Pobreza. Teología Moral y Espiritual.
Etimológicamente la palabra pobreza deriva de pobre,
que proviene del latín pauper, y significa necesitado, menesteroso. En
castellano la palabra p. tiene varias acepciones. Puede significar necesidad,
estrechez, carencia de lo necesario para el sustento de la vida y, en este caso,
coincide con indigencia. También puede significar falta, escasez en general.
Cuando la p. es extremada se denomina miseria. Estas acepciones corresponden a
una situación de hecho y tienen un significado socio-económico (v. I).
Vamos a analizar aquí el tema de la p. cristiana, es decir, la virtud de la p.,
también llamada espíritu de p. Desde el punto de vista de la Teología moral éste
es el significado que ahora nos interesa. Conviene advertir, sin embargo, que
con frecuencia se la da otra acepción más concreta: el voto (v.) de dejación
voluntaria de todo lo que se posee, y de todo lo que el amor propio puede juzgar
necesario, que hacen los religiosos (v.).
1. La virtud natural de la pobreza. La falta material de bienes o su abundancia es un hecho que por sí mismo no afecta al campo de la virtud natural o adquirida de la p. Las virtudes (v.) son hábitos que se adquieren con la intervención de la voluntad y para que un hábito humano sea virtuoso hace falta además que se ordene al bien. Hay cosas que en sí no son moralmente buenas o malas, sino que su moralidad depende del modo en que se usan. P. ej la abundancia de bienes materiales, la riqueza (v.), será un bien si se ordena al bien, si además de servir a las necesidades y sustentación del hombre se ordenan al socorro de sus semejantes. Concretamente, se pondrán al servicio de la virtud de dos maneras distintas: buscando el bien ajeno, poniendo a su servicio los bienes materiales; y manteniendo la libertad del espíritu ante el dominio que pueden ejercer sobre nosotros dichos bienes. En realidad la generosidad con las riquezas y la libertad interior están íntimamente ligadas. Por tanto, el hombre que quiera vivir la virtud de la p. deberá luchar para permanecer libre ante las cosas que utiliza o que desea utilizar, frenando los deseos inmoderados de bienestar real o posible. La falta de desprendimiento da, de hecho, una verdadera esclavitud por la posesión o el simple deseo de bienes materiales. Se olvida, como dice Clemente Alejandrino, que las riquezas «por su naturaleza son aptaspara servir, no para mandar» (o. c. en bibl.: PG 9,618). Es corriente, sin embargo, que al hablar de la libertad interior hacia las riquezas, en vez de llamar a esta actitud virtud de la p., se la denomina sobriedad (v. TEMPLANZA) que, en sentido estricto, es la moderación, especialmente en el comer y en el beber. Otras veces se denomina desprendimiento.
2. El sentido de la virtud cristiana de la pobreza.
Esta verdad natural para el conocimiento humano fue recogida y potenciada por el
cristianismo. Así, dice S. Ambrosio: «No todos los pobres son bienaventurados;
pues la pobreza de suyo es indiferente; puede haber pobres malos y buenos» (o.
c. en bibl. 255). Sin embargo, en los últimos siglos y especialmente en obras de
autores religiosos en los tratados de Moral, esta virtud se ha desarrollado
fundamentalmente según el modo propio de vivirla de los mismos religiosos, sin
que falte, ciertamente, un tratamiento más amplio. Ya S. Tomás, siguiendo a S.
Ambrosio y a S. Jerónimo habla de p. de espíritu (cfr. Sum. Th. 2-2 q19 a12) y
parece claro que esta pobreza de espíritu sea el meollo de la virtud cristiana
de la p., es decir, aquella virtud que ordena la conducta del cristiano en
relación con el uso y posesión de los bienes materiales.
a. Espíritu evangélico de pobreza. Lo que esencialmente define la virtud de la
p., tal como la vivió y enseñó Jesucristo, es el desprendimiento efectivo de los
bienes materiales y la ayuda a los demás con los bienes que se poseen, y ambas
cosas como manifestación del amor de Dios.
La enseñanza de Jesucristo es clara y abundante, con hechos y palabras. Tanto el
lugar como la época de su nacimiento manifiestan claramente un deseo de vivir
entre los hombres con muchas limitaciones materiales. El nacimiento en Belén, la
huida a Egipto, la ofrenda que hicieron la Virgen y S. José en el Templo
reflejan la condición social que eligió. Su oficio de artesano representaba una
dedicación manual a diversos trabajos, entre los cuales, probablemente, se
encontraría el de carpintero. El Señor aceptó la ley del trabajo señalada en Gen
2,15 y la concretó en un oficio manual.
A la vez Jesucristo asiste a las bodás de Caná (lo 2,211); tenía amistad con
publicanos y pecadores y no se negaba a comer con ellos (Mc 2,16); se deja ungir
por la hermana de Lázaro (lo 12,1-11) y por una pecadora y echará en cara al
anfitrión la falta de una serie de detalles de delicadeza: el agua para lavarse
los pies, el beso de la paz, el aceite para ungirse, etc. (Lc 7,36-45); entre
las mujeres que atendían a Jesús con sus bienes estaba la mujer de Cusa, el
administrador de Herodes (Le 8,3); por su relación con Zaqueo asiste a los
convites de su casa (Lc 19,1-10); los fariseos, que criticarán a S. Juan
Bautista por austero, no entenderán esta actitud y llamarán a Nuestro Señor
glotón y bebedor (Mt 11, 16-19); en la Cruz los verdugos prefieren no romper la
túnica, que sería de cierta calidad (lo 19,23-24); será ungido por José de
Arimatea y Nicodemo con mirra y áloes, como unas 100 libras (cfr. lo 19,38-41),
y será enterrado en un sepulcro que era nuevo excavado en la roca viva, etc.
Todos estos detalles demuestran cómo la p. de Cristo no era simple privación. El
Señor vivía en el mundo, se relacionaba con los hombres, usaba de medios
materiales para su misión apostólica, cuya administración dejaba en manos de los
discípulos, en concreto de Judas. Y, sin embargo, el despego de esos bienes
materiales era total: «las raposas tienen cuevas, y las aves del cielo, nidos;
pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20).
b. Características.
1) Desprendimiento. Al tratar de la virtud natural de la p., hemos señalado que
busca esencialmente la libertad interior frente a las cosas materiales. La
elevación que produce la gracia en la naturaleza humana transforma esa actitud
en algo más profundo, dirigiéndolo hacia un ideal más alto: una honda confianza
y abandono en Dios. La fe ayuda a captar en el espíritu de p. no sólo la
necesidad de conseguir libertad frente a sí mismo, para poder servir a Dios,
sino para poder vivir en la libertad de los hijos de Dios. Al renunciar el
cristiano a la dependencia excesiva de los bienes materiales, no sólo se siente
más libre de las cosas, sino que realmente se apoya más en su Padre Dios.
Adquiere así un nuevo valor la promesa hecha por el Señor sobre la confianza que
se ha de tener en su Providencia: «... tras estas cosas (los bienes materiales)
andan solícitos los gentiles. Que bien sabe vuestro Padre Celestial que tenéis
de ellas necesidad» (Mt 6,32).
El cristiano renuncia a los bienes, se despega de ellos, por esperar en Dios y
por amar a Dios. Se da cuenta, lo vive, que Dios es el dueño de los hombres y de
las cosas. Por esto dirá S. Pablo: «Todo es vuestro; y vosotros de Cristo, y
Cristo de Dios» (1 Cor 3,23).
2) Ayuda a los demás. Desde los primeros testimonios de la Tradición, se
señalará cuál es el sentido del texto del pasaje del joven rico en relación con
las exigencias generales de los cristianos. Así, Clemente Alejandrino (o. c. en
bibl.: PG 9,603) comenta que el precepto del Señor para el joven rico no es para
todos; lo mismo expone S. Agustín en la Epístola 157 (cfr. o. c. en bibl., 407
ss.). S. Juan Crisóstomo dirá: «no basta, pues, despreciar las riquezas, sino
que hay también que alimentar a los pobres, y principalmente hay que seguir a
_Cristo, es decir, hacer cuanto Él nos ha mandado: estar dispuestos a derramar
la sangre y soportar la muerte cotidiana». Y más adelante añade: «¿Qué dice a
esto Cristo? ¡Qué difícilmente entrarán los ricos en el reino de los cielos! Lo
cual no es hablar contra las riquezas, sino contra los que se dejan dominar por
ellas» (o. c. en bibl., 307-308).
En resumen, podemos decir que no es necesario entregar los bienes materiales que
se poseen ni para vivir bien la virtud de la p., ni para ser santo, y conviene
recordar que la santidad es una y la misma para todos. Pero siempre la p.
exigirá un despego material que debe notarse y, además, en el cristiano debe
proyectarse en una ayuda a los demás (v. LIMOSNA), en una solidaridad, que es
siempre necesaria para quien sabe que sólo hay una familia: la de los hijos de
Dios. En este sentido el Catecismo de San Pío V (IV, c. XIII, n° 15 y 16)
comenta así la cuarta petición del Padrenuestro `El pan nuestro de cada día
dánosle hoy': «De aquí que también los ricos y poderosos tengan obligación de
pedir lo que necesitan, aunque parezca que nada les falta. Si es cierto que
abundan en bienes, no lo es menos que todo lo recibieron de Dios y que además a
Él deben suplicar y sólo de Él deben esperar su conservación. `A los ricos de
este mundo -escribe S. Pablo- encárgales que no sean altivos ni pongan su
confianza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, que abundantemente
nos provee de todo para que lo disfrutemos' (1 Tim 6,17). San Juan Crisóstomo
(PG 51,46) comenta así la palabra dánosle: `Con ella pedimos no sólo que nos sea
concedido lo necesario para vivir, sino también que nos sea concedido por Dios;
por aquel Dios que, infundiendo al pan cotidiano su poder nutritivo y saludable,
hace que el alimento sirva al cuerpo, y el cuerpo al alma. Decimos dánosle y no
dámelo, porque es exigencia de la caridad cristiana pensar en las necesidades
ajenas y preocuparse de los intereses del prójimo además de los propios. Tanto
más que el Señor nos concede sus bienes no para que nos sirvan egoístamente a
nosotros solos, sino para que nos sirvamos de ellos para el bien y la caridad de
los hermanos necesitados. Esta es la doctrina constante de los Padres; S.
Basilio y S. Ambrosio escriben: 'El pan que te ha sido concedido y que tú
escondes, es de los hambrientos; y el vestido que guardas con llave en tus
armarios, es de los hombres desnudos; y el dinero que ocultas bajo tierra, es
rescate y liberación de los pobres. Ten bien entendido que robas cuantos bienes
puedes dar y no quieres' (PG 31,262 ss.)».
3) Sacrificio. Los dos aspectos señalados
-desprendimiento y ayuda a los demás- se centran en una palabra: sacrificio. La
p. que no cuesta, no se vive. El cristiano deberá prescindir de lo superfluo, de
las comodidades y caprichos innecesarios, de la tendencia desordenada al
bienestar, del lujo (v.). Si no descubre a Dios en las pequeñas -y grandes-
renuncias, no vive la p. «No amas la pobreza si no amas lo que la pobreza lleva
consigo» (1. Escrivá de Balaguer, Camino, 23 ed. Madrid 1965, n. 637). Muchas
veces deberán soportarse incomodidades, pérdidas de tiempo, etc., que serán una
maravillosa escuela de p. cristiana.
El sacrificio es imprescindible para estar desprendido y para ayudar a los
demás. Sin embargo, no agota el contenido de la p. cristiana. El considerarse
administrador de los bienes materiales -que, como todos los bienes, son de Dios-
exige otra segunda disposición, que en definitiva también fijará y manifestará
el espíritu de sacrificio, y que relaciona la p. con el trabajo, con el
aprovechamiento del tiempo: lo que podríamos llamar «aspecto positivo de la
pobreza», del que trataremos más adelante (v. 3).
4) Naturalidad en el modo de vivirla. Es
interesante, por último, recalcar que una de las dificultades para captar la
virtud de la p. -tanto natural como la cristiana- es el hecho de que en algunos
casos a las situaciones de p. se suele asociar una falta de formación humana -en
su sentido más amplio- que se refleja en la falta de cuidado personal, del
hogar, etc. (v. AUPURISMO). Esto lleva, a veces, a la confusión de la p.
material y la virtud de la p. y a asociar la p. material con la falta de
limpieza. En otros casos se trata de personas que buscan adquirir o manifestar
esta virtud por medios inadecuados. De ordinario se debe a simple ignorancia
sobre la naturaleza de la virtud de la p.; en otras ocasiones podrá tratarse de
actitudes más confusas y poco sobrenaturales. Habitualmente la virtud de la p.
en un cristiano -si es que desea vivirla- sólo será percibida por quien está más
cerca de él; a veces, el mejor modelo de p. es un padre o una madre de familia
numerosa y pobre, que se desviven por sus hijos, y les sacan adelante con
esfuerzo, sin que los demás se enteren de las necesidades reales que sufren (cfr.
1. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 9 ed., Madrid 1973, n. III).
c. Conclusión. Por tanto, podemos decir que todos los cristianos, al ser
llamados a la santidad y al apostolado, deben vivir el espíritu de p., cada uno
de acuerdo con sus circunstancias personales y su específica vocación; el
cristiano ha de comportarse sabiendo que «no tenemos aquí morada permanente» (Heb
13,14), y que los bienes -materiales y espirituales- que el Señor da, son una
prueba más de que Cristo pone a cada uno de sus discípulos al frente de una
parte de su hacienda para administrarla, distribuyendo sus frutos en el momento
oportuno (cfr. Le 12,42). El apegamiento a los bienes materiales es una barrera
para encontrar a Dios, y los que tengan bienes materiales deben hacer partícipes
a los demás de esos bienes, de acuerdo con las condiciones de cada uno.
Cuando el cristiano se apoya en exceso en las cosas materiales, se aparta de
Dios, bien por falta de ilusión, bien por falta de confianza, y demuestra así su
falta de amor de Dios. El no querer renunciar a algunas ventajas materiales le
provocará un oscurecimiento de la mente, un endurecimiento de la voluntad. De
ahí surgen todas las enseñanzas sobre los riesgos que encierran las riquezas,
tanto las poseídas como las que no se tienen, pero se desean. Por eso la p.
cristiana es una manifestación de amor de Dios, de esperanza y una expresión de
fe.
3. El rendimiento económico y la virtud de la
pobreza. Han sido razones simplemente históricas las que han llevado a los
teólogos a profundizar en el estudio de la p. entendida como despego de los
bienes, o en relación con la limosna (v.), el pecado de avaricia (v.), etc. Son
pocas las obras que tratan de la responsabilidad de los cristianos en el uso de
los bienes materiales, es decir, en la fructificación. El tema del rendimiento
económico (v. RIQUEZA) se ha visto muchas veces como algo incompatible con la
virtud. Ha habido teólogos que han señalado el mundo de la empresa. o de los
negocios como algo moralmente peligroso e incluso, a veces, condenable. Hasta
hace muy pocos años no se han levantado voces que lo señalan como verdaderamente
santificable.
Parece conveniente recordar el mandato de Dios en la S. E.: «Creced y
multiplicaos, y llenad la tierra, y enseñoreaos de ella, dominad los peces del
mar y las aves del cielo y todos los animales que se mueven sobre la tierra»
(Gen 1,28). Los cristianos deben, junto a los demás conciudadanos, realizar esta
misión sintiendo una especial responsabilidad. Las enseñanzas de los Padres de
la Iglesia se centran también en este aspecto: el bien que se puede hacer a los
demás con las riquezas. Véase, p. ej., Clemente Alejandrino, S. Agustín (Sermón
14, o. c. en bibl. 679). Es ilustrativo el texto de S. Ambrosio: «' ¡Ay, de
vosotros, ricos, que ya tenéis vuestro consuelo...!'; sin embargo, a los que F I
condena por la autoridad de la sentencia celestial no son a los que tienen
riquezas, sino a los que no saben usarlas» (o. c. en bibl. 262). Argumento
similar utilizará S. Tomás: «las riquezas son buenas en cuanto son útiles al
ejercicio de la virtud; mas si excede esta medida de manera que impida el
ejercicio de la virtud, no han de computarse entre las cosas buenas, sino entre
las malas. De aquí que para algunos que usan de ellas para la virtud sea bueno
poseer riquezas, mientras que para otros, que por ellas se apartan de la virtud,
ya por demasiada solicitud, ya por el demasiado apego a las mismas o por la
distracción de la mente que de ellas proviene, es malo poseerlas» (Contra
Gentes, III,133).
En los casos mencionados, la atención se centra más en el buen uso de los bienes
que en el de su fructificación, pero es evidente que si las riquezas son buenas
en cuanto son instrumentos para el bien, el mejorar el uso de este instrumento
constituye un medio para extender igualmente el bien.
Al desarrollarse en la vida de la Iglesia la espiritualidad laical (v. LAICOS),
que permite realmente -y no sólo en teoría- la búsqueda de la santificación en
todas las tareas humanas dignas, es lógico que se vaya desarrollando también el
tema de la p. «en sentido positivo», la p. como rendimiento. Si el hombre tiene
que dominar la tierra, corresponde a los fieles que no se apartaron del mundo
llevar a cabo la consecratio mundi. Por este motivo será santificable el mundo
de la empresa, de las finanzas, de los negocios.
Se ve de manera obvia que el hombre necesita de los bienes de la tierra -por
algo tiene cuerpo- y a través de las realidades materiales podemos buscar y
encontrar a Dios. Las escenas que narra el Evangelio sobre la parábola de las
minas (cfr. Le 19,11-27), lo mismo que la de los talentos (cfr. Mt 25,14-30),
señalan la necesidad de buscar la fructificación de los medios que da la
naturaleza, bien espontáneamente, bien por medio de un trabajo (v. TRABAJO
HUMANO VII). Sólo de esta forma será posible la santificación, la búsqueda de la
plenitud de la vida cristiana. En el Conc. Vaticano II, se señala que los
seglares «procuren, pues, seriamente, que por sus competencia en los asuntos
profanos y por su actividad, elevada desde dentro por la gracia de Cristo, los
bienes creados se desarrollen al servicio de todos y de cada uno de ellos...»
(Const. Lumen gentium, 36). Es decir, lo que el Señor dijo en las dos parábolas
citadas, los cristianos deben ponerlo por obra también a través de las
actividades económicas, sabiendo que dichas actividades tienen capacidad para
ser campo y medio de santificación.
Al insistir la Iglesia en la llamada universal a la santidad y al apostolado,
parece conveniente entender la p. no sólo como desprendimiento, sino también
tomarse en sentido activo, en sentido positivo: los cristianos tanto individual
como colectivamente deben contribuir al bienestar de la humanidad. Sólo la
producción de bienes puede facilitar la ayuda económica, y cuanto más se
produzca, más se facilitará el bienestar material, el cual aunque no es lo más
importante es un medio para servir a Dios.
Otro tema distinto es la estructura social en la cual esta producción y
rendimiento económico deberán llevarse a cabo. La que se adopte deberá regirse
por los principios cristianos, cuyo olvido ha producido ya grandes desgracias a
la familia humana. Además, los empresarios y financieros cristianos deberán ser
competentes en su materia, no olvidando nunca el punto de mira cristiano en su
trabajo. Incluso en lo humano, fracasa quien ve en el trabajo, en un negocio o
en un capital, un medio exclusivo para ganar dinero: esta actividad miope no
lleva a Dios ni hace realmente felices, se limita a mantener al hombre en un
nivel ínfimo que quita horizontes, pues falta la fuerza esencial del espíritu de
p. cristiano que tan relacionado está con las virtudes teologales. También aquí
tiene aplicación la enseñanza del Señor: «Buscad primero el Reino de Dios y su
justicia y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33).
Podemos resumir estas ideas con las siguientes palabras: «Todo cristiano
corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos que pueden a
primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque
-hecha de cosas concretas-, que sea una profesión de fe en Dios, una
manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que
aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de
ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres,
de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el
mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas
creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el
ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de
las comunidades. Lograr la síntesis entre esos dos aspectos es -en buena parte-
cuestión personal, cuestión de vida interior, para juzgar en cada momento para
encontrar en cada caso lo que Dios nos pide» (J. Escrivá de Balaguer,
Conversaciones, 9 ed. Madrid 1973, n. 110).
4. La pobreza según el espíritu de los religiosos. Se ha señalado más arriba la
doctrina sobre la p. que afecta a todos los cristianos, pero se ha visto también
que elSeñor pidió al «joven rico», para su santidad personal, una entrega
efectiva de los bienes. Sabemos que la comunidad de Jerusalén vivió también un
desprendimiento material en sus bienes, y los anacoretas del desierto, lo mismo
que los monjes y religiosos -siguiendo cada uno su propia vocación-, han dado
maravillosas muestras de santidad, con manifestaciones de p. muchas veces
heroicas. La Iglesia se ha adornado así, a lo largo de los siglos, con las
virtudes de muchos cristianos que han entregado sus bienes, a veces de forma
privada, a veces de forma pública, mediante la emisión del voto de p. Una gran
tradición cristiana ha llamado, a veces, pobreza voluntaria a uno de los
consejos evangélicos (v.), que en muchas ocasiones se han reducido a tres, pero
que no agotan el contenido de los consejos que nos da el Señor en el Evangelio.
Este modo de vivir la p., que no es más que una de las múltiples manifestaciones
de la virtud de la p. cristiana, consiste para los religiosos en renunciar, en
general, a los actos de propiedad y posesión sin permiso de los superiores
(suponiendo que aún se cuenta con un medio de sustentación) con diversas
graduaciones, que van desde la renuncia a la propiedad privada, a la renuncia de
la propiedad en común; en el primer caso se conserva la propiedad comunitaria.
Este medio resulta, para los que tienen vocación religiosa, de gran utilidad
para alcanzar la santidad, pues expresan de forma pública su apartamiento del
mundo y mostrar a los fieles su testimonio escatológico. El voto (v.) de p.
confirma la vida religiosa tanto en el ámbito de la propia conciencia, como en
el fuero externo, dentro de la legislación eclesiástica y, a veces, ante la ley
civil.
5. Misión de la Iglesia en su lucha contra la
pobreza material. La misión de la Iglesia es espiritual y sobrena. tural. Por
tanto, la Iglesia jerárquica no tiene como misión directa una lucha contra la
escasez de medios materiales, ni establecer la justicia social (v. JUSTICIA Iv).
Jesucristo dijo: «Mi Reino no es de este mundo» (lo 18,36) y se negó a ser juez
en la tarea de distribuir los bienes materiales (cfr. Le 12,13-14). La tarea de
la Iglesia apunta hacia la salvación eterna del hombre, de cada uno de ellos, y
al hablar de p. o al condenar las riquezas señala sus principios en el ámbito
moral-religioso y no en el político-social.
Sin embargo, los cristianos, en cuanto redimidos por Cristo, al buscar a Dios,
deben amar a los demás como a sí mismos, por lo que deben comprobar si su
actuación cara a todos los problemas de los demás -empezando por los
espirituales- está de acuerdo con las normas de la ley natural (v. LEY VII, E) y
de la Revelación (v.). Es significativo que el Señor diera de comer en dos
ocasiones a una muchedumbre, multiplicando peces y panes, pero también se debe
valorar el hecho de que aquellos hombres llevaban días siguiendo al Señor para
escuchar su palabra salvadora. Cuando, más adelante, buscan de nuevo a
Jesucristo los que se beneficiaron del milagro, les dice: «Vosotros me buscáis
no porque habéis visto milagros, sino porque habéis comido los panes y os habéis
saciado; procuraos no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece
hasta la vida eterna» (lo 6,26-27). Es decir, el cristiano no puede descuidar la
atención material de sus hermanos, pero sin olvidar la tarea primordial de la
búsqueda de su bien espiritual.
Los cristianos -de acuerdo con su capacidad, su trabajo, etc- tienen que influir
en el campo social y en la lucha contra la indigencia, en la mejor distribución
de bienes, pero su misión como cristianos no podrá ser nunca reducida a esto.
Por otra parte la historia ha mostrado cómo la Iglesia se ha preocupado de los
necesitados, de la atención de dispensarios, hospitales, etc., cuando la
sociedad o el Estado no podían o no sabían ejercer estas funciones que son de su
competencia. Por tanto, se ha tratado casi siempre de actividades en el ámbito
de la suplencia que, como es lógico, cesan cuando el Estado las asume como
propias (v. I, B).
Incluso en el campo de la actuación social de los cristianos, el fiel no podrá
esperar del Magisterio (v.) soluciones concretas que, por otra parte, es
necesario hacerlas con un elevado nivel de competencia técnica; a la Jerarquía
compete recordar los principios amplios de la doctrina y señalar si un
determinado orden social o comportamiento está de acuerdo o no con la enseñanza
de la Iglesia (v. Moral social, en MORAL III, 2).
6. Pobreza y culto divino. La Iglesia, al atender el
culto divino, siempre ha procurado dedicar a Dios una parte generosa de los
medios a su alcance. Ésta ha sido la constante enseñanza de los santos. Para
entender este aspecto del espíritu de p., conviene tener presente que el culto
divino es una acción de la Iglesia por cuyo medio se adora a Dios y se actualiza
la obra de nuestra Redención realizada por Jesucristo: la liturgia es como el
ejercicio del sacerdocio de Cristo. Por esto señala el Conc. Vaticano ll: «la
santa Madre Iglesia fue siempre amiga de las bellas artes, buscó constantemente
su noble servicio, principalmente para que las cosas destinadas al culto sagrado
fueran de verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las realidades
celestiales» (Const. Sacrosanctuni Concilium, 122).
Sólo la fe puede dictar lo que debe gastarse en el culto de Dios. El tema del
desprendimiento personal de los bienes para la búsqueda de Dios señala el
destino que, a veces, debe darse al dinero y determina la p. en el culto: al
Señor se le dedica lo mejor, aunque represente un esfuerzo. Basta recordar el
óbolo de la pobre viuda en el Templo de Jerusalén (cfr. Le 21,1-4).
La tradición de la Iglesia en lo que se refiere a la generosidad en el culto
permite entender con más claridad algunos textos del N. T., p. ej., al ungir
María a Jesús (cfr. lo 12,1-11). Nuestro Señor señaló que el dinero gastado en
el perfume era algo que agradecía y es significativo que sea judas Iscariotes
quien pone la excusa de los pobres, indicando así lo mezquino de su corazón:
«¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios y se dio a los
pobres?». Y continúa el texto sagrado: «Dijo esto no porque le importaran los
pobres, sino porque era ladrón, y como guardaba la bolsa, hurtaba lo que e¿ ella
se echaba».
V. t.: RIQUEZA; TRABAJO HUMANO VII.
R. RAMIS CABOT.
BIBL.: CLEMENTE ALEJANDRINO, Quis dives salvetur?, PG 9, 603-618; S. JUAN CRISÓSTOMO, Homilias sobre San Mateo (n. 20 y 63), ed. BAC, Madrid 1956; ID, De Lazaro concio secunda, PG 48,491; íD, Ne timueris..., PG 55,499; S. AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, ed. BAC, Madrid 1956; S. AGUSTÍN, Sermones 14 y 60, ed. BAC, VII, Madrid 1958; ID, Epístola 157, ed. BAC, Madrid 1953, XI; S. TOMÁS DE AQuINO, Suma Teológica, 2-2 q19 al2 y q32; íD, Contra Gentes, 1. 3, c. 130-135; S. BUENAVENTURA, Apología pauperum, ed. Quaracchi, VIII,233-330; E. Lio, Povertá, en Enciclopedia cattolica, IX, Ciudad del Vaticano 1952, 1867-1872; E. PIAT, El Evangelio de la pobreza, 2 ed. Madrid 1964; E. G.ARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, 3 ed. Buenos Aires 1944, 695704; G. CHEVROT, Las bienaventuranzas, Madrid 1970; I. DURAND, Vie commune et pauvreté chez les religieux, Roma 1953; G. ESCUDERo, El voto solemne de pobreza. Su historia, su naturaleza y su problemática actual, Madrid 1955; VARIOS, Revista «Palabra» n. 72-73, agosto-septiembre 1971 (n. monográfico sobre la pobreza, con arts. de A. MILLAN PUELLES, M. A. FUENTES MENDIOLA, M. GARRIDO BONANO, etc.).
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991