Sacrificio. Teología Espiritual
 

Aquí se habla ahora sólo del s. exterior e interno desde el punto de vista ascético, o sea, del espíritu de sacrificio, que puede definirse como el acto religioso de abnegación inspirado por el Amor de Dios.
La esencia del s. cristiano es la misma que la esencia de la santidad: el Amor de Dios que, en el estado actual de naturaleza caída, no puede ser efectivo sin renunciar y combatir contra las concupiscencias (v.) -egoísmo, orgullo, ambición, sensualidad, comodidad, etc- y sin unirse a la Cruz de Cristo. El s. exige una lucha ascética (v.) que empieza con el uso de la razón y se concluye sólo con la muerte. La lucha tiene valor espiritual en cuanto está inspirada por una profunda vida teologal. La fe enseña el verdadero significado del dolor (v.) buscado o sólo aceptado (privaciones, humillaciones, enfermedades, hambre, sed, cansancio); la esperanza da la fuerza de soportar con alegría la condición de peregrinos mientras llega la hora definitiva del Reino; la caridad enciende de generosidad el alma que no pone límites a sus deseos de identificarse con Cristo y contribuir así a la venida del Reino; S. Agustín ve la «ciudad de Dios» construida por el amor sacrificado (De civitate Dei, XIV,28).
Aspecto teológico. En la base del espíritu de s. cristiano está la ofrenda de sí mismo hecha a Dios en unión al s. glorioso de Cristo que ha inaugurado el s. puramente espiritual dándole un valor infinito: «Habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo, el cual teniendo la naturaleza de Dios... no obstante se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo... se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Philp 2,5-9). A través de s. personales internos y exteriores, se participa de la gloria de Cristo crucificado y resucitado. No hay comunión de vida con Cristo y, por tanto, con las tres divinas personas, si falta la voluntad de seguirle en su amor a la Cruz: «quien no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt 10,38). Como Cristo, sus discípulos no buscan directamente el sufrimiento como fin sino el cumplimiento de la voluntad divina, el ejercicio de la caridad hasta el punto de dar la vida por quien se ama. El s. hace feliz a quien lo practica, es un yugo suave y ligero, que Dios premia con una gran paz.
Sentido ascético. El s. libra a quien lo ejercita de la esclavitud y dependencia de las pasiones y favorece la muerte espiritual del propio yo y de todo lo que no es Dios (v. ASCETISMO). Esta libertad radical es fruto del cumplimiento fiel de la voluntad divina y ha sido resumida por S. Pablo: «Estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo... no soy yo el que vivo sino que Cristo vive en mí. Así la vida que vivo ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó, y se entregó a sí mismo por mí» (Cal 2,19-20). El s., además de ser expiatorio y meritorio, favorece la unión con Dios en la medida que llena toda la vida del cristiano y se hace abnegación: disponibilidad para obedecer antes que nada a la Ley de Dios («quien ha recibido mis mandamientos y los observa, ese es el que me ama», lo 14,21), renuncia a los propios afectos o intereses en servicio de Dios o para bien del prójimo. El Señorío de Dios sobre todas las cosas no se discute: «Quien ama al padre o a la madre más que a mí, no merece ser mi discípulo» (Mt 10,37).
Sacrificio y vocación cristiana. La exigencia divina pone en la vida del cristiano, que espera y desea alcanzar la plenitud de la santidad, una tensión ascética que causa actos conscientes y libres de renunciar motivados por Amor de Dios y no por sentimientos de desprecio o de odio a lo que se abandona. La renuncia es una consecuencia directa de la vocación cristiana y, por tanto, exigible a todos los bautizados. Se explica así que la abnegación total que pide Jesús no produzca vacío o indiferencia, sino capacidad de romper lazos y cadenas y, por tanto, posibilidad de entrega, viviendo siempre una disponibilidad amante con respecto al Señor que asume características diversas para cada llamado. A quienes profesan el estado religioso el s. se concreta en una renuncia a las actividades seculares, las cosas del mundo, etcétera; no así debe entenderse el s. de la espiritualidad laical que, sin conceder nada al espíritu mundano y evitando el relajamiento ascético, empuja a vivir el espíritu de s. en las tareas temporales y ejercitando con abnegación los compromisos familiares, sociales y profesionales, y manifestando un espíritu de real desprendimiento de las cosas que le rodean. El laico ejercita de esta manera peculiar la realeza propia de la dignidad de cristiano que obedece el mandamiento divino de gobernar y dominar la tierra.
El s. no impide el crecimiento y la madurez humana, sino al contrario, lo favorece, porque las mismas renuncias están sometidas a un dinamismo progresivo de acuerdo con las varias etapas de la vida interior y el descubrimiento de nuevos campos de lucha: defectos dominantes que corregir, nuevas virtudes que conquistar (v. PuRIFICACIONES DEL ALMA). El cristiano debe manifestar vitalidad incluso en el mismo acto de s. con una constante preocupación de mejoramiento personal que cambia con el desarrollo humano y social. Se hacen necesarias siempre nuevas renuncias por el simple juego de transformaciones y cambios naturales y esto exige una grande ductilidad espiritual además de libertad de espíritu.
Hay que subrayar también el aspecto positivo del s., que tiende a realizar la plenitud de la vida cristiana, la imagen de Dios, a costa de remover y desarraigar lo que estorba. El s. borra la huella de culpas pasadas, reconstruye la virtud decaída, indica el aspecto victorioso de la gracia de Dios: «cuanto más abundó el pecado, tanto más ha sobreabundado la gracia» (Rom 5,20).
En la Pedagogía, W. Foerster (o. c. en bibl.) ha subrayado esta dimensión positiva del s. como invitación, a un desarrollo de la energía humana. El s. es una ley general de la vida, no está reservado sólo a algunas personalidades extremas, es accesible a todo hombre. La experiencia enseña que la salud, la fuerza, la ciencia, el arte, y sobre todo la perfección humana y cristiana, la santidad, no se pueden adquirir sin sacrificio.

V. t.: MORTIFICACIÓN; ASCETISMO.


M. A. PELÁEZ VELASCO.
 

BIBL.: S. TOMÁS, Suma Teológica, 2-2 q85; A. TANQUEREV, Compendio de Teología Ascética y Mística, París 1960, nn. 321335; R. GARRIGou-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, 4 ed. Buenos Aires 1957; G. THILS, Santidad cristiana, 4 ed. Salamanca 1965, 294-299; W. FOERSTER, Instrucción ética de la juventud, Barcelona 1935.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991