Religión III. Teología Fundamental
 

1. Naturaleza de la religión. 2. Religión y Revelación.

Estudiar la r. desde la perspectiva de la Teología fundamental equivale a preguntarse por la valoración que, de acuerdo con la visión cristiana de la vida, debe hacerse del hecho al que designamos con ese nombre. Es, pues, un estudio del tema desde la perspectiva salvífica, en el que interesa más el fin al que una realidad se ordena que sus elementos estructurales. Es obvio, sin embargo, que este punto no es del todo ajeno al tema: la consideración de la naturaleza de una realidad es presupuesto indispensable para la formulación acabada de un juicio finalista sobre la misma. Por eso, y para completar lo expuesto en los artículos anteriores, comenzaremos nuestra exposición tratando del tema de la naturaleza de la religión.

1. Naturaleza de la religión. a) Planteamiento del problema. A lo largo de toda la historia humana, los hombres, afirmando que la realidad no se agota en el mundo que les rodea, sino que, al contrario, depende de un ser trascendente, se han orientado hacia él. Tal es el hecho al que designamos con el nombre de r.; para analizarlo y valorarlo, es preciso responder ante todo a una pregunta radical: ¿es la r. un hecho humano primigenio? No han faltado en la historia del pensamiento quienes hayan respondido negativamente a esa pregunta; es la tesis que podemos calificar de «reduccionista», en cuanto que explica la r. como resultado de un hecho previo, al cual en última instancia se reduce. En el mundo grecoromano, la sostuvieron diversos autores de la época sofística (v. SOFISTAS) y del helenismo (v. HELENíSTICA), explicando la r. como resultado de necesidades prácticas (glorificación de héroes, v., fundamentación de la vida cívica, etc.) o como proyección de miedos ancestrales («el temor hizo nacer a los dioses», escribía Epicuro, v., retomando ideas ya expuestas por Demócrito, v.). En la civilización europea occidental esa postura reaparece a partir del racionalismo (v.) y de la Ilustración (v.), hasta desembocar en los grandes reduccionistas del s. XIX, Comte (v.), Nietzsche (v.), Marx (v.) y Freud (v.), para los que la r. se explica como manifestación de un pensar prerracional, como producto de la debilidad humana, como fruto de la alienación económica que lleva a proyectar en un mundo futuro la felicidad de que se carece en el presente, o como sublimación de los instintos humanos. Los autores situados en esta línea tienden lógicamente a pensar que la r. está abocada a desaparecer cuando el hombre, tomando conciencia del proceso que la ha hecho nacer, la evacue y haga inútil; de ahí que, si la valoran a veces positivamente, sea sólo como manifestación de una etapa infantil o desgraciada de la humanidad, cuya superación se auspica o presagia.
Esos puntos de vista -que presuponen una filosofía racionalista o materialista- recibieron, a nivel científico, fuertes embates a partir de finales del s. XIX. De
una parte la etnología -y especialmente los trabajos de la escuela de Viena de W. Schmidt (v.)- demostró la presencia de la idea de Dios o creencia en un Ser supremo en los pueblos más primitivos (v.), refutando así las hipótesis evolutivas propuestas por las escuelas positivistas, que hacían partir la religiosidad de una etapa animista o fetichista, que mediante un proceso de racionalización desembocaría en el politeísmo (v.) y en el monoteísmo (v.) y, finalmente, en la superación de la r. por la ciencia. De otra parte la aplicación, a partir de Rudolf Otto (v.) y Max Scheler (v.), del método fenomenológico (v. FENOMENOLOGíA) al estudio de las r. contribuyó a precisar el carácter peculiar de la experiencia religiosa como experiencia de totalidad. Se ponía así de relieve que esta experiencia no puede identificarse ni resolverse ni en lo ético, ni en lo filosófico, ni en lo económico, ni en ninguna otra dimensión del vivir humano. Y a la vez que, expresándose con propiedad, no cabe hablar de una génesis de la r., ya que ésta es connatural al hombre, sino sólo de un análisis de su estructura o de un estudio de su desarrollo a lo largo de la historia humana.
Los resultados alcanzados por la fenomenología en el campo del estudio de la r. son importantes; es necesario, sin embargo, tener en cuenta algo más, y, trascendiendo la descripción eidética de la vivencia, situarnos ante la realidad del objeto que la provoca y fundamenta. No hacerlo así equivaldría a no superar el subjetivismo, puesto que el hombre quedaría encerrado en el interior de su propia experiencia, y, por tanto, a verse abocado a una recaída en el psicologismo o el sociologismo, o a una absorción idealista del hombre en la idea. Por lo demás si la existencia de la realidad del objeto conocido está implicada siempre en nuestro conocer, lo implica de modo especial la vivencia religiosa, que es, muy peculiarmente, vivencia de la realidad. Quien la vive -comenta Guardini- «no dice sólo: estoy conmovido, me siento redimido; sino también, e incluso antes: aquí hay realidad, esta realidad peculiar; significa esto y lo otro; exige esto y lo otro; promete esto y lo otro. Estas son afirmaciones sobre algo que existe; y toda afirmación, a su vez, afirma una verdad y con eso precisamente se sitúa bajo su medida» (o. c. en bibl. 185). Un análisis filosófico de la r. debe partir de la consideración de la realidad que la fundamenta, es decir, Dios, al menos confusamente percibido. «Religio -decía S. Tomás cerrando su breve investigación histórica sobre la etimología de la palabra- proprie importat ordinem ad Deum» (la r. implica propiamente orden a Dios: Sum. Th. 2-2 q81 al). Más ampliamente podemos definirla como el acto o conjunto de actos por los que el hombre, habiendo reconocido de algún modo la realidad de Dios, orienta su vida en relación a Él.
b) Análisis filosófico de la religión. Intentemos perfilar ese concepto, analizando brevemente sus elementos fundamentales:
1°) Religión y conocimiento de Dios. El hombre, situado ante las cosas que le rodean y ante sí mismo, percibe que el ser no se agota en lo empírico, de modo que el mundo se le presenta como una totalidad que le abre a una realidad trascendente que a través de él se revela, a una realidad que es más real que lo empíricamente dado y, por eso mismo, a la vez sobrecogedora, dada su elevación e inefabilidad, y deseable, dada su plenitud. «¿Qué es esto -escribía S. Agustín describiendo esa tensión- que me traspasa de luz y golpea mi corazón sin herirlo? Me espanto, porque soy desemejante a ello; y me enardezco, porque soy semejante» (Confesiones, 11,9,1). La r. es precisamente la respuesta del hombre ante esa realidad sobrehumana que se le manifiesta.
Si no queremos malentender lo dicho hasta ahora, es necesario afirmar con toda claridad que lo que el hombre percibe no es un anónimo y genérico «lo ignoto», «lo trascendente», «lo santo» o «lo numinoso», sino, aunque tal vez confusamente, la realidad de un ser personal, Aquel a quien ordinariamente llamamos Dios. La r., en otras palabras, presupone el conocimiento de Dios, originándose a partir de él, progresando a medida que ese conocimiento se hace más claro, y decayendo o deformándose cuando se oscurece o adultera. No es éste el lugar de detenerse en un análisis detenido del proceso o procesos por los que el hombre accede a ese reconocimiento de Dios (v. DIOS I, 2). Baste señalar que al hablar del fundamento de la r. no hace falta referirse directamente -aunque tampoco se las excluye- a las consideraciones reflejas de orden filosófico, que se conocen con el nombre de vías o demostraciones de la existencia de Dios, o a las especulaciones elaboradas sobre el valor y el alcance de los nombres de Dios, sino más bien al proceso prefilosófico (que no quiere decir prerracional), o percepción primordial y razonamiento espontáneo por el que el hombre en sus experiencias primeras se eleva al reconocimiento de Dios; percepción susceptible de enormes gradaciones, y que puede encontrarse a veces en formas germinales y confusas, en las que el hombre apenas está en condiciones de formular lo percibido, pero que no por ello deja de ser una iluminación de la inteligencia, constituyendo el fundamento existencial de las posteriores vías o demostraciones, en el supuesto de que éstas advengan (cfr. J. Maritain, Approches de Dieu, París 1953, 9-19). Digamos, finalmente, que se trata de un proceso natural, que puede estar ayudado existencialmente por la tradición que le precede y -si admitimos la hipótesis de su pervivencia- por la revelación primitiva (es decir, la que precede al pecado original: v. PECADO III, B; PARAíSO TERRENAL n) O, en su caso, por la Revelación histórica, pero que en cualquier caso surge como consecuencia del desarrollo normal (aunque complejo) del dinamismo del conocer humano (cfr. Conc. Vaticano 1, Const. Dei Filius; Denz.Sch. 3004 y 3026).
2°) La religión, respuesta al Dios vivo. La r. no es, pues, una actitud irracional, nacida de un ánimo sobrecogido frente a lo desconocido a la vez que embargado por él; sino la respuesta por la que toda la persona se lanza en la dirección de una luz que ha aparecido en la inteligencia. Detengámonos a examinar este punto, que es uno de los más cruciales con la moderna reflexión sobre el hecho religioso. En la raíz de las preocupaciones que llevan a diversos estudiosos de la religiosidad a sostener que ésta tiene caracteres irracionales, hay algo legítimo, si recordamos el contexto histórico en que esas afirmaciones se sitúan. Son 'en efecto una protesta frente a algunas de las consecuencias de la visión racionalista del ser humano, y concretamente frente al uso que el racionalismo (v.) hizo de la distinción entre r. natural y r. positiva, en virtud de la cual las diversas r. históricas quedaban sometidas a una crítica destinada a «incluirlas dentro de los límites de la razón», entendiendo por tal no una inteligencia humana en toda su plenitud vital, sino una razón puramente raciocinante o discursiva. De ahí el desconocimiento de la riqueza del hecho religioso, que acaba, de una manera o de otra, siendo negado mediante una reducción de la r. a la moral o a la filosofía. Frente a ello el romanticismo (v.) religioso y los inten
tos filosóficos de un Jacobi y, más cercanamente, de un Otto quieren ser una afirmación de la vida en toda su plenitud. Pero son una protesta que no acaba de superar aquello mismo a lo que se opone: heredan en efecto del racionalismo una metafísica esencialista que olvida el carácter vital del conocer, y por eso no encuentran otra manera de salvar la vida que refugiándose en lo irracional.
Para superar el racionalismo el camino no es el recurso a lo irracional, sino subrayar el realismo (v.) del conocimiento; poner de relieve, por lo que respecta a nuestro tema, que reconocer a Dios no es meramente alcanzar una idea, con la que se puede jugar intelectualmente barajándola con las otras que componen nuestro mundo mental, sino advertir la presencia de un ser vivo v operante, ante el que es imprescindible adoptar actitudes vitales. En este sentido tienen razón quienes subrayan el carácter de conmoción que tiene la experiencia religiosa, y Otto cuando habla del mysterium tremendum et fascinans que convoca al entero espíritu humano a anonadarse y volcarse hacia él, aunque es necesario corregir sus afirmaciones, o, mejor, integrarlas: la r. es ciertamente todo eso, pero lo es no porque sea irracional, sino al contrario, porque procede de una racionalidad plena, es decir, de una inteligencia consciente de que conoce la realidad y entra de esa forma en comunión vital con ella.
De lo dicho deriva una consecuencia, secundaria, pero importante. Quienes conciben a la r. como nacida de lo irracional, la vinculan entitativamente a las experiencias extáticas o místicas extraordinarias. En realidad no es así, puesto que la r. -aunque no excluye esas experiencias- nace más bien del desarrollo normal del conocer, es decir, de una actitud sencilla y espontánea, como lo confirman la etnología y la historia de las r., que nos ofrecen numerosos ejemplos de pueblos profundamente religiosos en los que las experiencias místicas son raras e incluso casi desconocidas. La dimensión religiosa no depende de situaciones psicológicas especiales, sino de la estructura radical del ser humano: y por eso puede -y debe- darse en todo momento de la vida humana y en toda etapa cultural; las ideas lanzadas por algunos estudiosos de la civilización contemporánea pronosticando el fin de la r. ante los cambios de actitud mental producidos por el impacto de la técnica parten de un falso presupuesto.
3°) Religión y espiritualidad humana. El reconocimiento de Dios está íntimamente unido, en la génesis de la vivencia religiosa, a la advertencia de la propia espiritualidad: el hombre que se ve situado ante Dios, se advierte a sí mismo como trascendente sobre la materia y sobre la muerte, capaz, por tanto, de alcanzar una relación con lo Absoluto (v. HOMBRE III). «La religión -se ha dichoes la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma -que no se aquieta- si no trata y conoce al Creador» (J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 9 ed. Madrid 1973, n° 73). Aquí, como antes, es necesario señalar que ese conocimiento de la propia espiritualidad no es necesariamente reflejo, sino espontáneo, y susceptible de amplias gradaciones; y, de otra parte, que está acompañado de la percepción de la dramaticidad del destino, con todo lo que eso trae consigo de una inseguridad e inquietud superables sólo en el interior del vivir religioso, es decir, en la actitud de confianza en Dios. En cualquier caso todo lo dicho reafirma una idea ya varias veces expresada, pero que podemos recoger ahora más explícitamente: el vivir del hombre religioso no se asimila -aunque pueda a veces estar acompañado por ello- ni a la angustia, ni al temor a lo desconocido, ni a la sensación de pequeñez ante el poder de la naturaleza, es decir -en términos generales-, a actitudes nacidas de la conciencia de las carencias humanas, puesto que deriva no de carencias sino de realidades positivas, aunque recibidas y necesitadas de consumación; el reconocimiento de la verdad de Dios y la advertencia del valor del hombre y de la posibilidad que como ser espiritual tiene de entrar en relación con Dios.
4°) Elementos de la religión. En el análisis de la r. que hemos hecho hasta el momento, hemos insistido en la realidad de los factores intelectivos o del orden del conocimiento, y lo hemos hecho así porque eso constituye el momento fundante de la r.; es necesario, sin embargo, señalar ahora que todo eso es más bien presupuesto de la r. que la vida religiosa misma: ésta, propiamente hablando, consiste en la respuesta que el hombre da con toda su persona a ese Dios que su inteligencia le ha hecho conocer. De hecho suelen distinguirse tres elementos en la r.: convicción intelectual de la realidad de un ser supremo y soberano a quien designamos bajo el nombre de Dios; reconocimiento existencial de la dependencia con respecto a Él; ordenación de la vida, tanto en el aspecto individual como en el social, de acuerdo con esa dependencia. Detallando algo más, podemos decir que, a partir del conocimiento de la realidad de Dios, la actitud religiosa se despliega en una serie de actos que le son consustanciales, y que, de un modo u otro, aparecen en las diversas manifestaciones históricas del hecho religioso: la conciencia de la majestad divina, y la consiguiente admiración y temblor ante su excelsitud; el convencimiento de que la vida entera debe vivirse en actitud de obediencia a Dios, y la consiguiente decisión de obrar según el querer divino; la percepción de la propia indignidad, más aún, del propio pecado y el temor ante la ira divina; el deseo vehemente de que se aplaque el Dios ofendido y se pueda gozar de la reconciliación con Él; el recurso a la oración y a ritos y sacrificios para vivir la relación con la divinidad; la existencia de mediadores -sacerdotes, profetas, etc—, así como de tiempos y lugares sagrados a través de los cuales se canaliza y concreta el culto a Dios, etc.
En el vivir religioso se entremezclan, pues, elementos subjetivo-personales, con realidades exteriores a la persona (afirmaciones sobre la divinidad, ritos y prácticas, leyes, etc.). Para recoger esa estructura compleja del vivir religioso se distingue a veces entre r. objetiva, entendiendo por tal el conjunto de creencias y ritos en virtud de los cuales la vida humana es descrita como dependiente de Dios y se señala la vía para ordenarse a Él, y r. subjetiva, o disposición voluntaria por la que el hombre individual se adhiere a esas verdades y asume esos ritos.
5°) Religión y tradición. El sujeto del acto religioso, como de todo acto, es el hombre individual; la religiosidad tiene, sin embargo, y constitucionalmente, dimensiones colectivas: porque coloca al hombre frente al sentido de su vivir, y, por tanto, al de su sociabilidad; porque se expresa en actos comunitarios, asumiendo de esa forma el vivir social en el interior del vivir religioso; porque la forma de vivir la religiosidad se modela en gran parte sobre lo recibido de las generaciones pasadas. Tropezamos aquí de nuevo con el abstractismo de la distinción entre r. natural y r. positiva, tal y como fue entendida por los deístas de la Ilustración. Históricamente no existe ninguna r. natural -si por ello se entiende una r. edificada por un hombre situado en el vacío y como resultado de una razón meramente especulativa-, sino la vida religiosa de hombres cuya razón opera en el contexto de la vida y que existen en comunidad, y, por tanto, en intercomunicación vital y recibiendo las aportaciones de generaciones pasadas, a las que se adhieren o a las que completan y corrigen, pero frente a los que, en cualquier caso se pronuncian. Más aún, todo hombre, en la medida en que se abre a Dios, reconoce que su propia vivencia religiosa no es autoconstrucción suya, sino don de Dios, que le ha dado una inteligencia capaz de elevarse hasta Él y unas virtualidades volitivas y afectivas por las que unirse a Él. Por esa misma razón el hombre religioso mira a las generaciones que le han precedido con una actitud de respeto, consciente de que también ellas han podido recibir dones divinos. Obviamente ello no impide el ejercicio de la crítica, en virtud de la cual la tradición es confrontada con la luz que resuena en la personal inteligencia; pero es una crítica que se ejerce en el interior de una íntima participación y que aspira no a romper con el pasado, sino a captar y expresar tal vez mejor lo que ese pasado entrevió de algún modo, y, por tanto, a mantener todo lo que en él había de válido. En otras palabras la r. positiva, es decir, la concretada por las contingencias históricas y producto de lo vivido por las generaciones pasadas, no se le presenta al espíritu religioso como una constricción de su naturaleza, de la que aspiraría a liberarse para llegar a una r. que fuera producto de su sola razón, sino al contrario como un don que potencia su propia vida, y en el que, de algún modo, reconoce un eco de la acción misma de la divinidad. De ahí que la casi generalidad de las r. históricas se describen a sí mismas como iniciadas por los dioses y fruto de la comunicación de los hombres con los dioses; hecho que no autoriza a reconocer en ellas una revelación propiamente dicha -puesto que se explica de otro modo-, pero que constituye un dato importante para la comprensión de la actitud religiosa.
6°) Las religiones en la historia. La r., como todo lo humano, conoce las vicisitudes de la historicidad, y con ella la falibilidad propia del hombre. Si hemos intentado hasta ahora bosquejar su esencia, es necesario a la vez dejar constancia de las deformaciones a las que históricamente ha estado y está expuesta. Esas deformaciones pueden provenir de dos fuentes principales. Fundamentándose la r. en el conocimiento de Dios, siempre que el hombre no haya alcanzado (o haya decaído) un conocimiento adecuado de Dios, cayendo en errores panteístas (v.) o politeístas (v.), formándose una imagen de Dios en la que .los elementos impersonales casi ahogan a los personales, deformando sus atributos, concibiéndolo como un ser de algún modo cruel o arbitrario, etc., toda la vida religiosa ha resultado afectada y, en mayor o menor grado, deformada. De otra parte, implicando la r. la disposición de la voluntad por la que el hombre reconoce y acepta su dependencia de Dios, la vida religiosa podrá ser deformada por esa misma voluntad, dando así lugar a fenómenos que van desde la simple irreligiosidad práctica, hasta la soberbia (v.) o rebeldía frente a Dios, la pretensión de divinizar realidades humanas o mundanas cayendo así en la idolatría (v.), el intento de plegar el poder divino a finalidades humanas tal y como se encuentra, p. ej., en la magia (v.), etc. Esos dos factores se influyen mutuamente (un error en el conocimiento de Dios facilita el que la voluntad se aparte de Él, y, viceversa, una voluntad desviada puede, para autojustificarse, conducir a deformar la idea que de Dios se tiene), y, mezclándose con otros de fuente diversa, dan origen a las numerosas deformaciones, e incluso aberraciones (sacrificios humanos, cultos orgiásticos, etc.), que documenta la historia; y con respecto a algunas de las cuales resulta incluso dudoso que nos encontremos ante un hecho que merezca el calificativo de religioso, puesto que no parecen ser fruto de un sentido de la trascendencia, sino algo que tal vez en su inicio fue religioso, o que se sirve de formas tomadas de lo religioso, pero que no lo es en sí mismo.
En cualquier caso, el panorama que la historia de las r. ofrece es un sucederse y entrecruzarse de esfuerzos del hombre por alcanzar la verdad, momentos de plenitud, caídas, intentos de reforma, etc., que varían además según las culturas y pueblos. No cabe, pues, intentar dar una visión lineal y unitaria del desarrollo religioso de la humanidad, como lo pretendieron diversos autores del s. XIX, cuyas construcciones fueron irremediablemente destruidas por los sucesivos progresos de la investigación. Lo único posible es fijar unos criterios generales de valoración; concretamente: la r. crece en perfección a medida que el hombre va profundizando en el conocimiento de Dios y de su propia espiritualidad, lo que conduce a una purificación e interiorización de toda la relación religiosa. Advirtamos, para evitar equívocos, que al hablar de interiorización, no la entendemos como reducción a lo puramente interior al hombre (como hizo la Ilustración con su visión individualista e idealista de lo humano), sino como afirmación de que la r. nace del corazón. La interiorización no conduce, pues, en modo alguno a una depreciación del rito, ni a una pérdida del sentido de lo sagrado (v.), sino -lo que es muy distinto- a una identificación del corazón con la verdad percibida y a una plena asunción interior de lo que el rito evoca. De esa forma la interioridad se expresa en el gesto ritual, y, alimentada por él, tiende a informar todas las dimensiones y ámbitos de la vida en actitud de obediencia a Dios. Porque -e importa notarlo- si bien la r. implica actos específicos (ritos, oraciones, sacrificios, etc.), momentos en los que el hombre afirma con especial hondura su dependencia de Dios y se dirige a Él, no se limita a ellos sino que constituye una actitud de fondo que, de por sí, aspira a abarcar la totalidad de la existencia. Oración, rito y vida se unen así en la existencia religiosa, como forma de reconocimiento de la dependencia de Dios y esperanza de que Él conduzca a la humanidad a la plenitud a la que, pasandó a través de la muerte, pueda haberla destinado.
Es obvio que cuando hablamos de perfección de la r. enunciamos un ideal que, en su plenitud, no sólo no es documentado por la historia, sino que la Teología nos dice inalcanzable: no sólo porque el hombre es falible, sino porque el pecado original ha dañado y herido su naturaleza. Nos situamos, pues, en una perspectiva que nos conduce a hablar de la Revelación (v.) con la que la r. es sanada y corregida, a la vez que es elevada a un plano nuevo, el de lo sobrenatural.

2. Religión y Revelación. a) Visión de conjunto. Schleiermacher (v.), y en general la teología protestante liberal (v.), presentó al cristianismo como la expresión de la experiencia espiritual humana, como la realización máxima de la idea de religión. De esa forma pretendían -al menos algunos de ellos- hacer la apología del cristianismo; en realidad lo negaban, ya que desconocían su peculiaridad sobrenatural y lo disolvían en la religiosidad humana, más aún, en una religiosidad concebida como puro despliegue de las capacidades inmanentes del
espíritu. Karl Barth (v.) reacciona fuertemente frente a esa involución, llegando a una posición en la que defiende no ya la superioridad y trascendencia de la Revelación sobre la r., sino la oposición entre ambas. La Revelación -dice- es el acto por el que Dios se da a conocer al hombre, haciéndole percibir su absoluta trascendencia y, por tanto, la infinita distancia en que se encuentra con respecto a Él y la inanidad de todo intento de elevarse con las solas -fuerzas humanas hacia una relación con la divinidad. Sólo en Cristo y por Cristo puede el hombre ser santificado. La r. es en cambio un movimiento que parte del hombre, un esfuerzo que el hombre realiza para acercarse a Dios; en ese sentido -y aquí tocamos el centro de su pensamiento- es un intento de autojustificación, de obtener la santidad por sí mismo, y, por tanto, incredulidad e idolatría, actitud opuesta a la humildad de la fe. La Revelación proclamaría de esa forma la abolición de toda r., a la vez que se constituye en la única r. verdadera, y eso en virtud de la Revelación, ya que afirmar que una r. sea verdadera por sí misma es tan contradictorio -comenta- como sostener que alguien es justo y bueno por sí mismo, y no por Cristo (cfr. todo el parágrafo La revelación como asunción-abolición de la religión del vol. 1 de su Christliche Dogmatik). Partiendo de esa oposición absoluta -como movimientos contradictorios- entre r. y Revelación, algunos discípulos de Barth llegaron a la paradójica conclusión de que es mejor preparación para la fe el ateísmo que la actitud religiosa; tal es en efecto el presupuesto del programa esbozado en algunos párrafos del último Bonháffer (v.) con respecto a un «cristianismo no religioso» y de las ideas de los autores de la death of God theology actrca de un «ateísmo cristiano» (v. RADICAL, TEOLOGÍA).
La posición de Barth, en lo que tiene de negativo, se explica por la confluencia de dos factores: la visión de la r. como producto de las necesidades y temores del hombre, que él ha heredado, sin criticarla, de las escuelas racionalistas del s. XIX; y la radicalización de las ideas luteranas sobre la corrupción total de la naturaleza humana por el pecado original, y sobre el carácter consiguientemente egoísta y pecaminoso de toda acción hecha fuera del ámbito de la Revelación (v. PECADO III, B; LUTERO). Ya hemos señalado antes la insuficiencia de la posición racionalista, que desconoce la verdadera naturaleza del hecho religioso. Añadamos ahora -por lo que se refiere a la otra faceta del problema- que la. r. es ciertamente movimiento que parte del hombre en busca de Dios, pero movimiento que se funda y es hecho posible por una previa llamada divina. En efecto, en ningún momento histórico Dios ha dejado a los hombres «sin testimonio de sí» (Act 14,15; cfr. Rom 1,18-23), sino que, al contrario, a través de las cosas creadas («Revelación natural», como dice la teología clásica) se les ha dado a conocer. El deseo de eternidad, las ansias de infinito, el volverse a Dios esperando de Él un destino futuro, no son manifestaciones del egoísmo humano, sino eco de la imagen de Dios (v.) presente en el hombre, y también en el hombre actual, infralapsario, puesto que ha sido, sí, dañada, pero no destruida por el pecado; huella, pues, dejada por Dios para que la humanidad se vuelva hacia Él. Ciertamente el hombre puede adulterar ese movimiento, volverlo sobre sí mismo e incluso caer en una idolatría de su propia religiosidad, y así lo ha hecho repetidas veces a lo largo de la historia; pero eso no es la esencia de la religiosidad, sino su deformación. La historia religiosa precristiana no puede ser colocada sin más toda entera bajo el signo de la condenación. Barth tiene razón cuando afirma la peculiaridad singular y trascendente del cristianismo, pero no cuando establece una oposición absoluta ante él y la religiosidad.
No podemos, pues, considerar la Revelación (al cristianismo) como una mera culminación de la r. (Schleiermacher), ni tampoco postular una dialéctica de asunciónabolición (Barth); ¿cómo, entonces, describir sus relaciones?: viendo en la Revelación la purificación y la elevación de la religiosidad.
1°) La Revelación, purificación de la religión. En la vida religiosa de la humanidad se entremezclan la iniciativa de Dios y el error y el pecado humano. En las diversas r. históricas, junto a verdades más o menos claramente percibidas y a prácticas de profunda religiosidad, aparecen errores y deformaciones que son eco de desviaciones humanas. De ahí que los Padres de la Iglesia, al explicar el origen y génesis de las r., hagan referencia tanto a la presencia en el hombre de luces o semillas provenientes de Dios, como a la soberbia y debilidad humanas y al influjo corruptor de los demonios (doble explicación que aparece ya en el primero de los Padres que se ocupan del tema, S. Justino: cfr. I Apología, n° 32 y 46 y II Apología, n° 8, 10, 13: PG 6,380,397,457,460,465, con respecto al primer punto; y I Apología, n° 5, 26, 56, 62, 64: PG 6,336,368,413,421,425, con respecto al segunda).
La Revelación (v.) en cuanto palabra exterior dirigida por Dios al hombre -es decir, en cuanto mensaje transmitido por Dios a través de los profetas y de Cristo y conservado y predicado por la Iglesia (v. FE III, A)- y en cuanto palabra interior -es decir, acción de Dios en el corazón y en la voluntad que mueve a aceptar la palabra escuchada (v. GRACIA)- purifica y sana a la r.; ya que, de una parte, libra a la inteligencia humana de los errores en que podía haber caído acerca de Dios y de las cosas y del hombre mismo, y, de otra, rectifica la voluntad, rescatándola de la tentación del subjetivismo, de la tendencia a la autosalvación o a subordinar a Dios a los fines humanos, y, en suma, de la soberbia, conduciéndola al humilde y alegre reconocimiento de su ser de criatura, que se realiza en la medida en que se sitúa en actitud de absoluta disponibilidad ante el querer divino. Acción sanante y purificadora que, dadas las consecuencias del pecado original, es del todo necesaria: fuera del ámbito de la gracia cristiana pueden darse -y se dan de hecho- no sólo el conocimiento de verdades sobre Dios, sino también actos auténticamente religiosos, pero no una perseverancia plena en la consecución de la verdad y la prosecución del bien, de modo que, de un modo u otro, el error y la desviación se insinúan y aparecen. La Revelación es moralmente necesaria para sanar y purificar la religiosidad humana (cfr. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius: Denz.Sch. 3004-3005).
2°) La Revelación, elevación de la religión. Pero la Revelación no es solamente la purificación de la r., y ni siquiera su coronamiento llevándola a una perfección más acabada en la línea de lo que ya ella implicaba, sino su elevación a un orden superior, es decir, sobrenatural (v.). El hombre, al situarse ante el mundo y las cosas y ante su propia interioridad, puede, en virtud de la capacidad que Dios mismo le ha otorgado, alcanzar el conocimiento de Dios, y, consiguientemente, reconocer su dependencia con respecto a Él y, sabiendo que Dios es a la vez todopoderoso y amante, adoptar ante el destino una actitud de confianza. Todo eso implica relaciones profundas del hombre hacia Dios, pero relaciones que -aun suponiendo que se desarrollaran can absoluta pureza
están situadas en el contexto de una -digamos- cierta lejanía de Dios: son las relaciones de la criatura ante su Creador, a quien percibe como el Trascendente, el Totalmente otro, al que debe adorar y en quien debe confiar, pero en cuya intimidad e interioridad sería osadía el soñar siquiera con penetrar. La Revelación es el sucederse de actos singulares por los que Dios, interviniendo con su poder soberano en el curso de la historia humana, se desvela y comunica. Con la Revelación el hombre ha recibido no sólo la plena confirmación de su actitud de confianza en Dios, sino -y éste es el punto capital- el conocimiento de que Dios, con una decisión supremamente gratuita y liberal, lo llama a participar de la misma vida divina, a tener familiaridad con Él. Desde ese momento, todo lo humano, y, por tanto, también la religiosidad, sin ser abolido -la gracia no destruye la naturalezaqueda situado en un contexto nuevo: el hombre vive ahora sabiéndose situado ante Dios no como un siervo ante su señor, o una criatura ante su Hacedor, sino como un hijo ante su Padre (V. FILIACIÓN DIVINA). Tal es la peculiaridad absoluta de lo cristiano, que engarza con todo lo humano, pero trascendiéndolo e informándolo con un espíritu absolutamente nuevo.
Los dos temas que acabamos de esbozar -y en los que se recoge la articulación entre naturaleza, pecado y gracia- los desarrollaremos a continuación considerando las dos cuestiones clave acerca de las relaciones entre Revelación y r., es decir, entre cristianismo y religiosidad: la pervivencia de la religiosidad en el interior de la fe y la valoración que, desde una perspectiva salvífica, puede hacerse de las r. no cristianas.
b) Cristianismo y religiosidad. La fe (v.), al colocar al hombre en el contexto de una relación teologal con Dios, transforma la situación de la religiosidad, pero no la anula. Con su característico respeto a las estructuras del ser creado, S. Tomás de Aquino formula con claridad este punto hablando de la permanencia de la virtud de la r. como virtud especial, distinta de las virtudes teologales, aunque informada por ellas (Sum. Th. 2-2 q81 a5). Ciertamente el cristiano, consciente de su constante dependencia de Dios, sabe que el culto que radicalmente se le pide es la adoración en espíritu y en verdad (lo 4,23), el culto dado con su propia vida toda entera vivida como hostia ofrecida a Dios (Rom 12,1; 1 Pet 2,5). Pero sabe a la vez que estamos aún en el tiempo intermedio en el que la gracia no ha llegado a consumación, sino que se encuentra en estado de germen destinado a crecer, y que ese culta de la propia vida es posible en virtud de la gracia, que se nos comunica de modo especial en los sacramentos (v.), y que necesita además, para su desarrollo, de diversos actos, momentos y lugares específicos de culto. Este culto externo se estructura en torno a la novedad cristiana, y especialísimamente en torno a los sacramentos (v.), cuyos elementos sustanciales derivan de la institución de Cristo, y no son, por tanto, susceptibles de variación, pero alrededor de ello podrá y deberá recogerse todo lo que de positivo implica la religiosidad humana (V. LITURGIA; REFORMA LITÚRGICA).
El sentido de lo sagrado, de lo ritual y de lo simbólico, la conciencia de la necesidad del sacrificio, etc., no son anulados por la Revelación cristiana, sino purificados y elevados de manera que, de una parte, se supere la exterioridad farisaica, la tendencia a la autoexaltación por la vía del fundirse en un sagrado impersonal concebido de modo más o menos panteísta, la pretensión idolátrica de vincular a Dios a los propios deseos, etc.; y, de otra, la religiosidad quede situada en el interior de la respuesta personal a un Dios que llama a la unión con t~ l y que reclama por consiguiente del hombre la entrega de la existencia entera. Pensar que la fe es indiferente a la religiosidad, o, más aún, que le es contraria, es dar prueba de una gran superficialidad antropológica. Es ello en efecto lo que sucede en aquellos autores que, siguiendo sugerencias de Bonhóffer, han desembocado en una exaltación del hombre no religioso (es decir, centrado en las realizaciones políticas o prácticas inmediatas, orientado sólo por la utilidad y volcado hacia el control de las fuerzas físicas y sociales, etc.) como prototipo de la madurez humana. Un hombre así es, en realidad, un hombre empobrecido, fruto no de una ganancia histórica, sino de una caída. Ciertamente Dios, en su suprema soberanía, puede conceder a un tal hombre la fe, pero ésta, al llegar a él, y al mismo tiempo que lo eleva a Dios, lo sanará -si él deja que desarrolle su dinamismo- de sus deficiencias humanas, devolviéndole el sentido de lo trascendente, la capacidad para la contemplación y todo el conjunto de valores que, de un modo u otro, están relacionados con la religiosidad.
Señalemos, finalmente, que el cristianismo no sólo asume la religiosidad considerada en su esencia, sino que para expresarla podrá servirse, en ocasiones, aunque purificándolas y transformándolas interiormente, de formas religiosas existentes con anterioridad a él, es decir, nacidas y acuñadas en el seno de algunas de las r. históricas no cristianas. Así ha sucedido en diversas épocas históricas, y ha sido planteado de nuevo en los s. xix y xx con ocasión de la expansión misionera (v. MISIONES 1, 3). El decreto dedicado a la tarea misional por el Conc. Vaticano II recoge expresamente ese principio relacionándolo con el carácter escatológico de la misión en virtud de la cual la Iglesia va recogiendo cuanto de gracia y verdad haya sido sembrado por Dios en el corazón y en la mente de los hombres, que es de esa forma «purificado, elevado y consumado para gloria de Dios» (Decr. Ad gentes, 9).
Si la legitimidad, en orden de principio, de ese modo de proceder no puede ser puesta en duda -es, aparte de lo ya antes señalado, una consecuencia de la catolicidad de la Iglesia y su trascendencia sobre las culturas-, hay no obstante que reconocer que se trata de una cuestión delicada, en la que es necesario proceder con extrema prudencia a fin de evitar que la originalidad cristiana resulte reabsorbida en las ideas pre-cristianas, mitologías, etcétera, en las que nacieron los usos que se desea asumir. De ahí que resulte paradigmático -como subraya Bouyer (o. c. en bibl., 293-294)- el modo de proceder de los Padres de la Iglesia, que aun apreciando la cultura grecorromana, se opusieron a toda admisión de los simbolismos provenientes de los cultos paganos hasta tanto que la especificidad del culto cristiano no se hubo expresado de manera suficientemente clara y fue asimilada como tal por los ambientes grecorromanos: sólo a partir de ese momento podía en efecto realizarse una asunción o incorporación sin caer en el equívoco.
c) Religiones no cristianas e historia de la salvación. 1°) Principios básicos. a) En el orden en que nos encontramos no hay salvación (v.) fuera de Cristo, y de la Iglesia, sacramento universal de salvación. La Iglesia (v.) no es una realidad entre otras, más perfecta tal vez que las demás, pero al fin y al cabo situada al mismo nivel que ellas, de manera que sería por una vía de suma o complementación como se obtendría la totalidad de la realidad salvífica. No: la Iglesia es, desde la perspectiva de la finalidad, el término de las obras de Dios, cuya providencia orienta todo el acontecer hacia la edificación de la Iglesia celeste en la que la historia se consuma; y, desde la perspectiva de la eficiencia, el instrumento por el que Dios atrae hacia Sí la humanidad, de modo que -como decía S. Cipriano- «para poder tener a Dios por padre, hay que tener a la Iglesia por madre» (Epistula 74,7).
b) Dios quiere real y verdaderamente la salvación de todos los hombres, y a todos les otorga la gracia suficiente para salvarse (cfr. Inocencio X, Const. Cum occasione: Denz.Sch. 2005; Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 16; V. SALVACIÓN). Hay, pues, una acción de la gracia extra septa visibilía Ecclesiae, fuera del recinto visible de la Iglesia, aunque no sin relación a su misterio. Es ésta una afirmación capital para un estudio teológico de las r. no cristianas, y como tal ha sido considerada desde antiguo. Como ejemplos en este sentido ya durante las épocas patrística y medieval cabe recordar la ya mencionada doctrina de S. Justino sobre las «semillas del Verbo», el paralelismo que Clemente de Alejandría establece entre la ley mosaica y la filosofía pagana como medios a través de los cuales Dios ha ido educando a la humanidad para la venida de Cristo (Stromata 1,7,35,2; V1,5,42; etc.); el título Praeparatio evangelica con que Eusebio de Cesarea designó a una de sus obras, aunque su juicio sobre los tiempos precristianos sea predominantemente negativo; la doctrina de S. Tomás de Aquino sobre la permanencia del «bonum naturae» después del pecado de origen, de modo que el hombre, en todo momento histórico, ha sido, aunque limitadamente, capaz de verdad y bien (Sum. Th. 1-2 q85 a2), así como su afirmación según la cual no sólo la circuncisión judía tenía un cierto valor sacramental, sino que también en los tiempos anteriores a la Ley debieron existir algunos signos que poseyeran un valor análogo (Sum. Th. 3 q61 a3; q70 a4 ad2), etc. El Conc. Vaticano II se hace amplio eco de esta doctrina, recogiendo las fórmulas tradicionales y acuñando algunas nuevas; veamos algunos textos: cuanto hay y ha habido de bueno entre los hombres «la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio, y como entregado por aquel que ilumina a todos los hombres para que al fin tengan vida» (Const. Lumen gentium, 16); los esfuerzos, incluso religiosos, con los que los hombres buscan a Dios, tal y como se han dado en la historia, necesitan ser iluminados y sanados, «si bien es verdad que por benevolente designio de la providencia divina pueden en ocasiones considerarse como pedagogía divina hacia el verdadero Dios o preparación para el Evangelio» (Decr. Ad gentes, 3; cfr. 7,9,11,15, 18); «la Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones (las no cristianas) hay de verdadero y santo» (Decl. Nostra aetate, 2).
c) Esa acción de la gracia fuera del recinto visible de la Iglesia no es, sin embargo, decíamos, independiente de la Iglesia considerada en su misterio, es decir, en toda la hondura de su realidad: viene en efecto de Cristo, cabeza de la Iglesia, y, por tanto, de ella y orienta hacia ella. «Esto significa que los factores extra-eclesiales de salvación son intrínsecamente insuficientes si se consideran como entidades absolutas o autónomas; sólo descubren su valor salvífico en la medida en que se ven como entidades referenciales, o sea, en cuanto tendencias a desembocar en la Iglesia: por su naturaleza, sólo en ella, que es auxilio general de salvación, pueden reconocer su virtualidad salvadora o lograr su total epifanía o desvelación de sentido; sólo por su integración en ella pueden hallar cumplida o perfeccionada su dinámica de salud» (A. García Suárez, o. c. en bibl. 95-96). No olvidemos, por lo demás, que esos valores que en las r. no cristianas se encuentran están, de ordinario, mezclados con errores e imperfecciones, de manera que necesitan no sólo complemento y elevación, sino purificación.
2°) Aplicación de esos principios. Para exponer las conclusiones que de esos principios derivan, analizaremos las diversas terminologías o fórmulas que se han propuesto para expresar las diferencias y relaciones entre cristianismo y r. no cristianas:
a) La relación que media entre el cristianismo y las r. no cristianas es la que hay entre la r. verdadera y las r. falsas. Con esta terminología se quiere indicar, en primer lugar, que en las r. no cristianas, junto a elementos de verdad, aparecen errores y deformaciones; que en ellas, por tanto, se refleja la falibilidad humana, mientras que en el cristianismo reverbera la indefectibilidad o infalibilidad de Dios. En segundo lugar, y más radicalmente -ya que lo anterior podría interpretarse como una mera diferencia de grado entre realidades situadas a un mismo nivel- que hay un único camino por el que el género humano puede llegar a la bienaventuranza en Cristo, y que «esa única religión verdadera subsiste en la Iglesia católica y apostólica» (Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n° 1). Es precisamente por eso por lo que todos los gérmenes de salvación presentes en la humanidad están orientados a la Iglesia, y por lo que, situado ante el problema de la conversión (v.), la opción que al no cristiano se le presenta entre la Iglesia y la r. en que antes vivía es la opción entre la verdad y el error. El indiferentismo (v.), la consideración de las diversas r. como vías más o menos perfectas, pero en última instancia opcionales, equivale a negar de raíz el dogma eclesiológico cristiano; existe obligación, y obligación estricta bajo la perspectiva de salvación o condenación, de adherirse al Evangelio cuando su predicación llega hasta el hombre y la gracia hace conocer su verdad divina. Ciertamente (y esto debe tenerse presente al usar la terminología que comentamos) esa oposición entre cristianismo y r. no cristianas como verdad y error es válida sólo al nivel en que la hemos situado; no implica, pues, desconocer no sólo que haya elementos de verdad en las r. no cristianas, sino incluso que esos elementos de verdad hayan podido tener algún valor salvífico para las personas que, sin conocer el Evangelio, han vivido en esas r., de manera que hayan constituido para ellas una ocasión de salvación y una preparación para la plena incorporación a Dios que se significa y causa en la Iglesia. Pero son precisamente eso, una preparación, algo pues que mantiene su verdad en la medida en que está abierto a aquello para lo que prepara. Cuando una r., o, más exactamente, ya que quienes obran y actúan son las personas singulares, cuando quien vivía en una r. se cierra conscientemente al Evangelio, está haciendo estériles las semillas de verdad que Dios había depositado en él, y que por su naturaleza le impulsaban hacia la Iglesia católica, y entregándose en manos de cuanto de pecaminoso y no redimido había aún en su alma, es decir, cayendo en el error y la muerte en el profundo sentido bíblico de ambas palabras.
b) La relación que media entre el cristianismo y las r. no cristianas es la que hay entre la r. sobrenatural y las r. naturales. Se quiere decir con esto que el cristianismo trasciende a las r. no cristianas no sólo por una primacía de grado sino de orden, y eso por un triple título: 1) de origen, porque el cristianismo nace de la Revelación histórica, es decir, de una iniciativa gratuita y liberal de Dios que interviene en la historia trascendiendo el orden natural de las cosas, mientras que las r. no cristianas nacen de la experiencia humana, sostenidas ciertamente por Dios creador, autor de la naturaleza, pero sin implicar una intervención necesariamente sobrenatural; 2) de contenido dogmático o de verdad, ya que el cristianismo se especifica por la manifestación de Dios al hombre del misterio de su propia vida y de sus decretos salvadores, verdades que trascienden a la inteligencia humana y que sólo pueden ser conocidas por vía de Revelación, mientras que las r. no cristianas se mueven, en el terreno cognoscitivo, al nivel de la verdad alcanzable por las fuerzas naturales de la inteligencia; 3) de eficacia salvífica, porque la Iglesia posee la totalidad de los medios salvíficos queridos por Dios y se da en ella una acción constante de la gracia, mientras que en las r. no cristianas no se encuentra una tal efusión de la acción divina. Se ha criticado a veces esta terminología, señalando que hay una acción de la gracia fuera de los ámbitos visibles de la Iglesia, y que, por tanto, no existe, en el orden presente, ninguna realidad histórica concreta que no sea de algún modo sobrenatural. El hecho que se alega es cierto, pero no así la conclusión que de él se saca; entre otras cosas porque es necesario distinguir claramente entre el nivel personal y el social o estructural, es decir, entre las personas singulares y las r. como cuerpos históricos y sociales. A nivel personal hay ciertamente que afirmar que, queriendo Dios la salvación de todos los hombres, a todos les ofrece la gracia suficiente para salvarse, de modo que se encuentran en una situación al menos incoativamente sobrenatural. No hay que olvidar, sin embargo, que la gracia no es objeto de experiencia, de modo que su existencia puede ser conocida sólo por vía de Revelación (cfr. Conc. de Trento, Decr. de justi f icatione, Denz. Sch. 1533-1534). Por eso a menos de suponer una pervivencia a lo largo de la historia de la Revelación primitiva o adamítica -cosa poco probable-, o de postular intervenciones reveladoras de Dios de las que no tenemos constancia -cosa a la que nada nos autoriza-, o de sostener que en la experiencia humana se da una percepción, aunque atemática, de la gracia -cosa inaceptable y que equivale a negar la distinción entre lo natural y lo sobrenatural-, hay que afirmar que las r. no cristianas, en cuanto cuerpos de creencias y tradiciones, se mueven a nivel de lo naturalmente cognoscible por la inteligencia humana. Cuando el mensaje de la Revelación cristiana se dirige a alguien que antes no lo había escuchado, hace infinitamente más que completar y corregir lo que él ya poseía, o que explicitar lo que en él estaba de manera implícita: lo que hace es manifestarle, revelarle, un orden de verdades y de posibilidades de amistad personal con Dios que trasciende a su experiencia y que lo colocan en una situación radical y absolutamente nueva. El cristianismo trasciende -repitámoslo una vez más- a la religiosidad humana.
c) La relación que media entre el cristianismo y las r. no cristianas es la que hay entre la preparación y el término al que la preparación conduce. A diferencia de las dos terminologías anteriores, que se sitúan a un nivel entitativo, esta tercera es de orden histórico-salvífico; perspectiva que, integrando las anteriores, permite un acabado estudio del tema. Por eso hemos hecho ya varias veces referencia a ella en las páginas que preceden;. ahora nos limitaremos a resumir lo dicho acudiendo a la distinción establecida por la Patrística con respecto a las tres situaciones salvíficas en que se encontró sucesivamente la Ley mosaica: viva, muerta, mortífera (cfr. S. Agustín, Ep. ad Hieronymum, c. 2; S. Tomás, Sum. Th. 1-2 g103 a4 adl). Hechas las debidas salvedades -ya que la Ley mosaica es de origen divino y la economía salvífica que de ella deriva trasciende a las r.-, cabe decir que las r. pueden ser salvíficamente vivas, en cuanto vías queridas por Dios para conducir a los hombres hacia la gracia y el Evangelio; que al advenir el Evangelio son superadas y declaradas muertas, no sólo porque queda de manifiesto lo que en ellas había de pecado y de error, sino porque se revela que pertenecen a una economía caduca y antigua, que debe desaparecer ante la Alianza nueva y definitiva del Evangelio, al que se ordenaban y en el que deben integrarse las semillas de verdad que en ellas pudiera haber; que precisamente por eso, para quien se cierra al Evangelio, la r. en la que vivía, y a la que sigue apegado, se convierte en mortífera, es decir, en ocasión e instrumento de apartamiento de Dios y muerte del alma.
Una última observación, para cerrar este tema. Ya decíamos antes que la gracia es crística y eclesial y eso en un doble sentido: porque viene de Cristo, cabeza de la Iglesia, y de ésta, cuerpo unido y vivificado por su Señor; y porque conduce a la unión con Cristo y con la Iglesia, ciudad o comunidad de santos destinada a durar, unida a Dios en Cristo, por toda la eternidad. Pues bien, si cabe hablar de una acción de la gracia en el ámbito de las r. no cristianas, con el sentido y las límites señalados más arriba, conviene subrayar que esas r. no pueden ser en ningún modo consideradas como cuerpos místicos de alguna manera análogos a la Iglesia, sino sólo como realidades históricas de las que Dios puede servirse para colocar al hombre en una situación de gracia. La fuente de la gracia es siempre Dios por Cristo y la Iglesia, y lo que la gracia produce es la incorporación, aunque sea de manera invisible, a la Iglesia de cuya vida hace participar. De ahí la profunda visión patrística -testificada ya desde El Pastor de Hermas (v.)- que nos presenta a la Iglesia a la vez perennemente joven, porque vive de la vida de Cristo, y vieja como la historia misma, porque, siendo el fin de las obras de Dios, es coextensiva con la creación y a ella se ordena cuanto bien existe.
Por eso, a un nivel terminológico, no es del todo correcto decir que la Iglesia es el medio ordinario de salvación, mientras que las r. serían los medios extraordinarios; y menos aún presentar a la Iglesia como una vía particular de salvación frente a la vía general de las religiones. Allí donde hay salvación allí está, operando y siendo edificada, la Iglesia; de manera que si cabe hablar de medios ordinarios y extraordinarios de salvación (p. ej., el Bautismo de agua y el de deseo, respectivamente), hay que añadir que en ambos es la Iglesia, signo e instrumento universal de salvación, la que se hace presente. De modo que si, por un imposible, la Iglesia dejara de existir, en ese mismo momento se extinguiría toda salvación, y la humanidad entera se vería precipitada en la muerte eterna. De ahí el impulso misionero de la Iglesia (cfr. Vaticano II, Decr. Ad gentes, 7), ya que todo germen o tendencia salvífica que pueda darse fuera de su ámbito visible a ella le pertenece según el misterio de su vida profunda, y a ella le corresponde asumirlo, llevándolo hasta la plenitud a la que, en los designios de Dios, está ordenado.

V. t.: SALVACIÓN; IGLESIA III, 1-3; REVELACIÓN III; GRACIA SOBRENATURAL III; SOBRENATURAL; APOLOGÉTICA I.


J. L. ILLANES MAESTRE.
 

BIBL.: L. BOUYER, Le rite et I'homme, París 1962; A. BRUNNER, La religión, Barcelona 1963; R. GUARDINI, Religión y revelación, Madrid 1961; F. KÓNIG, El hombre y la religión, en Cristo y las religiones de la tierra, I, 2 ed. Barcelona 1968, 11-69; A. LANG, The Making of Religion, Londres 1898; J. WACH, Comparative study of Religions, Nueva York 1958, y en general la citada en I,A y B; J. DANIÉLOU, L'avenir de la Religion, París 1968; J. L. ILLANEs, Hablar de Dios, 2 ed. Madrid 1974; G. THILS, ¿Cristianismo sin religión?, Madrid 1970; S. CAPÉRAN, Le probléme du salut des infidéles, Toulouse 1934; 1. DANIÉLOu, Le mystére du salut des nations, París 1948; R. GARRIGOu-LAGRANGE, De revelatione, I, Roma 1950; G. GRANERIs, Teología católica y ciencia de. las religiones, Barcelona 1961; A. LANG, Teología fundamental, I, Madrid 1960; A. LUNEAU, L'histoire du salut chez les Péres de l'Églíse, París 1964; A. SANTOS HERNÁNDEZ, Salvación y paganismo, Santander 1960; H. R. SCHLETTE, Die Religions als Thema der Theologie, Friburgo 1964; M. SECKLER, Le salut et l'hístoire. La pensée de S. Thomas d'Aquin sur la Théologie de 1'histoire, París 1967; A. GARCfA SUÁREZ, El carácter histórico-escatológico de la Iglesia en el Decreto «Ad gentes», «Scripta Theologica» 1 (1969) 57-117; 1. SCHUTTE (dir.), L'activité missionnaire de l'Église (comentarios al Decr. Ad gentes del Conc. Vaticana II), París 1967.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991