Rosario, Santo
 

El pueblo cristiano siempre ha sentido la necesidad de la mediación de María (v.), Omnipotencia suplicante, canal de la gracia: se multiplican así a lo largo de los siglos las devociones marianas, tanto litúrgicas coma populares. Sin embargo, entre las devociones a María, con el paso de los años, una se destaca claramente: el Santo Rosario, el ejercicio piadoso por excelencia en honor de la Santísima Virgen María, Madre de Dios. Se compone, en su forma típica y plenaria, de quince decenas de Avemarías, intercaladas por el rezo del Padrenuestro y del Gloria y añadiéndose al final las invocaciones de las letanías lauretanas. A la oración vocal se une la meditación de los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos.
Origen y desarrollo. En la Edad Media, se saluda a la Virgen María con el título de rosa, símbolo de la alegría. El bienaventurado Hermann le dirá: «Alégrate, Tú, la misma belleza. / Yo te digo: Rosa, Rosa», y en un manuscrito francés medieval se lee: «cuando la bella rosa María comienza a florecer, el invierno de nuestras tribulaciones se desvanece y el verano de la eterna alegría comienza a brillar». Se adornan las imágenes de la Virgen con una «corona de rosas» y se canta a María como «jardín de rosas» (en latín medieval rosarium); así se explica la etimología del nombre que lia llegado a nuestros días.
En esa época, los que no sabían recitar los 150 salmos del Oficio divino (v.) los sustituían por 150 Avemarías, acompañadas de genuflexiones, sirviéndose para contarlas de granos enhebrados por decenas o de nudos hechos en una cuerda (costumbre similar existía anteriormente recitando 150 Padrenuestros). A la vez se meditaba y se predicaba la vida de la Virgen. En el s. XIII, en Inglaterra, el abad cisterciense Étienne de Sallai escribe unas meditaciones en donde aparecen 15 gozos de Nuestra Señora, terminando cada una de ellas con un Avemaría.
Ésos son los antecedentes del Rosario. Sin entrar en una discusión críticó-histórica pormenorizada sobre los detalles del origen último del R. en su estructura actual, podemos afirmar que es, sin duda, S. Domingo de Guzmán (v.) el hombre que en su época más contribuyó a la formación del R. y a su propagación, no sin inspiración de Santa María Virgen. Motivo fue el extenderse la herejía albigense (v.), a la que combatió, «no con la fuerza de las armas, sino con la más acendrada fe en la devoción del Santo Rosario, que fue el primero en propagar, y que personalmente y por sus hijos llevó a los cuatro ángulos del mundo...» (León XIII, Enc. Supremi apostolatus, 1 sept. 1883). La. forma de rezar el R. en tiempos de S. Domingo era algo flexible. En su predicación popular el Santo relataba los misterios evangélicos y hacía recitar Avemarías a sus oyentes. Lo que no lograban conseguir las palabras del predicador lo insinuaba dulcemente la oración del Avemaría en el fondo de los corazones.
A finales del s. XV los dominicos Alain de la Rochelle en Flandes, Santiago de Sprenger y Félix Fabre en Colonia, dan al R. una estructura similar a la de hoy: se rezan cinco o quince misterios, cada uno compuesto por diez Avemarías. El Avemaría (v.), recomendada desde antes del s. XII por los concilios en una forma más breve, adquiere ahora su forma definitiva al añadírsele la petición por una buena muerte: «ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén». Se estructura la contemplación de los misterios, que se dividen en gozosos, dolorosos y gloriosos, repasando así en el ciclo semanal los hechos centrales de la vida de Jesús y de María, como en un compendio del año litúrgico y de todo el Evangelio. Por último se fija el rezo de las letanías (v.), cuyo origen en la Iglesia es muy antiguo.
A partir del s. XV el R. se extiende con las aprobaciones pontificias y la difusión de las Cofradías del S. Rosario -que habían surgido en el s. XIII-, enriqueciéndose de indulgencias su rezo. En particular San Pío V (v.) atribuyó la victoria de Lepanto (7 oct. 1571; v.) a la intercesión de la Santísima Virgen, invocada en Roma y en todo el orbe cristiano por medio del S. Rosario. Con este motivo la piedad de los fieles añadió a las letanías lauretanas la invocación Auxilium christianorum. El año siguiente instituyó S. Pío V la fiesta de la conmemoración de la Virgen María de la Victoria, que Gregorio XIII (v.) quiso que se llamase Nuestra Señora del Rosario, pasando a ser fiesta universal de la Iglesia en 1716 con Clemente XI (v.); su celebración se fijó en tiempos de S. Pío X (v.) el 7 oct., subsistiendo la fiesta primitiva de S. María de las Victorias en algunos lugares y propios.
La devoción al R. adquirió un notable impulso en tiempos de León XIII (v.; «el Papa del Rosario»), añadiéndose a las letanías lauretanas la invocación «Reina del Santísimo Rosario». Todos los pontífices de los últimos siglos han promovido la devoción al R. (v. bibl.), canonizando así una devoción tradicional del pueblo cristiano que hacía decir a S. Alfonso María Ligorio (v.) que «al presente no hay devoción más practicada por los fieles que ésta del sacratísimo Rosario. Los herejes ¿qué no han dicho para desacreditar el uso del Rosario? Pero es harto conocido el extraordinario bien que ha reportado el mundo de esta devoción nobilísima. ¡Cuántos por su medio se vieron libres de los pecados! ¡Cuántos comenzaron a vivir la vida santa! ¡Cuántos consiguieron una buena muerte y ahora están en el cielo! » (Obras ascéticas, I, ed. BAC, Madrid 1952, 936). El CIC indicó expresamente que los Ordinarios del lugar deben procurar que «los clérigos... cada día..., recen el Rosario a la Virgen Madre de Dios» (can. 125).
En los últimos tiempos ha contribuido de manera especial a la fundamentación y propagación de esta devoción mariana los hechos milagrosos de Lourdes (v.) y Fátima (v.): «la misma Santísima Virgen, en nuestros tiempos, quiso recomendar con insistencia esta práctica cuando se apareció en la gruta de Lourdes y enseñó a aquella joven la manera de rezar el Rosario. ¿Por qué, pues, no hemos de esperar de María todas las gracias si lo rezamos con piedad y devoción filial?» (Pío XI, Ingravescentibus malis, 29 sept. 1937). Lo mismo repetirá la Virgen a los niños portugueses en Fátima: «rezad el Rosario» (cfr. W. T. Walsh, Nuestra Señora de Fátima, Madrid 1953, 75).
Estructura. Los elementos que forman el rezo del R. son, de un lado, las oraciones vocales que se recitan, la oración dominical Padrenuestro (v.), la sucesión Titánica de diez Avemarías en cada misterio -que acaba con la doxología «Gloria al Padre»- y las letanías. Por otro lado, los misterios que, enunciados antes de cada decena, ocupan la mente y la imaginación durante el rezo de aquéllas, constituyendo así «el modo más excelente de oración meditada» (Juan XXIII, enc. Grata recordatio, 26 septiembre 1959). Para facilitar el contar las decenas de Avemarías se utiliza lo que se conoce con el nombre de rosario, cuyo uso -si está bendecido por un sacerdotegoza de indulgencia parcial.
La forma típica y plenaria del rezo del R., con 150 Avemarías, se ha distribuido en tres ciclos de misterios, gozosos, dolorosos y gloriosos a lo largo de la semana, dando lugar a la forma habitual del rezo de cinco decenas de Avemarías, contemplando cinco misterios -diarios (la costumbre suele asignar al domingo, miércoles y sábado los gloriosos; los gozosos al lunes y jueves y los dolorosos al martes y viernes), rezándose al final de los cinco misterios las letanías lauretanas.
Los tres grupos de misterios nos recuerdan los tres grandes misterios de la salvación. El misterio de la Encarnación nos lo evocan los gozos de la Anunciación, de la Visitación, de la Natividad del Señor, su Presentación en el templo y la Purificación de su Madre y, por último, su encuentro entre los doctores en el Templo. El misterio de la Redención está representado por los diversos momentos de la Pasión: la oración y agonía en el huerto de Getsemaní, la flagelación, la coronación de espinas, el camino del Calvario con la Cruz a cuestas y la crucifixión. El misterio de la vida eterna nos lo evoca la Resurrección del Señor, su Ascensión, Pentecostés, la Asunción de María y su Coronación como Reina. «Todo el Credo pasa, pues, ante nuestros ojos, no de una manera abstracta, con fórmulas dogmáticas, sino de una manera concreta en la vida de Cristo, que desciende a nosotros y sube a su Padre para conducirnos a Él. Es todo el dogma cristiano, en toda su profundidad y esplendor, para que podamos de esta manera y todos los días, comprenderlo, saborearlo y alimentar nuestra alma con él» (R. Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador y nuestra vida interior, 3 ed. Buenos Aires 1954, 261).
Contemplación de los misterios, que viene a ser como el alma del Rosario: «-¿Quieres amar a la Virgen?Pues, ¡trátala! ¿Cómo? -Rezando bien el Rosario de nuestra Señora. Pero en el Rosario... ¡decimos siempre lo mismo! - ¿Siempre lo mismo? ¿Y no se dicen siempre lo mismo los que se aman?... ¿Acaso no habrá monotonía en tu Rosario, porque en lugar de pronunciar palabras como hombre, emites sonidos como animal, estando tu pensamiento muy lejos de Dios? -Además, mira: antes de cada decena, se indica el misterio que se va a contemplar. Tú... ¿has contemplado alguna vez estos misterios?» (J. Escrivá de Balaguer, Santo Rosario, 14 ed. Madrid 1973, 12-13). Para hacer bien esta contemplación puede ser práctico detenerse «durante unos segundos -tres o cuatro- en un silencio de meditación, considerando el respectivo misterio del Rosario, antes de recitar el Padrenuestro y las Avemarías de cada decena» (ib. 15). La Iglesia ha enriquecido esta forma práctica de rezarlo con indulgencia plenaria si se hace en una iglesia u oratorio público o en familia; en otro caso, es parcial. Es suficiente rezar la tercera parte del R.; a la oración vocal debe añadirse una meditación de los misterios; en el rezo público, deben decirse los misterios en voz alta; en el privado, basta una meditación sobre los misterios (cfr. Enchiridion indulgentiarum, 29 jun. 1968, n° 2).
Actualidad y eficacia del rezo del Rosario. El R. tiene a su favor al menos siete siglos de práctica general e indiscutida y la recomendación continua del Magisterio. Ya León XIII -que trató en diez encíclicas del R. (v. bibl.), dedicando especialmente el mes de octubre a esta devoción- decía que «es imposible que el cristiano, que con fe se aplique al rezo de estas oraciones y a la meditación de estos altísimos misterios, no acabe por admirarse profundamente contemplando los designios de Dios realizados en la Santísima Virgen para la salvación de todos los pueblos; y que, una vez convencido de la verdad de estas cosas, deje de entregarse confiado en sus brazos protectores, repitiendo las palabras de S. Bernardo: `Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María! , que jamás se oyó decir que ninguno de cuantos han acudido a vuestra protección, implorado vuestro socorro y pedido vuestros auxilios haya sido abandonado» (enc. Iucunda semper, 8 sept. 1894). El reciente Conc. Vaticano II advierte a todos los hijos de la Iglesia «que tengan muy en consideración las prácticas y los ejercicios piadosos hacia Ella recomendados por el Magisterio a lo largo de los siglos» (Const. Lumen gentium, 67), afirmación que equivale a recomendar -de un modo solemne- el rezo del R., según la interpretación auténtica de este texto que hizo Paulo VI (v.) en la enc. Christi Matri Rosarii (15 sept. 1966), y posteriormente en la exhortación apostólica Marialis cultus, 2 feb. 1974. Pocos años antes, el Pontífice Juan XXIII llegó a decir: «El Rosario, como ejercicio de devoción cristiana... ocupa su lugar, para los eclesiásticos, después de la Santa Misa y el Breviario; y para los seglares, después de la participación en los Sacramentos» (Alocución, 29 en. 1961).
No es de extrañar toda esta solicitud de los pontífices en recomendar esta práctica piadosa que se adapta a las circunstancias y modos de vida de cualquier cristiano. Puede decirse, a modo de conclusión, que: «el rezo del Santo Rosario, con la consideración de los misterios, la repetición del Padrenuestro y del Avemaría,
las alabanzas a la Beatísima Trinidad y la constante invocación a la Madre de Dios, es un continuo acto de fe, de esperanza y amor, de adoración y reparación» (J. Escrivá de Balaguer, o. c., 9).

El Rosario, la liturgia y la pastoral. Los elementos componentes de la devoción mariana «veneración y amor, invocación e imitación» (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 66) se hallan perfectamente compendiados en el S. Rosario. La «veneración» salta a la vista en su misma contextura: cada misterio le repite a la Señora diez veces la suprema alabanza del Avemaría, veneración perfecta por tener por principio y fin la cristológica, la trinitaria, que las decenas venerativas están principiadas por un Padrenuestro y terminadas por un Gloria (v.). A esta veneración se une el «amor» tan patente en el R. por la presentación amabilísima de María como «llena de gracia», «bendita entre las mujeres», «la del fruto bendito», «Madre de Dios», repetidas decenas de veces, a la que otro tanto se suplica insistentemente, mostrándose así abiertamente el elemento de «invocación». Estos tres elementos fraguados en uno, en la meditación de la vida, pasión y resurrección de su Hijo, vivida por Ella, nos llevan a su «imitación» -los misterios redentores importan la ejemplaridad más eficaz-, quedando el R. de este modo como la devoción mariana por excelencia, y en él «cada uno confronta su vida con el calor de la enseñanza que mana de aquellos misterios, y encuentra inagotables aplicaciones tanto para las necesidades espirituales como para los menesteres de su vida diaria» (Juan XXIII, Epist. Apost., 29 sept. 1961).
La recitación del R., sin ser propiamente un acto litúrgico, es una preparación y prolongación de la Liturgia (v.) y permite que participemos en ella gracias a la mediación maternal de la Señora. Lo que la celebración litúrgica causa en el alma, el R. lo prolonga en una oración personal, participando el cristiano en el misterio redentor de Cristo de un modo sabroso, experimental, de connaturalidad al contacto con lo divino. Viene a ser también la mejor acción de gracias vivida por María y con María de la presencia de Cristo entre los hombres. Pero es también una preparación. La consideración de los misterios de Cristo, vividos con María y por María, excita en el alma una devoción que, causada por el amor de Dios que nos salva por Cristo en el Espíritu Santo a través de María, a su vez nutre y fomenta este amor, junto con la fe en el misterio que se actualiza en la contemplación. Por seguir el R. los ciclos litúrgicos, el alma que lo reza, identificada con María, participa de los actos salvadores que conmemora vitalmente. Así, los misterios gozosos reflejan el Adviento y la Navidad, que envuelven a María de manera tan íntima y personal. Los dolorosos y gloriosos la unen a la pasión y gloria de su Hijo y la expectante oración de Pentecostés nos la hace Madre de la Iglesia. Paulo VI así lo afirma: «El Rosario es la devoción de la Iglesia que por su carácter popular y su espíritu cristocéntrico y por la filial devoción que inspira hacia la Virgen puede reanimar la fe y la piedad en los medios más diversos y en los menos abiertos a la acción pastoral» (Alocución, 13 jul. 1963).

V. t.: MARÍA III; AVE MARÍA; PEYTON, PATRICK.


J. FERRER SERRATE , M. GARCIA MIRALLES.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991