Presbítero

 

1. Noción general. a. El nombre. Etimológicamente, del griego posclásico presbyteros, la palabra significa anciano. Desde los orígenes, en la Iglesia se daba este nombre a aquellos que han sido establecidos al frente de iglesias particulares o locales, constituyendo un orden eclesial. Al principio, el término presbyteros indicaba sobre todo la dignidad de la persona más que su oficio: no era un término técnico para designar la función que desempeñaban en la Iglesia (cfr. S. jerónimo, In Tit. 1,5: PL 26,563). Atendiendo al nombre, no se distinguía adecuadamente -contraponiéndose- de los términos que expresaban una función eclesiástica, como la de pastor, maestro, cabeza o rector de la iglesia local, etc. Por eso, tampoco se distingue claramente del obispo, que es nombre de oficio.
Sin embargo, si atendemos a la realidad de la ordenación eclesiástica, encontramos que desde el comienzo había uno que gobernaba y dirigía cada iglesia particular, según la ordenación apostólica (Timoteo en Éfeso, Tito en Creta, y así en todas las comunidades cristianas, como nos testimonia la Tradición: V. SUCESIÓN APOSTÓLICA), y había también quienes, subordinadamente a ellos, colaboraban en la tarea de santificación y gobierno de los fieles. Por eso, en la realidad «siempre se han distinguido -los obispos de los presbíteros- aun en tiempo de los Apóstoles... Sin embargo, más tarde, para evitar el cisma, fue necesario distinguir también los nombres, llamándose obispos los superiores y presbíteros los inferiores. Decir, pues, que los presbíteros no se diferencian de los obispos, es un error que S. Agustín cita como doctrina herética» (S. Tomás, Sum. Th. 2-2 8184 a6 adl).
En efecto, el término presbyteros pasa a ser un vocablo técnico para designar el grado inferior a los obispos en la Jerarquía (v.) de la Iglesia, como podemos ya comprobar en las Cartas de S. Ignacio (v.) de Antioquía, escritas en los a. 106-107. Por ser un término técnico no se traducirá al latín (sería senex, anciano), sino que se incorpora al lenguaje eclesiástico como un neologismo (presbyter), simple transcripción de la palabra griega; y así ha quedado en nuestros días.
b. Noción real. Todos los católicos han sabido siempre qué es un sacerdote, como usualmente se denomina al p., cuáles son sus funciones, y a ellos han acudido constantemente. También el Magisterio de la Iglesia se ha referido incontables veces a la figura y al ministerio de los p.; de modo particular en nuestro siglo, todos los Pontífices Romanos y el Conc. Vaticano II han dedicado especial atención al sacerdocio (cfr. p. ej., la colección de recientes documentos pontificios sobre el sacerdocio, en Los sacerdotes, Madrid 1971).
Resultaría por eso improcedente pensar que todavía hay que encontrar la verdadera identidad del sacerdocio. La Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, no puede haberse engañado durante veinte siglos o haber desconocido el auténtico contenido de un punto importante de su fe como es el sacerdocio (cfr. Denz.Sch. 2601). Pensar que la configuración ontológica y las funciones esenciales del sacerdote hoy o mañana puedan ser diferentes de lo que han sido hasta ahora implicaría un relativismo historicista incompatible con la fe cristiana (cfr. Denz. Sch. 3883). El Magisterio ha puesto en guardia a los fieles ante estos errores, denunciando su raíz filosófica (cfr. S. Pío X, Enc. Pascendi; Pío XII, Enc. Humani generis; Paulo VI, Declaración de la S. Congregaciónpara la Doctrina de la Fe, contra algunos errores actuales, 11 mayo 1973: AAS LXV, 1973, 396 ss.).
Por eso, se evita aquí un planteamiento problemático, y se tratará en cambio de exponer sencillamente la noción de p. que nos transmite la Iglesia. De acuerdo con esa doctrina perenne, la comisión del Conc. Vaticano II para el Decreto sobre los p. dio la siguiente definición (nútio princeps) que resume y orienta toda la doctrina de ese documento: «Los presbíteros, por haber sido consagrados por la unción del Espíritu Santo y configurados a Cristo Sacerdote en el sacramento del Orden, son en la Iglesia los ministros de Cristo Cabeza, destinados a servir al Pueblo de Dios; y por eso, en su ministerio representan al mismo Cristo (personam agunt ipsius Christi), que a través de sus ministros lleva a cabo constantemente la misión que recibió del Padre» (Relación al textus emendatus, Schema Decreti de Ministerio et vita presbyterorum. Textus emendatus et Relationes, Typ. Poly. Vat. 1965, 5).
En este artículo se estudia el tema desde una perspectiva teológico-dogmática. Para los aspectos escriturísticos, V. SACERDOCIO II; para el tema de la formación sacerdotal, v. SACERDOCIO IV; para la espiritualidad del sacerdote, v. SACERDOCIO V; y para los aspectos jurídicocanónicos del p. en relación con los demás ministros sagrados, V. SACERDOCIO VI.

2. El presbítero, ministro de Cristo. a. El nuevo ser sacerdotal del presbítero. Un pensamiento que concibiese la realidad como simple «acontecer», «devenir», «hacerse de las cosas», etc., llevaría a definir al sacerdote por su acción, presentando una descripción de sus funciones, buscando su «misión específica». Según esto resultaría superfluo hablar de la naturaleza o esencia del sacerdocio, del carácter sacerdotal, etc.
Sin embargo, en continuidad con la mejor teología, recibida por el Magisterio, hay que decir que el obrar sigue al ser (operari sequitur esse): nadie puede obrar si no es, y de acuerdo con lo que es (con su naturaleza: esencia como principio de operaciones). Por tanto, hemos de afirmar que las funciones del sacerdote derivan de su ser sacerdote, de su ser sacerdotal, como las potencias fluyen del alma distinguiéndose de ella (S. Tomás, Sum. Th. 1 q77 a7 adl).
Como corresponden a los p. unas funciones propias y específicas, conviene exponer antes brevemente qué cambio se ha operado en el hombre que ha recibido el sacramento del Orden (v.), qué es ahora que antes no era, cuál es el nuevo ser que ahora posee y que le hace distinto de lo que era anteriormente a su ordenación sacerdotal.
b. El sacerdote, representante e instrumento de Cristo. Ésta es la definición que la Iglesia da de sus ministros, ésta es la esencia del sacerdocio: el presbítero es ministro de Cristo. Ésta es la doctrina de la Tradición, y la constante enseñanza de los Romanos Pontífices y de los Concilios.
a) El presbítero actúa en nombre de Cristo. Como el Señor después de su Ascensión a los cielos debía ausentarse visiblemente -pero no realmente- de sus fieles, estableció entre los mismos fieles a algunos por ministros, que le hicieran, en cierto modo, visiblemente presente como Santificador y Pastor de su Pueblo, y desempeñaran públicamente el oficio sacerdotal en favor de los hombres en nombre de Cristo (cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2: en adelante PO; S. Tomás, Contra Gentes, IV,74). «Así, pues, enviados los Apóstoles como Él fuera enviado por su Padre, Cristo, por medio de los mismos Apóstoles, hizo partícipes de su propia consagración y misión a los sucesores de aquellos, que son los obispos, cuyo cargo ministerial, en grado subordinado, fue encomendado a los presbíteros, a fin de que constituidos en el orden del presbiterado, fuesen cooperadores del orden episcopal para cumplir la misión apostólica confiada por Cristo» (PO, 2; cfr. Const. Lumen gentium, 20 y 28). La misión misma de Cristo que ha sido confiada a los Apóstoles (cfr. lo 20,21; Mt 28,18 ss.) es la que participan los p. en el grado propio que les corresponde. Actúan en nombre de Cristo, que dijo a los Doce: «el que os escucha, a mí me escucha; y el que os desprecia, a mí me desprecia» (Le 10,16). Así S. Pablo se define como embajador de Cristo (cfr. 2 Cor 5,20).
Así también encontramos insistentemente en la Tradición y en el Magisterio de la Iglesia expresiones como: los sacerdotes están en lugar de Dios, representan la persona de Cristo; los p. desempeñan su ministerio en nombre de Cristo o vice Christi, como vicarios del Señor, de quien son como figura o imagen; los sacerdotes actúan in persona Christi, etc.
b) El sacerdote, instrumento de Cristo. No se trata únicamente de una delegación -con autoridad- por parte de Cristo en favor de los ministros sagrados; no basta afirmar que el sacerdote es signo o representante de Cristo, puesto que la figura del p. trasciende la simple representación.
Es Cristo mismo quien actúa en y por medio de sus ministros, como enseña la S. E. Éstos no son sino cooperadores de Dios (cfr. 1 Cor 3,9), instrumentos en los que Él mismo actúa y manifiesta su fuerza y poder divinos (cfr. 1 Cor 3,4 ss.; 2 Cor 12,9; 1 Tim 1,12). Es a través de esos instrumentos como los hombres pueden participar de la reconciliación que se da en Cristo Jesús, ya que -como dice el Espíritu Santo por S. Pablo- es Dios mismo quien exhorta por su boca (cfr. 2 Cor 5,17 ss.). La Escritura inspirada define estos instrumentos como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (cfr. 1 Cor 4,1).
La Tradición y el Magisterio de la Iglesia enseñan también de manera uniforme que los p. son instrumentos y cooperadores de Dios y continúan la misión mediadora y sacerdotal de Cristo; y nos dicen que Cristo mismo actúa a través del ministerio de los p., es Él quien ofrece el Sacrificio, Él quien administra los Sacramentos, es Él quien enseña, es Él quien guía a su Iglesia. Los sacerdotes tienen un oficio ministerial y subordinado a Cristo, participando de su poder de salvación; de tal forma que el sacerdote es alter Christus.
Ésta es la gran dignidad del presbítero. De aquí derivan las muestras de respeto y veneración que los fieles han mostrado siempre hacia los sacerdotes, los títulos filiales y reverentes con que los han denominado, como a vivos instrumentos de que el Señor se sirve para comunicar la vida de la gracia.
c. La ordenación sacerdotal del presbítero. Parece conveniente dar ahora, siquiera brevemente, el fundamento del enunciado: el sacerdote es ministro de Cristo. Se trata de considerar qué cualidad nueva ha recibido el p., que le hace ministro de Cristo y que le distingue de los demás fieles.
a) El carácter del sacramento del Orden. Como la misión que Cristo confió a los Apóstoles, con la potestad sobrenatural correspondiente, debía durar hasta el fin de los siglos (cfr. Mt 28,20), dispuso que se transmitiera, mediante un sacramento que da la gracia y el poder divino para esa misión. Desde el comienzo, se hizo así en la Iglesia: mediante la imposición de las manos -el sacramento del Orden (v.)- se ha perpetuado en el Pueblo de Dios este don y misión divinos. El sacerdocio «se confiere por un sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que les configura con Cristo Sacerdote de tal forma que pueden obrar en persona de Cristo Cabeza» (PO, 2).
La nueva realidad, cualidad, que han recibido es el carácter del sacramento del Orden (cfr. Cone. Trento, sess. 23, c4: Denz.Sch. 1767). El carácter -señal espiritual indeleble- es un don del Espíritu Santo que transforma radicalmente al bautizado que lo recibe, haciéndole ministro de Cristo, alter Christus, y dándole la posibilidad de actuar en su nombre.
La teología católica enseña que este carácter consiste fundamentalmente en una participación singular de la potestad sacerdotal de Cristo, de modo que el p. queda capacitado para realizar acciones que son propias de Dios y trascienden todo poder humano, como estrictamente pertenecientes al orden sobrenatural: la confección de la Sagrada Eucaristía, la absolución de los pecados en el sacramento de la Penitencia, etc. «El ministerio de los presbíteros... participa de la autoridad con que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su Cuerpo» (PO, 2). Pero esta participación en el poder de Cristo no ha de interpretarse como algo exterior, como una delegación extrínseca de poderes, sino que se verifica por una configuración ontológica y una singular unión del sacerdote con Cristo como instrumento suyo.
b) El sacerdote, hombre de Dios. Es Dios mismo el que ha asumido un hombre a su servicio, le ha entresacado de entre los hombres (cfr. Heb 5,1) y le ha destinado irrevocablemente para la obra de Cristo, como pastor de su grey. El p. está consagrado, es una persona sagrada, es posesión especial de Dios y destinado totalmente a su servicio en la Iglesia: es homo Dei (1 Tim 6,11).
La vida del p. habrá de consistir en la total dedicación al ministerio público que Cristo le ha confiado al participarle el carácter sacerdotal, el sacerdocio que Él posee por esencia, en virtud de la unión hipostática (V. JESUCRISTO III, 2,2; ENCARNACIÓN DEL VERBO II, 6-9). Así vivieron los Apóstoles, y así los sacerdotes santos de todos los tiempos: sabiéndose especialmente y en todo momento ministros de Cristo (cfr. 1 Cor 3,5; 2 Cor 6,4; Gal 1,10; 2 Tim 2,24; etc.).
Esta potestad y esta consagración no es algo transitorio, sino inamisible, indeleble, permanente. Es un compromiso que -configurando ontológicamente al alma- se adquiere para toda la vida: un compromiso del sacerdote con Dios y de Cristo mismo con su ministro, en cuanto habrá de darle todas las gracias necesarias para el ejercicio de ese ministerio. El p. es sacerdos in aeternum, como ha enseñado siempre la Iglesia: es una verdad «enseñada por el Conc. Florentino, y confirmada por el Conc. Tridentino en dos decretos. El reciente Conc. Vaticano II la recordó en más de una ocasión, y la segunda Asamblea general del Sínodo de obispos señaló con razón que la existencia del carácter sacerdotal permanente para toda la vida es una verdad que pertenece a la doctrina de la fe» (Paulo VI, Declaración de la S. Congregación para la Doctrina de la Fe: AAS LXV, 1973, 406-407).
d. El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial. La persona del sacerdote no monopoliza en la Iglesia la presencia ejemplar y operativa de Cristo entre los hombres. Todo fiel debe ser Christi bonus odor (2 Cor 3,15), alter Christus, reflejando en su vida la santidad de Cristo y siendo instrumento suyo para la salvación de las almas. Sin embargo, los sacerdotes, como enseña la fe de la Iglesia, representan y sirven a Cristo de un modo especial, particular, que es distinto al de los demás fieles. Conviene, pues, apuntar algo sobre la diversidad que establece el carácter del sacramento del Orden entre los fieles.
a) El sacerdocio común de los fieles. «Así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, mas no todos los miembros tienen una misma función; así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros» (Rom 12,4-5). Los miembros del cuerpo tienen todos una condición común: pertenecen a un mismo todo, a un mismo cuerpo, tienen la misma naturaleza, son miembros los unos de los otros. En la Iglesia sucede algo semejante: todos los fieles son miembros de Cristo, partícipes de los mismos bienes sobrenaturales que proceden de la Cabeza, y por eso miembros vinculados unos a otros (cfr. 1 Cor 10,17). Esto tiene su origen y causa en el Bautismo, por el que llegamos a ser miembros de Cristo (v. IGLESIA itt, 4: La Iglesia, comunidad sacerdotal).
En el Bautismo (v.) nos hacemos miembros de Cristo por la gracia, que nos hace partícipes de la naturaleza divina (cfr. 2 Pet 1,4) y somos como injertados en Cristo (cfr. Rom 6,5). Esta comunión de vida con Cristo hace que el cristiano, si no pone obstáculos al crecimiento de la caridad, vaya como revistiéndose de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rom 13,14), identificándose con Él (cfr. Gal 2,20), adquiriendo los mismos sentimientos del Señor (cfr. Philp 2,5); lo que lleva a participar de aquellos sentimientos de entrega plena a la voluntad divina y de ofrecimiento de sí mismos a Dios como hostia viva (cfr. Rom 12,1), de dedicación total a Dios, que ocupaban el Corazón de Cristo. Igualmente lleva a participar de su celo ardiente por las almas, a dar testimonio de Cristo en todo lugar, a ocuparse de la salvación de sus hermanos. La vida cristiana, la vida de la gracia de Cristo en cada fiel, tiende intrínsecamente a la plenitud de la caridad, a la santificación propia y de los demás, como ha recordado también el último Concilio (cfr. Const. Lum. gent, cap. 5; Decr. Apostolicam actuositatem, 2). Así, por esa incorporación a Cristo, el cristiano participa del sacerdocio de Cristo, de su mediación para la gloria de Dios y salvación de los hombres. Así lo afirma la Tradición de la Iglesia, que nos enseña que los fieles, por el hecho de ser miembros de Cristo, participan de su mediación y de su sacerdocio (cfr. S. Agustín, De Civitate Dei XX,10: PL 41,676; S. Tomás, Sum. Th. 3 q82 al ad 2; In IV Sent., d24 ql a3; Catecismo Romano de S. Pío V, parte II, cap. VII, n° 23).
Por otro lado, en el Bautismo se recibe un carácter -participación del sacerdocio de Cristo- por el que los fieles son habilitados y llamados a participar en el culto de la Iglesia (cfr. Const. Lum. gent., 11; S. Tomás, Sum. Th. 3, q63 aa3-5). Efectivamente, es en el culto de la Iglesia donde principalmente y de modo más alto se glorifica a Dios y se santifican las almas. Por eso, el sacerdocio común de los fieles se ejerce y ordena principalmente y de modo singularísimo en la participación en el Sacrificio de la Misa que celebra el p., y que es «fuente y cima de toda la vida cristiana, donde los fieles ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella» (Const. Lum. gent., 11).
El p. es un fiel (v.), un miembro del Cuerpo deCristo, con todas sus consecuencias. No pierde con el sacerdocio ministerial su condición de fiel, ni el sacerdocio común de los fieles: debe buscar -y por nuevos títulos sobreañadidos- la gloria de Dios, servir a Cristo Señor Nuestro, ofrecerse en sacrificio gustoso por las almas, uniendo su ofrenda a la de Cristo en la Santa Misa: aunque no la celebra como simple fiel o según sus méritos, sino como p., debe esforzarse como todos los fieles por poner allí a contribución también su propia vida personal y debe esforzarse por merecer. Como cualquier cristiano, debe ser también un buen discípulo del Maestro, imitándole, escuchándole, identificándose con Él; debe, por la caridad, gastarse en servicio de sus hermanos; necesita, como todos, recibir los sacramentos de la Penitencia, de la Eucaristía y de la Extremaunción; etc.
b) Lo específico y distintivo del sacerdocio ministerial. Aunque los miembros del cuerpo tienen todos la condición común de miembros, y por eso viven, se diferencian, sin embargo, unos de otros -intrínsecamente, no por simple aplicación- y no tienen todos la misma función, ni la misma posición en el conjunto ordenado del cuerpo. No sólo se diferencia, p. ej., el corazón del cerebro en su función, sino también en lo que son en sí y para el cuerpo todo; no se pueden intercambiar como simples partes de un todo indiferenciado y homogéneo. Así sucede también en la Iglesia (cfr. 1 Cor 12), en la que todos son miembros de Cristo, pero algunos están constituidos como cabeza -instrumentalmente respecto a Cristo- dentro del todo que es la Iglesia.
«El Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función, de entre los mismos fieles instituyó a algunos por ministros que, en la sociedad de los creyentes, poseyeran la sagrada potestad del orden para ofrecer el Sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñaran públicamente el oficio sacerdotal por los hombres en nombre de Cristo» (PO, 2; cfr. Conc. Trento, sess. 23, cl y can. 1: Denz.Sch. 1764 y 1771). Ésta es la misión específica para la que el Señor instituyó el orden de sus ministros, como el pueblo cristiano ha sabido siempre reconocer por el mismo sensus fidei, como por el instinto de la fe.
Por esta potestad de ofrecer el Sacrificio de Cristo y de perdonar los pecados, se distinguen del resto de los fieles, ya que éstos no han recibido tal potestad, como ha enseñado repetidas veces el Magisterio de la Iglesia desde hace siglos, y recientemente en la segunda Asamblea general del Sínodo de obispos ha recordado (cfr. AAS LXIII, 1971, 906) y la S. Congregación para la Doctrina de la Fe ha debido recordarlo ante graves errores que se difunden en esta materia y que tienen en Lutero un precedente concreto. Así, si un laico intentara celebrar o concelebrar la Santa Misa, no obraría sólo ilícitamente, sino también inválidamente, además de cometer un grave pecado (cfr. AAS LXV, 1973, 407).
El sacerdote -y sólo él- puede y debe ofrecer el Sacrificio in persona Christi (cfr. Catecismo Romano de S. Pío V, parte 11, cap. 1, n° 25; cap. IV, n° 67-68), para la gloria de Dios y bien de toda la Iglesia. El sacerdote -y sólo él- puede servir a sus hermanos con la absolución de los pecados en el sacramento de la Confesión. El sacerdote es el ministro ordinario del Bautismo. El sacerdote ha de administrar la Unción de los Enfermos. El sacerdote puede enseñar la doctrina de la fe con autoridad eclesiástica, públicamente. El p. es sacerdote de modo superior y diverso a como lo son los demás fieles: «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico... son diferentes esencialmente y no sólo con diferencia de grado» (Const. Lum. gent., 10; cfr. Conc. Trento, sess. 23: Denz.Sch. 1767).
El p. actúa en la Iglesia como ministro de Cristo Sacerdote y Cabeza ex officio, públicamente. Así lo ha instituido el Señor para que todos los fieles pudieran acudir en todo momento y necesidad a los que ha puesto en lugar suyo. Según explicó la comisión del Conc. Vaticano II de disciplina cleri et populi christiani, decir que los p. desempeñan públicamente el oficio sacerdotal es una expresión apta y formal para distinguir el sacerdocio personal y privado de todos los fieles del sacerdocio ministerial (cfr. Schema decreti de Presbyterorum ministerio et vita. Textus recognitus et modi, cap. 1, resp. ad modum 19, Typ. Poly. Vat. 1965). Por eso, el sacerdote debe manifestar sensiblemente su condición en su conducta, en su porte, en su modo de vestir; de lo contrario, no sería un signo de Cristo entre los hombres, y los fieles no tendrían el fácil acceso que Cristo ha querido al instituir el oficio público y visible de sus ministros.

3. Misión de los presbíteros. a. Los presbíteros tienen una misión de servicio. Así define la S. E. a los Apóstoles y a sus colaboradores, como siervos o ministros de Dios y de Cristo (cfr. 1 Cor 3,5; 2 Cor 6,4; 11,23), y su oficio como un servicio o ministerio (diakonía) (cfr. Act 1,17.25; 21,19; Rom 11,13; 1 Tim 1,12; etc.).
a) Servicio a Cristo y a los fieles. En primer lugar y con propiedad, el p. es ministro o servidor de Cristo, pues ha sido promovido al presbiterado «para servir a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participa, por el que la Iglesia se edifica incesantemente aquí en la tierra, como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo» (PO, 1). El sacerdote no es primariamente un servidor o ministro de la Iglesia (cfr. Schema Decreti de Presbyterorum ministerio et vita. Textus recognitus et modi, Typ. Poly. Vat. 1965, 23-24).
Pero como Cristo ha venido a servir (cfr. Mt 20,28), a buscar la oveja que estaba perdida, a salvar a los hombres, el servicio del p. a Cristo comporta necesariamente un servicio a los hombres. «Cada sacerdote ha sido entresacado de los hombres y constituido en beneficio de los hombres en lo que mira a Dios» (Heb 5,1); es, pues, un servicio in Christo a sus hermanos, un servicio a los fieles en la medida en que es asumido por Cristo a su servicio, en la medida que sirve a Cristo.
b) Es una misión exclusivamente sobrenatural. El fin del ministerio de los p. no es otro que el fin de toda la obra de Cristo: la glorificación de Dios y la salvación de los hombres. «El fin que los presbíteros persiguen con su ministerio y vida es procurar la gloria de Dios en Cristo. Esta gloria consiste en que los hombres reciban consciente, libre y agradecidamente la obra de Dios, llevada a su cumplimiento en Cristo, y la manifiesten en su vida entera» (PO, 2).
Al servir instrumentalmente a Cristo para aplicar a cada alma los frutos de la Redención, el ministerio sacerdotal tiene como objeto los bienes sobrenaturales que Cristo comunica a sus miembros, el perdón de los pecados, la vida de la gracia, la comunicación de la Revelación sobrenatural. El p. no tiene una misión terrena, por noble que pueda ser ésta: lo suyo «no es un oficio o un servicio cualquiera que se ejercita en favor de la comunidad eclesial, sino un servicio que participa de un modo absolutamente especial, y con carácter indeleble, en la potestad del Sacerdocio de Cristo, mediante el sacramento del Orden» (Paulo VI, Mensaje a los sacerdotes, en la clausura del año de la fe, 30 jun. 1968).
El sacerdocio católico no está, pues, en la línea de las relaciones éticas de los hombres entre sí, no está en el orden de la construcción de una sociedad humana, ni tampoco en el plano del simple esfuerzo humano por acercarse a Dios: el sacerdocio cristiano es un don de Dios que queda situado irreversiblemente en la línea vertical de la búsqueda del hombre pecador por parte de su Redentor y Santificador, en la línea sacramental de la gratuita apertura de la intimidad divina al hombre.
Para cualquier otra tarea con la que se pretendiera servir a los hombres, pero en cuanto asumido por Cristo para el ministerio específico, el sacerdote no tiene la potestad del Señor; en cuanto tal p., no tiene ni la autoridad ni la gracia para acertar en esas empresas, y generalmente no tendrá tampoco la competencia humana necesaria que sólo se logra con mucho tiempo y aplicación. Y si esas actividades tuviesen un matiz de facción en asuntos temporales libres, engendrarían la división entre los fieles que tienen completa libertad en esos ámbitos; y comprometería a la jerarquía de la Iglesia en cuestiones de suyo inciertas y particulares, para las que el Espíritu Santo no le presta su especial asistencia. Con eso se incidiría en lo que usualmente se ha designado con el término de clericalismo (v.), y que consiste esencialmente en usar de la condición sacerdotal para fines ajenos a su misión, pretendiendo ejercitar la potestad eclesiástica en ámbitos en los que esa autoridad no es legítima.
c) Totalidad de servicio. El servicio que el Señor quiere de sus ministros en favor de los hombres consiste en la fiel, abnegada y desinteresada dedicación al cumplimiento de la misión para la que los ha asumido. En primer lugar, pide fidelidad, lealtad a Dios y lealtad a los hombres; una fidelidad que tiene sus raíces en la fe y en el amor. «A nosotros, pues, nos ha de considerar el hombre como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios. Esto supuesto, entre los dispensadores lo que se requiere es que sean hallados leales, fieles» (1 Cor 4,1-2). Lo que el Señor quiere de un siervo al que ha confiado sus bienes es que sea «bueno y fiel» (cfr. Mt 25,14 ss.; Lc 12,42 ss.). «Un marido, un soldado, un administrador es siempre tanto mejor marido, tanto mejor soldado, tanto mejor administrador, cuanto más fielmente sabe hacer frente en cada momento, ante cada nueva circunstancia de su vida, a los firmes compromisos de amor y de justicia que adquirió un día» (J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 9 ed. Madrid 1973, n° 1).
El oficio del pastor, si es leal, consiste en cuidar, atender, defender la grey que le ha sido encomendada; el pastor que no es fiel, que no tiene interés por las ovejas y sólo se ocupa de sí, descuida la atención de la grey, no la defiende en las dificultades, pero pretende obtener beneficios de ella (cfr. lo 10,1 ss.; Ez 34,1 ss.). Así, no sirve a los fieles el sacerdote que es remiso en ejercer su ministerio, o no lo ejerce pudiendo hacerlo; el que hace difícil el acceso de los fieles a los sacramentos a los que tienen derecho si están bien dispuestos; el que no conoce a sus ovejas; el que busca agradar a los hombres antes que a Dios.
El Señor también pide a sus ministros abnegación, olvido de sí, renuncia y entrega total (cfr. Mt 10,38; Le 14,25 ss.). Es una misión nada fácil de cumplir, como no fue fácil la misión de Cristo y la que confió a sus Apóstoles. El p. «no ha de dudar en dedicar toda su vida al servicio de Dios y de los hombres, es más, no debe dudar en dar su vida por las ovejas» (Paulo VI, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis, 6 en. 1970, Typ. Poly. Vat. 1970, 14; cfr. PO, 3). Toda la vida, todo su interés, todo su tiempo, todo su trabajo: su oración, su ministerio, sus estudios y lecturas, su tiempo libre.., todo debe ser dirigido a ese fin, con olvido de cualquier otra cosa. «Me parece que a los sacerdotes se nos pide la humildad de aprender a no estar de moda, de ser realmente siervos de los siervos de Dios -acordándonos de aquel grito del Bautista: illum oportet crescere, me autem minui (lo 3,30): conviene que Cristo crezca y que yo disminuya-, para que los cristianos corrientes, los laicos, hagan presente, en todos los ambientes de la sociedad, a Cristo... Quien piense que, para que la voz de Cristo se haga oír en el mundo de hoy, es necesario que el clero hable o se haga siempre presente, no ha entendido bien aún la dignidad de la vocación divina de todos y de cada uno de los fieles cristianos» (J. Escrivá de Balaguer, ib. 59).
b. Aspectos de la misión sacerdotal: los «munera». Dentro de la única misión que Cristo confía a sus ministros, y la potestad que les otorga, se pueden considerar diversos aspectos, que tradicionalmente enumera la teología como ministerium verbi et ministerium sacramentorum, o bien como munus sanetificandi, docendi et regendi (cfr. PO, 4-6).
a) Pluralidad de aspectos. Así lo vemos en el Evangelio, cuando Jesús dijo a los Doce: «Se me ha dado toda la potestad en el cielo y en la tierra; id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todas las cosas que yo os he mandado» (Mt 28,18-20). Para alcanzar la salvación se requiere en primer lugar la fe (v.), sin la que es imposible agradar a Dios (cfr. Heb 11,6). Por el Bautismo se recibe la virtud infusa de la fe, la capacidad sobrenatural para una íntima y completa adhesión a la Verdad revelada, participación del conocimiento que Dios tiene de Sí mismo, principio de la unión que el hombre está llamado a tener con Dios. El Bautismo, esa entrada en el orden sobrenatural, es un don absolutamente gratuito y no algo que pueda ser merecido. Entre otras cosas, la práctica constante en la Iglesia del Bautismo de los niños pone de relieve la fe en esa total gratuidad, y la necesidad previa del don de la gracia para la fe. Ese Bautismo será siempre una de las fundamentales misiones del sacerdote.
Para quien tiene uso de razón -y entonces como condición para recibir el Bautismo si no hubiera sido aún bautizado- el acceso del hombre a la fe presupone la Revelación de aquello que debe ser creído y su comunicación: la catequesis, la predicación (cfr. Rom 10,17). Esto viene también exigido para el ejercicio actual de la fe en aquel que posee ya la virtud infusa de la fe, la capacidad sobrenatural de creer: así, a aquella práctica constante de bautizar a los niños recién nacidos, ha correspondido también siempre el deber de impartirles la instrucción catequística, de modo proporcionado a su creciente adquisición del uso de razón. El Señor confió a los Apóstoles y a sus sucesores el encargo de predicar el Evangelio (cfr. PO, 4), lo que debe ser creído, la doctrina de la fe.
Es por la gracia santificante como los hombres se unen verdaderamente a Dios mediante la caridad. Por la gracia el hombre es justificado y hecho hijo de Dios, heredero del Cielo. Pero esta gracia es dada a los hombres por los sacramentos que Jesucristo ha instituido, con divina autoridad y libérrima decisión que nada pudo haber condicionado. El Señor confió a los Apóstoles y a sus sucesores el ministerio de esos siete sacramentos quequiso instituir, como medio ordinario para conferir la gracia. Señalada ya la importancia del ministerio del Bautismo, hay que subrayar aquí la especialísima necesidad de que el p. se dedique a administrar el sacramento de la Penitencia (v.), sacramento de la misericordia de Dios, del perdón: el confesonario debe ser un lugar habitual para el sacerdote: para recuperar a la oveja perdida, para sanar a la herida, para fortalecer a todas, pero una a una, con cuidado de buen pastor. Particular importancia tiene este aspecto del ministerio, si se tiene en cuenta que sólo el sacerdote puede administrar válidamente este sacramento. Análogamente habrá que destacar también la administración de la Unción de los enfermos, para aquellos fieles que acaban su camino en la tierra, y su alma está para salir de este mundo, librando su última batalla cristiana.
Con la fe y los sacramentos se edifica la Iglesia. Conociendo el Señor que podían surgir disensiones e incertidumbres en la Iglesia por lo que se refiere a la doctrina de la fe y a los sacramentos, confió también a los Apóstoles el régimen y la autoridad sobre su Iglesia, para asegurar el ejercicio de la vida cristiana (cfr. los comentarios al pasaje correspondiente del Evangelio, de S. Jerónimo: Comment. in Evang. Mt 28,19 ss.: PL 26,219; y de S. Tomás: Comment. in Mt 28 impugnantes, 18 ss.).
En términos generales, se puede afirmar que el ministerio sacerdotal comienza por la predicación del Evangelio, se realiza en la administración de los sacramentos y se consuma en la celebración del Sacrificio Eucarístico (cfr. PO, 2), dentro de la ordenación jerárquica de la Iglesia que tiene su vértice en la Sede de Pedro.
b) La misión principal del sacerdote. El fin principal de la ordenación sacerdotal es la celebración del Sacrificio de la Misa (v.), como siempre ha sostenido la Iglesia: éste es «su principal ministerio» (PO 13; cfr. Const. Lum. gent., 28), como Jesucristo consumó su obra redentora en el Sacrificio del Calvario (cfr. lo 12,23; 17,4; 19,30).
Los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente relacionados con la Eucaristía, y a ella se ordenan. Pues en la Santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo» (PO, 5). Todo el ministerio sacerdotal tiende a la unión de los fieles con Dios in Christo Iesu, lo que se realiza plenamente en la participación en el Sacrificio de Cristo mismo; todo el ministerio sacerdotal tiende a la gloria de Dios en Cristo, lo que se cumple en el Sacrificio del Altar: culto de adoración, de reparación, de propiciación y de acción de gracias que Jesucristo, Sacerdote y Víctima, ofrece al Padre, por el ministerio del presbítero. Por eso, en la vida del p. lo más importante es la celebración de la Santa Misa: es el fin principal del sacerdocio que ha recibido. Además, es allí donde obtiene la fuerza para su divina tarea (cfr. PO, 2). En el trato con Jesús Sacramentado, reservado en el Tabernáculo, encontrará a lo largo del día el aliento que necesita: la presencia real y sustancial de Jesucristo bajo las especies eucarísticas habrá de ser como un continuo centro de atracción para el p., y un foco para la energía que debe irradiar con su vida entera. Allí encontrará también la luz para predicar como conviene la Palabra de Dios, que asiduamente leerá y meditará en la Escritura inspirada, en los testimonios de la Tradición, en las autorizadas declaraciones del Magisterio.

4. El presbítero y el Orden episcopal. Conviene añadir, para determinar mejor la naturaleza del presbiterado, unas brevísimas consideraciones de índole teológica, que encuadran la figura del p. en el conjunto de los ministros de la Iglesia, sin estudiar aquí -lo que excedería los límites de este artículo- las formas jurídicas que revisten.
a. Comunión con el Orden episcopal. Existiendo en la Iglesia una íntima comunión entre todos los miembros, por la caridad que el Espíritu Santo difunde en los corazones de los fieles (cfr. Rom 5,5), no puede faltar tampoco entre los ministros de Cristo, corroborada y fortalecida por nuevos motivos.
Los p. dentro de la comunión de toda la Iglesiaestán unidos a los obispos (v.) en la dignidad del sacerdocio (cfr. Const. Lum. gent., 28); de ahí deriva una mayor comunión entre estos dos órdenes, como testimonia la Tradición de la Iglesia (cfr. S. Cipriano, Epist. 61,3 y 14,4). Por otra parte, si en la Iglesia entera hay un solo fin, una sola misión (cfr. Decr. Apostolicam actuositatem, 2), como es propio de los que forman un solo Cuerpo, mayor unión se establece entre los p. y los obispos, pues ambos órdenes participan del ministerio específico que Cristo confió a los Apóstoles de edificar la Iglesia como ministros suyos. Los p. y los obispos tienen una tarea común, de ahí que deba existir una especial unión entre estos dos órdenes. «Todos los presbíteros, junto con los obispos, de tal forma participan del mismo y único Sacerdocio y ministerio de Cristo, que la misma unidad de consagración y de misión requiere su comunión jerárquica con el Orden de los obispos» (PO, 7). Debe ser una unión de afecto e intenciones, de comprensión y ayuda, pero además, siendo una realidad orgánica en la vida de la Iglesia, requiere una forma jurídica, que al mismo tiempo está animada por la caridad: es una comunión «jerárquica» (cfr. Const. Lum. gent., nota explicativa previa n° 2).
b. Subordinación al Cuerpo episcopal. Aunque los p. y los obispos tienen una tarea común, sin embargo, no la tienen encomendada igualmente y en la misma medida. Los p. están subordinados a los obispos. Los p. son verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, pero no tienen la plenitud del pontificado (cfr. Const. Lum. gent , 28): participan del Sacerdocio de Cristo en grado inferior al de los obispos, por eso algunas veces se les ha llamado «sacerdotes de segundo orden» o secundi sacerdotes (cfr. Inocencio I: Denz.Sch. 215).
El ministerio de los p. es una participación de la misión de Cristo -no es propiamente participación de la misión de los obispos-, pero la ejercen subordinadamente al Cuerpo episcopal, en dependencia de los obispos. Los p., según la voluntad de Cristo, no están destinados «a una misión limitada y restringida, sino a la amplísima y universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles» (PO, 10), aunque siempre subordinados al Colegio episcopal cuya Cabeza es el Romano Pontífice.
Los p. son por institución divina los colaboradores, cooperadores e instrumentos del Cuerpo episcopal (cfr. Const. Lum. gent., 20 y 28; PO, 2; etc.) en la misión universal que tienen encomendada los obispos, como sucesores de los Apóstoles. Por eso el Conc. Vaticano II dice que son colaboradores del «Orden episcopal» y no que lo sean directamente de «su obispo». Pero como es lógico, ese ministerio necesita ser determinado, y «en el caso de los presbíteros diocesanos esta función ministerial se concreta, según una modalidad establecida por el derecho eclesiástico, mediante la incardinación -que adscribe el p. al servicio de una Iglesia local, bajo laautoridad del propio Ordinario- y la misión canónica, que le confiere un ministerio determinado dentro de la unidad del Presbiterio, cuya cabeza es el Obispo» (J. Escrivá de Balaguer, o. c. n° 8). Esta subordinación, que debe estar animada por la caridad, hace que la obediencia del p. sea activa y responsable, una obediencia que sepa identificarse con los legítimos criterios e intenciones de los obispos.
Esta dependencia del p. respecto a los obispos se refiere a todo lo inherente al ministerio sacerdotal. Pero «hay también legítimamente en la vida del presbítero secular un ámbito personal de autonomía, de libertad y de responsabilidad personales, en el que el presbítero goza de los mismos derechos y obligaciones que tienen las demás personas en la Iglesia... Por esta razón, el sacerdote secular, dentro de los límites generales de la moral y de los deberes propios de su estado, puede disponer y decidir libremente -en forma individual o asociada- en todo lo que se refiere a su vida personal, espiritual, cultural, económica, etc.» (ib.). Así, las asociaciones de sacerdotes han sido favorecidas y recomendadas por el Magisterio de la Iglesia en numerosas ocasiones (Pío XII, Juan XXIII, Conc. Vaticano II: Decr. PO, 8; Paulo VI, Enc. Sacerdotalis coelibatus, etc.) y no suponen en modo alguno un menoscabo del vínculo de comunión y dependencia que une a los p. con los obispos, ni de la fraterna unidad de todos los p., sino que, por el contrario, robustecen esa comunión -al robustecer su principio íntimo en el alma de cada uno, la caridad- y prestan un gran servicio y una inestimable ayuda a todo el orden de los presbíteros para cumplir con su misión, santificándose en ella.

V. t.: JERARCUÍA ECLESIÁSTICA; ORDEN, SACRAMENTO DEL; SACERDOCIO.


ÁLVARO DEL PORTILLO.
 

BIBL.: H. BOUÉSÉ, Le sacerdoce chrétien, París 1957; J. COPPENS, Le sacerdoce chrétien. Ses origines et son développenient. I. Les origines néotestamentaires. II. Des péres apostoliques au Vatican II, «Nouvelle Rev. Théologique» 92 (1970) 225-245; 337364; íD (y col.), Sacerdocio y celibato, Madrid 1971; Á. DEL PORTILLO, La imagen del sacerdote, Roma 1972; fD, Escritos sobre el sacerdocio, 3 ed. Madrid 1972; E. DORONzo, Tractatus dogmatices de Ordine, 2 vol. Milwaukee 1957-59; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Espontaneidad y pluralidad en el Pueblo de Dios, en Conversaciones, 9 ed. Madrid 1973, nn. 1-3; íD, Sacerdote para la eternidad (homilía), Madrid 1973; M. GUERRA, Problemática del sacerdocio ministerial en las primeras comunidades cristianas, en Teología del sacerdocio, I, Burgos 1969, 9-91 ; H. LENNERZ, De sacramento ordini, Roma 1947-53; A. MICHEL, Prétre, en DTC XIII, 138-61; íD, Ordre, ib. XI,1193-1405; M. NICOLAU, Ministros de Cristo, Madrid 1971; O. SEMMELROTH, El ministerio espiritual, Madrid 1967; A. M. RUBIO, III Sínodo, 4 ed. Madrid 1972; R. SPIAZZI, II Decreto sul ministero e la cita sacerdotale, Turín 1967; F. SuÁREz, El sacerdote y su ministerio, Madrid 1969; S. TOMÁS, Sum. Th. Suppl. gg34-40; VARIOS, Études sur le sacrement de 1'ordre, París 1957; VARIOS, Teología del sacerdocio, Burgos 1969; VARIOS, El sacerdocio de Cristo y los diversos grados de su participación en la Iglesia (XXVI Semana española de Teología), Madrid 1969; VARIOS, El presbítero según el Vaticano II, «Palabra» 12-13 (1966) (w, monográfico).
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991