Predicación. Estudio General.
 

P. es la proclamación autoritativa de la Palabra de Dios (v.) por medio de las personas calificadas para ello por la Iglesia en nombre de Cristo. P. y predicar proceden del latín praedicare, emparentado con praeco, heraldo. Praedicare en la literatura latina paleocristiana conserva siempre su sentido cristiano de mensaje proclamado; vendría a ser la traducción del vocablo griego keryssein, que a su vez equivale a euangelidsesthai. El N. T. utiliza unos 30 vocablos diversos para designar la acción de predicar. Entre ellos, son estos dos verbos los que más frecuentemente se usan para indicar la proclamación solemne (kerygma; v.) de un hecho: Jesús es Señor y Salvador.
La variedad de matices del concepto, las crisis por las que ha pasado, los problemas que entraña una teología de la p., etc., han contribuido a una falta de unidad en la terminología entre los estudiosos. La transmisión del mensaje cristiano en general, prescindiendo de sus formas concretas, se designa respectivamente por evangelización (Ceriani, Moeller), catequesis (Liégé, Hitz), predicación (Cannizzaro). Por otra parte hay muchas posibilidades diferentes de aplicar la palabra predicación. Se predica en el templo, en la celebración litúrgica y fuera de ella. Se predica en salas de conferencias, en grandes manifestaciones e incluso en la calle. Se predica por, radio y televisión, etc. Dentro de esta falta de precisión en la terminología hay algo que se puede afirmar con certeza: la p. es el anuncio de la palabra de Dios.

1. Síntesis histórica. Jesucristo caracteriza a su predicación como euangelion, la Buena Nueva del Reino de Dios (V. EVANGELIO I). Ilustra su enseñanza mediante parábolas con una sencillez y claridad únicas, con un estilo estrictamente personal y con una maestría incomparable. Jesús enlaza en su p. con los acontecimientos de la vida cotidiana. Todo lo que sus oyentes ven, oyen y viven, sus preocupaciones y esperanzas sirven como punto de partida para hablar del Reino de Dios. Los Apóstoles (v.) y sus sucesores reciben de Jesucristo, entre otras cosas, la misión de predicar con autoridad su mensaje. La importancia de la p. era tan grande para los Apóstoles que dejan otras tareas en manos de los diáconos (v.) para dedicarse a la oración y al ministerio de la Palabra (cfr. Act. 6,2). S. Pablo dirá que «no ha sido enviado por Cristo a bautizar sino a predicar» (1 Cor 1,17). El contenido de la p. apostólica es Jesús, el Cristo, su muerte, su resurrección y glorificación obrada por Dios y los frutos para los hombres de esta acción. Los primeros sermones de S. Pedro hablan de la conversión y del Bautismo. La p. misionera a los judíos tuvo que probar que el Señor era el Mesías (v.) legítimo prometido. La p. apostólica dirigida a los gentiles comporta una parte de preparación al anuncio del mensaje cristiano que no existe en la p. dirigida a los judíos.
Desde los comienzos del cristianismo, junto a la p. misionera (V. KERIGMA; CATEQUESIS I) existe la p. como parte constitutiva del culto. Los cristianos de la épocaapostólica celebraban funciones religiosas diversas: la Eucaristía (v.), en relación a veces con el ágape (v.), en sus casas privadas, y la celebración de la Palabra que al principio quizá mantuvieron todavía juntos con los judíos en la Sinagoga (V. PALABRA DE DIOS III), a la que se puede añadir las reuniones para la oración pública, en principio también en relación con las tradicionales del judaísmo (v. OFICIO DIVINO). Al ser rechazados los cristianos por los judíos, tuvieron estas dos últimas celebraciones en reuniones especiales, pero conservaron la forma y el orden acostumbrados. La celebración de la Palabra se coloca antes de la Cena del Señor y unida a ella (v. MISA; EUCARISTÍA II). La descripción más antigua que poseemos de la Misa (ca. a. 150) cuenta: «En el día que se llama del Sol se reúnen en un mismo lugar los que habitan tanto las ciudades como los campos y se leen los comentarios de los Apóstoles o los escritos de los profetas por el tiempo que se puede. Después cuando ha terminado el lector, el que preside toma la palabra para amonestar y exhortar a la imitación de cosas tan insignes» (S. Justino, Primera apología, 67). La p. era por regla oficio del Obispo (v.) desde su cátedra episcopal o desde el altar (v.).
También para los Padres apostólicos la Buena Nueva y su Revelación son el gran acontecimiento y la respuesta a los interrogantes esenciales de la existencia. En la época patrística la p. se va ampliando, en consonancia con la difusión del cristianismo y con las condiciones históricas en las que se desarrolla la Iglesia. Ya no se trata tanto de la extensión del mensaje cristiano, sino también de la consolidación de la fe de una sociedad que va pasando del paganismo al cristianismo. El contenido de la p. tiene una estrecha dependencia de la p. apostólica. La p., ligada espacial y temporalmente al culto, es comprensible que también estuviese ligada en sus ideas con el mismo, es decir, con la liturgia. Así surge uno de los tipos más usuales de p., la homilía o explicación de las lecturas, principalmente del Evangelio, que alcanza su época más floreciente en el s. IV (v. HOMILÉTICA). Junto a la homilía se cultiva también la p. temática o exposición de un tema determinado con estructura clara e ilación dirigida a un fin. La p. tiene lugar todos los domingos (v.) y días de fiesta (v.); en Pascua y Cuaresma diariamente. Junto al Obispo predican regularmente los presbíteros con gran afluencia del pueblo. La p. de los Padres de la Iglesia está muy centrada en la profundización y aplicación de la S. E. para los oyentes. La mayor parte de los ricos comentarios bíblicos que dejaron tienen este origen.
En la Edad Media la p. continúa siendo un valioso medio de formación, pero se separa, paulatinamente, algo de la liturgia. En la Baja Edad Media los sacerdotes son poco cultos y para ayudarles a comentar en lengua vulgar los evangelios del domingo se preparan colecciones de sermones, llamadas homiliarios (v. SERMONARIOS), formados con escritos patrísticos, sobre todo de las obras de S. Gregorio, S. León Magno y S. Agustín. En la Alta Edad Media la escolástica y la mística influyen también en la predicación. No se parte tanto de la Biblia, aunque se cite con frecuencia. La p. en la Misa era los domingos ,y días festivos lo habitual hasta en las aldeas más recónditas. Los predicadores más importantes proceden de órdenes recientemente fundadas, de los cistercienses (v.) y sobre todo de las órdenes mendicantes (v. DOMINICOS; FRANCISCANOS). Un éxito especial tuvieron los predicadores misioneros en sus sermones de penitencia y de la Pasión y muerte del Señor. Los temas y los predicadores eran de una libertad y claridad extraordinarias. Los pecadores empedernidos estaban bajo el púlpito y su conversión era tan normal como había sido su anterior vida de pecado. El tono y la aspereza del lenguaje de la p. corresponde a menudo a esta situación.
El Conc. de Trento (v.) en los decretos de reforma pone en claro el lugar de la predicación. Se recuerda a los Obispos que «su principal función» es predicar el Evangelio de Jesucristo. «Igualmente los párrocos y todos los que han obtenido... iglesias parroquiales u otras que tengan cura de almas tendrán cuidado, al menos los domingos y fiestas solemnes, de procurar el alimento espiritual a los pueblos que se les ha encomendado» (Sess. V, Decr. de reforma, n) 9-11). A pesar de ello continúa en muchos rasgos la situación creada en la Edad Media. La fuente., principal de la p. no es siempre la S. E. sino más bien una teología en la que prevalece más la preocupación apologética que la dependencia de la Revelación. Los catecismos ayudan en la p.; se da así claridad y un cierto orden sistemático en la explicación de la doctrina cristiana. En el s. XVII el culteranismo sube al púlpito y se colocan a veces las cuestiones de forma por encima de las de fondo. Se predica más y mejor desde el punto de vista oratorio, pero se tiende más a suscitar un fervor religioso algo momentáneo o a comunicar una doctrina con vistas más a una instrucción que a una conversión. Entre los predicadores clásicos franceses, J. B. Bossuet (v.), L. Bourdaloue (v.) y J. Massillon, como predicadores de la corte de Luis XIV, elevan la p. a un género de la literatura nacional y los sermones pasan a ser una parte integrante de la literatura clásica.
En los s. XVIII y XIX, quizá por influjo de la Ilustración (v.), la p. se coloca en una situación hasta entonces poco conocida. La p. tiende a equipararse sin más a la enseñanza de la religión, a una instrucción asegurada metódicamente. Sus métodos se confunden a veces con tos profanos. El contenido de la p. tiende a ser determinado por la religión natural. En la p. del s. XVIII se encuentra poco del monumental cristocentrismo de los catecismos del s. XVI. Su contenido está formado por una multitud de enseñanzas y deberes, de costumbres y ejercicios que, oscurecida la relación con el misterio de Cristo, muestran poca unidad interna; su lazo fundamental es su servicio didáctico, pedagógico y edificante en favor del hombre; pero el aspecto de comunicación e identificación personal con Cristo, de conversión y santidad personal de vida, tiende a ser descuidado. Aunque no faltan autores, como S. Francisco de Sales (v.) y S. Alfonso María de Ligorio (v.), que insisten en la vida interior y en la santidad. En Francia, en el s. XIX, las conferencias de Notre Dame (v. LACORDAIRE), con una presentación de la doctrina de la fe o de la moral de un modo adecuado a las exigencias de la razón, intentan oponerse al pensamiento meramente racionalista de los ilustrados. Con buena intención se imita este género en provincias y en otros países.
En el cambio de siglo la «palabra del hombre» tiende a ser desplazada por la «palabra de Dios» gracias a P. W. Keppler y a otros iniciadores de un movimiento bíblico que rebasó ampliamente el campo de la predicación. No inició el movimiento renovador del s. XX, pero preparó el terreno. Se da más importancia a la obra divina de la salvación, pero se ocupa más de la forma en el renacimiento de la homilía que de una reflexión sobre el contenido de la predicación. Benedicto XV, en 1917, en la Ene. Numani generis redemptionis sobre la p., llama la atención sobre el lamentable estado en que se encuentra el ministerio de la Palabra. El resurgir ydespertar de la responsabilidad cristiana de los laicos (v.) con el nacimiento de diversas asociaciones de los mismos, el movimiento litúrgico (v.) y el movimiento bíblico (v.) del s. XX han dado un fuerte impulso a la renovación de la predicación. Asimismo toda la controversia kerigmática desencadenada por J. A. Jungmann ha influido en esa renovación; F. X. Arnold y sus discípulos, por una parte, y los jesuitas de Innsbruck, por otra, han influido en que la reflexión kerigmática haya alcanzado el púlpito de un modo relativamente rápido.

2. Naturaleza y eficacia de la predicación. La p., instituida por Jesucristo (cfr. p. ej., Mi 28,18 ss.), es el anuncio de la Palabra de Dios, la proclamación del amor de Dios a los hombres y de los acontecimientos en los que Dios se ha manifestado en la historia. Todos estos acontecimientos, los magnalia Dei (Act 2,11), confluyen en Cristo. Todo el A. T. está en función de su venida. La historia de la salvación culmina en Jesucristo (v.), se prolonga en la Iglesia (v. IGLESIA III. 3) y desemboca en la segunda venida y en la vida del mundo futuro (v. MUNDO III; juicio; etc.). Así, pues, el objeto de la p. no es sólo el relato de un conjunto de hechos históricos, sino lo que es el punto central de ese relato: la persona de Jesucristo y su doctrina. El problema de la p., por consiguiente, será el del modo de transmitir el conocimiento de la persona de Jesucristo, Dios y hombre, de los designios salvíficos de Dios y de su doctrina, es decir, cómo preparar el encuentro entre Dios y el hombre y lo que ello lleva consigo para la vida moral de éste.
La expresión «Palabra de Dios» (v.) no se entiende aquí como palabra del hombre sobre Dios, sino en el sentido de que Dios es el que dice la palabra. Dios al hablar al hombre se da a conocer y manifiesta lo que ha hecho por él, para invitarle a aceptar su designio de salvación. En la p. no se trata solamente de transmitir el conocimiento de una persona, sino de escuchar a esta persona que invita, de distinguir y aceptar su doctrina y su voz en la voz del hombre en que se manifiesta. La palabra de Dios pide la respuesta de la fe (v.) del hombre. La importancia de la p. para la realización de la fe la ha resumido S. Pablo en aquellas palabras inmortales: «Pero ¿cómo invocarán a Aquel en quien no han creído? Y ¿cómo creerán sin haber oído de Él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica? Y ¿cómo predicarán si no son enviados...? Por consiguiente la fe es por la predicación y la predicación por la palabra de Cristo» (Rom 10,14-17). El N. T. tiene una idea muy elevada de la importancia de la p. de la fe para la fundamentación de la existencia cristiana.
En este encuentro íntimo de la gracia divina y la libertad humana en la realidad sobrenatural de la fe, presta la p. un servicio instrumental, mediador. Preparar el camino a la fe es el servicio de la palabra, diakonía tou logou (Act 6,4). La p. de la Iglesia no crea sin más la fe en el que escucha. La fe (v.), además de tener un contenido, Jesucristo y su doctrina, es un acontecimiento entre Dios y el alma. A la p. le corresponde la función de servir a la fe instrumentalmente, disponiendo el encuentro entre Dios y el hombre, sirviendo como de mediadora entre ambos. Ésta es su gran importancia, aunque sea ciertamente una importancia secundaria. Allá donde pretenda rebasar estos límites, y no guarde fidelidad a la enseñanza divina, atenta a la majestad de Dios tanto como a la dignidad del hombre. Es Dios quien llama, pero para oír su voz emplea un instrumento humano: los predicadores de la Iglesia. La p. de la Iglesia es un aspecto de la misión de ésta (v. IGLESIA III, 3; MAGISTERIO ECLESIÁSTICO), como la p. de Cristo, dar la luz de su doctrina, es un aspecto de la misión del mismo (v. JESUCRISTO III, 2:4d). De este modo el hombre encuentra a Dios y a su luz salvadora en la p. de la Iglesia. Dios dirige su palabra al hombre por medio del hombre, éste es sólo el instrumento de Dios para transmitir sus designios de salvación, su amor y su luz para la vida humana.
Eficacia. La Palabra de Dios es eficaz, obra lo que dice: «la palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que espada de dos filos» (Heb 4,12). Y no regresa vacía, pues ha cumplido el mandato de Dios y realizado su voluntad (cfr. Is 55,10-11). La p. participa de este carácter verdaderamente dinámico de la palabra de Dios. La S. E. ve la palabra como transmisora de ideas y conocimientos y a la vez como algo dinámico dirigido hacia el futuro con una fuerza de santificación. La palabra aparece así como una doctrina y como un acontecimiento salvífico que obra la gracia y la salvación (Mt 4,32; 28,19-20; lo 7,16-17; Act 2,42; 1 Cor 2,1-13; 1 Tim 4,13; Ex 24, 3-4; Dt 4,1-2.13; Ier 3,15; etc.; v. REVELACIÓN II-III; FE).
Existe una analogía y una relación entre la p. y el sacramento, que ha llevado a los teólogos, sobre todo contemporáneos, al estudio de la eficacia de la predicación. El modo de entender la naturaleza de esta eficacia es muy variado aun dentro del campo de la teología católica. Las opiniones van desde considerar la p. como una ocasión establecida por Dios para dar la gracia (Pfliegler), a ver en la p. un medio de conferir la gracia ex opere operantis (Haensli); etc. La p. produce o prepara un inicial encuentro con Dios, que se consuma en los sacramentos (v.) y se prolonga en la vida.
Para otros (Grasso) el verdadero problema no reside en la naturaleza de la eficacia de la p., sino en la relación entre esta eficacia y la persona del predicador. La S. E., por una parte, destaca la independencia de la p. respecto al predicador y sus cualidades (Philp 1,14 ss.); por otra parte, afirma que debe estar al servicio de la palabra, ya negativamente eliminando los obstáculos que puedan impedir a la palabra de Dios llegar a ser lo que es, palabra de Dios en labios humanos, ya positivamente con una dedicación total a la palabra dando el testimonio de una vida santa que hace del predicador un comentario viviente de la palabra. En general los teólogos explican esta relación entre la eficacia de la p. y la vida del predicador como una condición querida por Dios (Alseghy) o como una razón de naturaleza psicológica (Semmelroth) por la fuerza del ejemplo. Otros van más lejos al afirmar que el testimonio de la vida de la Iglesia es esencial a la p. (Grasso). La santidad del predicador y de los cristianos en general (v. IGLESIA II, 3) es un signo en el cual la palabra aparece como palabra de Dios y no como simple palabra humana.

3. Encargados de la predicación y clases. ¿A quién corresponde predicar en la Iglesia? Por ser los Obispos (v.) los sucesores de los Apóstoles «entre sus oficios principales se destaca la predicación del Evangelio» (Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 25); la p. es una expresión de su oficio magisterial (v. MAGISTERIO ECLESIÁSTICO). Fuera de ellos solamente puede ejercer este oficio el que es enviado por el Obispo. Así, «los presbíteros (v.) como colaboradores de los Obispos tienen como obligación primera el anunciar a todos el Evangelio de Cristo» (Decr. Presbyterorum ordinis, 4). El ministerio de la p. está, pues, ligado directamente al sacramento del Orden (v.), y la Iglesia ha enseñado siempre quedebe ejercerse por autoridad o licencia del Romano Pontífice o de los Obispos (cfr. Denz.Sch. 796; 809; 866; 1164; 1117-18; 1277-78; 1610). A lo largo de la historia se han permitido casos aislados de seglares que, con consentimiento del Obispo, han predicado la Palabra de Dios en funciones litúrgicas o similares. Aunque no sea tarea que les corresponda específicamente en esas ocasiones (V. LAICOS), hay que tener en cuenta, sin embargo, que todos los fieles participan, por los sacramentos de la iniciación cristiana, en la misión apostólica de la Iglesia y por consiguiente en la obligación de transmitir el mensaje cristiano. Es decir, todo cristiano en la realización del apostolado (v.), al comunicar su fe o animar a otros a vivirla, ejercita de múltiples formas una «predicación», o mejor, una catequesis, pero ella es distinta de la p. propiamente dicha, de la p. oficial de la Iglesia (v. IGLESIA III, 5: La Iglesia, comunidad profética).
Al predicador se le exige que sea fiel al mensaje que tiene que transmitir, cuyo contenido ya está dado: «Es siempre su deber enseñar no su propia sabiduría sino la Palabra de Dios» (Presbyt. ordinis, 4; v. FE III, A: Depósito de la fe). Lo que el predicador pone de su parte es un servicio a esa palabra anunciándola de forma que llegue a los hombres. La fidelidad del servicio le prohibe falsear la palabra de cualquier manera que sea. S. Pablo dirá enérgicamente: «Repudiamos lo que se oculta por vergüenza y doblez, no procedemos con astucia ni falsificando la palabra de Dios, sino con la manifestación de la verdad» (2 Cor 4,2).
Un maestro de la p., el P. Longhaye, ha escrito que el principio fundamental de la oratoria es «decir algo a alguien». En el caso de la p. se trata también de decir algo a alguien, de poner en contacto dos polos: la Palabra de Dios y los oyentes de esa Palabra. No unos oyentes en abstracto, sino unos hombres de carne y hueso, de un determinado lugar y de una época determinada. La tarea de la p. es presentar el tema eterno del Evangelio a los hombres de cada época. Si se descuida uno de los dos polos la p. se vuelve insípida. Por eso, la tarea de anunciar la Palabra de Dios al hombre exige del predicador, sobre todo, un profundo conocimiento de la Palabra divina, y sintonía personal con ella, y también un conocimiento realista y objetivo del hombre y de su ambiente. Esto le supone, en primer lugar, estudio y meditación continua de la doctrina de Cristo y de su Iglesia, acompañada de su oración personal y de su esfuerzo por vivir de Jesucristo y de su doctrina. Y al mismo tiempo, como es obvio, conocer la vida cotidiana de los oyentes de la p., compartiendo «los gozos y las esperanzas, las tristezas y angustias de los hombres de su tiempo» (cfr. Const. Gaudium et spes, 1), para que éstos puedan comprender mejor la Palabra de Dios (ib. 44).
La p., por otra parte, no ha de aspirar solamente a procurar la perfección personal del oyente, sino que ha de llevar a cabo un grandioso fin social: la edificación espiritual del Cuerpo de Cristo. Ha de lograr que el oyente se preocupe de los demás y los acerque a escuchar y vivir la doctrina de Jesucristo (V. APOSTOLADO; CARIDAD).
Clases. Cabe distinguir una p. misionera, a la que llamaremos evangelización, cuyo fin es la aceptación de la fe (v. MISIONES); una p. dentro del ámbito de la instrucción destinada al conocimiento de la fe en sus implicaciones doctrinales y morales, a la que llamaremos catequesis (v.), ya sea como p. de iniciación cristiana en los rudimentos de la doctrina (didajé), ya sea como profundización de esta formación gracias todo a las lecciones de la S. E. y de la teología cristiana (didascalía); y finalmente una p. litúrgica, que denominaremos homilía, destinada a hacer vivir la fe ya aceptada y conocida. La homilía, propia del Obispo, presbítero o diácono, es un discurso familiar ante los miembros de una comunidad cristiana; es la explicación de un texto sagrado, exponiendo a partir de él los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana, teniendo en cuenta el misterio que se celebra dentro del año litúrgico (v.) y las necesidades particulares de los oyentes (V. HOMILÉTICA). Junto a ella la p. temática desarrolla el contenido de la Revelación de modo libre, aunque esta libertad frente al texto bíblico puede y debe ir unida con un profundo contenido bíblico.

4. Fuentes de la predicación. La primera es la S. E. «Los sacerdotes obligados por oficio a procurar la salud eterna de las almas, después de recorrer ellos mismos con diligente estudio las sagradas páginas, después de hacerlas suyas por la oración y la meditación deben exponer celosamente al pueblo esta soberana riqueza de la divina Palabra en sermones, homilías y exhortaciones; confirmar la doctrina cristiana con sentencias tomadas de los libros sagrados; ilustrarla con preclaros ejemplos de la historia sagrada, sobre todo del evangelio de Cristo Nuestro Señor» (Pío XII, Enc. Divino Af flante Spiritu, 26). El Conc. Vaticano II confirma esta orientación bíblica: «Es necesario que toda la predicación eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura y se rija por ella» (Const. Dei Verbum, 21). «Es necesario, pues, que todos los clérigos, sobre todo los sacerdotes de Cristo y los demás que como los diáconos y catequistas se dedican legítimamente al ministerio de la palabra, se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente, para que ninguno de ellos resulte predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios que no la escucha en su interior» (ib. 25).
Junto a la S. E. existe otra fuente que podemos llamar necesaria y normativa: la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia (v. LITURGIA) junto con su Magisterio. La p. no puede prescindir de los acontecimientos salvíficos que la Iglesia realiza. «Las fuentes principales de la predicación serán la Sagrada Escritura y, la Liturgia, ya que es una proclamación de las maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros, particularmente en la celebración de la Liturgia» (Const. Sacrosanctum Concilium, 35,2). Y, en estrecha unión con la vida litúrgica de la Iglesia, es también fuente fundamental el Magisterio eclesiástico (v.) y los documentos pontificios. Fuentes secundarias son los catecismos, los escritos y las cartas pastorales (v.) de los Obispos, los Santos Padres, los tratados de Teología, los escritores de ascética y mística, los clásicos de la p., etc.

V. t.: MAGISTERIO ECLESIÁSTICO; CATEQUESIS; HOMILÉTICA; SERMONARIOS; APOSTOLADO III; PASTORAL; ACTIVIDAD; TEOLOGÍA PASTORAL; ORATORIA.


FRANCISCO JAVIER CALVO.
 

BIBL.: CONC. DE TRENTO, Sess. XXII, cap. 8: Denz.Sch. 1147; CIC, cán. 1327-1351; BENEDICTO XV, Enc. Humani generis redemptionis, 15 jul. 1917; S. C. CONSISTORIAL, Normae pro sacra predicationis, 28 jun. 1917; AAS 9 (1917) 328-335; Pío XII, Enc. Evangelü praecones, 2 jun. 1952; CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n.° 35 y 52; S. CONGREGACIóN DE RITOS, Instr. Inter Oecumenici, 26 sept. 1964, n.° 37 y 53-55; AAS 56 (1964) 877-900.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991