Religiosos. Caracterización esencial de la vida religiosa.
Durante siglos, el estado religioso se ha venido
configurando, no ya como un estado de perfección sino como el estado de
perfección por antonomasia. Para llegar a esta conclusión, aparte de otras
motivaciones históricas como la estamentalización de la sociedad (V. l), se
partía de la distinción entre preceptos y consejos evangélicos. El cumplimiento
de los preceptos obligaba a todos los cristianos, mientras que el compromiso de
vivir los consejos (v.) evangélicos, sobre los cuales se cimentaba la perfección
(v.) cristiana, era algo reservado a los integrantes del estado religioso,
también llamado estado de los consejos evangélicos. La santidad (v.), por tanto,
venía postulada por la pertenencia a un estado determinado, que por eso recibió
el nombre de «estado de perfección».
Pero la cuestión recibe un planteamiento radicalmente nuevo en el Conc. Vaticano
II. Para corroborar esta afirmación, basta tener en cuenta los siguientes datos:
1. En dicho Concilio se sientan de forma inequívoca
dos principios fundamentales; el de igualdad radical de todos los fieles, por un
lado, y el principio de desigualdad funcional o de variedad que unas veces tiene
un origen ontológico-sacramental y otras es de origen carismático.
Son distintos los caminos, pero común es la dignidad e idéntica la meta de la
santidad (Lumen gentium, 32) (V. FIEL).
2. A partir de esos principios, resulta lógica la
proclamación solemne de la llamada universal a la santidad formulada en el Cap.
V de la Const. Lumen gentium: es evidente «que todos los fieles, de cualquier
estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección de la caridad».
El fundamento de esta común igualdad y dignidad, de la común gracia de la
filiación y de la común llamada a la perfección, radica en la regeneración en
Cristo realizada por el bautismo, y no en la pertenencia a un estado canónico.
Por ello, el Concilio decidió suprimir el tradicional concepto de estato de
perfección aplicado a la vida religiosa. Era preciso, según se dijo en el Aula
Conciliar, que desapareciera la impresión a la que conducía el término clásico,
de que la santidad era una especie de monopolio reservado a los religiosos,
contradiciendo así lo proclamado en el mismo Concilio sobre la vocación de todos
a la santidad.
3. Como consecuencia de todo esto, el Concilio se
desmarca de la clásica distinción preceptos-consejos en referencia a la
perfección. No sólo los preceptos, también los consejos pueden y deben ser
vividos por todos los discípulos de Cristo, porque a todos fueron propuestos por
el Señor en el Evangelio; no son monopolio de los religiosos. Pertenece al
estado religioso el vivir esos consejos de un modo peculiar, pero no exclusivo,
es decir, asumirlos y vivirlos modo religioso.
Desde esta nueva óptica conciliar, era imposible que la vieja doctrina sobre el
estado religioso no quedara profundamente afectada en la reflexión teológica que
tiene lugar a raíz del Concilio.
Un hito importante de la reflexión posconciliar lo constituye el llamado
«radicalismo evangélico», cuyo más genuino representante es el dominico P.
Tillard. Esta doctrina teológica se asienta sobre estos dos postulados: la
aceptación de la llamada universal a la santidad y el desmarque de la doctrina
tradicional acerca de los Consejos evangélicos como caracterizadores o fundantes
de la vida religiosa. Según esto, no cabe decir que la vida religiosa haya sido
instituida inmediatamente por Jesús, puesto que los textos más exigentes del
Evangelio, aquellos en los que se ha fundamentado tradicionalmente el estado de
perfección, se dirigen a todos los cristianos. Sólo de forma mediata la vida
religiosa se funda en el Evangelio: no en este o aquel texto, sino en su
contenido global, esto es, en la llamada del Evangelio al radicalismo como forma
permanente de existencia. De intento se subraya esto último, pues, para los
defensores de esta teoría, ahí radicará la esencia del estado religioso. En
efecto, la llamada al radicalismo está hecha a todos los cristianos, pero unos
tan sólo lo están cuando la situación o las circunstancias así lo exijan,
mientras que los religiosos asumen el radicalismo como forma permanente de
vivir.
Así descrita, y en su referencia expresa a la vida consagrada (V.), la teoría
del radicalismo, sin negar que se lo propone honestamente, no acaba de superar,
a nuestro juicio, los esquemas tradicionales acerca de los estados de
perfección. Acaso por ello no han faltado teólogos (Th. Matura) que se han
propuesto hacer un replanteamiento de dicha teoría. Difícil intento, según
parece, mientras la caracterización de la vida religiosa se siga realizando
desde una perspectiva ética antes que eclesiológica (J. L. Illanes). El definir
el estado religioso a partir de la idea del radicalismo cristiano equivale a
dejarlo sin sustancia teológica, y en la práctica a subsumirlo en el laicado a
quien también se le pide radicalismo en el seguimiento de Cristo. La vida
religiosa entraña un seguimiento radical, pero no es el seguimiento radical.
Aceptada plenamente la llamada universal a la santidad, no será ésta, sino la
peculiar función eclesial la que caracterizará la vida religiosa.
T. RINCÓN-PÉREZ.
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(número monográfico).