17). Con la destrucción del T. y el destierro a Babilonia (586 a. C.) Dios da la lección inaprendida. Así se corrige el desviada apegamiento al T. de piedra (Is 66,1 ss.; V. t. DIÁSPORA). Ezequiel ve la gloria de Yahwéh en el destierro (Ez 1) y comprende que Dios está presente en toda la tierra y recibe complacido en cualquier lugar el culto que sale del interior del corazón (Ez 11,16; Is 66,2; Tob 3,16). El T. de la tierra no es sino una imagen imperfecta del trono de Dios en los cielos (Sap 9,8; V. CIELO III, 4A). Y aunque, a la vuelta del exilio, los judíos reconstruyan pobremente el T. (T. de Zorobabel), la Revelación de Dios se ha abierto el camino para enseñar el verdadero orden de los valores: primero está la presencia de Dios en los corazones; después los signos sensibles y auxiliares de esta presencia, el T. y su culto público, que también ayuda, pero es solamente eso, auxiliar de la verdadera piedad. De esta forma se ha preparado el camino hacia el t. espiritual y, con ello, para la Revelación de Jesucristo.

5. Jesucristo, Nuevo Templo. El orden entre la religión del corazón y la veneración por el T., a que hemos aludido a propósito de los profetas, se observa de modo semejante en Jesucristo: aparte de cumplir el rito de la presentación y rescate de los primogénitos (Lc 2,22-39), Jesús siente, ya de niño, la atracción de la «casa de su Padre» (Lc 2,41-50) y, de mayor, el celo por el T. como «casa de oración», mancillada por los negociantes (Mt 21,1213; Mc 11,11.15-17; Lc 19,45-46; lo 2,13-17; cfr. Is 56,7; Ier 7,11). Aprueba los cultos a Dios allí practicados, aunque denuncia la superficialidad que se ha infiltrado (Mt 5,23 ss.; 12,3-7; 23,16-22; etc.). Pero, llevando a su culmen las predicciones de los antiguos profetas anuncia, no sin dolor, la ruina definitiva del T. (del tercer T., edificado por Herodes el Grande), del que, ante el asombro de los Doce, predice que no quedará piedra sobre piedra, como en efecto sucedería unos treinta años después (el 70 d. C.).

La revelación más profunda y misteriosa sobre el T. la expone Jesús después de la expulsión de los vendedores, cuando los judíos le preguntan qué señal les da para actuar así (lo 2,18). S. Juan nos ha conservado esta respuesta de Jesús: «Destruid este Templo y en tres días lo levantaré» (lo 2,19). El mismo Evangelista continúa: «Los judíos le replicaron: en cuarenta y seis años fue edificado este Templo y ¿tú lo vas a levantar en tres días? Pero Él hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron que ya lo había dicho, y creyeron en la Escritura y en la palabra de Jesús» (lo 2,20-22).

La antigua profecía, tantas veces repetida por Dios, de que habitaría en medio de los hombres (Ex 25,8; 131,14; Ier 7,3-7; Ez 43,9; Ps 5,12) se cumple de manera plena e inimaginada en el Cuerpo de Cristo, «porque en Él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). El mismo término habitar es el empleado por S. Juan, al comienzo de su Evangelio, para resumir el misterio de la Encarnación: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (lo 1,14). No puede negarse el sentido de cumplimiento que tiene para el autor sagradola frase que ha escrito bajo la inspiración divina: el habitaré de la promesa veterotestamentaria se ha cumplido plenamente en Jesucristo, y puede emplear el aoristo «habitó entre nosotros». Jesús, es pues, el nuevo T., el verdadero T., «no hecho por mano de hombres» (Mc 14,58; cfr. 2 Cor 5,1; Heb 9,24; Act 17,24), y del cual el antiguo T. de Jerusalén era sólo una figura o signo anticipado.

6. La Eucaristía, Templo nuevo perenne en la tierra. Cristo resucita, primicias de la resurrección final de todos, a la vida gloriosa en los cielos «sentado a la diestra del Padre» (Act 2,33; 3,7; Rom 8,34; Eph 1,20; Col 3,1; etc.). Pero por su divino poder hace que su cuerpo glorioso ascendido a los cielos permanezca real, admirable y verdaderamente en la tierra, haciéndose presente en todos los lugares entre los hombres hasta el fin de los tiempos. El Cuerpo eucarístico de Cristo será la realidad viviente de la perpetuidad del cumplimiento de la antigua promesa «habitaré en medio de ellos» (V. EUCARISTÍA).

El culto público que los antiguos israelitas rendían a Dios en el Santuario y después en el T. es sustituido por el culto supremo y público, definitivo, que el hombre puede dar a Dios: el Sacrificio (v.) por excelencia, la Santa Misa (v.), en el que Jesucristo, sacerdote principal y víctima al mismo tiempo, renueva el Sacrificio único y para siempre de la Cruz. En este sentido adquieren su valor los innumerables t. cristianos, dentro de los cuales y a su abrigo se renueva el Sacrificio y guardan en sí el verdadero T., que es Cristo (v. III).

V. t.: ALIANZA (Religión) II; EUCARISTÍA; r`xoDo; LEVITICO; HEBREOS, EPÍSTOLA A LOS; MOISÉS; SANTUARIO; INSTITUCIONES BÍBLICAS; ALTAR II.


J. M. CASCIARD RAMÍREZ.
 

BIBL.: Fuentes: Libro del Éxodo, espec. caes. 25-28; Levítico; 1 Reg cap. 8; Ps 24 y 122; Is cap. 1; 6; Ex cap. 1; Hebr. cap. 9-10; lo 2,13-17; Act caps. 7 y 17. Magisterio y Doctores: Pío XII, enc. Mediator Dei, AAS 39 (1947) espec. 530-531; S. AGUSTIN, In Heptateuchum (PL 34); S. JERÓNIMO, Epistola 64; S. ToMAS DE AQUINO, Suma Teológica, 1 q42; 1-2 gl02; 2-2 q81 a6-7.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991