REALEZA DE CRISTO


Una de las afirmaciones dogmáticas más capitales acerca del ser y la obra de Cristo es la que expresa su carácter de Rey en sentido pleno y eminente. Desde los antiguos símbolos de la fe hasta la Enc. Quas primas de Pío XI (11 dic. 1925) toda la vida de la Iglesia es una gozosa confesión de que Cristo es Rey de un Reino que no tendrá fin; confesión que adquiere sus tonos más vibrantes en la plegaria litúrgica. La noche de Navidad la Iglesia canta: «Hoy ha querido nacer de una Virgen el Rey de los Cielos, para llevar al hombre caído hasta el Reino Celestial». Dos aspectos de esta realeza de Cristo han sido declarados dogmáticamente: su carácter de Juez Supremo («ha de venir de nuevo en toda su gloria para juzgar a vivos y muertos»: Denz. Sch. 150) y de Supremo Legislador («Cristo Jesús nos ha sido dado no sólo como Redentor en el que confiar, sino como Legislador al que obedecer»: Conc. Trento, Denz.Sch. 1571).
      Sagrada Escritura. Si el Reino de Dios ocupa el centro del mensaje religioso del N. T., la profecía del MesíasRey aparece como algo que se cumple en Jesucristo en orden a la instauración definitiva del Reino de Dios.
      El A. T. contiene abundantes testimonios de que el Mesías (v.) tendrá carácter real y ocupará el trono de David (cfr. sobre todo, Ps 2,45,72 y 110; Is 9,6-7 y 11, 1-9; Dan 7,14). La realeza del Mesías está muy unida a su carácter de pastor (los reyes eran considerados pastores de sus naciones: cfr. Ez. 34). Este Rey-Pastor será libertador de su pueblo, y la mirada profética entrevérasgos divinos en este Pastor escatológico, que es Yahwéh con su Cristo (cfr. Is 40,9-11; Mich 2,12-13; Ez 34,23; Ier 3,15).
      En el N. T. adquiere su plenitud la revelación de la realeza del Redentor. En el N. T. podemos distinguir tres fases en la revelación progresiva de su realeza:a) Al comienzo de su vida pública oímos la confesión de Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (lo 1,49). El Salvador, que ve el horizonte todavía reducido de su discípulo, recogerá la confesión, pero orientándola hacia la realeza trascendente del Hijo del Hombre (lo 1,50-51). Durante su ministerio público, Jesús corrige varias veces el entusiasmo de las masas que querían proclamarle rey sobre la base de una interpretación política de la figura del Mesías prometido: cuando después de la multiplicación de los panes (lo 6,1-15) la multitud se enfervoriza, «Jesús dándose cuenta de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo». Jesús no niega su realeza; pero ésta no es del signo que la esperaba el pueblo. «La multitud no comprende a Jesús -comenta Schmaus-; cree que trae el bienestar terrenal y espera de Él la realización de sus deseos naturales. Le considera rey de este mundo, salvador de la necesidad social y económica; y así pasan por alto lo esencial: lo que Cristo trae es, ante todo, la redención de la necesidad religiosa y moral; su misión es llevar a los hombres a la auténtica relación con Dios. El pueblo desea bienestar terreno sin convertirse a Dios (lo 6,26-27): por eso Cristo huye de él» (o. c. en bibl. III, 415).
      b) Ya en las proximidades de la Pasión, Cristo no se opone a la aclamación pública de su realeza («Bendito el rey que viene en nombre del Señor», Le 19,38; cfr. lo 12,13), pues de lo contrario romperían a gritar las piedras (Le 19,40); había llegado el momento de explicar el verdadero sentido de su realeza. Es, en efecto, ante Pilato, donde Cristo proclamará solemnemente su carácter regio. Preguntado por el Procurador «¿Tú eres Rey de los judíos?» (lo 18,33-37; cfr. Mc 15,2), Jesús contestará: «Sí, como dices, soy Rey». Y para dirigir la atención hacia el ámbito divino de su Reino, agregará: «Para esto he nacido yo y para esto vine a este mundo: para dar testimonio de la Verdad» (lo 18,37). Él es el Rey de la Verdad, la Verdad misma (lo 14,6). Su reino no entra, de suyo, en competición con los reinos de la tierra: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi gente habría combatido para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí» (lo 18,36). Los relatos de su Pasión son, paradójicamente, una confesión y una profecía de su realeza eterna: los soldados, burlándose: «Salve, Rey de los ¡udíos» (Mc 15,18); los sumos sacerdotes y escribas: « ¡El Cristo, el Rey de Israel! ¡que baje de la Cruz y creeremos en É! » (Mc 15,32); el buen ladrón, movido por la gracia: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino!» (Le 23,42); y la autoridad romana, como un documento público: «Jesús Nazareno, Rey de los judíos» (Io 19,19).
      c) Cristo, constituido por la Resurrección «poderoso en espíritu de santidad» (Ron 1,4), toma posesión de su Reino: es entonces cuando tiene lugar su entronización gloriosa: «yo vencí y me senté con mi Padre en su trono» (Apc 3,21). «Sepa, pues, toda la Casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Act 2,36). Hasta que se consuma la Historia, el Reino de Dios está presente en el mundo por la eficacia redentora de lo hecho y padecido por Cristo en su carne, es decir, por el reinado del Hijo de Dios hecho hombre, que, siendo Señor universal (Philp 2,11; Heb 1,1-4), constituido por el Padre «Rey de Reyes y Señor de señores» (Apc 19,16), y conservando las señales de su Pasión (Apc 5,6), va atrayendo, con su gracia, la humanidad hacia sí. A la luz de la Resurrección, la Iglesia podrá cantar el misterio de Cristo glorioso que reina sobre la Cruz («regnavit a ligno Deus»: Himno de Vísperas del Domingo de Ramos).
      De este modo despliega el N. T. la revelación de aquella realeza de Cristo, que le fue comunicada a María por el Ángel en la Anunciación: «El Señor, Dios, le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de lacob eternamente, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33; cfr. Dan 7,14).
      Fundamento de la Realeza de Cristo. Apoyándose en estos testimonios de la S. E. y en el testimonio constante de la Tradición y de la Liturgia, la teología ha tratado de penetrar y esclarecer el fundamento de la verdad revelada. Un resumen nos lo ofrece la siguiente declaración de la Enc. Quas primas: «Es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo, como hombre, el título de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de 1:1 que recibió del Padre la potestad, el honor y el Reino (Dan 7,13-14), porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con Él lo que es propio de la divinidad, y, por tanto, poseer, también como el Padre, el mismo imperio supremo sobre todas las criaturas». El fundamento teológico de la realeza de Cristohombre es doble según la misma encíclica: su ser divinohumano (unión hipostática; v. ENCARNACIÓN)y la obra redentora. En efecto, Cristo es Rey no de modo externo o adventicio, «posee soberanía sobre todas las criaturas no arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en virtud de su misma esencia o naturaleza» (S. Cirilo de Alejandría, In Lucam, 10). Si la realeza de Cristo se apoya en la unión hipostática, es claro que Cristo, en cuanto hombre, es Rey universal desde el instante mismo de la Encarnación; de ahí que los numerosos textos de la S. E. que nos hablan de su realeza (constitución en poder) como consecuencia de la Resurrección, haya que entenderlos de la posesión gloriosa de algo que Él ha merecido (cfr. Sum. Th. q49 a6) pero que radicalmente le pertenece ab origine. En efecto, en segundo lugar, Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido en la obra de la Redención: «fuisteis rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres no con algo caduco, oro o plata, sino con la sangre preciosa del Cordero sin tacha y sin mancilla: Cristo» (1 Pet 1, 18-19). Los cristianos, pues, ya no se pertenecen: hemos sido comprados «a gran precio» (1 Cor 6,20). Somos de Jesucristo: Él es el Señor, y nosotros, sus siervos.
      Aspectos de la Realeza de Cristo. Dice el Catecismo Romano, recogiendo una larga tradición que se remonta al mismo texto bíblico, que «al venir al mundo Jesucristo, nuestro Redentor, recibió el estado y las obligaciones correspondientes a los tres oficios de Sacerdote, Profeta y Rey, y por esta causa fue llamado Cristo, y fue ungido para desempeñar esos ministerios no por obra de algún mortal, sino por virtud del Padre de los cielos» (par1, cap. 3, n° 7). Desde entonces ha sido habitual explicar la obra redentora como el ejercicio de este triplex munus (cfr. p. ej., el tratado de Soteriología en la Teología Dogmática, de L. Ott, Barcelona, 4 ed. 1964, 286-307). El carácter redentor, salvífico, del oficio real de Cristonos da luz acerca de su modo de ejercicio. En el Rey de Reyes y Señor de señores se ha verificado de modo inaudito y eminente lo que, según J. Pinsk, presiente el corazón humano: que «lo propio del señor es hacer señorial al pueblo». Cristo ha hecho de nosotros un «linaje elegido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo redimido» (1 Pet 2,9). De esta forma su realeza se une a su magisterio y se sintetiza en su sacerdocio eterno consumado en la Cruz. Su «dominio» ha consistido en servir a los hombres con ese supremo servicio que es redimirlos, «llamarlos de las tinieblas a la luz admirable» (1 Pet 2,9). Cristo, antes que cualquier otro, ha realizado aquello de que «reinar es servir». Desde esta perspectiva se comprende cómo todos los actos de la vida de Cristo, desde el instante de la Encarnación, tuvieron un carácter regio, ya que toda su vida -y de modo especial, su muerte, resurrección y ascensión a los cielos- estuvo al servicio de la Redención de los hombres y de la gloria del Padre.
      A partir de aquí, pueden verse algunas características de este reinado:a) Es distinto de cualquier otro reinado o forma humana de dominio, pero no por ello es menos real y efectivo, hasta el extremo de que toda otra dominación es imagen de la suya y en ella se funda y culmina (cfr. Col 1,16-17).
      b) Es, ante todo, espiritual: el campo profundo del reinado de Cristo en la tierra lo constituyen las inteligencias, las voluntades y los corazones de los hombres (cfr. enc. Quas primas).
      c) Mientras vivió sobre la tierra, se abstuvo por completo de ejercitar el poder absoluto que tiene sobre todas las realidades creadas, permitiendo que los órdenes terrenos conserven la autonomía que les dio el Creador; pero al confirmar esos órdenes y redimirlos, les dio un nuevo sentido y una nueva legitimidad. Contradecir la ley natural y el orden recto y justo de la sociedad «no es ya sólo una violación de la voluntad creadora del Padre, sino una rebelión contra la realeza de Cristo, que con su muerte liberó a los órdenes terrestres de la esclavitud del pecado para que pudieran realizar plenamente la esencia creada por Dios» (M. Schmaus, o. c. en bibl. III, 419).
      d) El Reino de Cristo tiene en la Iglesia su núcleo, su revelación y su órgano: «Él mismo la rige, Él la defiende de la violencia y de las asechanzas del enemigo, Él mismo le impohe leyes; Él mismo no sólo le da santidad y justicia, sino que le facilita medios para que se mantenga firme» (Catecismo Romano, ib.). Las acciones sacramentales, el magisterio infalible y las grandes decisiones prudenciales de la Jerarquía Católica son expresión de ese cuidado de Cristo por su Iglesia. Sin embargo, Reino de Cristo e Iglesia no se corresponden en toda su extensión: aquél es más amplio, ya que abraza cuanto de bueno, recto, noble y verdadero se da en los órdenes creados (cfr. Quas primas).
      e) Por último, a su realeza corresponde no sólo el carácter de invitación que tiene su enseñanza, sino un absoluto derecho a exigirla e imponerla, por lo que se transforma en ley de fe y de costumbres ya durante la etapa terrena, y en forma solemne e inapelable en el juicio final, al imponer la sentencia eterna a cada hombre, pues Él, Jesús, «ha sido constituido por Dios juez de vivos y de muertos» (Apc 10,42).
      Podríamos resumir todo lo anterior diciendo que el reinado universal de Cristo tiene tres fases: una primera -su vida terrena consumada en su Muerte y su Resurrección-, en la que Cristo es constituido por el Padre Rey y Señor absoluto del Universo; una segunda, que se identifica con el tiempo que precede a la Parusía (v.) -tempus Ecclesiae-, en la que Cristo ejerce su realeza con un doble estatuto: oficial y pública en la Iglesia, e indirecta -a través de la vida sobrenatural de los cristianos- en los órdenes terrenos; una tercera, simple y gloriosa, unificada, en la que «Dios será todo en todos» (1 Cor 15,25), que se identifica con el Reino de Dios consumado.
      Participación de la Iglesia y de los cristianos en el oficio real de Jesucristo. Nos remitimos a lo expuesto en IGLESIA III,4-6. Baste ahora copiar este profundo pasaje del símbolo que se aprobó en el Conc. XI de Toledo: «Creemos que la Santa Iglesia, rescatada al precio de su sangre, reinará con Él por la eternidad; y que después del juicio, cuando el Hijo entregue el Reino a Dios Padre, nosotros seremos partícipes de su Reino; de este modo, gracias a esta fe por la que a Él nos unimos, con Él para siempre reinaremos» (Denz.Sch. 540).
     
      V. t.: JESUCRISTO III, 4 y IV.
     
     

BIBL.: S. TOMÁS, Suma Teológica, 3 gg58-59; B. BARTMANN, Jesus Christus unser Heiland und Kónig, Paderborn 1929; P. BESxow, Rex Gloriae. The Kingship of Christ in the Early Church, Estocolmo 1962; L. CERFAux, Le titre «Kyrios» et la dignité royale de Jésus, « Sciences Philosophiques et Théologiques» 11 (1922) 40-71; A. COLUNGA, La realeza de Cristo, «La Ciencia Tomista» 38 (1928) 1-19; A. FACCENDA, Esistenza a natura della Regalitá di Cristo, Asti 1939; D. FAHEV, The Kingship of Christ according to the principles of St. Thomas, Dublín 1931; F. FROOL, Das Kónigstum Christi, Viena 1926; A. GEMELLI, La regalitá di Cristo, Milán 1926; H. HERNÁNDEZ CIRRE, El primado universal de Cristo a la luz del Conc. Vaticano 11, «Estudios Franciscanos» 69 (1968) 5-40; J. LECLERCQ, L'idée de la Royauté du Christ au Moyen Age, París 1959; E. NÁCAR, Rey y Sacerdote, «Estudios Bíblicos» 5 (1946) 281-290; J. DE LA POTTERIE, Jésus Roi d'aprés [oh 19,13 «Bíblica» 41 (1960) 217-247; A. SANNA, La regalitá di Cristo secondo la Scuola Franciscana, Padua 1951; A. STAINIER, Et son Regne n'aura pas de fin... Le Christ. Sa royauté, ParísBruselas 1953. Los tratados de Cristología, de Eclesiología y de Escatología suelen tener un capítulo dedicado a la realeza de Cristo; ver, p. ei., M. SCHMAUS, Teología dogmática, III, Dios redentor, Madrid 1959, 411-24; IV, La Iglesia, 2 ed. 1962, 649656; VII, Los Novísimos, 2 ed. 1964, 83-123 y 256-314. Sobre las profundas implicaciones espirituales de este dogma, cfr. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 6 ed. Madrid 1973, 179-187.

 

PEDRO RODRÍGUEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991