PERSECUCIONES ROMANAS
Con la expresión «p. r.» (usada a partir de Eusebio de Cesarea y sobre todo por
Orosio) se designa el conjunto de vejaciones que la Iglesia sufrió por parte del
Imperio Romano desde el a. 64, bajo Nerón (v.), hasta la época de Constantino
(v.), en la segunda década del s. iv, fundamentalmente bajo los emperadores
Nerón, Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Septimio Severo, Maximino Tracio,
Decio, Valeriano, Aureliano y Diocleciano. Las p. r. constituyen una serie de
medidas destinadas a limitar la extensión del cristianismo o a extirparlo
radicalmente del Imperio. Dichas p. llevaron a innumerables cristianos -los
mártires (v.)- a la muerte por confesar su fe.
La aproximación histórico-científica de la fisonomía de los mártires de
las p. r. debe construirse sobre una base doble: el ideal evangélico por una
parte, y por otra la sociedad romana. Las p. r. constituyen la resultante
histórica del choque del impulso universalista del cristianismo (V.) con las
estructuras del Imperio (V. ROMA III, 2) que en aquel entonces dominaba al
mundo.
Fundamentos evangélicos. En la base del cristianismo está Jesucristo (v.)
perseguido y muerto en la cruz. La persecución de que fue objeto Cristo fue
necesaria para el cumplimiento de su misión y para la realización del plan de
salvación (Lc 24,26). Los que se reconocen como discípulos suyos no pueden
aspirar a otro tratamiento (lo 15,20-21); Como irl y por Él son perseguidos (ib.
passim); en ellos revive Jesús su persecución (Act 9,4 ss.; Col 1,2-4). El
sufrir a semejanza de Cristo, el participar de su muerte lleva a la resurrección
y a la vida con él (Rom 6,4-9). La muerte significa una ganancia para el
discípulo de Cristo (Philp 1,21). Por ello sobreabundan de gozo en las
tribulaciones (2 Cor 12,10). La p. es por lo demás un preludio del fin de los
tiempos y de la venida del Señor (Lc 21); en aquel momento la ira de Dios se
desencadenará sobre los perseguidores (Apc 11,18), y los mártires vencerán «por
la sangre del Cordero, y por la palabra de su testimonio, menospreciando su vida
hasta morir» (Apc 12,11; v. MÁRTIR).
Fuentes. 1. Textos cristianos. Entre los textos cristianos más antiguos
que proporcionan indicaciones útiles a la historia de las p. r. cabe destacar:
Clemente Romano (v.) e Ignacio de Antioquía (v.), muertos a inicios del s. ii;
los Apologetas (V. PADRES DE LA IGLESIA III): poseemos fragmentos de una
apología del ateniense Cuadrato (v.) dirigida al Emperador Adriano (117-138), y
de otra parecida de Arístides (v.); a Antonino Pío están dedicadas las apologías
de S. Justino (v.), filósofo convertido al cristianismo, muerto en Roma; datan
del tiempo de Marco Aurelio (161-180) las defensas de Melitón de Sardes (v.), de
Milciades, de Atanágoras (v.) de Atenas y de Teófilo de Antioquía; la Epístola
anónima a Diogneto (v.) es de finales del s. Ii; Tertuliano (m. 220; v.) escribe
el Apologeticum, Ad nationes, Ad Scapulam; finalmente, el autor Minucio Félix
(v.), asimismo del s. lII, escribe Octavius. Entre los restantes autores
cristianos de los tiempos de las p. figuran Clemente de Alejandría (v.),
Orígenes (v.), Hipólito de Roma (v.), de nuevo Tertuliano que -fuera del campo
apologético- escribe entre otras obras el De fuga persecutione; S. Cipriano
(v.), autor de varias Cartas y del tratado De lapsis; y Lactancio (v.) que
escribió una narración muy viva sobre la p. de Diocleciano, el De mortibus
persecutorum; cabe citar también entre los escritores cristianos a Sulpicio
Severo (360-420), autor del Chronicon. De todos los textos relativos a las p. y
a los mártires, los más importantes son las Actas y Pasiones de los mártires (V.
ACTA MARTYRUM), y el Chronicon y la Historia Eclesiástica del primer historiador
y hagiógrafo cristiano Eusebio de Cesarea (263-340; v.): su obra posee un valor
inapreciable, pues sin ella ignoraríamos prácticamente la historia de la Iglesia
de los primeros tres siglos.
2. Autores paganos. Luciano de Samosata (m. antes del 200) con su opúsculo
De fine peregrini, Celso (v.) de quien se conoce su obra (La Verdadera Palabra)
contra los cristianos por la respuesta que mereció de Orígenes (Contra Celso), y
el neoplatónico Porfirio (m. 303) con su Adversus Christianos, son, entre otros,
autores que impugnan la religión y la moral de los cristianos. A través de sus
textos así como de las respuestas que provocan de parte de los apologetas
llegamos a conocer algunos detalles de la vida de los cristianos perseguidos de
los primeros siglos.
Quedan algunos otros pocos autores que si bien presentan únicamente raras
referencias al cristianismo, tienen, sin embargo, un interés decisivo para el
conocimiento de la historia de las p. r.: Plinio el joven (62-114; v.) en el
Libro X de sus Cartas, dirigidas al emperador Trajano durante su estancia en
Bitinia como Legado imperial; elhistoriador latino Tácito (m. ca. 120; v.) que
redactó los Anales desde la muerte de Augusto hasta la caída de Nerón; y
Suetonio (m. ca. 128; v.), autor de una Vida de los XII Césares.
Problemática que plantea la historia de las persecuciones. En la
historiografía de la p. r. se mezclan, pues, los relatos cristianos y los
paganos, las actas oficiales y testimonios de testigos presenciales, los relatos
posteriormente elaborados para completar documentos o rehacer otros perdidos, a
veces leyendas creadas en torno a algunos mártires, etc.
Ante este cúmulo de materiales de diverso valor se impone una crítica
histórica que trate de alcanzar la máxima aproximación posible a la realidad de
los sucesos. Compete al historiador representarse la conciencia de los
protagonistas -perseguidores y perseguidos- intentando distinguirla de las
imágenes que de ella se han formado generaciones posteriores. Se exige un
esfuerzo para situar el fenómeno de las p. en el contexto ideológico, político y
social de Roma. Su comprensión facilitará la explicación objetiva del choque del
Imperio con el cristianismo.
Por una parte, en los relatos paganos se descubre un desconocimiento de la
realidad del cristianismo, y muchas veces una deformación del mismo. Por otra en
los relatos cristianos se trata de una historia vivida en su carne; las p.
constituyen el pródromo del juicio y el martirio es la vía privilegiada para
llegar a su anhelada configuración con Cristo. Hay exageraciones acerca de la
mística del martirio en las corrientes heréticas del rigorismo montanista (p.
ej., Tertuliano) y novacionista (v. MONTANO; NOVACIANO), a las que falta la
serenidad de un S. Ignacio de Antioquía (v.) en el deseo del martirio. Las
fuentes literarias cristianas de la época son tributarias de este clima que a
veces colorea los relatos en un determinado sentido.
A estas advertencias hay que añadir otra, que lleva a usar con cautela
algunas fuentes literarias: es la cuestión de la elaboración y transmisión de
los textos. A la dificultad de conservación general de toda la producción
escrita de la época se sumó, en lo que se refiere a los escritos sobre las p. r.
cristianas o no, el hecho de que quienes podían apreciarlos e interesarse en su
custodia eran los perseguidos. Además se sabe que Diocleciano decretó la
destrucción de los escritos cristianos; por ello muchos textos sobrevivieron a
la época de las p. r. enteros o fragmentarios o incluidos en otras obras; otros
fueron perdidos. Más tarde, en épocas de más tranquilidad, se intentó la
reconstrucción de algunos de los textos desaparecidos a base de fragmentos y de
relaciones inciertas; de ahí que se llegara en algunos casos a suplir con la
consideración mística o la fábula la carencia de testimonios fidedignos.
Todo ello se completa con los restos arqueológicos, tumbas, inscripciones,
celebraciones litúrgicas en el aniversario de algunos mártires, etc., que el
historiador ha de saber comparar y compulsar para acercarse a los hechos (V.
HISTORIOGRAFÍA; HAGIOGRAFÍA).
El porqué de las persecuciones. ¿Por qué se dio persistentemente, durante
tres siglos, la enemistad del Imperio en contra de los cristianos? La cuestión
tiene un cariz político evidente. Además, ¿por qué la comunidad cristiana fue en
muchas ocasiones el blanco de los odios de las masas populares? Una respuesta
válida a nivel de la política oficial no explica necesariamente las reacciones
del pueblo.
1°) «Odium humani generis». Para descubrir el porqué de la opinión pública
en contra de los cristianos hay que acudir a textos paganos. Suctonio explica
que la expulsión de los judíos de Roma ordenada por Claudio hacia el a. 49-50
fue debida a «los disturbios originados en la ciudad por los judíos instigados
por un cierto Cresto» (Vita Claudii, n. 25,4), que los eruditos interpretan como
Cristo. La cita ilustra al mismo tiempo que la hostilidad del pueblo contra los
judíos, la oposición surgida en la judería de Roma en contra de la predicación
del Evangelio. Tácito cuenta que Nerón imputó el incendio de Roma a «individuos
detestables a causa de sus crímenes, llamados cristianos por el vulgo; fueron
considerados culpables menos por el crimen de incendio que por el odio al género
humano» (Anales, 15,44). Según el testimonio de Minucio Félix (Octavius,
8,4-9.3; 10,2) los cristianos fueron acusados de incesto -porque se llamaban
hermanos, y se amaban antes de conocerse-, de asesinato ritual y canibalismo; de
ateísmo -porque atacaban a los dioses paganos-; de odio a la humanidad -por
ilógicos, sacrílegos, por exaltar la virginidad-; y de formación de sociedades
secretas. Fueron estas acusaciones la causa más profunda de los motines
populares contra los cristianos. La doble hostilidad de una opinión pública
maldiciente y del ámbito intelectual que los menospreciaba, tendía a aislar a
los cristianos, reforzando así la hostilidad general. Los apologetas (v. PADRE
DE LA IGLESIA ni), por su parte, intentaron demostrar tanto la coherencia de la
fe cristiana como la participación normal efectiva de los cristianos en la vida
civil (Diogneto, 5).
2°) Las persecuciones romanas, problema político de la coexistencia entre
la Iglesia y el Estado. Los imperativos a que obedeció la evolución religiosa de
la Roma oficial fueron eminentemente políticos. Polibio confiesa ingenuamente
que la religión no es otra cosa que un instrumento en manos del poder político.
La intolerancia religiosa se manifiesta sólo cuando la aceptación de un culto o
de una religión representa una amenaza a la cohesión espiritual y política del
mundo romano. Con la expansión del cristianismo en el Imperio Romano entra en
acción una nueva fuerza religiosa que pronto iba a arrollar la política
religiosa tradicional de los romanos; los cristianos no podían limitarse a
confesar a Cristo como Dios particular de ellos, sino que tenían la conciencia
de que su Dios era el único verdadero, el salvador del mundo. Afirmaban que la
ley de Dios trasciende las leyes impuestas por los hombres. Sin embargo, vivían
inmersos en aquel mundo pagano («los cristianos no se distinguen de los demás
hombres ni por su tierra ni por su habla, ni por sus costumbres...», Diogneto,
5), y solamente se apartaban de todos los oficios y asuntos que podían
comprometer la pureza de su culto al único Dios verdadero. A los ojos de la
autoridad romana, que ignoraba el contenido del cristianismo, ser cristiano
significaba un rechazo del culto al emperador. El cristianismo constituía para
ellos una amenaza positiva de destrucción de la coherencia espiritual del
Imperio, apoyada en la divinización de los emperadores; significaba un foco de
subversión, un nuevo y hasta ahora desconocido crimen, que no podía permanecer
impune.
Fundamentos jurídicos. Roma se dio cuenta de su importancia para extirpar
de raíz la religión naciente. Con su política respecto al cristianismo se
proponía frenar su expansión y, al mismo tiempo, evitar el lanzarse a una
represión interminable e imposible en contra de una sociedad pacífica y
valerosa. En su oposición al cristianismo, su postura fue ambigua y
contradictoria. ¿Cuáles fueron los subterfugios jurídicos que alegó para
perseguir y condenar a los cristianos? Si en determinados momentos podía bastar
la imputación calumniosa de un crimen o atentado, esto no podía justificar la
persistente lucha anticristiana. Parece evidente que en el s. II tuvo vigor la
norma explicitada por Trajano y transmitida por Plinio: «En laindagación
judicial contra los cristianos no puede ser tomada una actitud general que diese
una norma fija. No se debe ir en busca de los cristianos. Si son denunciados y
convictos, hay que castigarlos, con la restricción de que el que niegue ser
cristiano y lo demuestre con hechos, es decir venerando a nuestros dioses, a
pesar de que queden sospechas en lo que se refiere al pasado, debe ser perdonado
al precio de su arrepentimiento. La presentación de escritos anónimos de
denuncia no debe ser tenida en cuenta, pues ello sería dar un mal ejemplo; esto
no se permite en nuestra época» (Plinio el Joven, Cartas, 10,96-97). Este texto
sobreentiende que el mero hecho de llamarse uno cristiano podía dar pie a la
condena; no se procesaba por crímenes pasados, puesto que la apostasía merecía
de ordinario la absolución del acusado. El escrupuloso respeto a las normas
jurídicas disimula mal el embarazo de Trajano: se declara la ilegalidad del
cristianismo, sin por ello estar dispuesto a reprimirlo. Si el texto citado da
cuenta de la práctica seguida y a seguir, queda por precisar la cuestión
fundamental: ¿en virtud de qué fundamento legal establece Trajano esta norma?, o
de un modo más general, ¿qué derecho rige la p. contra los cristianos en la
época que precedió el Edicto de p. de Decio? Creen algunos que fue en virtud de
la ley general que se aplicaba a los delitos de lesa majestad e impiedad (Le
Blant). Mommsen, sin contradecir la opinión anterior, atribuye la p. a una
aplicación del «ius coertionis» de que gozaban los magistrados en vista de
salvaguardar la seguridad del Imperio y el bienestar público. Otros, como
Callewaert, Leclercq y Allard, aceptan la existencia de una ley especial
anticristiana aplicada por Nerón en ocasión del incendio de Roma -el «institutum
Neronianum»- que decretaba la ilegalidad del cristianismo. La existencia, sin
embargo, de esta ley no está demostrada y es más bien improbable.
Historia de la persecución y mártires. 1) La primera p. r. que se dirige
explícitamente contra los cristianos conocida históricamente es la de Nerón.
Según el testimonio de Tácito (Anales, 15,44), fue ocasionada por el incendio de
Roma del a. 64; Nerón, para evitar la acusación de ser él mismo el autor,
decidió atribuir a los cristianos la quema de la ciudad. Los cristianos son
condenados a los suplicios reservados a los incendiarios. La tradición
eclesiástica, desde Clemente Romano (v.), sitúa en los tiempos de Nerón los
martirios de los apóstoles S. Pedro (v.) y S. Pablo (v.).
2) La tradición (Clemente Romano, Melitón de Sardes, Lactancio, etc.)
atribuye la segunda persecución a Domiciano (81-96; v.). Suetonio (Vita
Domitiani, n° 15) y Cassius Dio (Historia Romana, 67,4) hablan efectivamente de
la ejecución, por «ateísmo» y simpatía para con las «novedades judías», de
Flavio Clemente y de Acilio Glabrio, que había sido cónsul con Trajano; ¿se
trataba verdaderamente de cristianos? Eusebio (Hist. Ecl., 3,17-18) añade el
exilio de Flavia Domitila.
3) Los emperadores Nerva, Trajano, Adriano y Antonino Pío parece que no
tomaron espontáneamente medidas de p. contra los cristianos, lo cual no impidió
que por la fuerza de la opinión pública, algunos magistrados locales procedieran
a condenas de muerte, y que, según parece, motines populares llevaran cristianos
al martirio. En los años de Trajano, según Plinio en su consulta al Emperador
(ya citada), murieron los mártires de Bitinia. Eusebio (Hist. Eel., 3,33) habla
de varios mártires pero nombra únicamente a Simeón de Jerusalén y al insigne
Ignacio de Antioquía (v.). A través de S. Justino, Eusebio conoció un rescripto
de Adriano (117-138) dirigido, hacia el a. 125, al procónsul de Asia (Hist. Ecl.
4,8-9); el Emperador se mantiene en la postura de Trajano; quiere además
asegurar que se proceda con la máxima regularidad respecto de los cristianos
acusados. Bajo Antonino Pío (138-161) murió mártir S. Policarpo (v.) de Esmirna.
La apología y el texto del Pastor de Hermas (v.) fueron escritos en estos años y
revelan un clima de persecución. Justino de hecho habla de tres mártires
condenados por el prefecto romano Urbicus.
4) Bajo Marco Aurelio (161-180; v.) los cristianos tuvieron que sufrir las
consecuencias del furor del pueblo excitado por diversas calamidades naturales
que ocurrieron; los paganos las imputaron a los cristianos. El hecho que éstos
se negaran a participar a las rogativas paganas públicas decretadas por el
Emperador para obtener la gracia de los dioses y el cese de la peste y de la
sequedad aumentaba la hostilidad. Datan de esta época los mártires de Lyón (v.)
y Viena en las Galias (177-178), el martirio de S. Justino y compañeros (ca.
165). En aquel tiempo muchos cristianos fueron condenados a trabajos forzados:
«ad metalla». Bajo el mandato conjunto de Marco Aurelio y Cómodo sucumbieron los
mártires de Pérgamo. El Emperador Cómodo (180-192) tuvo ciertas simpatías
respecto a los cristianos; Marcia, su concubina, y otros personajes de la corte
o eran cristianos o tenían buenas relaciones con éstos. En el a. 180 mueren en
África los mártires Escilitanos (v.); entre 183 y 185, en Roma, el senador
Apolonio.
5) Con Septimio Severo (193-211; v.) se inaugura una nueva política de
persecución. Según su contemporáneo Tertuliano, se mostró en principio bastante
favorable a los cristianos. Pero ante la expansión que adquiría el cristianismo,
y previendo la importancia política que estaba en vías de conseguir la
organización supranacional eclesiástica, fue llevado a tomar una medida general
contra los cristianos. En aquel momento habría podido mediar seguramente un
compromiso entre la Iglesia cristiana y el Estado, quizá deseado incluso por el
mismo Emperador, pero la intransigencia manifiesta de los radicales y fanáticos,
sobre todo los montanistas, no lo habrían aceptado. En virtud del decreto de 202
los cristianos caen bajo un régimen estricto de vigilancia policíaca, y se les
prohíbe la aceptación de nuevos adeptos. Se conocen mal los efectos inmediatos
que tuvo este edicto en la práctica. En esta época aparece por primera vez el
martirio de catecúmenos. En estos mismos tiempos la Escuela teológica de
Alejandría se ve también perseguida. En Cartago, en el a. 203, sufren el
martirio las santas Perpetua (v.) y Felicidad, cuya Passio es muy bien conocida.
En diversas partes del Imperio tienen lugar insurrecciones populares: el pueblo
pretende adueñarse de los cementerios que pertenecían a los cristianos: ello
conduce a la sangre de nuevos mártires. Una hostilidad y una reacción del pueblo
parecidas dan razón asimismo de los mártires que sufrieron el martirio en el
periodo de Caracalla (211-217; v.). De Alejandro Severo se dice que «toleró a
los cristianos». Su sucesor, Maximino Tracio (235-238), por reacción contra la
corte de Alejandro -dice Eusebio- pretendió desorganizar la Iglesia eliminando
sus cabezas (Hist. Ecl., 6,28). Esta persecución no fue, sin embargo, muy
cruenta; el papa Ponciano y el presbítero Hipólito Romano (v.) fueron
deportados. Los mártires de Capadocia y Palestina fueron víctimas de causas
ajenas a la política persecutoria imperial.
6) La última fase de las p. r. fue inaugurada por Decio (249-251). A la
primera mitad del s. ni, época de expansión de la Iglesia, de penetración sobre
todo en las altas esferas sociales, sucede un periodo de persecución cruenta.
Decio se propone evitar la desintegración del Imperio amenazado del interior y
del exterior; decide en vista deello dar nuevo auge a las instituciones
tradicionales, entre las cuales está el culto pagano. Así, en el a. 250 ordena a
todos los ciudadanos del Imperio que participen unánimemente a un sacrificio
general. No se exige a los cristianos que renuncien a su fe, sino solamente que
cumplan lo ordenado y que, como todo el mundo, obtengan el certificado de haber
sacrificado a los dioses, o libellus. Ante las amenazas, muchos cristianos
ceden; son los «lapsi» (V. LAPSOS, CONTROVERSIAS DE LOS). Muchos más rehúsan
obedecer (los stantes) y son por ello torturados o condenados a muerte. La
persecución, sin embargo, fue breve y en definitiva poco cruenta; se puede citar
el martirio de S. Saturnino en Toulouse, el de S. Dionisio en París, etcétera,7)
Durante los primeros años de su gobierno, Valeriano (253-260) no molestó a los
cristianos. Pero en 257, con ánimo quizá de apoderarse de los bienes de la
Iglesia, el Emperador publicó un primer edicto de p. que apuntaba al clero:
Dionisio de Alejandría (v.) y S. Cipriano (v.) fueron exiliados. Al año
siguiente, un nuevo edicto prescribía la pena de muerte para los obispos,
presbíteros y diáconos que se negaran a sacrificar; condenaba asimismo a los
nobles y senadores a la confiscación de sus bienes y pérdida de cargos, a las
mujeres de la nobleza, y a los caesariani a los trabajos forzados: el objetivo
perseguido era evidentemente la supresión de la clase dirigente cristiana. S.
Cipriano -cuyas cartas facilitan estas informaciones- fue martirizado. Corrieron
la misma suerte el papa Sixto con sus diáconos, el obispo Fructuoso de Tarragona
y sus diáconos Augurio y Eulogio, los mártires de Lambese, de Cartago, etc. El
sucesor de Valerio, Galieno (260-268) promulgó un edicto de tolerancia, y los
cristianos vivieron un largo periodo de paz.
8) La última de las persecuciones romana es atribuida comúnmente a
Diocleciano (285-305; v.); su principal instigador fue, sin embargo, el César
Galerio. Fue la más cruel de las persecuciones. El 23 feb. 303, Diocleciano
promulga el primer edicto: a fin de impedir a los cristianos la celebración del
culto se ordena la destrucción de los edificios y libros sagrados, quedan
prohibidas las reuniones litúrgicas, y se privaba a los cristianos de todos los
honores y derechos cívicos. El Emperador quería inicialmente evitar el derrame
de sangre, lo cual no satisfizo a Galerio. Siguió un segundo edicto general a
fines de abril del mismo a. 303: ordenaba el encarcelamiento de los jefes de la
Iglesia. Un tercer edicto decretó la tortura y la misma pena capital para los
que no hubiesen sacrificado a los dioses. Finalmente, a comienzos del siguiente
año, y de nuevo por clara instigación de Galerio, un cuarto edicto ordenó un
sacrificio pagano general en todo el Imperio; el que se negase a participar se
hacía reo de pena de muerte o debía ser condenado a los trabajos forzados.
Cayeron víctimas de esta persecución innumerables mártires; los más conocidos de
Roma son S. Sebastián (v.) y S. Inés (vJ, Los Cuatro santos coronados (v.),
Félix y Adaucto, Pedro y Marcelino. En casi todo el Imperio fue derramada mucha
sangre, principalmente en Oriente; allí la persecución no cesó prácticamente
sino con la subida al trono de Constantino, en el a. 306. En España parece que
sufrieron martirio en esa época S. Vicente (v.), S. Eulalia de Mérida (v.), S.
Leocadia (v.), los «innumerables» mártires de Zaragoza (v.), etc.
9) En abril del a. 311, Galerio cayó enfermo. Licinio, que aspiraba a la
sucesión, buscó el apoyo de los cristianos, en vista de lo cual consiguió del
moribundo el edicto de tolerancia promulgado en Nicomedia. Con él se ponía fin
oficialmente a la p. Según el texto, transmitido por Lactancio y Eusebio,
Galerio reconoce el fracaso de su política ante la constancia de los cristianos.
Éstos, rechazando el culto a los dioses, se constituyen en una masa de gente sin
religión, en perjuicio de la unidad del Imperio. Galerio, «por pura bondad y
amor del género humano», les concede el perdón, les acuerda la libertad de ser
cristianos, así como la facultad de reconstruir los edificios para sus
reuniones, pero, añade, bajo la condición de que nada se hiciese contra el orden
público. El cristianismo por consiguiente deja de ser una religión prohibida, es
tolerado. Maximino Daya, a quien se había asignado el gobierno de Asia y Egipto,
siguió a pesar de todo persiguiendo a los cristianos; hasta que tuvo que
inclinarse ante el prestigio de Constantino que imperaba en Roma. Licinio,
tentado siempre por deseos de seguir persiguiendo los cristianos, para
congratularse con Constantino, con cuya hermana iba a casarse, aceptó la
política constantiniana en favor del cristianismo. Hallándose en Milán tuvo que
ir a hacer frente a las pretensiones de Maximino Daya. Derrotado éste en 313,
Licinio mandó a los habitantes de Bitinia y de Palestina una carta que completa
el edicto de Galerio: se concede la libertad de culto y se devuelven a los
cristianos los bienes que les habían sido confiscados. Este texto constituye el
llamado Edicto de Milán (v.).
Dinámica de la historia de las persecuciones romanas. La historia de las
p. r. se inicia cuando el cristianismo naciente abre una brecha en la unidad
política, de base pagana, del Imperio Romano. El Evangelio o buena nueva de
salvación para todos los hombres se opone a la aspiración totalitaria del poder
político. En el transcurso de los tres primeros siglos de nuestra era el
cristiano vive la tensión personal entre una lealtad política al emperador
divinizado y el impulso evangélico que le anima; la historia de esta época es la
resultante de la tensión existente entre aspiración a la salvación universal y
la pretensión de un pueblo al monopolio de la prosperidad y la religión. Las p.
r. son la consecuencia del choque de las ansias cristianas jamás satisfechas,
.que apuntan constantemente a un más allá de toda situación concreta, con el
mesianismo romano puesto de manifiesto en la identificación del poder político
con el poder religioso y espiritual en general.
V. t.: PERSECUCIONES A LOS CRISTIANOS; MÁRTIRES; MARTIROLOGIO; PADRES DE
LA IGLESIA 111 (P. Apologistas). Además de los citados en el artículo, hay otros
muchos mártires que sufrieron martirio durante las persecuciones que tienen voz
propia en esta Enciclopedia (algunos cuyas Actas no tienen suficiente
consistencia histórica): v. ÁGUEDA; APOLONIA; BLAS, CATALINA DE ALE/ANDRíA;
CECILIA; COSME Y DAMIÁN; CRISTÓBAL; ENGRACIA; EULALIA DE BARCELONA; JUAN Y
PABLO; JUSTA Y RUFINA; MARCELO; SEGASTE, MÁRTIRES DE; TARSICIO; úRSULA, VALENTíN,
CtC.
BIBL.: De carácter general: H. LECLERCQ, Persécutions, en DACL, 14,523-594; P. ALLARD, Histoire des Persécutions, 5 vol., París 1903-1909; J. MOREAU, La persécution du Christianisme dans 1'Enrpire Romain, 3 ed. Bruselas 1964; W. FERND, Martyrdom and Persecution in the Early Church, Oxford 1965; P. R. COLEMANNORTON, Roman State and Christian Church, 3 vol. Londres 1966; J. BEAUIEu, L'incendie de Rome en 64 et les chrétiens, Bruselas 1960; B. LLORCA, Historia de la Iglesia Católica, I, Edad Antigua, 4 ed. Madrid 1964, 160-194; 271-307; M. MESLIN, Le christianisme dans 1'Empire Romain, París 1970.
R. CIVIL DESVEUS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991