PENTECOSTÉS II. LITURGIA


1. Origen e historia de la fiesta de Pentecostés. Dos oraciones conservadas en el Sacramentarlo leoniano sintetizan el sentido completo de la fiesta de P.: «El sacramento pascual está contenido en el misterio de los 50 días» que siguen a la solemnidad de la Pascua (v.); «el misterio pascual llega a su perfección por la plenitud del misterio de este día», de P. (ed. L. K. Mohlberg, Sacramentarium Veronense, Roma 195556, no 191 y 210, 24 y 27). Sobre esas bases nacerá y se organizará la fiesta cristiana de P., que conmemora el acontecimiento de la efusión del Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesucristo; según los Hechos de los Apóstoles (2,1 ss.), la venida del Espíritu Santo coincidió con la festividad hebrea de P. (2,1 ss.) unos 50 días después de la Pascua (v.I).
      Hasta el s. III, toda mención de P. en los textos y documentos cristianos designa ese periodo de 50 días que, como un domingo continuo de siete semanas, prolonga la solemnidad de la Pascua; es el «espacio de la alegría», según la terminología empleada por los Padres de la Iglesia. La festividad de la Pascua comprende el misterio completo de la muerte y resurrección del Señor, siendo P. un aspecto del mismo, no desglosado en una «memoria» especial. Con la Ascensión (v.) del Señor, P. es el coronamiento inseparable de la gran «manifestación» abierta por la Resurrección (v.) de Jesucristo, el complemento de la revelación de la nueva Alianza entre Dios y los hombres. Los diferentes ritos, orientales y occidentales, se han mantenido fieles, en parte por lo menos, a la tradición de leer en el transcurso de la cincuentena pascual el libro de los Hechos de los Apóstoles con el testimonio de P., y el Evangelio de S. Juan con una selección de los pasajes relativos a la promesa y comunicación del Espíritu Santo.
      Con el tiempo, ya en el s. Iv, encontramos testimonios más explícitos acerca de la fiesta estrictamente dicha de P., es decir de la festividad conclusiva de la cincuentena:Hacia el a. 379, S. Gregorio Nacianceno explicaba a sus fieles: «Las semanas de los días engendran Pentecostés... Siete multiplicado por siete da cincuenta; hay un número de más, pero nosotros lo tomamos del siglo venidero, el cual es el octavo día y el primero, o mejor, el único y eterno día... Nosotros celebramos Pentecostés, el descenso del Espíritu, el advenimiento de la promesa, la santificación de la esperanza» (PG 36,432 y 436). En la obra romana conocida con el nombre de Ambrosiaster o Ambrosiastro (v.), escrita ca. 366-384, leemos: «He aquí el significado de Pentecostés, que corresponde al cincuenteno día después de la Pascua: de la misma manera que después de una semana el primer día es el domingo, en el cual se cumplió el misterio de la Pascua para la redención y la salvación del género humano... así también después de siete semanas llega el primer día, que es el de Pentecostés; sólo puede caer en domingo, para que se conozca que lo referente a la salvación de la humanidad se ha empezado y realizado en domingo... De la misma manera que el cordero es la figura de la pasión del Señor en el sacramento de la Pascua, así también el don de la Ley es el de la predicación evangélica. Pues fue el mismo día, el día de Pentecostés, que la Ley fue dada y que el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos... a fin de que sepan predicar la ley evangélica» (ed. A. Souter en CSEL 50, Viena 1908, 167-168).
      En la celebración de la fiesta de P., que reflejan esos textos, se hallan mezclados diversos elementos: valor preeminente del domingo, sentido alegórico de la cincuentena pascual, cumplimiento de las figuras del A. T., alcance de la festividad conclusiva; y se subrayan las relaciones del P. del A. T. con el P. del N. T.: de un modo paralelo a lo que el sacrificio del cordero pascual significaba respecto a la Alianza del Sinaí (conmemorada también el día de P. del A. T.), el sacrificio de Cristo (muerte y resurrección) o Pascua cristiana se refiere a P., a la proclamación de la nueva Alianza.
      De la misma época, y aún de una época posterior, sabemos que algunas comunidades cristianas celebraban la festividad de la Ascensión del Señor el cincuenteno día del tiempo pascual; parece, pues, que coexistieron dos tradiciones con diferencias de fechas por algunos años (v. ASCENSIÓN). Las divergencias pueden provenir de una doble interpretación de las narraciones bíblicas sobre los acontecimientos de la Ascensión y de P., o de diferentes matices sobre los puntos culminantes de la manifestación del misterio pascual. A principios del s. v, en la iglesia de Jerusalén, se celebra todavía una memoria de la Ascensión el día de P., pero a mediados del mismo siglo, según un Leccionario armeno, la temática de P. es ya la única que prevalece (R. Cabie, o. c. en la bibl. 169-170).
      En Oriente la fiesta de P. irá evolucionando hasta convertirse en una solemnidad, marcada por la acción de gracias a la Sma. Trinidad, de la que proceden los beneficios recibidos de la redención; la obra concreta del Espíritu Santo será más expresamente celebrada el lunes de Pentecostés. Por lo que se refiere a Roma y a las iglesias occidentales en general, durante el s. v la fiesta propia de P. está ya bien documentada y constituida. P. continúa siendo la clausura de la cincuentena, con relaciones a ese periodo, pero toma el carácter de una segunda Pascua, con privilegios semejantes: la fiesta comportará una Vigilia litúrgica semejante a la de Pascua (v.), en la cual se administrarán los Sacramentos de la iniciación cristiana.
      Con las reformas litúrgicas, de la Semana Santa (v.) del año 1955 y las posteriores al Vaticano II, se suprimió la Vigilia de P. paralela a la de Pascua; si bien en 1955 se conservó la Misa correspondiente a esa Vigilia, toda ella alusiva al Bautismo, como don del Espíritu Santo; en el nuevo Misal publicado en 1970 se conserva un formulario propio para la Misa vespertina de la vigilia, que evoca varios aspectos del Bautismo, aunque no en primer plano. Durante muchos siglos la fiesta de P. ha tenido también una octava (v.) similar a la de Pascua, con un carácter bautismal muy marcado, y que fue mantenida en la reforma de 1955; sin embargo, aparece suprimida en los libros litúrgicos posteriores a 1970, así como las Témporas (v.) que coincidían con ella, quedando reducido el ciclo pascual a la cincuentena estricta.
      2. Significado de la fiesta de Pentecostés. Para abarcar el pleno significado de la celebración de la «memoria» de P., hemos de tener en cuenta que la fiesta continúa estando íntimamente unida a la cincuentena pascual. Toda la cincuentena pascual explica y realiza el «misterio» contenido en P.: la glorificación de Jesucristo (Resurrección, Ascensión) con la transformación que trae consigo de los hombres, obrada por su Espíritu (P.), son los temas centrales de la liturgia del tiempo que prolonba la solemnidad de la Pascua. Por otra parte, P. es el domingo que clausura el «espacio de la alegría». Como signo expresivo, las liturgias orientales han conservado la costumbre antigua, testificada ya en el s. v por la iglesia de Jerusalén, de invitar a los fieles a hacer tres genuflexiones, después de la lectura del Evangelio o a la hora del Lucernario; con este gesto se quiere indicar, por lo menos en su concepción original, que empieza de nuevo el tiempo normal de «penitencia».
      Fijándonos concretamente en el contenido litúrgico de la fiesta de P., vemos que se desarrollan dos temas centrales: el cumplimiento definitivo de la Nueva Alianza (v.) entre Dios y los hombres, entre el Padre y sus hijos, por mediación de Jesucristo y en el Espíritu Santo; y la manifestación de la Iglesia, ante el mundo, fundada con la Palabra y la Sangre del Redentor, y garantizada por el testimonio del Espíritu Santo, quien impulsa a los Apóstoles a predicar «las maravillas de Dios» y a dar sus vidas para participar plenamente en la Resurrección de Jesucristo (v. i, 2bc). Ambos temas se encuentran mezclados, sobre todo en las lecturas.
      Para la primera lectura de la Misa vespertina de la vigilia de P., los nuevos leccionarios ofrecen cuatro posibilidades: a) Gen 11,1-9, con el tema de la torre de Babel, al que hace relación una de las colectas, tomada del Sacramentario Gelasiano Vetus: «te pedimos que los pueblos divididos por el odio y el pecado se congreguen por medio de tu Espíritu y que las diversas lenguas encuentren su unidad en la confesión de tu nombre», con lo cual se manifiesta que P. es la antítesis y corrección de Babel; b) Ex 19,3-8a.16-20b que alude a la bajada del Señor en el Sinaí a la vista de todo el pueblo; c) Ez 37,1-4 que trata de la visión de los huesos secos a los que Dios infunde un espíritu nuevo; d) Joel 2,28-32 que profetiza la venida del Espíritu de Dios sobre los hombres, tema vinculado a P. desde muy antiguo. Después se lee el pasaje de la Carta a los Romanos (8,22-27) en el que S. Pablo enseña que el Espíritu ayuda en la oración e intercede por nosotros con gemidos inenarrables. Finalmente, la lectura evangélica (lo 7,37-39) habla del Espíritu que habían de recibir los creyentes en Cristo, como «torrentes de aguas vivas», alusión al Bautismo que ciertamente es más explícita en la otra colecta (del s. ix al menos), a elegir en la misma Misa de la vigilia: «Dios Todopoderoso, brille sobre nosotros el esplendor de tu gloria y que el Espíritu Santo, luz de tu luz, fortalezca los corazones de los regenerados por tu gracia». El tema del amor, que es el atributo peculiar del Espíritu Santo, se encuentra en la antífona de entrada: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5; 10,11); aparece de nuevo en la oración sobre las ofrendas, compuesta con elementos del Sacramentario Veronense: «Sobre estos dones que te presentamos, Señor, derrama la bendición de tu Espíritu, para que tu Iglesia quede inundada de tu amor y sea ante todo el mundo el signo visible de la Salvación»; algo también se refleja en la poscomunión, tomada del Sacramentario Bergamasco, en la que se pide al Señor nos comunique «el mismo ardor del Espíritu Santo que tan maravillosamente inflamó a los Apóstoles».
      Los diferentes ritos proponen como Epístola del día de P. el texto que narra el hecho histórico de la venida del Espíritu Santo sobre el Colegio Apostólico (Act 2,111) (primera lectura en los nuevos leccionarios), texto comentado por los Padres y la tradición cristiana haciendo ver el paralelismo y diferencias entre la Antigua y Nueva Alianzas; en la primera se recibe la Ley en el temible monte del Sinaí, grabada en tablas de piedra; en la segunda, se recibe en la intimidad del Cenáculo y se inscribe en los corazones con el fuego del Espíritu. Otras lecturas se refieren al «don» del Espíritu Santo, como participación de la vida íntima de Dios; así los textos evangélicos para la fiesta de P., en los ritos orientales y en los occidentales, son fragmentos del discurso o palabras de despedida de Jesucristo en la última Cena, o de ocasiones paralelas, que hablan de la comunión con la vida intratrinitaria divina, al ser inserido en ella el hombre transformado por la gracia del Espíritu. En los nuevos leccionarios, la segunda lectura habla del Espíritu Santo como principio de unidad no obstante la diversidad de ministerios en la Iglesia (1 Cor 12,3b-7.12-13); y la tercera, la del Evangelio (lo 20,19-23), es la del momento en que Cristo exhaló su aliento sobre los Apóstoles después de la Resurrección, comunicándoles el Espíritu Santo y la facultad de perdonar los pecados.
      Toda la liturgia de P. es un canto de admiración a la obra del Espíritu Santo. Especialmente con los Salmos 47, 67 y 103 la Iglesia expresa su glorificación a Dios porque su voz y su presencia han llegado, desde el día de P., a todos los confines de la Tierra como signo de la Redención universal: «Por eso, con alegría inmensa, todo el mundo exulta» (prefacio de la Misa romana). Ante esa realidad, los cristianos reunidos para participar del «don» de P. piden al Señor que sepan colaborar responsablemente en la obra del Espíritu: Que Él sea el Maestro que enseñe el sentido y el gusto del bien, conduciendo a cada uno y a la Iglesia con su luz, purificando de las manchas, protegiendo siempre; que con su rocío fecunde, para poder dar frutos de redención, los corazones de los que le invocan (oraciones de la Misa romana del día y de su octava). En el Misal de 1970 la colecta, tomada del Sacramentario Gelasiano Vetus, muestra que el misterio de P. santifica a la Iglesia y pide que se derramen «los dones del Espíritu Santo sobre todos los confines de la Tierra y no deja de realizar hoy, en el corazón de los fieles, las mismas maravillas que realizó en los comienzos de la predicación evangélica». El Espíritu Santo mora en la Iglesia de una manera permanente, indefectible, ejerciendo en ella una acción continua de vida y de santificación; el Espíritu es el que trabaja en el fondo de las almas, por sus aspiraciones, para hacer que la Iglesia sea «pura, inmaculada, sin mancha ni arrugas», digna de ser presentada por Cristo a su Padre en el momento del triunfo final; por eso, es siempre «nuestra fuerza» (oración después de la Comunión, compuesta con elementos de la liturgia hispana antigua y del Sacramentario Veronense o Leoniano). El mismo Espíritu que actuó en la Encarnación del Verbo interviene también en la Eucaristía (epíclesis) y en la constitución del Cuerpo Místico; en la oración sobre las ofrendas, tomada del Sacramentario Bergamasco, se pide que «el Espíritu Santo nos haga comprender la realidad misteriosa del sacrificio eucarístico y nos lleve al conocimiento pleno de toda verdad revelada».
      La Iglesia ora en la solemnidad de P. para renovar en nosotros aquel acontecimiento histórico y misterioso de nuestra salvación. Los himnos y cánticos que las diversas liturgias han compuesto para celebrar la obra del Espíritu Santo sintetizan el significado de su «don»; se multiplican las alabanzas y se le invoca con una insistencia que no tiene parecido, con los más emocionantes y expresivos acentos: «Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo... Ven, dulce huésped del alma... Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando tú no envías tu aliento» (Secuencia, escrita probablemente por Esteban Langton, m. 1228, y conservada para la Misa del día en todas las reformas de la liturgia romana). Análogamente se expresa el célebre himno Ven¡ Creator Spiritus, del Oficio divino del día, parece ser que compuesto en el s. IX, y que se ha convertido en una de las invocaciones a Dios más utilizadas en actos importantes de la vida cristiana y de la Iglesia. Otro texto litúrgico vibrante y significativo es el prefacio compuesto, en el Misal 1970, con elementos del Sacramentario Gelasiano Vetus, en el que se canta y da gracias a Dios porque el Espíritu fue el alma de la Iglesia naciente, infundió el conocimiento de Dios a todos los pueblos, congregó en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas, sigue vivificando a la Iglesia e inspira a todos los hombres de buena voluntad que buscan el Reino de los cielos.
      A partir de P. se reanuda otra vez la serie de los Domingos ordinarios, per annum, hasta el comienzo del Adviento.
     
      V. t.: AÑO LITÚRGICO; PASCUA; ESPÍRITU SANTO.
     
     

BIBL.: R. CARIE, La Pentecóte. L'évolution de la cinquantaine Pascale au cours des cinq premiers siécles, Tournai 1965; E. FLICOTEAux, Le rayonnement de la Pentecóte, París 1957; C. JEAN-NESMY, Spiritualité de la Pentecóte, París 1960; A. ROSE, Aspects de la Pentecóte, «Les Questions Liturgiques et Paroissialesn 201 (1958) 101-114; Asambleas del Señor, Madrid 1964 s., n<, 51-79; Y. CONGAR, Pentecostés, 2 ed. Barcelona 1967; E. LEEN, El Espíritu Santo, 2 ed. Madrid 1966; v. t. en las obras citadas en la Bibl. del artículo AÑO LITÚRGICO la parte correspondiente a Pentecostés.

 

A. ARGEMÍ ROCA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991