Sagrado y Profano
1. Terminología. 2. Delimitación de lo sagrado. 3.
Lo sagrado en la Revelación veterotestamentaria. 4. Lo sagrado en el
cristianismo. 5. Presupuestos de lo sagrado. 6. Peculiaridad de lo sagrado en la
economía cristiana. 7. La polaridad sagrado-profano.
1. Terminología. La voz sagrado designa en el
lenguaje ordinario aquellas realidades que, por tener una especial relación con
Dios y su culto, son dignas de una peculiar veneración y respeto. Lo p. es, en
cambio, lo secular y ordinario. Ambos términos son correlativos y, en su mutua
interdependencia, sirven para indicar las diversas formas en que la realidad que
rodea al hombre está relacionada con Dios. De ahí la complejidad de su
interpretación y valoración, ya que en ello están implicadas las cuestiones
claves del pensamiento: la realidad de Dios, la comprensión de nuestras vías de
acceso a Él, etc. Puede advertirse que, aunque sean correlativos, tiene una
cierta primacía genética la noción de s.: lo s. se presenta como una realidad
que destaca frente a las restantes, que resultan luego calificadas como profanas
-no sagradas- por referencia a ella.
Así lo confirma la etimología. En muy diversas lenguas los términos usados para
referirse a lo s. proceden de raíces que indican precisamente las ideas de
separación y distinción, a las que se unen otras como la referencia a lo
maravilloso, lo admirable, lo sobrehumano, lo poderoso, lo que suscita respeto y
temor reverencial, lo intocable por su extremada pureza, etc. Así, en hebreo, la
sacralidad se expresa con el sustantivo qodesh y el adjetivo gadosh, derivados
de la raíz qdd, de sentido controvertido, pero que probablemente significa
cortar y que está unida a la idea de separar, segregar. La profanidad se expresa
mediante el término hol, derivado de halal, que implica las ideas de impureza y
también las de soltar, desvincular; lo p. es, pues, aquello que no está sometido
a las prescripciones que colocan a lo s. en un ambiente que lo defiende de
contactos indebidos y corruptores.
En griego el término fundamental para indicar lo s. es hierós, que proviene
probablemente de una raíz que indica fuerza, rapidez, vida, así como la
excelencia que posee quien está dotado de esas cualidades; junto a él
encontramos otras voces como témenos, que proviene del verbo témein, cortar,
deslindar, separar; agnós, vinculado a la idea de pureza; hagios, que evoca la
sensación de temor y reverencia ante lo misterioso y sobrehumano, y también,
aunque secundariamente, la de separación. Los judíos que tradujeron el A. T. al
griego evitaron la palabra hierós y derivadas, muy vinculadas a los cultos
paganos, y tradujeron qadosh por hagios, haciendo así que en la época cristiana
este término acabara teniendo un uso muy superior al que tuvo en el griego
clásico. Para designar a lo p. encontramos en griego la voz lcoinos, que
significa lo corriente, lo común, lo usual.
En latín -de donde provienen los términos castellanos que estamos analizando- el
origen del vocabulario sobre la sacralidad se encuentra probablemente en el
verbo sancio, cuyo sentido primitivo es delimitar, cercar un terreno
sustrayéndolo al uso común. De él derivan dos adjetivos: sacer, para calificar
todo lo referente al culto (de él nace el verbo sacrare, que significa la acción
de reservar para el culto de Dios algunas personas, lugares o cosas, y cuyo
participio, sacratum, es el antecedente inmediato del s. castellano); y sanctus,
. para poner de relieve el carácter intocable e inviolable de las realidades
sagradas y, secundariamente, la inocencia, pureza y virtud que deben
caracterizar al hombre en cuanto partícipe en el culto o llamado a él, es decir,
la santidad moral. El término profanum es una palabra compuesta del prefijo pro
(delante de) y fanum (santuario o zona sagrada): indica, pues, el área que se
encuentra más allá de un terreno consagrado al culto divino y, por extensión,
todo lo no sagrado.
2. Delimitación de lo sagrado. La primacía
genéticoetimológica que corresponde a lo s. aconseja que comencemos el estudió
partiendo de él. En términos generales podemos decir que: a) Lo s. está
vinculado a la realidad de Dios, por relación al cual, y connotando
especialmente su excelsitud y trascendencia, se habla de s. y de sacralidad. b)
Sin embargo, propiamente hablando, Dios mismo no es s.: Pl es ciertamente santo,
más aún, el «santo de los santos» -como dice la expresión bíblica: Lev 11,44; Is
6,1-3; Heb 1,12; Ps 39,3-8, etc—, ya que, dotado de absoluta perfección, está
tan por encima de todo lo creado que todo lo demás aparece frente a Él como lo
no santo, pero es no propiamente sagrado. c) Tampoco se predica propiamente la
sacralidad del hombre, ni siquiera en cuanto que unido a Dios y manifestando esa
unión en la entrega y la obediencia: aquí es de nuevo de santidad (v.) en cuanto
perfección ontológica y moral de lo que debemos hablar. d) Se predica en cambio
-y ésta es su utilización propia- con respecto a cosas, objetos, personas,
lugares, etc., vinculados de una manera u otra al relacionarse del hombre con
Dios. Lo s. no es ni Dios, ni el hombre en cuanto relacionado con Él, y ni
siquiera esa relación misma, sino realidades exteriores al hombre y a Dios,
elementos del mundo, que de una manera cualificada intervienen en esa relación o
la acompañan, y que son por eso mirados con una especial reverencia y
veneración.
Detallando más, y estructurando los datos que nos ofrece la historia de las
religiones, podemos distinguir tres órdenes o tipos de lo s.: lo s. que podemos
calificar de manifestativo, lo s. ritual y, en dependencia de este último, lo s.
latréutico y pedagógico.
a) Sagrado manifestativo. La vivencia de lo s. está íntimamente unida -según
diversos historiadores de las religiones se iniciaría incluso a partir de ahí- a
la teofanía (v.) o hierofanía, es decir, al momento en que al hombre, situado
entre las cosas del mundo, se le manifiesta la profundidad de lo real y, tras
ello, la realidad divina. Por eso a la conciencia religiosa le pertenece el
convencimiento de que el espacio y el tiempo no son homogéneos, sino que cabe
distinguir y subrayar lugares, objetos y momentos dotados de especial relieve
porque con ocasión de ellos se produjo la advertencia de la realidad de Dios o
porque tienen especial capacidad de evocarla. Cualquier realidad creada puede
ser el punto de partida de ese descubrimiento o de esa evocación, y de ahí la
variedad que en torno a lo s. teofánico nos atestigua la historia de las
religiones. Es obvio, no obstante, que aquellas realidades que más especialmente
manifiestan la magnitud de la naturaleza -la altura, la profundidad, la luz, la
firmeza, las montañas, las rocas, el mar, el sol, etc—, o que más inmediatamente
se relacionan con las experiencias humanas fundamentales -la vida y la muerte-,
tienen una peculiar capacidad para ello; no es por eso extraño que sean ellas
las que con más frecuencia aparezcan revestidas de un carácter sagrado.
b) Sagrado ritual. El reconocimiento de la realidad de Dios conduce al hombre a
volverse hacia Él a fin de fundar en Él la propia existencia. Surgen así una
serie de actos y actitudes, entre los que pueden destacarse la adoración (v.),
por la que el hombre proclama la excelsitud de Dios; la oración (v.), por la que
se dirige a Él e implora su benevolencia, y -especialmente importante para
nuestro tema- el rito (v.). Podemos definir el rito como aquella acción que,
simbolizando la unión con la divinidad, es realizada por el hombre con la
conciencia de que en ella se alcanza de algún modo lo que simboliza, es decir,
la relación con Dios mismo. Esa definición, como es obvio, puede ser matizada o
discutida; en cualquier caso -y es eso lo que importa notar aquíen el rito nos
encontramos con una manifestación de lo s. diversa de la precedente. Existe
entre ambas puntos de contacto -se hace referencia en los dos casos a realidades
de nuestro mundo que entran en especial relación con Dios-, pero a la vez
diferencias: en la teofanía, lo s. son lugares o fenómenos de la naturaleza o de
la vida humana; en el rito, una acción humana; la teofanía se mueve en el orden
del conocimiento; el rito, en el de la comunión vital. En ese sentido puede
decirse que si bien la vivencia de lo s. nace en la hierofanía, en el
reconocimiento de Dios, su culminación se encuentra en el rito en cuanto acción
s.: en ella y por ella, al realizar lo querido por la divinidad, el hombre se
vincula de algún modo al obrar divino y, por consiguiente, resulta fundado en él
y anclado en lo pleno y lo definitivo. De ahí la importancia que el rito tiene
en toda la historia de las religiones.
c) Sagrado latréutico y pedagógico. Lo s. ritual consiste, propia y
primariamente, en la acción o rito realizado, ya que es precisamente por y en su
celebración como se evoca la relación con Dios. No obstante, y dado que el rito
implica una serie de elementos sin los cuales no podría realizarse -personas que
lo ejecutan, objetos, vestiduras, lugares de celebración, etc—, su sacralidad se
extiende también a ellos, por lo que tienden a ser reservados para ese
uso,-tratados con especial respeto, elaborados con gran cuidado y riqueza, o, si
se trata de personas, sometidas a especiales reglas y requisitos, al menos
durante el tiempo que dura el rito y el que inmediatamente le antecede, etc. Las
nociones de lo puro y lo impuro, tan importantes en la historia de las
religiones, encuentran aquí una de esas aplicaciones más importantes. Quizá
convenga subrayar que esta pureza ritual no se identifica necesariamente con la
moral, ya que implica la exclusión de acciones o cosas que en otros momentos y
situaciones son consideradas legítimas, sino que obedece a otras razones:
manifestar la reverencia debida a la acción sagrada y testimoniar su
singularidad frente al ordinario obrar humano (v. PURIFICACIÓN I).
d) Deformaciones de lo sagrado. En los párrafos que anteceden hemos procurado
reflejar las manifestaciones de lo s. en su esencialidad y pureza. Es obvio que,
como ocurre con todas las realidades en que intervienen la debilidad y
falibilidad humanas, también lo s. está expuesto a deformaciones. Estando
vinculado lo s. a la comunicación entre el hombre y Dios, su vivencia resulta
afectada por la comprensión que el hombre, en cada momento histórico, haya
alcanzado de la realidad divina y de su propia espiritualidad y destino eterno,
y por la firmeza y hondura con que su voluntad se adhiera a lo que la
inteligencia le revela. Tal es, pues, la fuente fundamental de sus posibles
deformaciones. Así, p. ej., un imperfecto reconocimiento de la espiritualidad de
Dios y de la trascendencia de su acción puede llevar a la visión de lo s. como
un fluido, fuerza o energía de orden material aunque trascendente, tal y como
parece encontrarse en algunas formas de fetichismo (v.) o animismo (v.). Una
tendencia panteísta puede llevar a identificar lo s. con la naturaleza misma en
cuanto dotada de exuberancia y autotrascendencia, o, en otra línea -y
mezclándose en ello un centrarse del hombre en su propia subjetividad-, a cultos
de carácter pánico u orgiástico. Un debilitarse de la tensión religiosa puede
llevar a un ritualismo formalista y a una auténtica esclerosis de lo s.; lo que,
en última instancia, abre el camino a una irreligiosidad conscientemente
asumida, pero puede también dar lugar a diversas deformaciones de lo s., como,
p. ej., a su reducción a mera garantía del vivir terreno mediante una
sacralización indebida de instituciones políticas, culturales, etc., o, más
radicalmente, a la magia (v.) o intento de dominar el poder divino para
subordinarlo a las pretensiones humanas.
3. Lo sagrado en la Revelación veterotestamentaria.
En el ámbito extrabíblico la vivencia de lo s. nace de la contemplación del
espectáculo de la naturaleza, ascendiendo desde él hasta Dios. La sacralidad es
por eso una sacralidad de tipo cósmico no sólo porque se estructura según una
simbología basada en la naturaleza y en los ritmos que implica, sino sobre todo
porque gira en torno a la visión de Dios como creador y sustentador del mundo y
de las leyes a las que éste obedece. Eso cambia cuando nos situamos en el ámbito
de la Revelación (v.): ahora no es ya sólo el mundo quien con su profundidad y
su orden nos habla de Dios, sino que es Dios mismo quien, interviniendo en la
historia en acontecimientos concretos y singulares, nos dirige su palabra. Las
teofanías no son fenómenos de la naturaleza que, por su grandiosidad, evocan la
majestad de Dios, sino acciones concretas en las que Dios aparece, cortando el
curso de los fenómenos naturales y revelándose como «glorioso en santidad,
terrible en prodigios, autor de maravillas» (Ex 15,11). El culto no se limita a
evocar la obra creadora, sino que rememora las «mirabilia et magnalia Dei», las
obras grandes que Dios, a lo largo de la historia, ha hecho en beneficio del
pueblo al que había elegido.
Consciente de la absoluta trascendencia de Dios --en Israel no hay lugar para
esa ambigüedad tendencialmente panteísta que se encuentra en diversos ámbitos
del mundo pagano en torno a «lo divino» o a «los dioses»- el israelita advierte
con especial fuerza la maravilla que implica el hecho de que Aquel que de nada
necesita y ante el cual los seres creados no pueden ni atreverse siquiera a
levantar la mirada (Ex 3,14; 20,18-19; 1 Sam 6,20; Os 5,7; Am 4,2; Iob 4,17;
25,4-6, etc) se haya fijado en los hombres, quiera tener entre ellos sus
delicias (Prv 8,31) y vuelque en ellos sus favores (Ps 8,5-10). De ahí la
actitud de acción de gracias, de admiración, de reverencia, con que se rodea
todo lo referente a esa manifestación y comunicación de Dios. Así los lugares de
las teofanías son declarados santos (es decir s.: recuérdese que una misma
palabra -godesh- sirve en hebreo para indicar las realidades que en castellano
expresamos con los vocablos s. y santo) y objeto de respeto reverencial (Ex 3,5;
19,12.23). Y el culto, en el que Dios se hace presente -como simbolizó la nube
que cubrió la tienda y el tabernáculo preparados por Moisés (Ex 40,34), y,
posteriormente, el Templo (v.) edificado por Salomón (1 Reg 8,10-11)-, es
también santo (sagrado), y objeto de una legislación divinamente inspirada (cfr.
Ex, cap. 25 a 31 y textos posteriores), que subraya su excelsitud. Y s. es
igualmente todo cuanto con ello se relaciona: el primitivo santuario (Ex 28,43;
Lev 6,26); el arca de la alianza (2 Par 35,3); el Templo (1 Reg 8,11; Ps 5,8);
la ciudad de Jerusalén (Ps 46,4; Is 48,2); el sábado (Gen 2,3; Ex ib, 23; 35,2)
y las otras fiestas (Lev 12,16; 23,4-8); los sacerdotes (Ex 19,6; Lev 23,4); los
altares (Ex 29,37; 30,10), los utensilios del culto (Num 4,15), el incienso (Ex
30,35), las vestiduras litúrgicas (Ex 28,2-4); las ofrendas y las víctimas (Ex
38,38; Lev 2,3; 1 Sam 21,5), etc.
En suma, la intervención de Dios en la historia, y consiguientemente la viva
conciencia que el israelita tiene de la cercanía de Dios y de su predilección,
no conducen a una desaparición de la vivencia de lo,s., sino más bien -y sobre
este punto volveremos- a una profundización en ella.
4. Lo sagrado en el cristianismo. a) Visión general.
Desde la primera hasta la última de sus páginas, el N. T. anuncia una verdad
central: Dios llama al hombre a su intimidad. Las promesas veterotestamentarias
han sido no sólo cumplidas, sino trascendidas, y a participar de ellas se llama
no sólo a Israel, sino a la humanidad entera. Cristo, Hijo eterno de Dios Padre,
haciéndose en el tiempo hombre por nosotros, con su obediencia llevada hasta la
muerte (Philp 2,5-11), ha vencido al pecado y merecido la exaltación suprema.
Como mediador y sacerdote perfecto (1 Tim 2,5; Heb 4,14; 5,10) ha ofrecido,
muriendo en la Cruz, un sacrificio definitivo, capaz de «llevar a perfección
para siempre a los santificados» (Heb 10,14). Resucitado en espíritu vivificante
(1 Cor 15,45) ha sido constituido para nosotros fuente de toda salvación. Su
cuerpo, muerto, resucitado y subido a los cielos,
es el Templo nuevo y definitivo (lo 2,20-21; Heb 9,1-5; 9,11-12): ló que el
Templo antiguo simbolizaba -la unión de Dios con la humanidad- se realiza con
toda verdad en Cristo, nuevo Adán, cabeza y primogénito de la humanidad redimida
(Rom 8,29; Col 1,18; 2,10; Rom 5, 14; 1 Cor 15,21.45).
Ante el hombre se abre así una perspectiva de plena y total comunión con Dios,
el advenimiento de un estado en el que los hombres podrán contemplar a Dios no
entre sombras y en el espejo de sus criaturas, sino cara a cara, conociéndolo
con la misma inmediatez con que somos de Él conocidos (1 Cor 13,12-13; 1 lo
3,2). Ese estado se realizará en su plenitud e integridad más allá de la muerte,
culminando cuando se cierre la historia y Cristo, con su aparición en gloria y
majestad (v. PARUSÍA), juzgue todas las cosas y establezca la plenitud del Reino
(v.). Pero ya ahora se anticipa de algún modo: Cristo, sentado a la diestra de
Dios Padre y lleno del Espíritu Santo, dador de toda santidad, lo derrama sobre
la humanidad necesitada de salvación (Act 2,1 ss..; 2 Thes 2,13; Rom 15,16,
etcétera). Fruto de esa acción de Dios Padre por Cristo en el Espíritu Santo es
la edificación de la Iglesia, «nación santa» (1 Pet 2,9), casa de Dios (1 Cor
3,9-11; 1 Tim 3,15), cuerpo de Cristo (Rom 5,4-5; 1 Cor 12,1-11; Eph 4,4-16),
templo del Espíritu Santo (Eph 2,19-22), y la justificación de cada cristiano
que, habiendo recibido las primicias del Espíritu (Rom 8,23), es hijo de Dios (1
lo 3,1-2; Gal 4,1-7; Rom 8,14-17), alguien en cuyo corazón, como en un templo,
habita la Trinidad entera (lo 14,17.23; 1 Cor 3,16; 6,19).
En este contexto general se sitúan los datos que los textos neotestamentarios
nos ofrecen sobre el rito y el culto, y que podemos resumir en tres apartados:
1°) Cristo vivió según la Ley (v. LEY v[t, 3), sujetándose a todas sus
prácticas, incluidas las rituales (Lc 2,21-24; 41-42; lo 2,13; 5,1; etc.),
manifestando celo por el Templo, al que acudía para predicar (lo 2,14-17; 10, 23
ss.), y participando en las reuniones sinagogales (Mt 9,35; lo 6,59, etc.). Se
situó, sin embargo, por encima de la Ley y de la liturgia judía, anunciando la
superación de sus prácticas rituales y de sus instituciones más específicas,
como son el sábado (Mc 2,27; Mt 12,9-14; lo 16-17) y el Templo (lo 2,19-20), y
la instauración de un culto más espiritual (Mt 15,10-20; Me 7,1-13; lo 4,21-23),
más aún, la traslación a un pueblo nuevo del privilegio de la elección reservado
hasta entonces a Israel (Mt 2133-43 y passim; v. LEY VII, 4).
2°) Al mismo tiempo, se rodea de discípulos, entre los que designa a doce,
dándoles el nombre de Apóstoles (v.; cfr. Mt 10,1-2; Le 6,12-13),
constituyéndolos en fundamento del nuevo pueblo mesiánico o Iglesia (v.) que É1
así fundaba; instituye unos nuevos ritos -a los que llamamos sacramentos (v.)-
destinados a comunicar la vida nueva que Él traía; promete a los suyos la
asistencia del Espíritu Santo (lo 14,16-17; 16,7-15); y, resucitado, antes de
subir a la diestra de Dios Padre manda a los suyos que se dispersen por el mundo
para que sean sus testigos ante todas las gentes y las incorporen al nuevo
pueblo de Dios (Mt 28,16-18; Me 16,15-16).
3°) Los primeros cristianos en un principio continúan acudiendo al Templo (Act
3,1 ss.; 21,26, etc.) y practicando la Ley ritual judía, hasta que, bajo la
inspiración del Espíritu Santo, decretan su abandono, reduciéndola a simple
práctica lícita para aquellos cristianos que provengan del judaísmo (Act
15,22-29). Ya desde el inicio tienen plena conciencia de ser el nuevo pueblo de
Dios, y se dirigen a quienes les rodean, primero judíos, después gentiles, para
llamarlos e incorporarlos a ese pueblo por medio del Bautismo (Act 3,38.41, cte.),
seguido de la Confirmación por la imposición de manos (Act 6,15-17). A la vez
desarrollan una liturgia, específicamente cristiana, centrada en la Eucaristía (Act
2,42, 20,7; 1 Cor 11,17-34; cte.), y que comprende además otros ágapes y
reuniones (cfr. 1 Cor 14,26-40, p. ej.), así como oraciones y cantos
espirituales (Col 3,16). Los Apóstoles, y, junto a ellos, los obispos,
presbíteros y diáconos -constituidos en esos ministerios por la imposición de
las manos (Act 6,6; 13,3; 1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6)- cuidan y gobiernan la
comunidad.
b) Niveles o formas de lo sagrado. Los textos citados ponen de relieve dos
líneas de fondo: los ritos mosaicos han sido superados, porque lo que ellos
anunciaban y preparaban -el Mesías y su obra- ha llegado ya; pero la plenitud
mesiánica no nos es comunicada todavía en la totalidad de sus virtualidades,
sino sólo en arras o en germen. Convenía, pues, que el complicado ritual
mosaico, que tenía por misión anunciar lo futuro, desapareciera y fuera
sustituido por un culto nuevo, más sencillo y pleno, en el que lo ya acontecido
-la Muerte y Resurrección de Cristo- fuera hecho presente y comunicado a los
fieles. En la economía cristiana, como economía propia del Yiempo que media
entre la Ascensión a los cielos y la Parusía, durante la cual Dios es alcanzado
en la fe (v.) y la esperanza (v.) y no todavía en la visión, ocupan un papel
central la palabra que anuncia la realidad que Dios quiere comunicar al hombre y
el signo que, evocando esa realidad, la comunica; y, por tanto, hay en ella
lugar para lo sagrado. Dejando para un apartado posterior una ulterior
elucidación de la peculiaridad cristiana de lo s., detengámonos ahora a precisar
los niveles o formas que adopta.
1°) En el orden de la epifanía o manifestación de Dios, podemos hablar, de lo s.
con respecto a la Humanidad de Cristo, a su Cuerpo, tanto en su realidad física
como en su prolongación eclesial y en su presencia eucarísticá. Ciertamente al
referirse a Cristo y a la Iglesia hay que hablar ante todo de santidad, de unión
con Dios, pero en la medida en que esa gracia está en Cristo para ser comunicada
a la Iglesia y en la Iglesia para ser difundida sobre la humanidad, nos
encontramos también ante una función de signo revelador. Así Cristo, en quien
«reside la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9), «nos da a conocer
con su vida y sus obras la verdad de Dios» (lo 1,14; 14,9); y al hacerse
presente, por la transustanciación, en la S. Eucaristía da a la Iglesia entera
un signo y prenda supremos del amor de Dios y de la realidad y hondura con que
llama a su intimidad. Y la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, es a su vez signo
levantado ante las naciones (Is 11,12; cfr. Conc. Vaticano I, Denz.Sch. 3014),
que invita a los hombres a acoger la llamada salvífica de Dios. Conviene
subrayar que lo que estos signos nos manifiestan no es meramente la realidad de
Dios como Creador y autor de la naturaleza, sino la de Dios que se comunica
sobrenaturalmente a los hombres, es decir, la de Dios como autor de la nueva
creación, de la nueva vida que quiere dar a los hombres (v. SOBRENATURAL). Son
por eso signos que no sólo significan, sino que contienen la realidad
significada, haciéndola presente no sólo en un sentido manifestativo, sino
total, ya que esa realidad no es una realidad que estuviera oculta y que el
signo desvela, sino una realidad nueva que antes no estaba. Por eso más que de
un s. meramente epifánico o manifestativo, hay que hablar aquí de un s. fontal.
2°) En el orden del rito incide profundamente lo que acabamos de decir: en el
rito cristiano el protagonista no es el hombre que, reconociendo a Dios en la
naturaleza, se vuelve hacia Él, sino, en primer lugar, Dios que se hace presente
para comunicar una vida nueva, y, sólo en segundo lugar, el hombre que, renovado
por Dios, se vuelve hacia Él en acción de gracias, amor y entrega. Hay, pues
-por emplear las expresiones clásicas-, un movimiento descendente de Dios al que
sigue el ascendente de la humanidad. Por eso en el rito cristiano -y
especialmente en algunos de ellos: los siete sacramentos (v.)se incluye una nota
de eficiencia y causalidad divinas. Podemos, por eso, hablar no sólo de un s.
ritual, sino también de un s. instrumental, ya que se trata de ritos de los que
Cristo se sirve para realizar su obra santificadora. En términos generales cabe
en esta línea hablar de lo s. con respecto: a) la S. E., inspirada por el
Espíritu Santo, y la predicación de la Iglesia, a la que Cristo mismo asiste
garantizando su verdad y con ocasión de la cual el Espíritu Santo actúa en los
corazones humanos como maestro interior que atrae hacia la conversión y la fe;
b) los siete sacramentos, signos sensibles por los que Cristo se hace presente
en un determinado lugar del espacio y en un momento concreto del tiempo con toda
su fuerza redentora a fin de comunicar esa vida hacia la que la fe ordena; c) la
liturgia (v.) entera, como acto por el que la Iglesia, uniéndose a la oración de
Cristo, alaba a Dios, le da gracias e implora su misericordia; d) el sacerdocio
(v.) ministerial, por el que un hombre queda constituido en ministro del que
Cristo se sirve para actuar en cuanto cabeza de la Iglesia; e) cada cristiano,
dotado, por el Bautismo (v.) y la Confirmación (v.), de un sacerdocio real que
le capacita para ofrecer a Dios un culto espiritual prolongación del de Cristo
mismo.
3°) En el orden de lo sagrado latréutico y pedagógico, hay que recordar que esa
presencia absolutamente nueva de Dios, esa divinización del hombre que implica
lo cristiano, no borra en modo alguno la diferencia entre el hombre y Dios: es
don, y don absoluta y supremamente gratuito. El cristiano lo reconoce así, y,
por tanto se vuelve hacia Dios con actitud de especial agradecimiento y
veneración. Hay por eso lugar en la economía cristiana -y lugar necesario- para
un s. también en su sentido latréutico y pedagógico con respecto a todo lo que
acompaña al rito y a la presencia nueva de Dios (edificios, arte, música,
vestiduras, gestos, cte.) de modo que sea el hombre entero, y con la plenitud de
sus virtualidades, quien alabe a Dios, y se cumpla la función de educación e
impulso de la fe que es inseparable de todo acto de culto plenamente entendido.
En este tercer nivel nos encontramos ante algo que, aunque fluye directamente de
lo enseñado e instituido por Cristo, no ha sido específicamente establecido por
Él. De ahí que pueda darse -y se haya dado de hecho- una variabilidad histórica,
que será legítima siempre que refleje verdaderamente el espíritu de Cristo, y
-lo que garantiza lo anterior- mantenga la obediencia al Magisterio eclesiástico
(v.) y el sentido de la Tradición (v.): v. SACRO, ARTE; SACRA, MúSICA; TEMPLO
Ili; LITURGIA.
5. Presupuestos de lo sagrado. Habiendo
caracterizado lo s., intentemos analizar ahora lo que presupone, a fin de llegar
a una definición más precisa y estar en condiciones de conocerlo y valorarlo en
profundidad.
a) Sentido de la trascendencia. Lo s. presupone, en primer lugar y ante todo, la
realidad de Dios, distinto del mundo y trascendente a él, y a la vez presente en
el mundo con su acto creador; y, paralelamente, la realidad del hombre como ser
espiritual capaz de elevarse al conocimiento de Dios y, consiguientemente, de
sentirse llamado a tener relaciones personales con Él. Por eso conducen a una
incomprensión de lo s. no sólo el ateísmo (v.) -que si es radicalmente asumido,
como sucede en el positivismo (v.) o en el marxismo (v.), tenderá a presentarse
a sí mismo como la negación y superación de toda sacralidad y trascendencia-,
sino también una consideración meramente moral del hombre, es decir, toda visión
de la moralidad que no se abra a una metafísica de la participación y a la
vivencia religiosa, ya que entonces el hombre queda o enfrentado con una ley
impersonal y abstracta, o invitado a la búsqueda de una autenticidad entendida
como coherencia con los propios postulados, es decir, de una forma u otra,
encerrado en una pura inmanencia. Aunque el vocabulario sacral no desaparezca,
sino que sea incluso empleado con profusión, también deforma lo s. todo sistema
que, desconociendo y oscureciendo la libertad divina, presente la historia como
un proceso necesario y caiga en un ambiguo «todo es sagrado» de tono panteísta,
lo que -como han puesto de relieve las reducciones radicales de Feuerbach (v.),
Marx (v.) y Nietzsche (v.)- no es sino la antesala de la negación atea de Dios;
y, finalmente, las posiciones irracionalistas que, negando todo conocimiento
racional de Dios, intentan abrir al hombre hacia la trascendencia por una vía
transracional, lo que les permite llegar tan sólo a un vago y confuso «lo
divino» carente de verdadera consistencia.
La vivencia de lo s. no nace de la ignorancia o del temor del hombre ante lo
desconocido, sino del conocimiento -tal vez germinal y mezclado con deficiencias
y errores, pero real y verdadero- de la realidad de Dios. Es entonces, al verse
situado ante el Todopoderoso y al tomar de esa forma conciencia más clara de su
propia pequeñez -en cuanto distinto de Dios- y dignidad -en cuanto que capaz de
relaciones con Él-, como en el hombre surge ese entremezclarse de admiración,
temor reverencial, deseo y agradecimiento que acompañan a la vivencia de lo
sagrado. Precisamente porque la afirmación de Dios nace de una positividad y no
de una carencia, el desarrollo intelectual del hombre no desemboca de por sí
-como pretende el racionalismo (v.) y los sistemas de pensamiento con él
relacionados- en una superación de la afirmación de Dios para ser sustituida por
la afirmación de la autosuficiencia del conocer humano, sino al contrario, en el
reconocimiento cada vez más claro de la relación de dependencia con respecto a
Dios y, supuesto el encuentro con la Revelación, en la apertura a Él en la fe.
Lo que, en términos de sacralidad, equivale a decir que la vivencia de lo s. no
es propia de etapas infantiles de la humanidad, sino consustancial a ésta, de
modo que el crecimiento de la vida humana no implica la superación de la
sacralidad, sino, en todo caso, su purificación, profundización y elevación.
b) Corporalidad del hombre. La realidad de lo s. presupone, en segundo lugar, la
corporalidad humana entendida en toda su amplitud, es decir, no sólo el hecho de
que tenemos cuerpo, sino el hecho de que ese cuerpo, que forma parte de lo
íntimo de nuestro ser, nos coloca en especial relación con el cosmos material.
Veamos cómo esto se realiza en las dos formas fundamentales de lo s. que antes
hemos señalado:
1°) Lo s. rhanifestativo o teofánico está relacionado con el carácter mediato de
nuestro conocimiento de Dios. El hombre no tiene una visión intuitiva de Dios,
sino que se eleva hasta Él a partir de la realidad sensible. Ese proceso de
reconocimiento de Dios es un proceso intelectual, que desemboca en la
advertencia no de una simple idea, sino de la realidad viva de Dios; implica por
eso una especial participación de toda la persona, provocando admiración, amor,
conmoción, temor reverencial, etcétera. Es por eso espontáneo y natural que las
realidades, lugares y experiencias que en cada caso concreto en cada tradición
religiosa y cultural- han constituido el punto de partida de la elevación a Dios
queden asociadas a la relación con Él. De otra parte, la inefalibilidad de Dios,
que es inabarcable por ninguno de nuestros conceptos, hace que en nuestro
conocimiento y en nuestro lenguaje sobre Dios y en nuestra relación vital con
Él, se entremezclen lo conceptual y lo simbólico, a fin de expresar de algún
modo la insondable riqueza divina. También por este título las realidades
materiales concretas -y de modo especial las que indican riqueza, profundidad,
luz, belleza, etc- pueden quedar, y quedan de hecho, incorporadas al vivir
religioso y revestidas de ese carácter de excepcionalidad que designamos con el
nombre de sagrado.
2°) Lo s. cultual está en conexión con la estructura compleja del ser humano,
que no es un espíritu que habita un cuerpo, sino un ser espiritual-corporal en
unidad sustancial. Es por ello por lo que no hay en nosotros nada que sea
exclusivamente corporal, y, viceversa, por lo que los actos espirituales, las
decisiones de la voluntad, el amor, tienden a expresarse en actitudes
corporales, en gestos. Y ello no a modo de mera prolongación extrínseca o de
simple manifestación exterior de algo que ya estuviera acabado y cerrado en sí
mismo, sino como desarrollo al que tiende de por sí la acción humana, que
alcanza una plenitud y consumación cuando incorpora el cuerpo y lo que le rodea
al movimiento originado por la voluntad. Por eso están tan lejos de la verdad
humana un ritualismo formalista que «materializara» el rito separándolo de la
actitud interior de la voluntad, como un espiritualismo mal entendido que
desconociera la dimensión corporal humana (V. GESTOS Y ACTITUDES LITÚRGICOS).
c) Síntesis. La sacralidad puede ser definida como aquel carácter que reciben
gestos, lugares, cosas, etc., por su relación con la manifestación o el culto de
Dios. Se ha insistido repetidas veces en que no debe caerse en una
«cosificación» de lo s., atribuyendo una sacralidad a las cosas en sí mismas.
Hay en esas frases y otras análogas una gran verdad, si con ellas se pretende
excluir las expresiones de algunos pueblos primitivos según las cuales lo s. es
descrito como una especie de fluido o energía física (idea de sabor panteísta,
aunque muchas veces fruto sólo de una falta de penetración en la trascendencia e
inmediatez de la acción divina o incluso de simples dificultades de lenguaje);
pero deben ser cuidadosamente precisadas, pues implican a la vez el riesgo de
dar entrada a una visión extrinsecista y funcional de lo s. concibiéndolo como
una pura construcción humana independiente de la realidad de las cosas y de un
positivo querer de Dios.
En realidad, en la base de lo s. se encuentra, ante todo y sobre todo, el querer
divino. Eso es particularmente cierto en la religión de Israel y en el
cristianismo, fruto de una libre y gratuita intervención divina en la historia
por la que Dios eleva al hombre a una nueva relación con Él e instituye
determinadas realidades y ritos como vía de acceso a esa relación. Pero es
también cierto de la sacralidad tal y como se encuentra en el ámbito
extrabíblico. Ciertamente aquí no encontramos una institución divina, sino la
advertencia por parte del hombre de que las cosas le hablan de Dios y le
conducen a Él. Pero precisamente eso el hombre no lo crea, sino que lo descubre,
puesto que está realmente en las cosas -«los cielos, dice la S. E., narran la
gloria de Dios» (Ps 18,2; cfr. Rom 1,19-20; Sap 13,1-9)-, y está no
independientemente de la voluntad de Dios sino querido por Él y ordenado por Él
a que el hombre -merced a la inteligencia que Él mismo le ha concedido- lo
reconozca, adore y ame y, de esa forma, se encamine hacia el fin y la felicidad
para los que ha sido creado. Hay, pues, en lo s. funcionalidad, ya que está al
servicio de la relación entre el hombre y Dios, y variabilidad histórica, ya que
la advertencia de Dios puede producirse, como antes señalábamos, en contextos
muy diversos, pero hay a la vez en su raíz un hecho sustantivo, permanente y
fundamental: que el mundo que rodea al hombre no es un mundo que lo cierre en sí
mismo, sino que, al contrario, lo abre a Dios. Si esto se olvida, como ocurre en
el racionalismo (v.), el agnosticismo (v.) y el idealismo (v.) -y ya
anteriormente, aunque con menos radicalidad, en el nominalismo (v.)-,
necesariamente se desembocará, como ya advertíamos, en una incomprensión de lo
s. y, a largo plazo, en su negación.
6. Peculiaridad de lo sagrado en la economía
cristiana. En el apartado anterior, aunque hemos hecho alguna referencia a la
Revelación y a Cristo, hemos tenido presente sobre todo lo s. tal y como nos lo
ofrecen las religiones extrabíblicas: intentemos ahora precisar la peculiaridad
que adquiere lo s. en la economía cristiana.
a) ¿Implica la Revelación la abolición de la distinción entre sagrado y profano?
En primer lugar es necesario referirse brevemente a una cuestión radical
planteada por algunos autores contemporáneos. Nos referimos concretamente a
aquellos que -basándose en los textos en que Cristo anuncia la superación de la
Ley ritual judía, proclama la bondad natural de las cosas haciendo ver que el
mal proviene del corazón (cfr., p. ej., Mt 15,10-20) y habla un culto nuevo y
espiritual (lo 4,21-23), así como en la predicación general neotestamentaria
sobre el cristiano como santificado por el Espíritu- o bien sostienen que Cristo
ha suprimido lo s. y postulan por consiguiente una radical desacralización de la
vida y de la liturgia cristianas, o bien -reaccionando frente a lo anterior,
pero sin ir al fondo de la cuestión planteada- afirman que Cristo ha anulado la
distinción entre lo s. y lo profano. Esta última es la postura, p. ej., de
Congar, quien escribe que el N. T. «derriba la muralla de lo sagrado» a la vez
que «elimina la categoría de lo profana»: «ahora es sagrada toda la vida de los
fieles, con la única excepción de la parte de la vida profanada por el pecado»
(Situación de lo sagrado en régimen cristiano, en Varios, La liturgia después
del Vaticano !I, Madrid 1969, 489-490). Pero esta tesis -que se basa en un grave
equívoco, proveniente de no distinguir de manera adecuada entre lo s. y lo
santo- no refleja la totalidad del dato cristiano y, por las razones que
enseguida diremos, se expone a una involución que la lleve al naturalismo (v.).
No es por eso extraño que Congar, apenas hecha la afirmación citada, se vea
obligado a corregirla, recordando que la Iglesia es distinta del mundo, hablando
de los sacramentos y estableciendo una jerarquización de grados de sacralidad
cristiana (ib. 494 ss.).
La realidad es que el cristianismo no borra en modo alguno esa distinción
radical entre Dios y hombre, con la consiguiente conciencia de la gratuidad de
las comunicaciones divinas, que funda la vivencia de lo s.; al contrario, la
refuerza, ya que el cristiano, al advertir que Dios se le da y entrega de una
manera personal, adquiere una conciencia extremadamente clara de la profundidad
divina y, por tanto, de la absoluta trascendencia del don que recibe. De otra
parte el cristiano ha recibido real y verdaderamente ese don, pero de manera
incoada, en arras o en germen, en espera de la plenitud de la gloria; de ahí
que, como ya antes señalábamos, haya lugar para una palabra que anuncia ese don
y para gestos y ritos que lo signifiquen. La conjunción de esos dos hechos
-gratuidad y carácter sobrenatural de la gracia, condición peregrinante del
estado presente- condiciona la realidad y las características cristianas de lo
sagrado. Ciertamente no es lo mismo hablar de signos que hablar de lo s., aunque
entre ambas realidades hay una profunda interdependencia, y de hecho algunos de
los partidarios de una desacralización de la liturgia cristiana no pretenden
negar los signos sacramentales, sino sólo prescindir en su celebración de todo
lo que de algún modo implique excepcionalidad o evoque las formas en que el
hombre ha vivido a lo largo de la historia lo sagrado. Pero esa postura no va al
fondo del dato cristiano y, por consiguiente, lo cercena. El hecho de que la
economía cristiana tenga una estructura sacramental no es una imperfección o el
fruto de una arbitraria decisión divina extrínseca a la naturaleza de las cosas
-como consecuentemente con su negación de la consistencia natural de los seres
pensaba el nominalismo (v.)-, sino más bien -como ya subrayó la tradición
patrística- una condescendencia de Dios que se acomoda a nuestra naturaleza y al
lugar que en nuestra vida tienen lo sensible y lo corporal en cuanto expresión y
realización de lo que la palabra indica. Por eso, como esa misma tradición puso
de relieve, los signos sacramentales no son signos meramente naturales -ya que
la realidad que significan, la gracia, trasciende al orden natural de las
causas-, ni tampoco signos arbitrarios, sino signos mixtos, ya que la
institución de Cristo recoge y eleva, dando un sentido nuevo, a signos y ritos
dotados ya de por sí de una capacidad de significar.
Se debe, pues, decir, si queremos llegar al fondo de las cosas y situarnos ante
el fenómeno cristiano en su integridad, que el cristianismo no sólo no niega lo
s. sino que asume en su movimiento interno la tendencia natural a la sacralidad:
la gracia (v.) no destruye la naturaleza (v.), sino que la eleva y perfecciona.
Por eso negar la necesidad de palabras reveladoras y de signos significativos de
la vida de la gracia equivale, dado que _caminamos en la fe y no en la visión, o
a negar la vida de la gracia o a postular su inmanencia en el mero despliegue de
las potencialidades humanas, es decir, a caer de una manera o de otra en el
naturalismo. Admitir la realidad y necesidad de esas palabras y signos, pero
postular la supresión total de todo lo que implique excepcionalidad o recuerdo
de las formas históricas de lo s., para inspirarse sólo en la existencia
cotidiana, es -partiendo de una antropología deficiente y pseudoespiritualista-
promover no una fe pura, sino sencillamente una fe desencarnada y, por tanto, en
constante peligro de ser negada y reabsorbida en lo humano. La liturgia debe ser
sencilla, humana, inteligible, como vivida por hombres llamados por Dios e
invitados por Él a una respuesta personal de fe y entrega; pero a la vez digna y
elevada, como corresponde al honor debido a Dios y a ese sentido de la
trascendencia, del misterio, de la acción de gracias, que el hombre debe sentir
ante Dios.
b) Peculiaridad cristiana de lo sagrado. Si hay lugar para la sacralidad en el
cristianismo, ¿cuál es su peculiaridad? El punto central ha sido ya señalado: en
el cristianismo- y en términos más generales, en el ámbito de la Revelación, lo
que incluye también, en ciertos aspectos, a Israel- lo s. deriva no de una
advertencia humana de la realidad de Dios creador, sino de la intervención libre
y gratuita de Dios en la historia para comunicar a los hombres una nueva vida
que los incorpora a la intimidad divina, y de la decisión divina, igualmente
libre y gratuita, de instituir unos ritos sensibles que sean signos de su acción
santificadora. De ahí derivan tres consecuencias fundamentales que determinan la
peculiaridad de lo s. en la economía cristiana: orientación teologal de la vida
humana y esencialización de lo s., realismo histórico-salvífico del culto, unión
entre culto y vida personal.
1°) Orientación teologal de la vida humana y esencialización de lo sagrado. La
Revelación da a conocer que Dios no es un Dios lejano, indiferente a la suerte
de los hombres, sino al contrario, un Dios que ama, y que ama hasta el extremo
de entregarse a Sí mismo a los hombres, elevando al género humano a gozar de su
intimidad. El existir del hombre resulta así colocado bajo una perspectiva
teologal, y el vivir presente revelado como camino hacia la visión de Dios que
se alcanzará, en la fidelidad a la gracia, más allá de la muerte. De ahí, por
consiguiente, la denuncia radical de toda absolutización de lo intrahistórico
que llevara a considerarlo como el fin del caminar humano, y, por tanto, de todo
intento de divinizar o sacralizar las realidades político-culturales ( ¡Sólo
Cristo es el Señor, el Kyrios!, proclamaron los primeros cristianos frente a las
pretensiones del culto imperial), de toda tendencia a un nacionalismo teocrático
o a un mesianismo temporal, etc. Las realidades político-culturales y otras
análogas son reconocidas por el cristiano como estructuras de este mundo, buenas
en sí y queridas por Dios (cfr. Mt 22,21 y lugares paralelos; Rom 13,1-7; Tit
3,1; 1 Pet 2,13-16), y, por tanto, elementos integrantes del caminar cristiano
en el mundo, pero no una epifanía de Dios. Lo s. resulta así, en la economía
cristiana, esencializado, llevado a su raíz, centrado en el culto, como momento
en el que se proclama el amor de Dios a los hombres y se anuncia la plenitud de
unión con Dios a que se llegará en los cielos.
2°) Realismo histórico-salvífico del culto. Esa centralización de lo s. en el
culto va unida a una acentuación de la importancia y realismo de éste en cuanto
momento clave de la historia de la salvación (v.). Los cultos nacidos fuera del
ámbito de la Revelación tienen, como decíamos, una estructura cósmica y evocan a
Dios en cuanto autor del universo: presuponen una conciencia del actuar de Dios,
y de un Dios cuyo poder y bondad se reconocen, pero -y aparte de que en ella se
mezclan, de hecho, imperfecciones y errores- se trata en cualquier caso de una
conciencia que no entra en la intimidad divina y en el sentido último de sus
designios. El culto extrabíblico está, en ese sentido, situado bajo el signo de
una cierta lejanía de Dios. El culto judío evoca en cambio las intervenciones de
Dios en favor del pueblo que había elegido; tiene por eso un realismo más
profundo y un acento más personal: el Dios al que se dirige es un Dios que se ha
manifestado no sólo como Aquel por quien el mundo existe, sino como Aquel que ha
actuado en acontecimientos concretos y singulares. Pero Dios aún no ha acabado
de comunicarse: no sólo no ha cumplido aún del todo sus promesas, sino que ni
siquiera ha terminado de revelar su contenido. El israelita vive así de la
memoria de las acciones pasadas de Dios v de la conciencia de su actuar
presente, pero sobre todo del anhelo del futuro en el que Dios completará su
obra.
Con la venida de Cristo la plenitud ha llegado, no sólo porque Dios ha
manifestado por entero sus planes salvadores, sino porque en Cristo, muerto y
resucitado, .^., contiene la plenitud de la gracia y la verdad, y con Él y por
Él la humanidad entera, de la que Él es cabeza, ha sido elevada a los cielos. La
tensión escatológica no desaparece porque esa gracia presente en Cristo aún no
nos ha sido comunicada por entero, pero resulta colocada en el interior de una
realidad de comunicación, plena ya en Cristo mismo y anticipada en los fieles en
el don real del Espíritu Santo. Situada entre la primera y la segunda venida de
Cristo, la liturgia cristiana rememora la vida terrena de Jesús y anuncia la
futura unión con Él en los cielos, con la seguridad, fuerza e intimidad que
derivan de saber que en el mismo instante en que todo eso se evoca y proclama
Cristo se hace realmente presente con toda su fuerza vivificadora. La liturgia
que celebra la Iglesia peregrina sobre la tierra es así una anticipación de la
plenitud de los cielos, un pregustar «la liturgia celestial que se celebra en la
santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde
Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del
tabernáculo verdadero» (Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 8).
Por eso si, como dice S. Tomás de Aquino, todo culto externo debe ser reflejo
del culto interior o disposición del corazón, sin el cual el gesto exterior
carece de valor (cfr. Sum. Th. 2-2 q84 a2 in c. y ad2; q85 al; a3 ad2; a4), el
culto cristiano trae consigo una particular exigencia de participación viva, ya
que ante un Dios que se presenta no sólo como Creador sino como Aquel que ofrece
y entrega su intimidad no cabe más postura que una respuesta dada con absoluta
radicalidad personal.
3°) Unión entre culto y vida moral. Ese carácter de encuentro personal con Dios
que el culto tiene presupone y exige la santificación de la vida entera de
quienes participan en él. La santidad de Dios es presentada en el texto bíblico
subrayando su carácter dinámico, su condición de fuerza que transforma y
santifica cuanto con ella se relaciona. La elección que Dios ha hecho de Israel
es por eso título exigitivo de santidad: «seréis para mí -dice Yahwéh- un reino
de sacerdotes y un pueblo santo» (Ex 19,6); «sed santos porque yo, Yahwéh, soy
santo» (Lev 11,45; 19,2). El culto como acto en el que Dios perpetúa su
presencia en medio del pueblo elegido reafirma esa exigencia. Por eso los textos
veterotestamentarios no sólo insisten en la pureza ritual, sino que recuerdan
con acentos de extremada fuerza que un culto que no vaya acompañado del cambio
del corazón y de la rectitud en las obras es un culto que no agrada a Dios sino
que le ofende, como con ese lenguaje tajante y paradójico propio del hablar
hebreo afirma el dicho «más vale la misericordia que el sacrificio», proveniente
de épocas antiguas y después ampliamente repetido por la literatura profética y
sapiencia) (cfr. 1 Sam 15,22; Os 6,6; Am 5,21;loel 2,13; Eccl 4,17). En el N. T.
no sólo son recogidos esos textos del Antiguo (cfr., p. ej., 1 Pet 2, 5-9; Apc
1,6; Mt 5,48; 1 Pet 1,15-16; Mt 9,13; 12,7), sino que se los dota de una nueva
profundidad: el que participa del Cuerpo de Cristo, el que ha recibido el
Espíritu Santo y es hijo de Dios Padre, no puede continuar viviendo como antes
vivía, sino que ha de obrar según la vida nueva que le ha sido dada y que está
destinada a durar, pues es vida eterna (cfr. Gal 5,6 y 6,15; Rom 8,12-14; 1 Cor
6,18-19; 11,29; 1 lo 3,3 y passim). Pero sobre ello volveremos en el apartado
siguiente.
Siendo los términos s. y p. correlativos entre sí, es imposible hablar de uno
sin referirse, al menos implícitamente, al otro. Y así ha sucedido en las líneas
que preceden. Debemos situarnos ahora directamente ante el segundo término de
esa correlación: ¿qué es, pues, exactamente lo profano? Ante todo se hace una
advertencia previa: si bien los términos s. y p. son correlativos, no abarcan la
totalidad de lo real. Ni Dios, ni el hombre, ni el pecado, ni la gracia pueden,
propiamente hablando, ser calificados ni de s. ni de profanos. A lo que ambos
términos se refieren no es a toda la realidad en su conjunto sino al mundo que
rodea al hombre y precisamente para significar dos diversas maneras según las
cuales las cosas, lugares, acciones, etcétera, que integran ese entorno humano
pueden quedar incluidas en la relación entre el hombre y Dios.
Esta última afirmación es capital, ya que de no tenerla en cuenta caeríamos en
la más grave de las deformaciones a que está expuesto nuestro tema: contraponer
lo s. y lo p. como lo vinculado con Dios y lo independiente de Él. Nada más
falso: lo p. no es un orden de cosas ajeno a Dios -idea absurda, que equivale a
negar a Dios mismo-, ni se identifica con lo pecaminoso -como a veces insinúa
cierta literatura ascética basada en un monaquismo mal entendido y, más
radicalmente, el luteranismo y su doctrina de la corrupción de la naturaleza por
el pecado-, sino que es una realidad ordenada a Dios y que puede ser santa y
santificada sin que por ello desaparezca su diferenciación con lo sagrado. Si se
quiere captar con exactitud la diferenciación entre s. y p. es necesario definir
ambas realidades poniendo de relieve precisamente cuál es la relación que cada
una de ellas dice a Dios a fin de encontrar ahí la razón de la diversidad. En
ese sentido nos parece que la caracterización más adecuada podría enunciarse
así: lo s. y lo p. se contraponen entre sí como lo vinculado con el encuentro
con Dios (sagrado) y lo relacionado con el vivir ordinario en cuanto momento de
manifestar en las obras la fidelidad a Dios encontrado (profano).
El reconocimiento de Dios, la advertencia por parte del hombre de la realidad de
Dios y de la posibilidad, en un grado u otro, de comunión con Él, es algo que no
puede quedar cerrado en sí mismo, ni limitado a los lugares, hechos, etc., que
condujeron a esa advertencia (es decir, a lo s.), sino que repercute
necesariamente sobre el resto de existir. Conociendo a Dios el hombre conoce que
el mundo subsiste en virtud de la acción creadora y sustentadora de Dios. De esa
forma, de una parte, es liberado de la angustia ante el sentido de la vida, ya
que recibe la certificación de que cuanto le rodea no es un caos, ni un puro
sucederse de eventos e impresiones subjetivas en un caminar sin rumbo, sino un
mundo, un universo fundado en Dios y dirigido por Él; y, de otra, adquiere un
sentido de la realidad mucho más hondo del que deriva de la simple experiencia
inmediata, ya que advierte que en todo momento, en y a través de las cosas, está
situado ante la presencia actuante de Dios. Ello no quiere decir que el hombre
religioso atribuya a todo carácter s. (las teofanías y los ritos siguen siendo
singulares e individuales, rompiendo la homogeneidad del existir), ni que
desconozca los aspectos científicos de la realidad o la urgencia de las tareas
cívicas, culturales, etc. (el hombre religioso, incluso el de las civilizaciones
más arcaicas y primitivas, ha sabido desarrollar técnicas altamente complicadas,
y enfrentarse con seriedad con la tarea de estructurar su propio ambiente vital,
etc.), sino sencillamente que sabe que la dimensión operativo-funcional no agota
la realidad, sino que está sustentada por otra más profunda que la fundamenta,
dándole su último sentido: la dimensión religiosa. Y, como consecuencia, que
debe vivir su vida entera, desde las acciones más trascendentales hasta las más
ordinarias, en actitud de relación con Dios.
Todo lo cual es recogido y dotado de un matiz más íntimamente personal en el
cristianismo: la conciencia de la unión con Dios producida por la gracia lleva
en efecto a ver la vida entera como acto de culto y glorificación de Dios, más
aún, como manifestación de ese amor depositado por el Espíritu Santo en el alma
y destinado a crecer hasta la vida eterna: «ya comáis, ya bebáis, o hagáis
cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios» (1 Cor 10,31; cfr. Col
3,17), porque «todas las cosas son vuestras; vosotros, de Cristo, y Cristo, de
Dios» (1 Cor 3,27-23), de modo que la vida entera debe ser ofrecida a Dios como
«hostia viva y santa», como «sacrificio espiritual, acepto a Dios por Cristo
Jesús» (Rom 12,1; 1 Pet 2,4). Ser cristiano y llevar hasta el radicalismo las
exigencias de la fe no consiste en encerrarse «en una especie de mundo
segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el
mundo común recorre su propio camino», sino, al contrario, en adentrarse, unido
a Dios y alimentado por la Eucaristía, en el mundo ordinario de los hombres para
descubrir y asumir ese «algo santo, divino, escondido en las situaciones más
comunes» (J. Escrivá de Balaguer, Amar el mundo apasionadamente, en
Conversaciones, 9 ed. Madrid 1973, n° 113-114).
La vivencia de lo s. se ordena, en virtud de su propia dinámica, hacia lo p.
para incluirlo en una actitud de adoración, amor y obediencia a Dios, dando
origen a un movimiento que procede, por así decir, en espiral. En ese vivir
cristianamente lo p., el creyente advierte en efecto que su fe y su amor son
puestos a prueba, y reconoce su fragilidad: conoce en suma que está unido a Dios
e injertado en Cristo, pero en la fe y en una gracia aún no confirmada, y, por
tanto, en la fragilidad y en una situación en la que se entremezclan la
seguridad en el amor divino y el temor de la propia infidelidad. Se ve de esa
forma movido a acudir a la oración y al sacramento para purificar sus acciones y
vincularse más estrechamente a Dios, que en el sacramento sale a su encuentro.
Lo que, a su vez, le vuelve de nuevo al vivir ordinario para confirmar con las
obras la fe, la esperanza y la caridad que la gracia, fruto del encuentro con
Dios, ha renovado en él. Hay así en la vida del cristiano una circularidad entre
fe, sacramento y vida, destinada a prolongarse durante todo su caminar terreno
en espera de la perfecta unión con Dios en los cielos.
Dos consecuencias fundamentales derivan de ahí: 1°) Lo sagrada, condición de la
valoración de lo profano. La conciencia de la excelsitud de la vida divina
anunciada en la palabra y comunicada en el sacramento, y consiguientemente la
reverencia y sentido de lo s. con que el hombre se sitúa ante esas acciones, no
implica en modo alguno una desvalorización de lo p., sino al contrario, el
reconocimiento de su verdadero valor como realidad integrada en el plan divino
y, por tanto, santificable y santificadora. Sentido de lo s. y santificación de
lo p., y también -lo que es en gran parte equivalente- lo cultual y lo
profético, son realidades íntimamente unidas entre sí. Para afirmar, como hacen
algunos autores, una oposición entre esas dos realidades, es necesario o bien
confundir lo s. con algunas de sus deformaciones -un ritualismo meramente
exterior o un pesimismo negador del valor de lo humano- o bien no haber captado
toda la profundidad que la vida moral, y especialmente la moral revelada,
implica. Las invitaciones proféticas -y, en general, bíblicas, ya que no son
exclusivas del profetismo- a la santidad (v.) no se sitúan nunca a un nivel
exclusivamente moral (adecuación a una ley, fidelidad a la conciencia, etc.),
sino que presuponen constantemente, en el A. T., la elección de Israel y su
condición de pueblo de las promesas, y, en el N. T., la vida nueva recibida con
la gracia y la acción del Espíritu Santo (1 Cor 12,3; Rom 5,5; 8,13-14; Gal
5,22; Philp 2,13; 1 lo 3,3, etc.), es decir, una realidad de orden ontológico y
teologal.
En otras palabras, el mensaje bíblico y cristiano sobre la santidad se
caracteriza por partir de la santidad o perfección absoluta de Dios, para
afirmar luego, y en dependencia de ella, la santidad ontológica (unión con Dios
y participación en la vida divina) a que Dios llama en virtud de su elección, y,
sobre esa base, dar a conocer la santidad (sacralidad) del culto como acción en
la que Dios se hace presente para atraer al hombre hacia Sí, y la santidad moral
(rectitud en las obras) que la elección divina hace posible a la par que llama a
ella. Una reducción del hombre a lo meramente moral desconoce sus dimensiones
ontológicas más profundas y lleva, como ya antes señalábamos, a la incomprensión
de lo s.: toda afirmación de la trascendencia -y lo s. la implicatiende en
efecto a ser interpretada por quien se encierra en ese moralismo como una huida
de lo real inmediato, en lugar de ser conocida como lo que realmente es: la
revelación de la auténtica profundidad de lo real. Una comprensión de la
dimensión religiosa del hombre sitúa en cambio ante la verdad más radical y abre
a la intelección del don radical que implica la elevación sobrenatural a la
participación en la intimidad divina, y consiguientemente de la profunda unidad
que existe entre culto y moralidad, entre sacralidad y santificación de lo
profano.
7. Permanencia de la polaridad entre lo sagrado y lo
profano. La distinción s. p. es una polaridad constitutiva de la situación
presente y, en general, de todo estado en el que el hombre no se haya situado en
una total inmediatez con respecto a Dios. En la gloria, en la que Dios se
comunicará directamente al entendimiento humano y será «toda en todas las cosas»
(1 Cor 15,28), esa polaridad desaparecerá: el hombre advertirá, y con absoluta
claridad, la trascendencia de Dios y la plena veneración, gratitud y admiración
con que debe situarse frente a Él; pero habrá desaparecido la necesidad de
signos y figuras que, cortando el tiempo y el espacio -y fundando así la
realidad de lo s.-, nos lo revelen o nos unan a Él. Mientras tanto la dualidad
s.-p. permanecerá, ya que es consustancial. a las condiciones de la vida
presente. Podemos, pues, decir que el ideal al que debe tenderse no es ni una
sacralización de toda la realidad (lo que implicaría el desconocimiento del
valor cristiano de lo p., y desembocaría irremisiblemente en una manipulación
clerical de las instituciones humanas y en un desconocimiento del legítimo
pluralismo de las opciones temporales), ni una profanización o desacralización
de la entera vida humana (lo que implicaría un desconocimiento de su dimensión
trascendente y de las profundas exigencias de las que nace el culto, y
desembocaría necesariamente en una pérdida del sentido auténtico del vivir, en
un moralismo reduccionista y, a largo plazo, en el ateísmo); sino un
mantenimiento de esa polaridad viviendo ambos términos con su peculiaridad e
integridad: el culto como encuentro con Dios que nos anticipa, en arras, pero en
verdad, la plenitud de los cielos; la ordinaria vida humana como realización en
la fidelidad y la perseverancia de ese amor a Dios y a los demás en el que
consiste la sustancia del vivir y cuya plena expansión será lo propio de la
perfección escatológica.
V. t.CONSAGRACIÓN II; SECULARIZACIÓN; RELIGIÓN III; IGLESIA III, 4-5; CULTO I-II;
LITURGIA I; TRABAJO HUMANO VI y VII.
J. L. ILLANES MAESTRE.
BIBL.: R. CAILLOIS, L'homme et le sacré, París 1950;
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991