SOBRENATURAL


1. Noción. 2. Lo sobrenatural en la Revelación. 3. Armonización unitaria de los órdenes natural y sobrenatural. 4. Disponibilidad natural para lo sobrenatural. 5. Síntesis final.
     
      1. Noción. El término s. se emplea en Teología para indicar el carácter trascendente y absolutamente gratuito que tienen la llamada a la visión beatífica (v. CIELO III) y los dones que a ella ordenan (V. REVELACIÓN; GRACIA SOBRENATURAL), que Dios otorga al hombre no porque estuviera en algún modo obligado a ello, sino por pura y absoluta liberalidad. Lo s. es lo que supera o excede, está por encima o trasciende el natural de las cosas, ya por lo que son, ya por lo que hacen o pueden hacer, ya por lo que exigen o se les debe, tanto física como moralmente; lo que se sale pues del ámbito de la naturaleza, ontológica, dinámica o moralmente considerada.
     
      La breve noción que acabamos de dar define lo s. tomando como punto de partida nuestro- conocimiento o idea de lo natural. De hecho no tenemos otro camino; sin embargo, hemos de guardarnos de condicionar aquello a esto. Aunque para nosotros, dada nuestra natural manera de ser y de conocer, no sea posible hacernos idea de lo s. más que por referencia a lo natural, lo s. en su raíz ontológica no se define por relación a la naturaleza, sino por relación a Dios, según veremos más ampliamente. Nuestro concepto de lo sobrenatural, o lo sobrenatural lógica y formalmente considerado, sí que es esencialmente algo relativo; pero la realidad en sí, o lo s. materialiter sumptum, no es pura relación, sino algo que se mantiene en sí y por sí con independencia de lo natural.
     
      En otras palabras, lo s. es la vida e intimidad divinas, la deidad, lo propio de Dios. Algo que a Dios pertenece y que a ninguna criatura le es debido, ya que le excede infinitamente. Al recibir el ser por la virtud causativa de Dios (v. CREACIÓN), las criaturas reciben una naturaleza que les constituye en un orden dado, les da unas capacidades de obrar, unas tendencias y fines, etc. Dios, por decisión gratuita, adviene con su Revelación y su gracia para comunicar a las criaturas espirituales una participación formal de su misma vida divina. Ello acontece basándose en el ser y la esencia recibidas por creación, que son así intrínsecamente elevados. Esa elevación, con los dones que implica, está en nosotros añadida a lo que somos, ya que por nosotros mismos no podemos aspirar a la vida divina. Lo que nosotros tenemos, Dios lo es. Lo que en nosotros es accidente, en Dios es sustancia. Dios, el ser por ensencia, es el ser sobrenatural por excelencia.
     
      Si tuviéramos una visión directa de Dios, penetrando así en el secreto de su vida íntima, entraríamos de lleno, y sin hacerlo por medio de un conocimiento de los seres creados, en la región auténtica de lo s., allí donde la sobrenaturalidad es naturaleza. Pero como Dios no se nos manifiesta sino a través de sus criaturas, para formarnos una idea de lo s. debemos partir de lo natural. Y eso presuponiendo que Dios mismo quiera antes desvelarnos susecreto, llamándonos con su Revelación al conocimiento o participación de su vida íntima: sólo entonces surge en nosotros la idea de lo s. en sentido propio.
     
      a) Lo natural. Natural, dice S. Tomás (Sum. Th. 1-2 q10 al), es aquello que conviene a cada cosa según su naturaleza o que guarda proporción con ella. Naturaleza es la esencia en cuanto principio de acción: es el principio inmanente y primero de la actividad de un ser. Cada ser es lo que es y obra como lo que es. Por eso cada cosa tiene su natural propio, su esencia y su ser, sus actividades y operaciones. Y como no hay operaciones sin un fin, cada cosa tiene también su fin propio natural, como tiene los medios naturales para conseguirlo. Por eso, finalmente, llamamos natural a cuanto pertenece a una naturaleza, genética, constitucional y dinámicamente considerada. En sentido relativo, lo natural (para un ser concreto) es lo que a él le corresponde. En sentido total o cósmico, lo natural engloba la creación entera, el universo con todos los seres materiales y espirituales que lo componen y las leyes que lo rigen; es, pues, lo propio o debido al conjunto de todos los seres creados por Dios en cuanto integrantes del cosmos o Naturaleza.
     
      Al natural de las cosas pertenece, como hemos dicho, el tener y disponer de aquellos medios sin los cuales no podría conseguir su fin natural. Aquello a lo que un ser tiene derecho por su condición natural o que de alguna manera le es debido, se dice también natural. Por tanto, no sólo es natural que el hombre tenga alma y cuerpo y que tenga potencias y disposiciones consonantes con el dinamismo de su ser; sino también que no le falte aquello otro que, sin pertenecer a la zona inmanente de su ser o de su obrar, le es de necesidad para conservarse y actuar como tal ser natural. Así, es natural, porque es debido al hombre, el concurso divino, sin el que ni podría conservarse en el ser recibido ni hacerlo operante; como es natural que, siendo libre, reciba el premio o la recompensa natural a que tiene derecho por responder como es debido a la llamada de quien le dio el ser y le ordenó naturalmente para sí.
     
      Un concepto próximo al de natural es el de lo connatural. Por éste se entiende algo que es fruto lógico y consonante con el ser natural de una cosa, sin ser propiamente de su esencia. Es connatural al hombre padecer y morir. Connatural a un cuerpo es ocupar espacio. Antinatural, en cambio, se dice lo que choca o contradice a una naturaleza.
     
      b) Lo sobrenatural. Descrito y circunscrito el ámbito de lo natural, veamos de analizar los contenidos que se significan por la palabra sobrenatural. Por lo pronto, de un modo negativo e indirecto, diremos que es s. cuanto excede del ámbito de posibilidades y exigencias naturales que entraña una naturaleza o toda la naturaleza. Lo que no constituye una naturaleza, no nace de ella, no lo exige, no le es debido ni física ni moralmente, pero, adviniendo a ella, la sublima y levanta por encima de sí, dándole una condición de ser o de obrar superior al natural, eso es sobrenatural. Y en sentido más amplio y radical, es s. lo que excede a todo el conjunto de la naturaleza creada; más aún, a toda naturaleza creable.
     
      Cabe distinguir, pues, entre un s. relativo (o secundum quid), que es lo que excede a una naturaleza creada, pero no a otras: así cosas que son s. para un animal no lo son para el hombre, o que las que son para el hombre no lo son para el ángel; y un s. absoluto (o simpliciter), que es el que trasciende a toda naturaleza creada o creable. Es de este último del que nos ocupamos aquí, ya que él es el s. propiamente dicho.
     
      Positivamente, diremos que lo s. absoluto o propiamente dicho consiste en la autocomunicación que hace Dios de su propia vida a la criatura, dándose por amor y como objeto de amor. Autocomunicación divina que no puede ser exigida por naturaleza alguna, creada o creable. Participar de «aquello que a Dios le hace Dios», vivir de «modo divino», es cosa que a ningún ser creado puede convenirle por naturaleza, que de suyo hace siervos, sino por gracia, que de suyo hace hijos. Lo s. es tan excelso que de forma natural es imposible para el hombre. Éste podría progresar en infinito, en su línea natural, sin alcanzar el punto mínimo de lo sobrenatural. Tocamos así la diferencia entre lo s. y lo preternatural. Se entiende por esto último aquellas perfecciones que no son debidas a una naturaleza, pero que la completan dentro de su orden, p. ej., la ausencia de ignorancia, de dolor, etc., y concretamente los dones de ese tipo que implicaba el Paraíso terrenal (v.). En cambio lo s. saca a una naturaleza de su orden o línea para colocarla en un orden nuevo y propiamente divino.
     
      Por eso, como ya decíamos, la explicación auténtica y definitiva de lo s. no puede hacerse por lo natural, ya que esto equivaldría a querer explicar lo más por lo menos, lo superior por lo inferior. Y por eso también puede resultar peligroso y expuesto a desnaturalizar lo s. un empeño excesivo por interpretarlo según la analogía de la naturaleza, estando más a los dictados de la razón que a los de la Revelación y la fe. Quien pretenda ante todo considerar de abajo hacia arriba lo s., no lo verá más que por sus reflejos sobre realidades inferiores, que son incapaces de traducir su grandeza. Ni ontológica ni gnoseológicamente podemos hallar la clave de lo s. en o por lo natural.
     
      Podemos precisar más la noción de s. distinguiendo: 1° Lo s. intrínsecamente, por esencia o sustancial, que a su vez puede distinguirse entre lo s. en sí y por sí y lo s. participado. Dios es el ser absolutamente s. que posee por sí mismo su vida íntima, en absoluta plenitud y aseidad. Lo s. participado es la vida divina comunicada por Dios a hombres y a ángeles, bien en la gracia (v.) bien, ya definitivamente, en la gloria (v. CIELO III), elevándolos de esa forma sobre su naturaleza para participar de la naturaleza de Dios.
     
      2° Lo s. extrínsecamente, que deriva no de las causas intrínsecas sino de la causa eficiente o la final. S. es, según lo primero, un milagro (v.) o una profecía (v.). Según lo segundo, los actos humanos movidos por la gracia y la caridad y ordenados a un fin s.: si falta esa ordenación a un fin s., no hay, en efecto, acto sobrenatural.
     
      Garrigou-Lagrange ha esquematizado todo esto maravillosamente (o. c. en bibl., 205) en el cuadro que reproducimos:c) El estado sobrenatural. Lo s. como estado constituye un orden de cosas indebido a la naturaleza humana, pero que le fue concedido gratuitamente por Dios de una manera definitiva y estable. Así como el estado de naturaleza sería la condición natural del hombre (v.), considerados los elementos esenciales y connaturales de su ser y su ordenación a un fin natural, el estado s. es la constitución, por elevación, del hombre en una condición de ser y de obrar s., con todo el dispositivo conveniente para alcanzar el fin s. a que Dios gratuitamente quiso destinarle de una vez para siempre (v. ORGANISMO SOBRENATURAL).
     
      Este estado s. sobrepasa todo lo que el hombre es o puede por naturaleza, por sí solo. Pero no repugna a la perfectibilidad o posibilidad de esa naturaleza, si Dios actúa o engrandece la capacidad obediencial de su criatura, de una criatura que por definición es, al decir de Zubiri, esencia abierta a todo ser. Esa posibilitación por Dios de lo que el hombre naturalmente no puede es lo que constituye precisamente nuestra elevación al estado sobrenatural.
     
      Concretando más la descripción de los estados en que la naturaleza humana puede encontrarse, la teología suele señalar tradicionalmente los siguientes: a) el estado de naturaleza pura, es decir, el ya mencionado en que el hombre poseería sus elementos esenciales y connaturales, estando ordenado a un fin natural; b) el estado de naturaleza íntegra, en el cual Dios dotaría al hombre de bienes preternaturales (ciencia, dominio total de las pasiones, etc.), pero manteniéndolo en la ordenación a un fin natural (tanto este estado como el anterior son hipotéticos, es decir, no se han dado de hecho históricamente; los siguientes son históricos); c) el estado de justicia original, es decir, el de nuestros primeros padres en el Paraíso terrenal (v.), en el que cual estaban elevados a un fin s. y dotados de dones s. y preternaturales; d) el estado de naturaleza caída o posterior al pecado original (v. PECADO II, B y III, B), en el que la naturaleza humana es privada de los dones s. y de los preternaturales; e) el estado de naturaleza redimida (v. REDENCIÓN), en el que el hombre, por los merecimientos de Cristo, recupera la amistad con Dios y la gracia, pero no se le devuelven los dones preternaturales ni se sanan por entero las reliquias del pecado, ya que la concupiscencia (v.) es dejada como ocasión de lucha y mérito (v.); I) el estado de naturaleza condenada, o situación del hombre que, perseverando en el pecado, se precipita en la lejanía de Dios propia del infierno (v.); g) el estado de naturaleza glorificada, en el que la gracia produce la plenitud de sus frutos: visión de Dios, comunidad de los santos, glorificación del cuerpo, etc. (v. CIELO III).
     
      2. Lo sobrenatural en la Revelación. Del estado s. tenemos noticia por la Revelación cristiana. La noción de los. es una idea específicamente cristiana: no es fruto de la razón, sino de la Revelación (v.). El orden s. está fuera de la línea de nuestra capacidad de ser y de conocer. Su conocimiento no nos lo da la razón, sino la Revelación. Lo aceptamos por fe, no por evidencia. Aceptación empero razonable, porque es nuestra misma condición de seres inteligentes y racionales la que nos permite abrirnos a la Revelación y al orden s. (v. REVELACIÓN III, 2; FE III B y IV; CREDENTIDAD, MOTIVOS DE) siendo sujetos receptivos suyos, creyendo a la verdad de Dios y dejándonos sublimar por él.
     
      La S. E. nos descubre el misterio del orden s. y de nuestra elevación a él cuando nos hace asistir al orto de la humanidad y nos pone delante el hecho de que Dios, creando al hombre, lo elevó a un estado de justicia y de santidad a que no tenía derecho sólo por título de creación o por su sola naturaleza. Dios interviene entonces personalmente revelándose y revelando el misterio de sus designios, que naturalmente nunca habríamos podido conocer. Esa Revelación (v.) divina se va continuando y perfeccionando por grados y de mil maneras, a través de la elección del pueblo de Israel, de los Patriarcas y de los Profetas, hasta llegar al culmen y cenit de la misma, Jesucristo (v.), Palabra del Padre hecha carne, que nos da a conocer la vida divina en su plenitud, el misterio de un Dios tripersonal, y nos manifiesta que estamos destinados a participar de esa vida, porque hl mismo es el Verbo eterno de Dios hecho hombre para redimirnos del pecado y unirnos a Él por la gracia. La Revelación que nos habla del Dios uno y trino y del Dios encarnado nos habla también del Dios que santifica, haciéndonos donación de su gracia y de su Espíritu, y entablando con nosotros una relación ya no sólo de siervos, cual nos conviene por creación, sino de amigos y de hijos: «Ya no os diré siervos, sino amigos» (lo 15,15); «Mirad qué amor el del Padre para col nosotros, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y realmente lo seamos» (1 lo 3,1). Y somos hijos porque participamos de la naturaleza divina, no por derecho propio, sino por adopción, por la gracia que nos hace «consortes divinae naturae» (1 Pet 1,4). Este es como el trípode que sostiene toda la doctrina cristiana sobre lo s.: Trinidad (v.), Encarnación (v.), Gracia (v.).
     
      Todo eso está por encima de cuanto naturalmente somos y naturalmente podíamos y podemos conocer; es un orden que supera toda naturaleza real o posible, es puro don, gracia, regalo divino, a lo que no teníamos ningún derecho. Y la S. E. recalca constantemente esta absoluta gratuidad. Salvaguardar esta (perdónese la redundancia) sobrenaturalidad de lo s. ha sido una de las constantes de la enseñanza de la Iglesia a lo largo de la historia. En los primeros siglos esa sobrenaturalidad es afirmada tanto en la predicación ordinaria, que subraya la excelsitud y la gratuidad propia de los dones cristianos, como frente a las herejías que se mueven en la línea del naturalismo (v.). Esas herejías tuvieron, durante aquellos siglos, dos manifestaciones principales: en el campo soteriológico, con el pelagianismo (v. PELAGIO Y PELAGIANISMO), lo que dio ocasión a definir las notas del estado de justicia original y la profundidad de la herida causada por el pecado; y en el campo trinitario y cristológico, con el arrianismo (v. ARRIO Y ARRIANISMO) y con el nestorianlsmo (V. NESTORIO Y NESTORIANISMO), ante los cuales los Padres pusieron de manifiesto el íntimo nexo que existe entre la Encarnación del Verbo y la elevación del hombre al orden sobrenatural.
     
      En épocas posteriores, junto al continuarse de la predicación precedente, hay que reseñar:a) Las declaraciones y definiciones del Conc. de Trente (v.) que perfilan la doctrina sobre la justicia original, el pecado (v.) y la justificación (v.), y afirman el carácter real e intrínseco del don de la gracia (Denz.Sch. 15101516; 1520-1583).
     
      b) La definición, frente a los errores de Bayo (v.) y Jansenio (v.), del carácter gratuito, no debido en modo alguno a la naturaleza, del estado de justicia original (cfr. Denz.Sch. 1901-1927; 2435-2437; 2616).
     
      c) La reafirmación del carácter s. del cristianismo frente a los diversos naturalismos de la época moderna. En el orden del Magisterio esto tiene lugar sobre todo en diversas declaraciones sobre el carácter s. de la Revelación (cfr. Denz.Sch. 2739-2740; 2828-2831; 2908-2914; 30043007). Culminación de todo ello, y saliendo al paso de los equívocos en que habían incidido algunos autores católicos, es la Enc. Humani generis de Pío XII (a. 1950); en ella se afirma que «desvirtúan el concepto de gratuidad del orden sobrenatural» quienes «opinan que Dios no puede crear seres intelectuales sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica» (Denz.Sch. 3891), pues, en efecto, ésta resultaría entonces presentada como algo debido de algún modo a la naturaleza humana.
     
      Del hecho, y de la posibilidad misma de nuestra elevación, naturalmente nada podríamos saber, e incluso una vez que Dios nos lo ha revelado no podemos anular nunca su misterio (v.), ya que lo s. pertenece a la esfera de lo divino y en cuanto tal trasciende a lo humano. Entre lo humano (que, con lo angélico, es dentro de lo natural lo más elevado) y lo divino no hay ninguna univocidad sino simplemente analogía (Ramírez, o. c. en bibl. 118). Pero guiándose por la fe, y colocando a su servicio la razón, podemos analizar el contenido de lo que Dios nos ha manifestado y llegar a una mayor comprensión. La íntima naturaleza de lo s. nos trasciende, pero, basados en lo que Dios nos ha revelado y en la analogía, podemos decir algo sobre ello. Es lo que intentaremos hacer a continuación, estudiando dos temas: la distinción entre el orden natural y el s. y su unión armoniosa; la disponibilidad de la naturaleza humana para la elevación a lo sobrenatural.
     
      3. Armonización unitaria de los órdenes natural y sobrenatural. Hemos hablado de natural y de s. presentándolos no sólo como cosas o realidades que se dan cita en el hombre, cual Dios lo ha querido en la presente economía, sino también como de dos órdenes, distintos radicalmente y, sin embargo, no sólo coincidentes en el mismo sujeto sino conjugándose ambos en la realización del único plan que se propuso Dios al crear al hombre. Vamos ahora a precisar más la realidad de estos dos órdenes y cómo se reducen a unidad.
     
      Dios lo ha dispuesto todo con peso, número y medida (Sap 11,21) y en esta disposición entra el que cada cosa tenga su fin y el que a cada fin le correspondan sus medios, y el que, habiendo en el conjunto de la realidad distintos órdenes, haya subordinación y armonía entre ellos, de forma que lo imperfecto sea por lo perfecto, lo menos por lo más y no viceversa. De ahí, escribe Santo Tomás, que el orden se descubra en las cosas por dos caminos: por el de la jerarquía entre unas y otras y por el dé la dependencia de las unas de las otras; y que correspondiéndose el orden de los fines con el orden de los agentes, haya que concluir que lo menos se ordena a lo más como a fin, las cosas imperfectas se ordenan a las perfectas (De pot. 5,9c). Una criatura corporal, por más que se agrande en infinito en su línea cuantitativa, jamás alcanzará ni entrará en un orden cualitativamente superior como es el del ser propiamente espiritual. Por eso todo el universo queda por bajo del hombre, a pesar de la pequeñez de éste frente a aquél. El hombre es una caña, decía Pascal, pero, añadía, es una caña que piensa. Por eso es señor del universo. El pensamiento no está en la potencialidad ni en la posibilidad de la materia. Viene de una forma inteligente que existe por creación.
     
      Lo que vale del universo no sólo con respecto a la concatenación, ordenación y subordinación de agentes y de fines entre sí sino también de unos órdenes naturales con otros, vale también para el mundo de la gracia u orden sobrenatural. Y vale no sólo por respecto al engranaje de cosas que lo constituyen en su esfera, sino también por respecto a lo que ese orden supone para la realización del único plan divino, que afecta a la totalidad de lo creado; pues de hecho, según la ordenación querida por Dios, no hay sino un único fin último s. para la creación entera. Hay, pues, por parte de Dios una sabia ordenación de los dos órdenes, que implica también subordinación del uno al otro, porque, como dice el Apóstol (Rom 13,1), «las cosas que vienen de Dios están ordenadas» (cfr. Sum. Th. 1-2 g111 al). Lo natural y lo s. constituyen, pues, el orden universal querido por Dios. Orden uno -según nota Ramírez (o. c. en bibl. 235)-, no con unidad de sustancia, sino precisamente de orden, pues todo va ordenado entre sí y todo se ordena a Dios. Dios es la causa ejemplar, eficiente, final de los dos órdenes; con respecto a él, pues, todo recibe unidad. Y no quedándose al margen de su obra, sino siendo a un tiempo sumamente trascendente y sumamente inmanente porque, como enseña el Angélico, «el orden al fin es más próximo al fin, que el orden de las partes entre sí, y en cierto modo la causa de éste» (De veritate, q5, al).
     
      De esta forma sin que ningún orden anule al otro ni invada indebidamente su esfera, sino manteniendo su especificidad y distinción, los dos órdenes, natural y s., se unen en profunda armonía. Ambos son participación de Dios. Dentro de ambos la participación admite grados y diferencias por parte de los seres que participan, y especialmente la forma de participación difiere esencialmente entre uno y otro orden, el de naturaleza y el de gracia. En el uno hay participación virtual, en el otro formal, aunque analógica. De un modo se presencializa Dios en nosotros por naturaleza, de otro por gracia. Todo empero se hace en armonía, sin roturas y sin negaciones.
     
      Lo s. no es oposición ni contradicción de lo natural, sino perfección y superación. Como la fe se halla en armonía con respecto a la razón (V. RAZÓN II; REVELACIÓN IV), así la naturaleza con respecto a la gracia (v.). La radical distinción ontológico-teológica entre ambos órdenes no impide que ambos a dos se compenetren y se complementen. Distinguirlos sí, pero para unirlos. Cosa que se hace tanto más comprensible, cuanto que ambos órdenes se hallan unificados psicológica e históricamente. En el hombre, el orden s. no se mantiene como algo que subsistiera de por sí, sino sobre el natural humano. La razón lo entiende y la vida lo vive. La gracia es como un injerto introducido en el tocón de la naturaleza que la transforma llevándola más allá de sus posibilidades y exigencias, pero sin destruirla ni anularla. La fe (v.) es un conocimiento s., una prolongación, perfeccionamiento y elevación del conocimiento humano; la caridad (v.) es un amor s., prolongación, perfeccionamiento y elevación de la capacidad humana de amar; algo análogo puede decirse de la esperanza (v.) s.; etc. La gracia tiene, pues,como base, estática y dinámica a un tiempo, la naturaleza espiritual, cognoscitivo-volitiva del hombre. Es con . nuestra propia facultad cognoscente, no anulada sino potenciada y sobrenaturalizada por la fe, como conocemos lo s.; y lo mismo dígase de la voluntad (cfr. Amor Ruibal, o. c. en bibl. t. 8, 11-12).
     
      No hay, en suma, yuxtaposición extrínseca entre lo natural y lo s., sino una unión profunda, salvando la distinción de ambos y la trascendencia de lo s., en cuanto participación en la vida divina, no debida en modo alguno al hombre. No es por su naturaleza, sino por la gracia, por lo que el hombre puede aspirar a la visión beatífica. Pero la gracia, una vez otorgada por Dios, no es como simple revestimiento exterior, sino un nuevo ser que vivifica al hombre desde la más íntima raíz de su persona (V. GRACIA SOBRENATURAL; VIRTUDES II; ORGANISMO SOBRENATURAL).
     
      4. Disponibilidad natural para lo sobrenatural. El problema medular de una teología de lo s. consiste en salvaguardar, por una parte, la ordenada unidad de los dos órdenes en el hombre, de modo que la vida cristiana no sufra fisuras ni adolezca de extrinsecismos peligrosos e injustificados; y, por otra, en dejar también a salvo la absoluta gratuidad del orden s., que por ningún motivo deberá presentarse como si fuera debido a la naturaleza humana. Punto clave al respecto es el estudio de la disponibilidad en que la naturaleza humana se encuentra con respecto a la elevación. En términos netos esa cuestión puede formularse así: ¿esa disponibilidad es simplemente la llamada potencia obediencial, es decir, la posibilidad pasiva de dejarse invadir y levantar por lo s. si Dios liberalmente así lo quiere?; o ¿cabe pensar en un género de disponibilidad que se tradujera en una como tendencia o deseo innato de lo sobrenatural, clavado en la esencia misma de la naturaleza humana, siquiera se halle ésta imposibilitada para darle satisfacción por sí misma, de manera que su realización eficaz depende absolutamente del auxilio sobrenatural de Dios?Sin entrar en una exposición histórica detallada -pueden consultarse al efecto las obras de Alfaro y Colombo citadas en bibl.- digamos, como síntesis, general, que los autores se dividen. Unos no ven inconveniente en afirmar que hay en el hombre un apetito natural innato de la visión beatífica, e incluso en decir que sólo ella puede ser el fin del hombre; de modo que, para salvar el carácter gratuito e indebido que, según la fe, esa visión tiene, han de añadir que ese deseo no es naturalmente traducible en acto, siendo, por tanto, absolutamente s. su consecución de hecho. Otros, por el contrario, consideran absurda semejante posición y sumamente comprometedora para la gratuidad absoluta del orden sobrenatural. Nada natural -argumentan- es vano; ¿qué es, pues, ese apetito que es imposible satisfacer naturalmente? Más aún, lo natural es debido. Si es natural ese apetito de la divina esencia, ¿cómo mantener la verdad revelada dogmática de que lo s. es indebido? O tal apetito es vano, o se le debe la visión de la divina esencia.
     
      «Escoto y Cayetano -escribe Alfaro, o. c. en bibl., 118- representan las dos concepciones opuestas que, en el problema acerca de la relación existente entre lo natural y lo sobrenatural, han dividido, y aún hoy día dividen a los teólogos. Ambos admiten y tratan de explicar las dos verdades que todo teólogo no puede menos de admitir, y cuya armonización constituye la dificultad del problema: a) la visión de la esencia divina es una perfección conveniente al entendimiento creado, más aún, el bien supremo del mismo; b) es una perfección totalmente gratuita e indebida al mismo. Partiendo de principios filosóficos diversos, Cayetano y Escoto dieron al mismo problema soluciones completamente opuestas».
     
      Escoto cree que para determinar si hay o no apetito natural de algo, a lo que hay que atender es sencillamente a que entre quien apetece y lo que se apetece haya una relación de orden que va de lo perfectible a lo que perfecciona, sin que obste para ello el que se pueda o no se pueda conseguir naturalmente esa perfección. Cayetano opina todo lo contrario. Según él hay que atender no sólo a esa relación de perfección y perfectibilidad, sino también a que la perfección del objeto no exceda de lo que está dentro de las posibilidades de una naturaleza. La naturaleza no hace imposibles. La naturaleza sólo apetece aquello que está a su alcance. Poner un apetito natural de lo s., que naturalmente es inasequible, es condenarse a una de dos: o a frustrar una tendencia natural, y natura nihil facit frustra, o naturalizar lo s. obligándolo a ser debido a la naturaleza. Si hay un apetito natural de lo s., lo s. debe darse. Pero si no es obligado que se dé, entonces es posible concebir la naturaleza humana sin ordenación a lo sobrenatural.
     
      La conclusión que, obviamente, se deducía de las argumentaciones de Cayetano era la posibilidad de un estado de naturaleza pura en el que el hombre hubiera existido con sola su naturaleza y ordenado al fin que a ésta le es connatural. Tal tesis, a partir de ese momento -y sobre todo a raíz de las condenas de las ideas provenientes de Bayo y Jansenio-, se hizo general en la enseñanza de los autores católicos. A mediados del s. XX la cuestión ha sido replanteado por Henri De Lubac (v.) en sus obras Surnaturel (París 1946) y Le mystére du surnaturel (París 1965); al que, en algunos puntos y corrigiendo otras de sus afirmaciones, se aproximan Schillekeeckx, Bouillard, von Balthasar, Delhaye, etc. La tesis tradicional ha sido mantenida briosamente por GarrigouLagrange, Boyer, Malevez, Michel, De Broglic, Piolanti, etcétera. En cambio, K. Rahner (v.) ocupa una posición especial (cfr. sus artículos Sobre la relación entre naturaleza y gracia y Naturaleza y gracia, en Escritos de teología, t. 1,325-347 y t. IV,225-243, respectivamente).
     
      Piensa De Lubac que la idea de naturaleza pura es una noción, que, desde un punto de vista histórico, dista mucho de ser una adquisición definitiva y con raigambre en una tradición anterior a Cayetano y que, desde un punto de vista teórico, es criticable. Está -viene a decir- fuera del auténtico concepto de lo s. considerarlo de tal manera ajeno a la naturaleza humana, que ésta venga a ser como algo cerrado en sí mismo, a modo de sustrato pasivo de la gracia. Por ese camino -piensa- se llega a poner dos fines diversos en un mismo hombre: natural el uno, s. el otro. Para evitar eso -añade- hay que poner en la misma naturaleza humana una ordenación positiva, que no sea mera pasividad, hacia lo s., de esa forma se hace ver cómo lo s. se engarza positiva y hondamente en el orden mismo de la naturaleza creada. Eso es así -concluye- porque la visión de la divina esencia es el único fin de la naturaleza humana. No obstante -añade-, es s. porque su concesión y consecución son fruto de pura liberalidad divina. En efecto -y esto es el núcleo de su posición- nuestra naturaleza está constituida de tal manera que su único fin concebible es la visión de la divina esencia, pero no tiene las fuerzas necesarias para conseguirlo, de modo que, si lo alcanza, es por puro regalo divino.
     
      Todo eso es susceptible de la misma crítica ya formulada hace siglos. No se ve cómo puede seguir diciéndosegratuito e indebido aquello que se comienza afirmando como implicado en el ser natural del hombre. Afirmar una indenegabilidad de un deseo natural de la gracia y sostener al mismo tiempo que lo s. es enteramente gratuito y naturalmente inasequible, es una paradoja tal que no puede aceptarse. De Lubac tiene razón cuando dice que la naturaleza no puede definirse como algo cerrado en sí mismo, sino como abierta a la elevación, pero la noción clásica de potencia obediencial, bien entendida, es suficiente para poner eso de manifiesto y subrayar la profunda armonía que existe entre lo natural y lo sobrenatural. La ya citada declaración de Pío XII en la Enc. Humani generis vino precisamente a cortar la interpretación de De Lubac, dejando claro que Dios podría haber creado hombres sin elevarlos a su fin s., y poniendo así de relieve que la gratuidad que corresponde a lo s. es la propia de lo que podría no haber sido; no sólo en cuanto que Dios podía libremente decidir tanto crear como no crear, sino en cuanto que, supuesta la decisión de crear, podría haber creado sin elevar las criaturas a un fin sobrenatural.
     
      Digamos, pues, en resumen, que lo s. no le es debido al hombre, sino que es regalo y donación libre. No es, sin embargo, algo extrínseco o marginal al hombre, sino, al contrario, algo que lo afecta desde la raíz misma de su ser. Ser creado que ansía la felicidad, el hombre es llevado por la elevación a una felicidad sobrehumana y propiamente divina, que recoge, trascendiéndolas, sus aspiraciones naturales; además para proporcionarlo a ese fin s. al que lo destina, Dios dota al hombre de una vida y unas fuerzas nuevas -las de la gracia (v.)- que lo sitúan como por encima de sí mismo, ya que son una participación de la propia vida divina. Con respecto a todo ello, el hombre tiene naturalmente una disposición para recibir lo s., pero no activa sino pasiva, a la que los clásicos llamaron potencia obediencial o capacidad pasiva para ser elevado si Dios interviene sobrenaturalmente. Es lo que de hecho ha sucedido. Por libre disposición de Dios, los hombres tienen un fin s., que influye sobre su ser. Pero lo tienen por libre decisión divina. No se puede, pues, saltar de un análisis de la pura naturaleza a lo s., sino que hay que pasar a través de esa libre decisión de Dios y de su Revelación al hombre. De modo que lo mismo que no puedo imaginarme esta naturaleza humana sino porque de hecho ha sido creada, así no la puedo imaginar con todo lo que de hecho la acompaña sin la finalidad concreta que Dios la ha señalado. No es, pues, la naturaleza la que reclama lo s., sino su destino s. quien hace que el hombre tenga los datos que ahora tiene.
     
      5. Síntesis final. Afirmar el orden natural es afirmar que Dios concede a los seres distintos de sí una existencia real distinta de la suya, porque ni son Él, ni se dan a sí mismos el ser, ni su creación es necesaria. Las criaturas espirituales son lo más perfecto que hay en el universo. No hay en ellas nada que no se lo deban a Dios: existen con dependencia de Él, son conservados por Él, y están ordenados a Él. Son criaturas de Dios, de quien dependen absolutamente, y del que, por eso mismo, se hallan a una distancia infinita. Por su condición de seres creados son naturalmente siervos de Dios.
     
      La naturaleza recibida por creación determina nuestro modo natural y connatural de ser y de obrar, de vivir, de conocer y de amar. Podemos llegar a conocer a Dios, pero a nuestro modo natural de conocer, que parte de los sentidos y por lo visible se eleva a lo invisible. Nuestro conocimiento de Dios jamás podrá ser naturalmente directo, es decir, facial; por modo de visión. Criaturas entre criaturas, necesitamos de éstas para elevarnos hasta el Creador. Podemos llegar hasta Él, ciertamente, discurriendo con nuestra razón por las cosas naturales (v. DIOS IV, 2). Llegar razonando hasta Dios creador es llegar hasta la causa última de nuestro ser, convencernos de que somos participación virtual de su ser, que tenemos nuestro ser por él; pero en modo alguno es entrar en el secreto de su ser, y, menos todavía, participar de la deidad como tal. Lo divino es exclusivo de Dios. Por nuestro modo de ser natural y por nuestro modo de conocer natural la deidad como tal es inaccesible y es incognoscible para nosotros; por la razón natural sólo podemos conocer su existencia y el reflejo que de ella podemos ver en las creaturas.
     
      Esa deidad, revelándose a los hombres, comunicándoseles incluso en su misma razón de deidad, aunque al modo accidental y finito que comporta la naturaleza humana, es lo propiamente s., a lo que no da derecho ni acceso la sola creación, sino que ha requerido otra particular intervención de Dios, levantando a la criatura sobre sí misma por un acto de libérrima donación. La posibilidad de la elevación del hombre al orden s. se funda en la disponibilidad de la criatura frente a su Creador y en la condición de esencia abierta que tiene el hombre, según diría Zubiri. Por eso mismo nuestra definitiva unión con Dios será más secundum intelligere et velle que secundum esse. Dios, sumamente transparente en sí mismo, porque es la posesión esencial de sí mismo, de un modo consciente y personal, llama al hombre, ser inteligente y personal también, a poseerle en la transparencia de su divino entender y en la unión de su divino querer cuando actúe su capacidad obediencial con el lumen gloriae, que se prepara ya aquí ahora por la fe y la gracia, que es y se dice semen gloriae, semilla de la gloria.
     
      Supuesto el hecho de la Revelación de lo s. -hecho que aceptamos con fe, otorgada por la gracia, pero no contraria a nuestra naturaleza, sino al contrario acto razonable-, nuestra razón no ve, ni puede ver, ningún absurdo en la afirmación de lo sobrenatural. Y la Teología, que es precisamente ciencia humana y s. a la vez, que abarca, por usar de expresiones de A. Amor Ruibal, lo divino en sí y en sus múltiples manifestaciones, nos hace ver cómo el orden s., realizado en el hombre, supone inmanencia y trascendencia, pero sin identificación ni conexión necesaria entre lo que somos por naturaleza y lo que somos por gracia. Pero esa distinción de lo natural y lo s. no excluye la unidad del acto de conocimiento y de amor resultante de la unidad psicológica que se apropia tanto los actos naturales como los sobrenaturales (cfr. A. Amor Ruibal, o. c. en bibl. t. 1, 148 ss.). El hombre de suyo no puede nada respecto del orden sobrenatural. Pero todo nuestro existir está enmarcado en una economía sobrenatural. Ambos órdenes se encuentran en el ser del hombre, donde se centran los dos factores que juegan también en el conocimiento teológico; lo s. subsiste en lo natural, actúa en un sujeto humano, y así, sin superposiciones ni extrinsecismos de ninguna clase se mantiene la unidad de la vida cristiana, hecha de naturaleza y de gracia. La gracia eleva así al hombre a «una vida que excede la condición natural de toda naturaleza creada», pues «el ser de la gracia está por encima de todo ser natural y de ángeles y de hombres, criaturas supremas en lo natural» (S. Tomás, In IV Sent., d5,1,3, ql alc, n° 46). Tan es así -añade el Angélico- que la vida natural es como nada frente a la vida sobrenatural (ib., d31,1, 3c). Y se comprende, porque la gracia es comoun nuevo nacimiento por el que nos hacemos progenie divina (lo 1,13; 1 lo 3,1).
     
      Nuestra filiación con Dios por gracia en Cristo resume la quintaesencia del orden tal y como de hecho Dios ha querido realizarlo, como un orden que no es un orden de ficciones jurídicas sino de auténticas realidades sobrenaturales. Por eso la filiación adoptiva, de tipo humano o legal, tiene muy poco que ver con nuestra filiación adoptiva con Dios por gracia. Ésta no es una filiación jurídica, es una filiación que pone realmente en nosotros una participación formal, aunque accidental y limitada, de la misma naturaleza de Dios. Y sólo se entiende bien esa filiación, y por ende nuestra incorporación a Cristo, cuando la vemos como la inserción de lo divino en la naturaleza humana (V. FILIACIÓN DIVINA). Realidad ésta que afecta a cada hombre, y a través de ellos a la humanidad, siempre que -notamos con Zubiri- no la tomemos en sentido abstracto sino como un filum o unidad genética que es y que se hace históricamente siendo llamada al gran misterio de la unidad del Cuerpo Místico. Y no sólo la humanidad, sino la creación entera viene puesta, desde toda la eternidad, bajo el signo de Cristo, en atención al cual recibe la existencia, y de cuya gloria todo debe dar testimonio y ser manifestación. Según el orden de hecho querido por Dios, ni lo natural ni lo s. tienen, pues, sentido fuera de Cristo. Por eso, teniendo presente el entero plan divino, en el que se incluyen la elevación primera, la previsión del pecado y la decisión redentora, podemos decir, con Suárez, que Dios, en aquella primera intención con que trazó darse a las criaturas, quiso ya el misterio de la Encarnación, queriendo a Cristo Nuestro Señor, Dios y hombre, para que fuese el coronamiento de todas las obras divinas (De incarnatione, dist. V, sect. 2).
     
      Tal es la maravilla ante la que la Revelación nos sitúa, y cuyo sentido y alcance perderíamos si dejáramos de advertir su trascendencia haciéndola de un modo u otro debida a la naturaleza humana. El misterio de lo s. es el misterio de la liberalidad del amor divino, de un Dios que obra no por necesidad, sino en suprema y absoluta libertad. La vía para entenderlo es, pues, la de una inteligencia plenamente consciente de sus exigencias racionales y a la vez abierta a la realidad del amor.
     
      V. t.: GRACIA SOBRENATURAL; ORGANISMO SOBRENATURAL; REVELACIÓN, Intr. y III; MISTERIO (Teología); Dios IV, 11; ENCARNACIÓN; REDENCIÓN.
     
     

BIBL.: G. COLOMBO, El problema de lo sobrenatural, Barcelona 1961; A. PIOLANTI (dir.), Lo sobrenatural, Barcelona 1965; A. AMANN y E. SIMONIN, Surnaturel, en DTC 14,1309-1432; J. ALFARO, Lo natural y lo sobrenatural, Madrid 1952; M. ScHMAus, Teología dogmática, II: Dios Creador, 2 ed. Madrid 1961, 185-235; J. M. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, Barcelona 1953; J. B. TERRIEN, La gracia de Dios y la gloria, Madrid 1952; H. RONDET, La gracia de Cristo, Barcelona 1966; J. H. NICOLAs, Les prolondeurs de la gráce, París 1969; R. GARRIGOU-LAGRANGE, De revela tione, 5 ed. Roma 1950; A. AMOR RUIBAL, Los problemas fundamentales de la teología y del dogma, 10 vol., Santiago de Compostela 1914-36; X. ZUBIRI, Naturaleza, Historia, Dios, Madrid 1951; J. M. RAMÍREz, De ordine placite quaedam thomistica, Salamanca 1963.

 

BERNARDO MONSEGÚ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991