SIMBOLISMO RELIGIOSO II. SAGRADA ESCRITURA.


1. Dios y los símbolos. El símbolo es uno de los modos de expresión en la Biblia, en el que mediante hechos acaecidos, personajes históricos o elementos naturales se transmite analógicamente una idea religiosa o una realidad de salvación. El mundo de lo sobrenatural (v.) es inefable. A Dios no le podemos conocer de modo perfecto, exhaustivo, adecuado, ya que supera la capacidad cognoscitiva del hombre. Cuando San Pablo habla de sus experiencias sobrenaturales no encuentra palabras apropiadas, sintiéndose obligado a decir que es algo «que el hombre no puede expresar» (2 Cor 12,4). Él predica «una sabiduría divina, misteriosa, oculta... Lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni se antojó al corazón del hombre...» (1 Cor 2,7.9.11). «Así nadie conoce las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios» (ib.), que «habita en una luz inaccesible... quien ningún hombre vio, ni pudo ver» (1 Tim 6,16). Dios, en sentido estricto y riguroso, es inexpresable, no puede ser representado con imágenes propias. Por eso entre todos los dioses que pueblan Atenas, sólo uno le sirve a Pablo para predicar al Dios verdadero, el «Dios desconocido» (Act 17,23).
     
      Y, sin embargo, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; por eso, el hombre por deducción y analogía, a través de las criaturas, puede conocer a Dios (v. DIOS IV, 2). Además Dios tiene un gran deseo de acercamiento, de diálogo, de amistad con el hombre. Toda la Historia de la Salvación es un proceso en el que Dios se da a conocer. Y como el hombre sólo puede conocer con su propio entendimiento y sus sentidos, Dios se adapta a ello, adoptando el lenguaje adecuado y los mismos signosy símbolos que suele utilizar el hombre. Hay una relación de analogía (v.) entre lo conceptual y lo sensible, relación que hace posible el símbolo. Esto es particularmente importante en el mundo semita, que desconoce el hilemorfismo, la descomposición en materia y forma, y que concibe las cosas de modo más unitario, más simple. Para un hebreo, dice Tresmontant, «la significación de lo sensible se explica por el hecho de haber sido creado por una palabra ... la palabra es dirigida a alguien. No hay palabra solitaria. Si lo real ha sido creado por una palabra, quiere decir que hay previsto un oído para escuchar, un espíritu para discernir un sentido bajo las especies sensibles, una boca para responder. La creación por la palabra implica un diálogo... Los elementos sensibles tienen un sentido. Toda la creación es como un registro en el que los elementos son palabras subsistentes. Los escritores bíblicos, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, pulsan sobre este teclado simbólico con una coherencia admirable» (C. Tresmontant, o. c. en bibl., 82) (v. t. SIGNO Y SIGNIFICACIÓN III, 1).
     
      2. La historia como símbolo. Cuanto ocurre al pueblo de Israel tiene un sentido, además de su inmediata realidad, es figura de la historia que vivirá luego el nuevo Israel. San Pablo, recordando algunos pasajes del Éxodo, dirá que «todo esto sucedió para ejemplo nuestro... y fue escrito para aviso que hemos llegado a la plenitud de los tiempos» (1 Cor 10,6.11).
     
      La historia es algo que va sucediéndose etapa tras etapa, con una concatenación determinada. La creación no se terminó de una vez. Es algo que va perfeccionándose a través de los siglos hasta llegar a la plenitud de los tiempos. Los profetas son los que tienen la gracia e inspiración de Dios para discernir los signos, para comprender y explicar el sentido de la historia. El hecho histórico tiene en sí una intencionalidad que posibilita intuir el gesto creador de Dios. El lenguaje religioso con frecuencia ha visto en los acontecimientos un reflejo terrestre de la historia divina, confiere a lo terrenal un significado sacro. Pero en la Biblia no se trata de un paralelismo ni de un reflejo, sino que se trata de una convergencia. Dios toma parte real en la historia de un pueblo, que no se desarrolla como en los mitos (v.), cíclicamente, a modo de imitación del tiempo o historia arquetípicos de los dioses, sino de modo lineal, tendiendo siempre hacia una plenitud final.
     
      Esa plenitud terminal sólo será conocida en el tiempo escatológico (v. DíA DEL SEÑOR; MUNDO III). Mientras tanto Dios proporciona un conocimiento parcial. Y esto a través de los mismos hechos. Así hay una serie de momentos que van a quedar como figuras de los que ha de venir en la plenitud de los tiempos: Creación, Diluvio, Babel, Pascua, Éxodo, Alianza, etc. También existen unos personajes que serán símbolo o tipo de los tiempos escatológicos, de sus hombres, y sobre todo del que recapitula en sí mismo todas las cosas, Cristo Jesús: Adán, Abraham, Moisés, Isaac, el Hijo del Hombre, el Siervo de Yahwéh, etc.
     
      La creación (v.) no es relatada para satisfacer nuestra curiosidad, sino para comunicarnos que es el punto de partida del designio salvífico de Dios. Es el comienzo de la historia de la salvación. Historia que es dinámica, que se desarrolla sin cesar en dirección a un fin determinado, la nueva creación, Isaías oye como Yahwéh dice: «Yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva; y no se volverá a recordar el pasado, ni vendrá siquiera a las mientes. Y habrá algazara y alegría eterna, por lo que yo voy a crear» (65,17-18), una creación que no pasará jamás (Is 66,22; ler 31,35). Entonces habrá una paz paradisiaca, los hijos de Israel serán purificados y tendrán un corazón nuevo. Y la tierra, hasta entonces devastada, se convertirá en un jardín de Edén (Ez 36,26.35). Con Cristo resonará de nuevo la palabra creadora de Dios y todo será recreado por el Verbo, que reconcilia consigo todas las cosas, tanto las del cielo, como las de la tierra (Col 1,20). Surge con la gracia (v.) de Cristo una nueva creatura que es la que realmente vale (Gal 6,15) (v. Hombre viejoHambre nuevo, en HOMBRE II, 3).
     
      Esta nueva creación se inaugura en Pentecostés (v.). El hombre recreado interiormente gime esperando la redención de su cuerpo con la resurrección (Rom 8,23). Por causa del hombre la creación entera está sujeta a la vanidad, esclavizada mientras espera la liberación, gimiendo con dolores de parto (Rom 8,20-22). En esos días «los cielos se desintegrarán con gran estrépito, los elementos incendiados se disolverán y la tierra con todo cuanto hay en ella tampoco escapará» (2 Pet 3,10). Pero al fin aparecerán los nuevos cielos y la nueva tierra en los que habita la justicia (ib. 3,13).
     
      El diluvio (v.) es otro acontecimiento que presagia y prefigura las futuras relaciones del hombre con Dios. «Me pasa -dice Yahwéh- como en los días de Noé, cuando juré que las aguas no volverán a anegar la tierra: así ahora juro no airarme más contra ti, no volverte a amenazar» (Is 54,9). Noé y los suyos son símbolo de ese «resto de Israel» (v.) que será salvado de entre las gentes (Is 54,7; Eccli 44,17; Sap 10,4; 14,6). Por otro lado, los días de la venida del Hijo del Hombre serán como los días de Noé, cuando la gente comía y bebía sin darse cuenta del diluvio que llegaba (Mt 25,37-39). Las aguas del diluvio presagiaban el Bautismo que salva, y el arca viene a ser para los Padres figura y símbolo de la Iglesia (1 Pet 3,18-21).
     
      El suceso de Babel (v.) introduce una ciudad que vendrá a ser símbolo de la soberbia humana, Babilonia. Es azote de Dios para castigar a su pueblo (Ier 27,1-28,17), el cáliz con que Yahwéh embriaga a las naciones, el martillo que golpea la tierra (Ier 50,23). Pero Babilonia es también la ciudad antagonista de Jerusalén. La caída de Babilonia es el comienzo del triunfo de Yahwéh, de la liberación del pueblo. Isaías exulta ante su caída: «Babilonia, la joya del reino, el orgullo de los caldeos, será destruida como Sodoma y Gomorra. No será más poblada ni habitada al paso de las generaciones; el árabe no alzará allí su tienda, ni el pastor acostará su ganado. Las fieras del desierto vagarán por allí, los búhos llenarán sus casas...» (13,19-21). Pero Babilonia pervivirá hasta los últimos tiempos, erguida y soberbia. Roma la encarna en el tiempo de las persecuciones (l Pet 5,13), viniendo a ser la gran Prostituta sentada sobre la Bestia escarlata, llena de nombres blasfemos, ebria de la sangre de los mártires (Apc 17,1-6). Juan la ve caer fulminada por la ira de Dios, oye los gritos de victoria contra ella: «Maldición, maldición a la gran Ciudad, que estaba vestida de lino, de púrpura y escarlata, adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas, y en un momento tan gran riqueza ha sido destruida» (Apc 18,16-17).
     
      La Pascua (v.) del A. T. tiene rasgos de comida nómada, se come en actitud de marcha (Ex 12,8-11). El símbolo y recuerdo de la liberación de la esclavitud en Egipto (Ex 12,26). Esta fiesta mantiene vivo el recuerdo de que Dios libró prodigiosamente a su pueblo, renueva la esperanza en un nuevo paso de Dios. Y esto llega con Jesús. San Pablo explica cómo Cristo es la víctima pascual, cuya sangre libera a los señalados con ella (1 Cor 5,7).
     
      San Juan en su Evangelio relaciona el discurso del Pan de Vida con la Pascua (6,4), la crucifixión es el «paso» de Cristo hacia el Padre (13,1), la inmolación del nuevo Cordero de Dios (19,39). Los Evangelios sinópticos describen la última Cena (v.) de Cristo como una cena pascual, siendo su sangre y su cuerpo la comida y bebida de la nueva Pascua (Mt 26,17-29 y par.). Por eso la Pascua de los cristianos celebrará el paso de Cristo hasta el Padre a través de la muerte y la resurrección. Y la cena pascual que es la Eucaristía (v.) es un participar más y más en la liberación de la esclavitud, un anticipo de la Pascua final en la que los cristianos se unirán definitivamente con el Cordero (Apc 5,6-12; 12,1 l).
     
      El Éxodo (v.) es símbolo de la marcha del «Pueblo de Dios» (v.) hacia la tierra prometida. Este hecho marca a los hombres del pueblo escogido, engendra a Israel (Dt 32,5-10). Quedará como símbolo de las relaciones íntimas de Yahwéh con su pueblo, la historia de los primeros amores y las primeras traiciones (Os 2,16; 1er 2,2). La mística del Éxodo está cargada de esperanza. Cuando el pueblo gime en el destierro de Babilonia, los profetas anuncian un nuevo Éxodo a través del desierto: «Consolad, consolad a mi pueblo... Preparad en el desierto para Yahwéh un camino, enderezad en la estepa una senda para nuestro Dios... Como pastor apacienta su rebaño, en sus brazos recoge a los corderos y conduce al reposo a las paridas» (ls 40,1.3.11). Nuevamente el agua brotará de la roca (ls 41,18). Más aún, el desierto mismo quedará convertido en una tierra con cedros, acacias, mirtos y olivares, cipreses, olmos y terebintos (Is 41,19).
     
      Con la llegada del Mesías (v.) se vuelven a oír las mismas palabras que abren un camino en desierto para el Señor (Mt 3,3), para el profeta anunciado en Dt 18,18 (Act 3,15.22). Juan recordará el maná del desierto (6,3058), la serpiente de bronce (3,14), el agua que brota y que apaga la sed (7,37). La carta a los Hebreos pone a Cristo por encima de Moisés y recuerda a los cristianos la actitud rebelde de los israelitas en el desierto para que no endurezcan sus corazones como en Meribá. La Iglesia de Cristo es el nuevo Qéhal Yahwéh que avanza por el desierto hacia la tierra de promisión. El canto final resuena en el Apocalipsis con tonos que recuerdan el canto de Moisés (15,3).
     
      La Alianza (v.) es otro de los acontecimientos que quedan como símbolo perenne. Inicialmente Dios pacta con Adán unas relaciones de amistad condicionadas por un mandato (Gen 2,16-17). Pero Adán rompe el pacto. Después será Noé el interlocutor de la Alianza de Dios (Gen 9,9-17). Ambos momentos tienen una proyección universal, en cuanto que todos los hombres están comprendidos en la Alianza. Pero otra vez el hombre rompe el pacto. Entonces Yahwéh hace una Alianza con Abraham, a cuya descendencia, múltiple como las estrellas, dará la tierra prometida. Es un pacto restringido a una familia, que con el tiempo se hará un pueblo. Cuando esto sucéda Dios bajará de nuevo y renovará su Alianza con los hijos de Abraham. Y en el desierto se irá formando y robusteciendo el pueblo de Yahwéh y allá, en medio de prodigios, Dios renueva su Alianza (Ex 19-24). Alianza que constituye el nervio íntimo que da vida y sentido al pueblo escogido. Toda la historia de éste pueblo hace referencia a ese hecho trascendental en su vida. Las dos condiciones principales de este pacto son el culto a solo Yahwéh y la obediencia a sus mandatos (Ex 19,7-20,3). Normas que son violadas por el pueblo, encendiendo el celo de Yahwéh, que descarga sobre los suyos el furor de su amor herido. Todos los profetas tocarán el tema de la Alianza, agotando los recursos del lenguaje, para manifestar el amor de Dios por su pueblo. Yahwéh es presentado como Padre bueno que cuida con esmero de sus hijos (Dt 1,31; 32,6-11), como madre amante (Is 66,13; 49,15), como pastor vigilante (Is 40,11), como labrador encariñado con su viña Os 5,1-2), como esposo enamorado y celoso (Os 3,16.21; Ez 16,8). Pero esta Alianza es violada una y mil veces por este pueblo de dura cerviz.
     
      Pero Dios es incansable, y al final de los tiempos. Él mismo bajará en persona para renovar de modo definitivo su Alianza, a sellarla con su propia sangre. Sangre de la Nueva Alianza muy por encima de la Antigua (Gal 4,24; 2 Cor 3,6), la que quita los pecados (Rom 11,27), la que cambia el corazón (Rom 5,5), la que da la libertad de los hijos de Dios (Gal 14,24). Alianza que en su fase definitiva abraza a todos los pueblos y naciones (Eph 2,12-22). Todo el relato de la institución de la Eucaristía hace referencia a la Nueva Alianza (Me 14,24 y par.; 1 Cor 11,25).
     
      3. Las criaturas como símbolos. La creación entera es un libro abierto que nos habla de Dios. Pero hay hombres y elementos naturales que con el pasar del tiempo quedan estereotipados como figuras, como símbolos de algo especialmente relacionado con Dios.
     
      Adán (v.) es figura de Cristo; aquél introdujo la muerte en el mundo con su desobediencia, éste introduce la vida con su obediencia (Rom 5,12-17). Adán, el hombre terrestre, es figura del último Adán, hombre celeste (1 Cor 15, 45). Abraham (v.) es el hombre de la fe, el que cree contra toda esperanza, el que recibe la promesa, símbolo del hombre fiel, del que se fía totalmente de Dios (Rom 4,1-25; Gal 3,6-29; Heb 11,17; lac 2,23). La tradición ve en Isaac (v.) una figura de Cristo sacrificado por su mismo padre, en Moisés (v.) el gran caudillo que preconiza al que vendrá en el último éxodo a guiar a su pueblo por el desierto. El Hijo del Hombre (Dan 7) es símbolo de Cristo, un título que encierra en sí la grandeza y la limitación del Verbo encarnado, un nombre que servirá a Jesús de Nazareth para revelar paulatinamente su propa condición divino-humana. Otra figura de gran valor en la teología bíblica es la del «Siervo de Yahwéh» (v.) cantado por Isaías (40-55), así como el «Cordero de Dios» (v.) contemplado triunfante por San Juan.
     
      Entre los elementos de la naturaleza que forman parte de la vida doméstica del hombre, hay algunos que han quedado consagrados como símbolos por el uso que el pueblo de Dios ha ido haciendo de ellos: el pan, el agua, el vino, la sal, el fuego, la luz, el aceite, etc. Elementos que pasan a la Liturgia (v., luego, iiI) y que llevan en sí toda la carga simbólica que les ha dado la tradición del pueblo escogido.
     
      El pan es el alimento de todos los días, constitutivo elemental de la subsistencia (Gen 28,20). Pronto es tomado como elemento de culto: En el templo habrá una mesa con doce panes, símbolo del homenaje a Dios de las tribus de Israel, son los «panes de la proposición» (Ex 25,23-30). En la Fiesta de las Semanas (v. PENTECOSTÉS I) el pan figura entre las primicias ofrecidas (Lev 23,17). En la cena de Pascua (v.) los panes ázimos son símbolo de la premura del momento. A partir de Cristo el símbolo del pan va a entrar de lleno en la vida del nuevo Israel. Todo el cap. 6 del evangelio de Juan gira en torno al Pan de vida, distinto del pan del desierto, pan verdadero bajado del cielo, el que da la vida eterna. El pan de la cena pascual será la materia del sacramento central de la Iglesia, que ya no será sólo símbolo, sinoque se transformará en el Cuerpo mismo de Cristo (Le 22,19 y par.).
     
      El agua es otro de los símbolos elementales. El pueblo, habitante en una tierra reseca, dependía de las lluvias. Por eso es símbolo de bendición (Gen 27,28), entra en el dominio de Dios (Ps 104) y a veces es símbolo también de devastación (Is 5,13; 19,5). Cuando lleguen los últimos tiempos las aguas serán abundantes y el desierto se poblará de árboles (Ez 34,26). Un río ancho manará del templo (Ez 36,29). El Mesías será la nueva roca de Meribá de donde brotará un manantial que saltará hasta la vida eterna, un agua viva que quitará la sed definitivamente (lo 4,14; 7,37; 19,34). A partir de Cristo el agua tendrá una fuerza nueva, purificará no sólo el cuerpo sino también el alma (1 Pet 3,21). Agua que libra del pecado, que santifica radicalmente (1 Cor 6,11; Eph 5,26): en el agua del Bautismo (v.) muere el hombre viejo y renace el hombre nuevo (lo 3,3; Rom 6,4).
     
      Otro símbolo lleno de contenido es el del fuego. Unas veces es símbolo de castigo, de la ira de Dios (Num 11,1): «La cólera de Yahwéh ha incendiado la tierra y el pueblo se ha hecho pasto de las llamas» (Is 9,18). Cristo vendrá a quemar la paja aventada, la cizaña, el sarmiento seco (MI: 3,10; 13,40; lo 15,6). El último día habrá fuego que aniquile (1 Thes 1,8; 2 Pet 3,12; Apc 20,10), y el fuego del infierno no se apagará jamás (Me 9,48). Pero el fuego también es a veces manifestación de la bondad de Dios: purifica (Is 6,6; Ier 20,9; 1 Pet 1,7; 4,12-17; 1 Cor 3,15), guía en la noche por el desierto (Num 14, 14), es muro infranqueable que protege (Zach 2,9), es amor encendido que no podrá ser apagado por muchas aguas (Cant 8,7). Es también símbolo del mismo Dios (Dt 4,24; Heb 12,29): «nuestro Dios es fuego devorador». Las teofanías (v.) van acompañadas de fuego (Gen 15,17; l Reg 18,38). La palabra de Dios es como fuego (Ier 23,29); los elegidos de Dios participan de ese fuego. Elías surge como el fuego (Eccli 48,1), los profetas serán como hachones en los rastrojos (Zach 12,16), y el «resto de Israel» será como tizón encendido (Am 4,11). Cristo trae un fuego que incendiará toda la tierra (Le 12,49), es el fuego que arde en el corazón de los discípulos de Emaús (Le 24,32), el fuego que desciende en Pentecostés y transforma a los Apóstoles (Act 2,3).
     
      Otro símbolo elemental es el vino, ofrenda cúltica (Gen 14,18), alegría del corazón humano (Ps 103,15; Ecc1i 31,35; 40,20), señal de bendición (Dt 11,14). Causa a veces de lujuria (Is 28,7; Eph 5,18; Apc 17,2). Es símbolo, sin embargo, de los tiempos mesiánicos (Is 25,6), cuando venga el vino nuevo, el de la Nueva Alianza (lo 2,10). Cristo toma el vino de la cena pascual y lo convierte en su propia sangre, quedando así como signo eficaz del sacramento central de la vida cristiana.
     
      4. Percepción de los símbolos. No todos están capacitados para entender los símbolos. Se requiere una limpieza de corazón (Mt 5,8), una sencillez de espíritu (Mt 11,26). Dios se manifiesta, pero muchos no saben interpretar su lenguaje (Rom 1,18-23; Sap 13,1-9). Esos quedaron cegados por el dios de este siglo (2 Cor 4,4). A los demás, a los que son como niños, se les da el Espíritu que viene de arriba, el que escudriña hasta las profundidades divinas, para que conozcan lo que Dios gratuitamente les ha dado (1 Cor 2,7-12) (v. t. SIGNO V , SIGNIFICACIÓN III, 2).
     
      V. t.: NOEMÁTICA, 7-8.
     
     

BIBL.: LEÓN XIII, enc. Providentissimus, año 1893: Enchiridion Biblicum, w 97; BENEUICTO XV, enc. Spiritus Paraclitus, a. 1920: Ench. Bibl. w, 498; Pío XII, enc. Divino Afante Spiritu,a. 1943: Ench. Bibl., n<, 561; C. TRESMONTANT, Ensayo sobre el pensamiento hebreo, Madrid 1962; J. DANIÉLOu, Bible et Liturgie, París 1958; F. HERRMANN, Simbolik in den Religionen der Naturvolkern, Stuttgart 1961; R. GUENON, Symboles fondamentaux de science sacrée, París 1962; R. GUARDINI, Los signos fundamentales, Barcelona 1957; J. DANIÉLOU, Les symboles chrétiens primitifs, París 1961; y la de SIGNO Y SIGNIFICACIÓN III.

 

A. GARCÍA-MORENO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991