Predicación. Estudio General.
P. es la proclamación autoritativa de la Palabra de
Dios (v.) por medio de las personas calificadas para ello por la Iglesia en
nombre de Cristo. P. y predicar proceden del latín praedicare, emparentado con
praeco, heraldo. Praedicare en la literatura latina paleocristiana conserva
siempre su sentido cristiano de mensaje proclamado; vendría a ser la traducción
del vocablo griego keryssein, que a su vez equivale a euangelidsesthai. El N. T.
utiliza unos 30 vocablos diversos para designar la acción de predicar. Entre
ellos, son estos dos verbos los que más frecuentemente se usan para indicar la
proclamación solemne (kerygma; v.) de un hecho: Jesús es Señor y Salvador.
La variedad de matices del concepto, las crisis por las que ha pasado, los
problemas que entraña una teología de la p., etc., han contribuido a una falta
de unidad en la terminología entre los estudiosos. La transmisión del mensaje
cristiano en general, prescindiendo de sus formas concretas, se designa
respectivamente por evangelización (Ceriani, Moeller), catequesis (Liégé, Hitz),
predicación (Cannizzaro). Por otra parte hay muchas posibilidades diferentes de
aplicar la palabra predicación. Se predica en el templo, en la celebración
litúrgica y fuera de ella. Se predica en salas de conferencias, en grandes
manifestaciones e incluso en la calle. Se predica por, radio y televisión, etc.
Dentro de esta falta de precisión en la terminología hay algo que se puede
afirmar con certeza: la p. es el anuncio de la palabra de Dios.
1. Síntesis histórica. Jesucristo caracteriza a su
predicación como euangelion, la Buena Nueva del Reino de Dios (V. EVANGELIO I).
Ilustra su enseñanza mediante parábolas con una sencillez y claridad únicas, con
un estilo estrictamente personal y con una maestría incomparable. Jesús enlaza
en su p. con los acontecimientos de la vida cotidiana. Todo lo que sus oyentes
ven, oyen y viven, sus preocupaciones y esperanzas sirven como punto de partida
para hablar del Reino de Dios. Los Apóstoles (v.) y sus sucesores reciben de
Jesucristo, entre otras cosas, la misión de predicar con autoridad su mensaje.
La importancia de la p. era tan grande para los Apóstoles que dejan otras tareas
en manos de los diáconos (v.) para dedicarse a la oración y al ministerio de la
Palabra (cfr. Act. 6,2). S. Pablo dirá que «no ha sido enviado por Cristo a
bautizar sino a predicar» (1 Cor 1,17). El contenido de la p. apostólica es
Jesús, el Cristo, su muerte, su resurrección y glorificación obrada por Dios y
los frutos para los hombres de esta acción. Los primeros sermones de S. Pedro
hablan de la conversión y del Bautismo. La p. misionera a los judíos tuvo que
probar que el Señor era el Mesías (v.) legítimo prometido. La p. apostólica
dirigida a los gentiles comporta una parte de preparación al anuncio del mensaje
cristiano que no existe en la p. dirigida a los judíos.
Desde los comienzos del cristianismo, junto a la p. misionera (V. KERIGMA;
CATEQUESIS I) existe la p. como parte constitutiva del culto. Los cristianos de
la épocaapostólica celebraban funciones religiosas diversas: la Eucaristía (v.),
en relación a veces con el ágape (v.), en sus casas privadas, y la celebración
de la Palabra que al principio quizá mantuvieron todavía juntos con los judíos
en la Sinagoga (V. PALABRA DE DIOS III), a la que se puede añadir las reuniones
para la oración pública, en principio también en relación con las tradicionales
del judaísmo (v. OFICIO DIVINO). Al ser rechazados los cristianos por los
judíos, tuvieron estas dos últimas celebraciones en reuniones especiales, pero
conservaron la forma y el orden acostumbrados. La celebración de la Palabra se
coloca antes de la Cena del Señor y unida a ella (v. MISA; EUCARISTÍA II). La
descripción más antigua que poseemos de la Misa (ca. a. 150) cuenta: «En el día
que se llama del Sol se reúnen en un mismo lugar los que habitan tanto las
ciudades como los campos y se leen los comentarios de los Apóstoles o los
escritos de los profetas por el tiempo que se puede. Después cuando ha terminado
el lector, el que preside toma la palabra para amonestar y exhortar a la
imitación de cosas tan insignes» (S. Justino, Primera apología, 67). La p. era
por regla oficio del Obispo (v.) desde su cátedra episcopal o desde el altar
(v.).
También para los Padres apostólicos la Buena Nueva y su Revelación son el gran
acontecimiento y la respuesta a los interrogantes esenciales de la existencia.
En la época patrística la p. se va ampliando, en consonancia con la difusión del
cristianismo y con las condiciones históricas en las que se desarrolla la
Iglesia. Ya no se trata tanto de la extensión del mensaje cristiano, sino
también de la consolidación de la fe de una sociedad que va pasando del
paganismo al cristianismo. El contenido de la p. tiene una estrecha dependencia
de la p. apostólica. La p., ligada espacial y temporalmente al culto, es
comprensible que también estuviese ligada en sus ideas con el mismo, es decir,
con la liturgia. Así surge uno de los tipos más usuales de p., la homilía o
explicación de las lecturas, principalmente del Evangelio, que alcanza su época
más floreciente en el s. IV (v. HOMILÉTICA). Junto a la homilía se cultiva
también la p. temática o exposición de un tema determinado con estructura clara
e ilación dirigida a un fin. La p. tiene lugar todos los domingos (v.) y días de
fiesta (v.); en Pascua y Cuaresma diariamente. Junto al Obispo predican
regularmente los presbíteros con gran afluencia del pueblo. La p. de los Padres
de la Iglesia está muy centrada en la profundización y aplicación de la S. E.
para los oyentes. La mayor parte de los ricos comentarios bíblicos que dejaron
tienen este origen.
En la Edad Media la p. continúa siendo un valioso medio de formación, pero se
separa, paulatinamente, algo de la liturgia. En la Baja Edad Media los
sacerdotes son poco cultos y para ayudarles a comentar en lengua vulgar los
evangelios del domingo se preparan colecciones de sermones, llamadas homiliarios
(v. SERMONARIOS), formados con escritos patrísticos, sobre todo de las obras de
S. Gregorio, S. León Magno y S. Agustín. En la Alta Edad Media la escolástica y
la mística influyen también en la predicación. No se parte tanto de la Biblia,
aunque se cite con frecuencia. La p. en la Misa era los domingos ,y días
festivos lo habitual hasta en las aldeas más recónditas. Los predicadores más
importantes proceden de órdenes recientemente fundadas, de los cistercienses
(v.) y sobre todo de las órdenes mendicantes (v. DOMINICOS; FRANCISCANOS). Un
éxito especial tuvieron los predicadores misioneros en sus sermones de
penitencia y de la Pasión y muerte del Señor. Los temas y los predicadores eran
de una libertad y claridad extraordinarias. Los pecadores empedernidos estaban
bajo el púlpito y su conversión era tan normal como había sido su anterior vida
de pecado. El tono y la aspereza del lenguaje de la p. corresponde a menudo a
esta situación.
El Conc. de Trento (v.) en los decretos de reforma pone en claro el lugar de la
predicación. Se recuerda a los Obispos que «su principal función» es predicar el
Evangelio de Jesucristo. «Igualmente los párrocos y todos los que han
obtenido... iglesias parroquiales u otras que tengan cura de almas tendrán
cuidado, al menos los domingos y fiestas solemnes, de procurar el alimento
espiritual a los pueblos que se les ha encomendado» (Sess. V, Decr. de reforma,
n) 9-11). A pesar de ello continúa en muchos rasgos la situación creada en la
Edad Media. La fuente., principal de la p. no es siempre la S. E. sino más bien
una teología en la que prevalece más la preocupación apologética que la
dependencia de la Revelación. Los catecismos ayudan en la p.; se da así claridad
y un cierto orden sistemático en la explicación de la doctrina cristiana. En el
s. XVII el culteranismo sube al púlpito y se colocan a veces las cuestiones de
forma por encima de las de fondo. Se predica más y mejor desde el punto de vista
oratorio, pero se tiende más a suscitar un fervor religioso algo momentáneo o a
comunicar una doctrina con vistas más a una instrucción que a una conversión.
Entre los predicadores clásicos franceses, J. B. Bossuet (v.), L. Bourdaloue
(v.) y J. Massillon, como predicadores de la corte de Luis XIV, elevan la p. a
un género de la literatura nacional y los sermones pasan a ser una parte
integrante de la literatura clásica.
En los s. XVIII y XIX, quizá por influjo de la Ilustración (v.), la p. se coloca
en una situación hasta entonces poco conocida. La p. tiende a equipararse sin
más a la enseñanza de la religión, a una instrucción asegurada metódicamente.
Sus métodos se confunden a veces con tos profanos. El contenido de la p. tiende
a ser determinado por la religión natural. En la p. del s. XVIII se encuentra
poco del monumental cristocentrismo de los catecismos del s. XVI. Su contenido
está formado por una multitud de enseñanzas y deberes, de costumbres y
ejercicios que, oscurecida la relación con el misterio de Cristo, muestran poca
unidad interna; su lazo fundamental es su servicio didáctico, pedagógico y
edificante en favor del hombre; pero el aspecto de comunicación e identificación
personal con Cristo, de conversión y santidad personal de vida, tiende a ser
descuidado. Aunque no faltan autores, como S. Francisco de Sales (v.) y S.
Alfonso María de Ligorio (v.), que insisten en la vida interior y en la
santidad. En Francia, en el s. XIX, las conferencias de Notre Dame (v.
LACORDAIRE), con una presentación de la doctrina de la fe o de la moral de un
modo adecuado a las exigencias de la razón, intentan oponerse al pensamiento
meramente racionalista de los ilustrados. Con buena intención se imita este
género en provincias y en otros países.
En el cambio de siglo la «palabra del hombre» tiende a ser desplazada por la
«palabra de Dios» gracias a P. W. Keppler y a otros iniciadores de un movimiento
bíblico que rebasó ampliamente el campo de la predicación. No inició el
movimiento renovador del s. XX, pero preparó el terreno. Se da más importancia a
la obra divina de la salvación, pero se ocupa más de la forma en el renacimiento
de la homilía que de una reflexión sobre el contenido de la predicación.
Benedicto XV, en 1917, en la Ene. Numani generis redemptionis sobre la p., llama
la atención sobre el lamentable estado en que se encuentra el ministerio de la
Palabra. El resurgir ydespertar de la responsabilidad cristiana de los laicos
(v.) con el nacimiento de diversas asociaciones de los mismos, el movimiento
litúrgico (v.) y el movimiento bíblico (v.) del s. XX han dado un fuerte impulso
a la renovación de la predicación. Asimismo toda la controversia kerigmática
desencadenada por J. A. Jungmann ha influido en esa renovación; F. X. Arnold y
sus discípulos, por una parte, y los jesuitas de Innsbruck, por otra, han
influido en que la reflexión kerigmática haya alcanzado el púlpito de un modo
relativamente rápido.
2. Naturaleza y eficacia de la predicación. La p.,
instituida por Jesucristo (cfr. p. ej., Mi 28,18 ss.), es el anuncio de la
Palabra de Dios, la proclamación del amor de Dios a los hombres y de los
acontecimientos en los que Dios se ha manifestado en la historia. Todos estos
acontecimientos, los magnalia Dei (Act 2,11), confluyen en Cristo. Todo el A. T.
está en función de su venida. La historia de la salvación culmina en Jesucristo
(v.), se prolonga en la Iglesia (v. IGLESIA III. 3) y desemboca en la segunda
venida y en la vida del mundo futuro (v. MUNDO III; juicio; etc.). Así, pues, el
objeto de la p. no es sólo el relato de un conjunto de hechos históricos, sino
lo que es el punto central de ese relato: la persona de Jesucristo y su
doctrina. El problema de la p., por consiguiente, será el del modo de transmitir
el conocimiento de la persona de Jesucristo, Dios y hombre, de los designios
salvíficos de Dios y de su doctrina, es decir, cómo preparar el encuentro entre
Dios y el hombre y lo que ello lleva consigo para la vida moral de éste.
La expresión «Palabra de Dios» (v.) no se entiende aquí como palabra del hombre
sobre Dios, sino en el sentido de que Dios es el que dice la palabra. Dios al
hablar al hombre se da a conocer y manifiesta lo que ha hecho por él, para
invitarle a aceptar su designio de salvación. En la p. no se trata solamente de
transmitir el conocimiento de una persona, sino de escuchar a esta persona que
invita, de distinguir y aceptar su doctrina y su voz en la voz del hombre en que
se manifiesta. La palabra de Dios pide la respuesta de la fe (v.) del hombre. La
importancia de la p. para la realización de la fe la ha resumido S. Pablo en
aquellas palabras inmortales: «Pero ¿cómo invocarán a Aquel en quien no han
creído? Y ¿cómo creerán sin haber oído de Él? Y ¿cómo oirán si nadie les
predica? Y ¿cómo predicarán si no son enviados...? Por consiguiente la fe es por
la predicación y la predicación por la palabra de Cristo» (Rom 10,14-17). El N.
T. tiene una idea muy elevada de la importancia de la p. de la fe para la
fundamentación de la existencia cristiana.
En este encuentro íntimo de la gracia divina y la libertad humana en la realidad
sobrenatural de la fe, presta la p. un servicio instrumental, mediador. Preparar
el camino a la fe es el servicio de la palabra, diakonía tou logou (Act 6,4). La
p. de la Iglesia no crea sin más la fe en el que escucha. La fe (v.), además de
tener un contenido, Jesucristo y su doctrina, es un acontecimiento entre Dios y
el alma. A la p. le corresponde la función de servir a la fe instrumentalmente,
disponiendo el encuentro entre Dios y el hombre, sirviendo como de mediadora
entre ambos. Ésta es su gran importancia, aunque sea ciertamente una importancia
secundaria. Allá donde pretenda rebasar estos límites, y no guarde fidelidad a
la enseñanza divina, atenta a la majestad de Dios tanto como a la dignidad del
hombre. Es Dios quien llama, pero para oír su voz emplea un instrumento humano:
los predicadores de la Iglesia. La p. de la Iglesia es un aspecto de la misión
de ésta (v. IGLESIA III, 3; MAGISTERIO ECLESIÁSTICO), como la p. de Cristo, dar
la luz de su doctrina, es un aspecto de la misión del mismo (v. JESUCRISTO III,
2:4d). De este modo el hombre encuentra a Dios y a su luz salvadora en la p. de
la Iglesia. Dios dirige su palabra al hombre por medio del hombre, éste es sólo
el instrumento de Dios para transmitir sus designios de salvación, su amor y su
luz para la vida humana.
Eficacia. La Palabra de Dios es eficaz, obra lo que dice: «la palabra de Dios es
viva, eficaz y tajante más que espada de dos filos» (Heb 4,12). Y no regresa
vacía, pues ha cumplido el mandato de Dios y realizado su voluntad (cfr. Is
55,10-11). La p. participa de este carácter verdaderamente dinámico de la
palabra de Dios. La S. E. ve la palabra como transmisora de ideas y
conocimientos y a la vez como algo dinámico dirigido hacia el futuro con una
fuerza de santificación. La palabra aparece así como una doctrina y como un
acontecimiento salvífico que obra la gracia y la salvación (Mt 4,32; 28,19-20;
lo 7,16-17; Act 2,42; 1 Cor 2,1-13; 1 Tim 4,13; Ex 24, 3-4; Dt 4,1-2.13; Ier
3,15; etc.; v. REVELACIÓN II-III; FE).
Existe una analogía y una relación entre la p. y el sacramento, que ha llevado a
los teólogos, sobre todo contemporáneos, al estudio de la eficacia de la
predicación. El modo de entender la naturaleza de esta eficacia es muy variado
aun dentro del campo de la teología católica. Las opiniones van desde considerar
la p. como una ocasión establecida por Dios para dar la gracia (Pfliegler), a
ver en la p. un medio de conferir la gracia ex opere operantis (Haensli); etc.
La p. produce o prepara un inicial encuentro con Dios, que se consuma en los
sacramentos (v.) y se prolonga en la vida.
Para otros (Grasso) el verdadero problema no reside en la naturaleza de la
eficacia de la p., sino en la relación entre esta eficacia y la persona del
predicador. La S. E., por una parte, destaca la independencia de la p. respecto
al predicador y sus cualidades (Philp 1,14 ss.); por otra parte, afirma que debe
estar al servicio de la palabra, ya negativamente eliminando los obstáculos que
puedan impedir a la palabra de Dios llegar a ser lo que es, palabra de Dios en
labios humanos, ya positivamente con una dedicación total a la palabra dando el
testimonio de una vida santa que hace del predicador un comentario viviente de
la palabra. En general los teólogos explican esta relación entre la eficacia de
la p. y la vida del predicador como una condición querida por Dios (Alseghy) o
como una razón de naturaleza psicológica (Semmelroth) por la fuerza del ejemplo.
Otros van más lejos al afirmar que el testimonio de la vida de la Iglesia es
esencial a la p. (Grasso). La santidad del predicador y de los cristianos en
general (v. IGLESIA II, 3) es un signo en el cual la palabra aparece como
palabra de Dios y no como simple palabra humana.
3. Encargados de la predicación y clases. ¿A quién
corresponde predicar en la Iglesia? Por ser los Obispos (v.) los sucesores de
los Apóstoles «entre sus oficios principales se destaca la predicación del
Evangelio» (Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 25); la p. es una expresión
de su oficio magisterial (v. MAGISTERIO ECLESIÁSTICO). Fuera de ellos solamente
puede ejercer este oficio el que es enviado por el Obispo. Así, «los presbíteros
(v.) como colaboradores de los Obispos tienen como obligación primera el
anunciar a todos el Evangelio de Cristo» (Decr. Presbyterorum ordinis, 4). El
ministerio de la p. está, pues, ligado directamente al sacramento del Orden
(v.), y la Iglesia ha enseñado siempre quedebe ejercerse por autoridad o
licencia del Romano Pontífice o de los Obispos (cfr. Denz.Sch. 796; 809; 866;
1164; 1117-18; 1277-78; 1610). A lo largo de la historia se han permitido casos
aislados de seglares que, con consentimiento del Obispo, han predicado la
Palabra de Dios en funciones litúrgicas o similares. Aunque no sea tarea que les
corresponda específicamente en esas ocasiones (V. LAICOS), hay que tener en
cuenta, sin embargo, que todos los fieles participan, por los sacramentos de la
iniciación cristiana, en la misión apostólica de la Iglesia y por consiguiente
en la obligación de transmitir el mensaje cristiano. Es decir, todo cristiano en
la realización del apostolado (v.), al comunicar su fe o animar a otros a
vivirla, ejercita de múltiples formas una «predicación», o mejor, una
catequesis, pero ella es distinta de la p. propiamente dicha, de la p. oficial
de la Iglesia (v. IGLESIA III, 5: La Iglesia, comunidad profética).
Al predicador se le exige que sea fiel al mensaje que tiene que transmitir, cuyo
contenido ya está dado: «Es siempre su deber enseñar no su propia sabiduría sino
la Palabra de Dios» (Presbyt. ordinis, 4; v. FE III, A: Depósito de la fe). Lo
que el predicador pone de su parte es un servicio a esa palabra anunciándola de
forma que llegue a los hombres. La fidelidad del servicio le prohibe falsear la
palabra de cualquier manera que sea. S. Pablo dirá enérgicamente: «Repudiamos lo
que se oculta por vergüenza y doblez, no procedemos con astucia ni falsificando
la palabra de Dios, sino con la manifestación de la verdad» (2 Cor 4,2).
Un maestro de la p., el P. Longhaye, ha escrito que el principio fundamental de
la oratoria es «decir algo a alguien». En el caso de la p. se trata también de
decir algo a alguien, de poner en contacto dos polos: la Palabra de Dios y los
oyentes de esa Palabra. No unos oyentes en abstracto, sino unos hombres de carne
y hueso, de un determinado lugar y de una época determinada. La tarea de la p.
es presentar el tema eterno del Evangelio a los hombres de cada época. Si se
descuida uno de los dos polos la p. se vuelve insípida. Por eso, la tarea de
anunciar la Palabra de Dios al hombre exige del predicador, sobre todo, un
profundo conocimiento de la Palabra divina, y sintonía personal con ella, y
también un conocimiento realista y objetivo del hombre y de su ambiente. Esto le
supone, en primer lugar, estudio y meditación continua de la doctrina de Cristo
y de su Iglesia, acompañada de su oración personal y de su esfuerzo por vivir de
Jesucristo y de su doctrina. Y al mismo tiempo, como es obvio, conocer la vida
cotidiana de los oyentes de la p., compartiendo «los gozos y las esperanzas, las
tristezas y angustias de los hombres de su tiempo» (cfr. Const. Gaudium et spes,
1), para que éstos puedan comprender mejor la Palabra de Dios (ib. 44).
La p., por otra parte, no ha de aspirar solamente a procurar la perfección
personal del oyente, sino que ha de llevar a cabo un grandioso fin social: la
edificación espiritual del Cuerpo de Cristo. Ha de lograr que el oyente se
preocupe de los demás y los acerque a escuchar y vivir la doctrina de Jesucristo
(V. APOSTOLADO; CARIDAD).
Clases. Cabe distinguir una p. misionera, a la que llamaremos evangelización,
cuyo fin es la aceptación de la fe (v. MISIONES); una p. dentro del ámbito de la
instrucción destinada al conocimiento de la fe en sus implicaciones doctrinales
y morales, a la que llamaremos catequesis (v.), ya sea como p. de iniciación
cristiana en los rudimentos de la doctrina (didajé), ya sea como profundización
de esta formación gracias todo a las lecciones de la S. E. y de la teología
cristiana (didascalía); y finalmente una p. litúrgica, que denominaremos
homilía, destinada a hacer vivir la fe ya aceptada y conocida. La homilía,
propia del Obispo, presbítero o diácono, es un discurso familiar ante los
miembros de una comunidad cristiana; es la explicación de un texto sagrado,
exponiendo a partir de él los misterios de la fe y las normas de la vida
cristiana, teniendo en cuenta el misterio que se celebra dentro del año
litúrgico (v.) y las necesidades particulares de los oyentes (V. HOMILÉTICA).
Junto a ella la p. temática desarrolla el contenido de la Revelación de modo
libre, aunque esta libertad frente al texto bíblico puede y debe ir unida con un
profundo contenido bíblico.
4. Fuentes de la predicación. La primera es la S. E.
«Los sacerdotes obligados por oficio a procurar la salud eterna de las almas,
después de recorrer ellos mismos con diligente estudio las sagradas páginas,
después de hacerlas suyas por la oración y la meditación deben exponer
celosamente al pueblo esta soberana riqueza de la divina Palabra en sermones,
homilías y exhortaciones; confirmar la doctrina cristiana con sentencias tomadas
de los libros sagrados; ilustrarla con preclaros ejemplos de la historia
sagrada, sobre todo del evangelio de Cristo Nuestro Señor» (Pío XII, Enc. Divino
Af flante Spiritu, 26). El Conc. Vaticano II confirma esta orientación bíblica:
«Es necesario que toda la predicación eclesiástica, como la misma religión
cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura y se rija por ella» (Const. Dei
Verbum, 21). «Es necesario, pues, que todos los clérigos, sobre todo los
sacerdotes de Cristo y los demás que como los diáconos y catequistas se dedican
legítimamente al ministerio de la palabra, se sumerjan en las Escrituras con
asidua lectura y con estudio diligente, para que ninguno de ellos resulte
predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios que no la escucha en su
interior» (ib. 25).
Junto a la S. E. existe otra fuente que podemos llamar necesaria y normativa: la
vida litúrgica y sacramental de la Iglesia (v. LITURGIA) junto con su
Magisterio. La p. no puede prescindir de los acontecimientos salvíficos que la
Iglesia realiza. «Las fuentes principales de la predicación serán la Sagrada
Escritura y, la Liturgia, ya que es una proclamación de las maravillas obradas
por Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo, que está siempre
presente y obra en nosotros, particularmente en la celebración de la Liturgia»
(Const. Sacrosanctum Concilium, 35,2). Y, en estrecha unión con la vida
litúrgica de la Iglesia, es también fuente fundamental el Magisterio
eclesiástico (v.) y los documentos pontificios. Fuentes secundarias son los
catecismos, los escritos y las cartas pastorales (v.) de los Obispos, los Santos
Padres, los tratados de Teología, los escritores de ascética y mística, los
clásicos de la p., etc.
V. t.: MAGISTERIO ECLESIÁSTICO; CATEQUESIS; HOMILÉTICA; SERMONARIOS; APOSTOLADO
III; PASTORAL; ACTIVIDAD; TEOLOGÍA PASTORAL; ORATORIA.
FRANCISCO JAVIER CALVO.
BIBL.: CONC. DE TRENTO, Sess. XXII, cap. 8: Denz.Sch.
1147; CIC, cán. 1327-1351; BENEDICTO XV, Enc. Humani generis redemptionis, 15
jul. 1917; S. C. CONSISTORIAL, Normae pro sacra predicationis, 28 jun. 1917; AAS
9 (1917) 328-335; Pío XII, Enc. Evangelü praecones, 2 jun. 1952; CONC. VATICANO
II, Const. Sacrosanctum Concilium, n.° 35 y 52; S. CONGREGACIóN DE RITOS, Instr.
Inter Oecumenici, 26 sept. 1964, n.° 37 y 53-55; AAS 56 (1964) 877-900.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991