PEDRO APÓSTOL, SAN


1. El nombre. 2. El Apóstol. 3. Primacía de S. Pedro en los primeros tiempos de la Iglesia. 4. La llegada de S. Pedro a Roma. 5. El maestro y el escritor. 6. Apócrifos sobre S. Pedro.
     
      Uno de los doce Apóstoles, que Jesús puso a la cabeza de todo el Colegio Apostólico y que nombró como su vicario en la tierra.
      1. El nombre. El nombre originario de Pedro era Simón, de etimología griega y frecuentemente utilizado entre los judíos en tiempos de los Macabeos. Su equivalente semítico, muy semejante fonéticamente, es Simeón, que referido a P., se encuentra solamente en Act 15,14 y 2 Pet 1,1. Junto a este nombre se agregó, con el tiempo, otro, el de Pedro, que acabó por prevalecer. He aquí cómo lo presenta Mateo, en la relación que hace de los Doce: «Primero, Simón, llamado Pedro» (10,2; cfr. Mt 4,18; Act 10,5.18.32; 11,13; Le 6,14). A menudo los dos nombres van unidos: Simón-Pedro (Mt 6,16; Lc 5,8; lo ,41; 6,8): pero frecuentemente se habla solamente de Pedro (Mt 8,14; 14,28; etc.).
      Pedro, en realidad, no es más que la traducción griega del sobrenombre arameo, impuesto por Jesús al primero de sus Apóstoles: Kepha (en griego Kefas). La imposición de este nombre está relacionada con la promesa de el primado (v.; Mt 16,18); S. Juan lo menciona ya en ocasión del primer encuentro de Jesús con el futuro jefe del Colegio apostólico (lo 1,42). Además de Mt 16,18 y lo 1,42, también S. Pablo atestigua la originaria forma aramea (1 Cor 1,12; 3,22; 9,5; 15,5; Gal 1,18; 2,9.11.14). En los demás pasajes, como ya se ha dicho, se le llama Pedro.
      El término arameo Kepha significa «piedra», y en la idea dé Cristo quería caracterizar la función que desempeñaría el jefe de los Apóstoles en su Iglesia: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). Pero en lugar de traducirlo como Piedra (Petra), en griego se tradujo como P. (Petros) debido a que se trataba de un nombre de varón.
      2. El Apóstol. Nacido en Betsaida, en Galilea, era hijo de un tal Juan (lo 1,42 21,15.16.17), que Mt (16,17) llama también Jonás; a menos que no se trate de dos nombres diferentes, como algunos opinan, Jonás podría ser una alteración de Juan o un vicio del texto. Tenía un hermano de nombre Andrés (v.), también llamado para seguir al Señor (Mt 4,18-21); tenía o había tenido esposa, pero de ella no sabemos nada, si no es por la circunstancia de la curación de la suegra de P. por Jesús (Mt 8, 14-15). Tal vez era ya viudo cuando fue llamado al apostolado por Jesús.
      Era pescador, ocupación próspera tanto en Betsaida como en Cafarnaún (v.), donde estuvo residiendo durante algún tiempo: Jesús en efecto curó a su suegra en Cafarnaún. Precisamente en estos últimos años la Custodia Franciscana de Tierra Santa ha realizado importantes excavaciones en la zona y al parecer ha encontrado el lugar exacto de la casa de P. en Cafarnaún, convirtiéndose en lugar de culto.
      Antes de ser discípulo de Jesús, parece que lo fue junto con su hermano Andrés, de S. Juan Bautista. Y fue su mismo hermano el que lo presentó a Jesús: «Entonces Jesús, mirándolo dijo: Tú eres Simón hijo de Jonás; serás llamado Cefa, que significa Pedro» (lo 1,42). Junto a los demás Apóstoles presenció el primer milagro de Jesús, en ocasión de las bodas de Caná (v.; lo 2,1-11).
      Su vocación definitiva llegó más tarde, tras la pesca milagrosa de P. y de sus compañeros por consejo de Jesús: «Echad vuestras redes para la pesca». Después de su asombro por este milagro, el Señor le anima y le dice: «No temas; desde este momento serás pescador de hombres». Y el Evangelista concluye diciendo que, tras conducir las barcas a tierra, ellos (o sea, P., Santiago y Juan), dejadas las redes, le siguieron (Le 5,5-11). Los otros dos Evangelios sinópticos, sin embargo, aun recordando la vocación de P., no hacen mención de la pesca milagrosa (Mt 4,18-22; Mc 1,16-20).
      Desde ese momento P. siguió siempre a Jesús. No hay duda que, si el protagonista de los Evangelios es Cristo, después de É1, y a infinita distancia, le sigue P. como jefe elegido por Jesús de su colegio de Apóstoles (v.) y de su Iglesia (v.). A P. lo encontramos en los momentos más importantes de la vida de Jesús y, las más de las veces, como portavoz del grupo de los Doce; es el que tiene la «preeminencia» sobre los demás Apóstoles y es el intérprete, así como el estimulador en el creer y en el obrar. Junto a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, participó en algunos acontecimientos especialmente importantes de la vida del Señor: la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,37; Lc 8,51), la Transfiguración en el monte Tabor (Mi 17,1; Mc 9,2; Le 9,28) y la oración de Jesús en el Huerto (Mt 26,37; Mc 14,33). Participó siempre en ellos como personaje principal. Así será el mismo P. el que exclamará durante la Transfiguración (v.): «Señor, es maravilloso para nosotros estar aquí; si quieres haré aquí tres tiendas, una para ti, una para Moisés y una para Elías» (Mt 17,4).
      Este último episodio pone en evidencia una nota específica del carácter de P.: su emotividad y capacidad de reaccionar de manera inmediata y generosa. Volveremos a hallarlo, bajo este perfil, en no pocos episodios de su vida. Así, p. ej., cuando pedirá al Señor, al que había visto caminar sobre las aguas, concederle también a él poder de hacer lo mismo: «Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas». Y empezó a caminar, pero bien pronto su fe vacila, y entonces invoca a Jesús para que lo libere de perecer ahogado: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14,22-23). La fe vacilante de P., madura lentamente en una fe siempre más vigorosa y convencida. Y esto lo podemos ver sobre todo en dos episodios, a los que los Evangelistas conceden un especial relieve y que están indudablemente relacionados entre sí.
      El primero se refiere a la confesión de P., al término del discurso eucarístico de Jesús en la Sinagoga de Cafarnaún. Muchos, también entre sus discípulos, se habían escandalizado por las desconcertantes palabras con las que Jesús había anunciado previamente de dar su «cuerpo» y su «sangre» en comida y bebida a los suyos para la «vida eterna». Los mismos Apóstoles peligran verse envueltos en la crisis de duda e incredulidad, tanto que Jesús les dirá: «¿Queréis marcharos vosotros también?». Fue entonces cuando P., contestando en nombre de todos, dijo: «¿Y dónde iremos nosotros, oh Señor? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (lo 6,66-69).
      El segundo episodio se refiere a la famosa confesión de fe de P. en Cesarea de Filippo, cuando Jesús preguntará a sus Apóstoles qué es lo que los «hombres» piensan de él. Después de las primeras respuestas que le dan sobre lo que la gente opinaba, Jesús sigue preguntando:PEDRO APÓSTOL, SAN«¿Pero vosotros quién decís que soy yo?». En este momento salta la luminosa respuesta de P., en nombre de todos los Apóstoles: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo». El propio Jesús, replicando a P., hará notar que tal confesión de fe no era fruto de humano raciocinio o de brillante intuición, sino sólo de iluminación celestial, y promete a P. constituirle en jefe y cimiento de su Iglesia: «Dichoso eres tú, Simón Bariona, porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti entregaré las llaves del reino de los cielos y lo que tú atares en la tierra será atado en el cielo y lo que desatares en la tierra será desatado en el cielo» (Mt 16,13-19). Como bien se ve, S. Mateo explica aquí el significado del nuevo nombre dado al primero de sus Apóstoles, o sea el de Cefa: será P., o sea roca, debido a que constituirá el cimiento sobre el que Cristo construirá para siempre el edificio firme de su Iglesia (V. PRIMADO DE SAN PEDRO Y DEL ROMANO PONTÍFICE).
      Siguiendo los hechos cronológicamente, encontramos nuevamente a P. como protagonista de ulteriores y notables episodios en la vida del Señor. Así, después de su confesión de fe, y al empezar Jesús a hablar de su inminente Pasión, P. lo disuadirá diciendo: « ¡Nunca, Señor! Que jamás suceda». Pero Jesús lo reprende ásperamente: « ¡Aléjate de mí, Satanás! Tú me eres de escándalo, porque no piensas como Dios, sino como los hombres» (Mt 16,21-23). Confirmación ulterior, ésta, de que verdaderamente la confesión de P. no venía de la «carne y de la sangre» y que el misterio de Cristo era algo impenetrable hasta para el mismo que había entrevisto las abismales profundidades.
      Volvemos a encontrar a P. junto a Jesús cuando es encargado de pagar el didracma al Templo por el Maestro y por él, tomándole de la boca de un pez (Mt 17, 24-27). A la pregunta de P. si bastaba perdonar «siete veces» al hermano, Jesús responderá que hay que perdonar «setenta veces siete», o sea siempre (Mt 18,21-22). Será también P. el que pregunte cuál sería el premio que se daría a él y a los demás Apóstoles que habían «dejado todo» para seguirle (Mt 19,27-29). Todo esto demuestra no solamente una cierta confianza de Pedro con Jesús, sino también una especial atención del Maestro hacia él.
      Confianza y atención que aumentarán con motivo de los hechos de la Pasión y en los acontecimientos que seguirán a la Resurrección. Asimismo, durante el lavatorio de pies, será P. el que se resista diciendo al Señor: «Jamás me lavarás los pies». Acto seguido, a la amenaza del Señor de excluirlo de su intimidad, él replicará: « ¡Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza! » (lo 13,5-9). Durante la Cena (v.) será nuevamente P. el que haga una señal a Juan para que Jesús revele al traidor (lo 13,21-30). Después, frente a la arrogante seguridad de P., que se declara dispuesto en seguir al Maestro hasta la muerte, Jesús le profetizará la triple negación durante la Pasión (lo 13,36-38 y 18,15-18,2427; cfr. Mt 26,33-35 y 57-55; Me 14,29-30 y 53-72; Lc 22,31-34 y 54-62).
      Aun profetizándole la negación, Cristo le promete una particular «oración» para salvaguardar su «fe», para que él a su vez pueda «confirmar» a sus hermanos: «Simón, Simón, he aquí que Satanás ha pedido que le fueseis entregados para cribaros como trigo. Pero yo he rezado para ti, a fin de que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te hayas convertido, confirma a sus hermanos» (Lc 22, 31-32). En el peligro, dentro del cual se verá envuelto P.,tiene siempre éste una posición de guía y «garantía» en la salvaguarda de la fe común.
      En el Huerto será P., que con la fogosidad de su temperamento hará resistencia a los soldados, cortando con la espada la oreja derecha del siervo del sumo Sacerdote (Le 22,49-51; Mt 26,51-54; Me 14,47-49).
      Esta posición de «primacía» se acentuará aún más en los hechos que seguirán a la Resurrección. En efecto Jesús, además de aparecerse repetidamente a todos los Apóstoles reunidos (Mc 16,14; lo 20,19-29), se aparece a P. solamente (Le 24,34; 1 Cor 15,5). Y también en la aparición a las piadosas mujeres se acordará especialmente de P.: «Id y decid a sus discípulos y a Pedro que El les precederá en Galilea» (Mc 16,7).
      Finalmente, debemos recordar la gran aparición de Jesús en el lago Tiberíades a siete de los Apóstoles, entre ellos P., que habían ido a pescar. Fue en aquella ocasión en la que Jesús hizo realidad la promesa hecha en Cesarea de Filippo. Después de preguntar por tres veces (que evidentemente tenían que recordar las tres negaciones del tiempo de la Pasión) a P. si le «amaba más» que los demás y tras obtener una contestación afirmativa, él por tres veces le confía en el cargo de «pastor» universal de su grey, ovejas y corderos, o sea los fieles y los que tienen autoridad sobre los fieles: «Apacienta mis corderos... Apacienta mis ovejas... Apacienta mis ovejas» (lo 21,15-17) (recuérdese que Cristo se había dado a sí mismo el título de Buen Pastor, v.).
      Siguiendo el coloquio, que se hace siempre más afable, Jesús le profetiza la forma de su muerte o sea la crucifixión, con la que el jefe de los Apóstoles rendiría el supremo testimonio de «amor» al Señor: «En verdad, en verdad te digo, cuando eras más joven, te ceñías por ti mismo e ibas donde querías, pero cuando seas viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde tú no quieras». Y el Evangelista añade: «Dijo esto para significar con qué muerte rendiría gloria a Dios» (lo 21,18-19).
      Debido a su «manifiesta» relevancia entre los Doce, no es de extrañar que en todas las listas de los Apóstoles (v.) él sea siempre colocado en primer lugar: Mateo además (10,2-5) no sólo lo sitúa en el primer lugar, sino que lo llama «el primero» (protos) (cfr. Me 3, 14-19; Lc 6,13-16; Act 1,13-14).
      3. Primacía de S. Pedro en los primeros tiempos de la Iglesia. Los Hechos de los Apóstoles, especialmente en su primera parte (cap. 1-12), destacan la «primacialidad» de Pedro. Es él en efecto el que guía y orienta la naciente Iglesia especialmente en los momentos más decisivos y de controversia. Antes de Pentecostés, en espera de la venida del Espíritu Santo, es P. el que propone la elección de su nuevo Apóstol, Matías (v.), en el lugar de Judas (Act 1,15-26). Es él quien en el día de Pentecostés (v.) hablará, en nombre de los demás Apóstoles, para explicar a la maravillada multitud el significado del advenimiento: «Entonces Pedro, junto con los once, se presentó y elevó su voz, diciendo...» (2,14-36). Y es él, el que a continuación, exhorta a la multitud «a hacer penitencia y hacerse bautizar en nombre de Jesucristo» (2,28-40) para lograr la salvación.
      Junto a Juan, en la puerta del Templo llamada Hermosa, sana al lisiado «en el nombre de Jesucristo Nazareno» y explica a la gente que se había congregado el significado del milagro (3,1-26). A continuación, asimismo junto a Juan, es denunciado al Sanedrín a causa del milagro del lisiado y con valor proclamará que «no hay salvación sino es en nombre de Cristo» y que se debe «antes obedecer a Dios que a los hombres» (4,1-23; 5,17-42).
      Más que los demás Apóstoles obra milagros (3,6; 9,34; 40-41), tanto que la gente de todas partes le presenta enfermos «para que la sombra de Pedro, al pasar, les cubriera» (5,12-16).
      Es él el que castiga severamente a los esposos Ananías y Saffira, que mintieron sobre el precio del campo que habían vendido (5,1-11), y amenaza con la venganza divina a Simón Mago que pretendía comprar con dinero el poder de otorgar el Espíritu Santo 8,9-24). En virtud de su especial posición en la Iglesia es enviado, junto con Juan, a visitar a los cristianos de Samaria (8,14-17). Más tarde lo encontramos en «visita apostólica» en diferentes ciudades de la costa, como Lidda, Sarón y Joppe: «Aconteció que Pedro, mientras visitaba a todos los santos, se dirigió también a los que vivían en Lidda» (9,32-42).
      Estando en Joppe, tuvo la famosa visión de la sábana llena de todo género de animales, puros e impuros, con la invitación de una voz celestial de comerlos; ante la resistencia de P. de comer alimentos inmundos, la voz celestial replica: «Lo que Dios ha llamado puro, no has de considerarlo profano» (10,15). El sentido de la visión estuvo claro cuando, luego, llamaron a su puerta los enviados del centurión pagano Cornelio que pedía, también él por inspiración divina, ser cristiano. Entonces P. comprendió que en verdad Dios «no tiene preferencia entre los hombres» (10,34) y que los judíos y paganos son igualmente llamados a la salvación en Cristo: y recibió a Cornelio y a toda su familia al Bautismo (10,1-48). El hecho se supo en Jerusalén y causó estupor entre los que veían con malos ojos la entrada de los paganos en la Iglesia: tanto que P., a su regreso, hubo de explicar su acción, y todos comentaron: «Entonces Dios ha concedido el arrepentimiento también a los gentiles a fin de que tengan la vida» (11,1-18). Lucas da a este episodio una gran importancia relatándolo por dos veces (cap. 10 y 11). No hay duda que sobre todo S. Pablo será el gran Apóstol de los Gentiles, pero es P. el que inicia, de forma oficial y solemne, la entrada en la Iglesia de los gentiles imponiendo así la línea de conducta para todos. La universalidad de la Iglesia, ya contenida en la doctrina y mandatos de Jesucristo (v. IGLESIA II, 4), empieza a cumplirse en la actuación de Pedro.
      Pedro mismo reivindicará para sí la responsabilidad de la iniciativa con ocasión del Conc. de Jerusalén (4950 d. C.), cuando fue afrontado de forma más sistemática el problema de la legitimidad de la admisión de los paganos en la Iglesia sin que estuvieran obligados a pasar por la antesala de la Ley mosaica, como pretendían por el contrario los judoo-cristianos (v.): Éstos acusaban a Pablo de que predicaba a todos la salvación por medio de la fe en Jesucristo, sin necesidad de cumplir las prescripciones judaicas. Habiendo estallado una polémica, el hecho fue denunciado a la Iglesia de Jerusalén, donde «los Apóstoles y los ancianos se reunieron para examinar la controversia» (15,6). No obstante fuera tratado el problema colegialmente, realmente en todo el debate fue decisiva la intervención moderada y precisa de P.: «Hermanos, sabéis que Dios desde tiempo ha elegido de entre nosotros, para que por mi boca los gentiles oyesen la palabra del Evangelio y creyeran. Y Dios, que conoce los corazones, les había rendido testimonio, concediéndoles el Espíritu Santo, como a nosotros..., purificando sus corazones por medio de la fe...». Al final, «toda la asamblea se apaciguó y escuchaban a Bernabé y Pablo, que relataban todos los milagros y prodigios que Dioshabía hecho, por medio de ellos, entre los gentiles» (15, 1-12; v.; JERUSALÉN, CONCILIO DE). Es indudable que en esta ocasión P. aparece como el verdadero jefe de la Iglesia, no obstante el notable relieve que tuvo también Santiago (v.), como obispo de Jerusalén (15,13-21).
      Y fue indudablemente a causa de esta posición en la Iglesia el que unos años antes P. fuera encarcelado por Herodes Agripa 1, para ser ajusticiado con ocasión de las fiestas de Pascua. Fue liberado prodigiosamente por el Ángel del Señor (12,1-11): tras visitar a sus hermanos, «salió y marchó a otro lugar», dicen con frases oscuras los Hechos (12,17). Corrían por entonces los años entre el 42 y 44 d. C. Después de este periodo, no nos es posible seguir fácilmente la ulterior actividad de P. y de sus desplazamientos misioneros: ya hemos visto que en el 49-50 volvemos a encontrarle en Jerusalén, con la plena autoridad de sus funciones, con ocasión del mencionado Concilio.
      San Pablo da algunas noticias de P., confirmando cuanto ya sabemos acerca de su posición de particular preeminencia sobre toda la Iglesia. Así, p. ej., sabemos que a P. se le tenía en especial relevancia en Corinto, donde, sin embargo, no había predicado, al extremo de erigirle como voz o símbolo: «Me ha sido referido... que hay disputas entre vosotros..., pues cada uno va diciendo: "Yo soy de Pablo", "Yo de Apolo", "Yo de Cefa", y "Yo de Cristo"» (1 Cor 1,11-12). Al dar S. Pablo la doctrina correcta sobre la unidad de la Iglesia a los de Corinto, testimonia indirectamente la importancia en que se tenía a Pedro.
      En el mismo escrito se menciona a Cefa (o Kefas) como voz equivalente a un cierto método misionero, del que Pablo disiente: ¿Tal vez no tenemos el derecho de comer y beber? ¿Tal vez no tenemos el derecho de llevar con nosotros a una mujer hermana, como los demás Apóstoles y los hermanos del Señor y Cefa? (1 Cor 9, 4-5). Aquí Pablo parece referirse a su norma y a la de Bernabé, de renunciar a cualquier ayuda, pensando ellos mismos con su trabajo en su sustento: sin censurar a los otros, él manifiesta haber renunciado a estas ventajas económicas, aun teniendo el mismo derecho que los otros Apóstoles, inclusive Pedro.
      Otras interesantes informaciones las tenemos por la Carta a los Gálatas. Pablo escribe que, habiendo sido reconocida su cabal forma de obrar en medio de los paganos, le fue oficialmente encargado el apostolado de éstos, mientras P. se dedicó más a los hebreos: «Viendo que me había sido confiada la evangelización de los incircuncisos, como a Pedro la de los circuncisos ya que Aquel que ha hecho de Pedro el Apóstol de los circuncisos, ha hecho de mí el Apóstol de los gentiles, y habiéndoseme reconocido la gracia, Santiago, Cefa y Juan, que son considerados los pilares, extendieron hacia mí y Bernabé sus manos en signo de amistad y aprobación para que nosotros fuéramos entre los gentiles y ellos entre los circuncisos» (Gal 2,7-10). La división del campo de trabajo no fue en forma rígida, sino indicativa y, además, sólo momentánea: como resulta evidentemente de los Hechos de los Apóstoles que Pablo, antes que a los paganos, se dirigía siempre a los judíos; y análogo era el comportamiento por parte de P. y demás Apóstoles.
      Por otra parte, de la misma carta a los Gálatas tenemos la prueba del interés de P. hacia todos los cristianos, bien hacia los paganos que hacia los de procedencia hebrea. Se trata del famoso «incidente de Antioquía», que Pablo nos describe en los siguientes términos: «Cuando Cefa llegó a Antioquía, yo me opuse a él abiertamente, porque era responsable. En efecto, antes que llegaran algunos enviados de Santiago, él comía con los gentiles: pero cuando éstos vinieron, él se apartó por respeto de los circuncisos. Y los demás judíos le siguieron en esta actitud, y hasta Bernabé se dejó arrastrar en ella. Pero cuando vi que no obraban rectamente según la verdad del Evangelio, en presencia de todos dije a Cefa: "Si tú que eres judío, vives como gentil y no como judío, ¿por qué inclinas a los gentiles a vivir como judíos?"» (Gal 2, 11-14).
      Se trata, pues, aquí de un «error de conducta» de P., el cual en un principio trata en la misma forma a los cristianos procedentes del judaísmo que a los del paganismo: pero cuando nota ser vigilado por algunos cristianos procedentes de Jerusalén, influenciados por la rígida doctrina judaizante, se apartó algo de los cristianos ex-paganos; parecía haber olvidado lo que él mismo manifestó en el Conc. de Jerusalén. Entonces interviene con gran franqueza Pablo, para aclarar la situación e impedir que la actitud «prudencial» de Cefa creara motivos de duda en los principios teológicos. A esto parece concretarse el equívoco al que daba lugar la actitud de P.: no había por su parte ningún error referido a los principios, sino un «error de comportamiento», considerando que en esas circunstancias era conveniente comportarse así. Aun en este incidente, destaca el papel preeminente de P., cuya conducta siguieron todos, incluso Bernabé, y a la que S. Pablo da tanta importancia que fuerza su aclaración.
      Este episodio a veces, en el pasado, ha sido interpretado por los protestantes, como una objeción al Primado de P., pero en realidad es una confirmación del mismo. Aunque refleja una situación difícil, que contribuyó al esclarecimiento de los principios que todos sostenían, no por eso se produjo un «choque» entre los dos Apóstoles, ni se dañaron las relaciones entre los mismos. Incluso algunos Padres (p. ej., Orígenes y S. Jerónimo) sospecharon que el episodio fuese algo convenido entre los dos para instruir a los fieles. Pablo habla con gran respeto de P. en sus cartas, inclusive en la dirigida a los Gálatas; y P. en su segunda epístola llama a Pablo «hermano queridísimo» y le considera dotado de especial «sabiduría» (2 Pet 3,15-16). Por tanto, la hipótesis de un antagonismo entre «paulinismo» y «petrismo», que tendría en el episodio de Antioquía su manifestación más evidente, expuesta por la vieja escuela protestante de Tubinga, no tiene fundamento alguno.
      4. La llegada de S. Pedro a Roma. La tradición habla también de la estancia y «episcopado» de P. en Antioquía, que a lo largo de los siglos se ha venido celebrando con una especial festividad litúrgica (22 de febrero): da testimonio S. Jerónimo (De viris illustribus, en PL XX11I,638 y XXVI,366), que parece proceder de unas afirmaciones poco claras del Chronicon de Eusebio de Cesarea. La tradición, sin embargo, no está muy documentada; un cierto fundamento se encuentra en el texto de la carta de S. Pablo a los Gálatas (Gal 2,11-13).
      Lo que es completamente claro y cierto es la llegada y residencia de P. en Roma, aunque tal permanencia no puede hacerse coincidir con el bien conocido «venticinquennio romano», del que habla más de un antiguo documento, remontando la llegada de P. al 42, cuando, huyendo de Jerusalén, «se fue a otro lugar» (Act 12,17) y señalando, por tanto, su muerte en el 67, durante la persecución neroniana (según eso había vivido durante 25 años en Roma). Pero la fecha exacta de la llegada de P. a Roma es muy insegura, ni tampoco se puede identificar la Ciudad Eterna con las oscuras palabras de los Hechos «a otro lugar», como algunos creen; por otra parte, ya hemos visto que en el 49-50 P. estaba aún en Palestina con motivo del Conc. de Jerusalén. Por tanto, no se puede precisar ni el comienzo, ni la duración de la permanencia de P. en Roma.
      Puede precisarse con seguridad que tal permanencia termina con el martirio del Apóstol durante la persecución neroniana. Nos dan testimonio, entre los más antiguos, S. Clemente Romano (Ad Corinthios, 5,1-5) y S. Dionisio de Corinto (m. ca. 170). He aquí cómo se expresa este último: «Pedro y Pablo..., llegados a Corinto, nos han instruido en la misma forma; asimismo, llegados a Italia, enseñaron juntos y dieron testimonio (con su muerte) casi al mismo tiempo» (Eusebio, Historia ecclesiastica, 11,25,8).
      Está atestiguada la forma del «martirio», o sea la crucifixión, a la que hace referencia la profecía de Jesús en el Evangelio de S. Juan (21,18-19). Incluso Orígenes especifica que P., por humildad, quiso ser crucificado con la cabeza hacia abajo (Eusebio, Historia eccles. 111,1,2; S. Jerónimo, De viris illustribus, I).
      A la documentación histórico-literaria hay que añadir hoy la confirmación de las investigaciones arqueológicas, efectuadas en las grutas vaticanas, bajo el altar de la Confesión, desde 1940 a 1949 por voluntad de Pío XII. Tales investigaciones por una parte atestiguan una constante veneración, desde los primerísimos años, hacia el sepulcro del Apóstol y por otra han permitido identificar el famoso «trofeo», es decir, el monumento sepulcral, del que ya hablaba el presbítero romano Gayo en el s. II. Las recientes excavaciones han revelado lo que nadie sospechaba, o sea que la tumba del Príncipe de los Apóstoles había tenido ya antes de Constantino su propia construcción monumental, la cual, en el curso de siglo y medio sufrió modificaciones e innovaciones que demuestran claramente la constante veneración habida alrededor de este lugar. A Constantino no le fue necesario la búsqueda de la tumba de S. Pedro. Ésta estaba presente a los ojos de todos y era objeto de la más profunda veneración. La tumba misma demostraba en su forma estructural su venerable edad y su larga existencia: de la humilde sepultura que ocupaba el misterioso cuadrado junto a las demás tumbas, al monumental trofeo de doble plano indicado por Gayo, al edículo amurado y de rica incrustación marmórea que subsistió hasta Constantino (cfr. Exploraciones bajo la Confesión de S. Pedro en el Vaticano realizadas en los años 1940-1949, vol. 1, Ciudad del Vaticano 1951, 144).
      El único dato inseguro acerca del martirio de P. es el año de su ejecución. Muchos, según los testimonios de Eusebio y S. jerónimo, se inclinan hacia el 67 d. C.; se concede así más amplitud a la actividad apostólica de S. Pedro en Roma y a la redacción de las dos Cartas que la tradición le atribuye, y además se asocia su martirio al de Pablo, que la liturgia ha mantenido siempre unidos. Otros se inclinan hacia el 64; en tal caso S. P. habría sido martirizado junto con la «ingente» multitud de los demás cristianos, en la matanza de Nerón de ese año para apartar de sí la sospecha del incendio de Roma, como menciona Tácito en sus Anales (XV,44).
      5. El maestro y el escritor. El Evangelio presenta a P. como el corifeo y el proclamador de la fe. Esta función de maestro de la fe, propia de su alta misión de cimiento de la Iglesia de Cristo, la ejercitará sobre todo después de la muerte del Señor: su posición de preeminencia en la Iglesia está estrechamente relacionada a su función magisterial.
      Hay que agradecer a S. Lucas, que en el libro de los Hechos, nos ha dado a conocer 8 discursos de P.: que nos revelan la catequesis del Príncipe de los Apóstoles en lo que a su contenido se refiere. Éstos son: el discurso para la elección de Matías (Act 1,15-22); el discurso con ocasión de Pentecostés (2,14-40); el discurso a la multitud tras la curación del lisiado (3,12-26); 2 discursos ante el Sanedrín para justificar su libre predicación acerca de la salvación que se obtiene sólo en Cristo (4,8-12: 5,29-32); dos discursos con ocasión de la conversión de Cornelio (cap. 10 y 11); y por último el discurso durante el Conc. de Jerusalén (15,7-11). Aunque S. Lucas haya reelaborado en parte los discursos y les haya impuesto su estilo, no hay lugar a duda de que esos discursos revelan sustancialmente el pensamiento del Apóstol y tal vez sus mismas palabras, como puede comprobarse en comparación con la primera carta de P. y con el Evangelio de Marcos.
      La antigua tradición, plenamente compartida por los estudiosos modernos, ha afirmado siempre que el segundo Evangelio (el de Marcos) relata la predicación de P.: por la particular viveza descriptiva los estudiosos atribuyen a P. muchos episodios narrados por Marcos, que no fue testigo ocular, y por la omisión casi sistemática de todo lo que pueda enaltecer a Pedro. Es muy significativo que la amplitud del Evangelio de Marcos se mueve exactamente dentro del espacio de tiempo fijado por P. para dar un válido testimonio sobre Cristo por parte de los Apóstoles, y que viene reflejado en la motivación que daP. para la elección de un sucesor en el lugar de Judas: «Es necesario, que un hombre de los que han estado en nuestra compañía durante todo el tiempo que el Señor Jesús ha vivido entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que de entre nosotros ascendió a los cielos, sea testigo, entre nosotros, de su resurrección» (Act 1,21-22). Mientras los otros dos Sinópticos comienzan su Evangelio por la infancia del Señor, Marcos es el único que empieza por la predicación y bautismo de Juan.
      Además de lo que nos relata S. Lucas en los Hechos, la actividad magisterial de P. queda testimoniada por dos Cartas o Epístolas, que la tradición nos ha transmitido bajo su nombre, y que forman parte del Nuevo Testamento:a) Epístola primera de San Pedro (1 Pet). Frente a las grandes señales y en espera de un inminente fin del mundo (1 Pet 4,7), la primera carta de P. se presenta como una exhortación a la esperanza, basada para los creyentes en la resurrección de Cristo (1,3-13), en la santidad (1,13;2,10) y en el buen obrar: saber sufrir como Cristo ha sufrido (2,11-4,19). El último capítulo contiene una especial exhortación a los ancianos o presbíteros, en griego presbyteroi.
      La carta está dirigida «a los elegidos, extranjeros diseminados en el Ponto, la Galacia y Capadocia, Asia y Bitinia» (1,1). ¿De qué cristianos se trata? El término dispersión, o sea diáspora, nos haría pensar automáticamente en cristianos procedentes del hebraísmo y dispersos en esas regiones. Por el resto de la carta, en la que se dice que estos cristianos estaban «en un tiempo en la ignorancia» (1,14), antes «no eran pueblo y ahora son pueblo de Dioc» (2,10), se tiene más bien la impresión de que se trate de cristianos procedentes del paganismo. Es menester, por tanto, interpretar la palabra dispersión en su significado cristiano: en el mundo los cristianos son extranjeros, su verdadera patria es el cielo (cfr. Philp 3,20).
      La autenticidad de la Carta tiene la garantía de una tradición constante y antiquísima. No figura en el fragmento muratoriano, pero ello se debe con toda probabilidad a la mutilación del texto, incompleto, descubierto por Muratori (v.). Contra la autenticidad de 1 Pet se ha objetado haber sido escrita en un griego muy elegante, y de contenido muy semejante a la doctrina de Pablo y otras parecidas. Mas estas dudas se resuelven fácilmente, sobre todo si pensamos que P. se valió de Silvano, discípulo de S. Pablo (Act 15,22.40; 1 Thes 1,1; 2 Thes 1,1; etcétera), como secretario para redactar esta carta: «Por medio de Silvano, nuestro fiel hermano, os he escrito estas pocas palabras para exhortaros y daros testimonio de que ésta es la verdadera gracia de Dios» (5,12). Esto aclara suficientemente la elegancia lingüística de nuestra carta y también una cierta semejanza con la doctrina de Pablo (cosa por lo demás obvia, pues ambos predicaban al mismo Jesucristo).
      Referente a la fecha de su redacción, tendría que ser antes del 63-66, según la preferencia dada al año del martirio del Apóstol (64 6 67). Con relación al lugar en el que fue redactada la misma, el único indicio se encuentra en el epílogo en el cual leemos: «La (Iglesia) elegida, que está en Babilonia, os saluda» (5,13). Si Babilonia es aquí nombre simbólico para designar a Roma (cfr. Apc 14,8; 1,19; 17,5; 18,2), como parece cierto, conocemos también el lugar en el que P. ha escrito su carta.
      Aun en su brevedad, esta carta ha sido definida como «un microcosmos de fe y moral cristiana, el modelo de un celo pastoral» (E. G. Selwin, o. c. en bibl. 1).
      Entre los puntos principales de su doctrina recordemos la trilogía trinitaria (1,2), la cristología, la doctrina sobre los Sacramentos (especialmente el Bautismo), la eclesiología. Especificando con más detalle, he aquí lo que nos enseña referente a Cristo y a la Iglesia: Jesús Cristo es Señor (1,3; 2,13; 3,15), Hijo de Dios (1,3). Ha muerto en la Cruz (3,18) para redimirnos (2,21-25): descendió a los infiernos (3,19), resucitó de entre los muertos (1,3; 3,21), está sentado a la derecha del Padre omnipotente (3,22), volverá para juzgar a vivos y muertos (4,5). La Iglesia es un edificio espiritual y sus miembros piedras vivas (2,5); éstos componen una fraternidad católica esparcida por el mundo (5,9), y hasta la manifestación de Jesucristo, en el último día, no tendrá la corona de gloria y la heredad incorruptible (1,13; 1,4-5; 5,4). Pero ya desde esta tierra ellos son el pueblo de Dios, herederos de todos los privilegios pertenecientes al antiguo Israel: «Vosotros sois una estirpe elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo reconquistado, para anunciar la grandeza de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (2,9).
      En lo referente a la vida moral, que ha de traducirse en un constante esfuerzo de santidad (cfr. 2,9), es de destacar el interesante código social sobre las relaciones entre ciudadanos y autoridad, entre esclavos y amos, maridos y esposas, y cristianos entre sí (2,11-3,12), además del llamamiento a sufrir por amor y en el ejemplo de Cristo (3,13-4,19).
      b) Epístola segunda de San Pedro (2 Pet). La introducción (1,1-2), la conclusión (3,11-18) y algunas indicaciones relativas al autor, que se presenta como el jefe de los apóstoles (1,1.16-18; 3,1.15), dan al escrito su forma epistolar. No se nombran los destinatarios, pero parece lógico deducir del nombre del Apóstol y de la referencia de 3,1, que se trata de las mismas personas que habían recibido la primera carta de S. Pedro.
      El fin de la obra es el prevenirles contra los falsos doctores y el de exhortarles pastoralmente a conservar la fidelidad y la esperanza cristianas. hasta la segunda venida del Señor o parusía (v.). Frente a la creencia extendida entre algunos fieles de los primeros tiempos de la Iglesia, por la que esperaban una pronta parusía del Señor, se alude en la carta a que el retraso de esa venida es objeto de burla por algunas personas (3,4). Ante estas burlas, el autor recuerda que mil años ante el Señor son como un día (3,8).
      Se suelen considerar algunas dificultades para atribuir esta carta a S. Pedro. Enumeremos las principales: a) el estilo es notablemente diferente al de la primera; b) ideas análogas están expresadas con palabras diferentes (lo que la segunda llama «parusía», o sea, la vuelta de Cristo: 1,16; 3,4,12, la primera llama «revelación»: 1,7.13; 4,13); c) diversa es la perspectiva de «parusía» («próxima» en la primera: 4,7.17; 5,4; «tarda» en la segunda carta: 3,4; 3,8-9; aunque ambas perspectivas son complementarias); d) aun conociendo el corpus paulinum (3,15-16), no saca partido de él, ni hay similitud de lenguaje con S. Pablo, como hemos visto por el contrario en la primera; e) existe una gran semejanza con la breve carta de judas, de la que diecinueve de sus veinticinco versículos aparecen reflejados en la nuestra.
      Por otra parte, el autor de nuestra carta se presenta como «Simeón Pedro, siervo y Apóstol de Jesús Cristo...» (1,1): manifiesta haber conocido a Jesús y haber estado con él en el monte de la Transfiguración (1,16-18): asegura además de haber escrito otra carta (3,1).
      Algunos autores, sobre todo acatólicos, niegan todo origen petrino a nuestro escrito y afirman ser obra de un falsario del s. II (120-180 d. C.). Muchos estudiosos católicos consideran que el autor sea un anónimo de la segunda generación cristiana (cfr. 2 Pet 3,2-4), hacia los años 70-90, que mediante el artificio literario de la «seudonimia» (o sea la atribución de un escrito a un autor precedente de gran renombre, como sucede con algunos libros sapienciales) escribiera en nombre y en la persona de Pedro. Otros autores basándose en el examen interno de la epístola (cfr. 1,1.13-18; 3,1.9.15) exigen la autenticidad en favor de P., a no ser que se demuestre que se trata de una ficción o artificio literario. Admitida, pues, la autenticidad opinan que el escrito fue compuesto en Roma el a. 64, o el a. 67 (los que sostienen que P. fue martirizado dicho año).
      En realidad, las dichas «dificultades» no excluyen radicalmente que P. sea el autor de esta Epístola. Por nuestra parte, opinamos que el «anónimo» que escribió esta carta es un discípulo de P. que por inspiración del Espíritu Santo ha sido encargado y movido por Dios para transmitir el auténtico mensaje y la doctrina del maestro, reflejándose en ella su modo de pensar y redactar. Por esta razón la carta sería petrina en su esencia y en sus términos, aunque haya sido concebida en el alma de un discípulo de P. después de su muerte.
      A pesar de las primeras vacilaciones, la Epístola ha sido recibida firmemente por la Iglesia como canónica y, por tanto, representa una herencia auténtica de la enseñanza apostólica. Diversos Concilios, y finalmente, el de Trento, definen la canonicidad de la epístola, considerándola, por tanto, como libro inspirado por Dios (v. BIBLIA III), y que como tal ha de ser recibido por todos los fieles católicos sin reserva alguna, bajo pecado grave contra la fe católica definida.
      Respecto al contenido doctrinal conviene destacar especialmente: la vocación cristiana a «la participación de la naturaleza divina» (1,4), la doctrina de la máxima importancia entre la revelación del N. T.; la definición del carácter inspirado de la S. E. (1,20 ss.); la seguridad de la Parusía, a pesar del retraso y de la incertidumbre de su día; y el anuncio, tras la destrucción del mundo por el fuego, de un mundo nuevo donde habitará la justicia (3,3-13).
      6. Apócrifos sobre S. Pedro. La importancia de P. y el prestigio de su actividad magisterial nos es confirmada por numerosos escritos apócrifos que durante tiempo han circulado a la sombra de su nombre, aunque nunca han sido reconocidos o aprobados por la Iglesia:a) Evangelio de Pedro, compuesto hacia la mitad del s. n (130-160); es una libre refundición de la historia de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. b) Predicación, o kerigma de Pedro: parece haber sido escrita en los primeros decenios del s. II y es mencionada por Orígenes y Eusebio. c) Hechos de Pedro, escritos hacia finales del s. II, nos describen las disputas sostenidas por P. en Palestina y luego en Roma con Simón Mago, la pasión y el martirio del Apóstol crucificado hacia abajo, el episodio de Quo Vadis, etc. Existen diversas refundiciones. d) Hechos de Pedro y Pablo, resultantes de la fusión de los Hechos de Pedro y Hechos de Pablo. La obra parece haber tenido su origen en el s. v para demostrar la perfecta armonía existente entre los dos Apóstoles, que han vivido juntos y juntos han dado el supremo testimonio del martirio en Roma. e) La Apocalipsis de Pedro, ya mencionada por Clemente de Alejandría, parece haber sido escrita en la primera mitad del s. II. Se fundamenta en el discurso escatológico de Jesús el cual, respondiendo a los Apóstoles, les da a conocer el premio reservado a los buenos y el castigoa los malos (V. APÓCRIFOS BÍBLICOS II).
      El Calendario Romano recoge tres fiestas dedicadas a S. Pedro: la Cátedra de S. Pedro, 22 de febrero; la Solemnidad, 29 de junio; y la Dedicación de la basílica vaticana, 18 de noviembre (cfr. E. Josi, Pietro Apostolo, en Enciclopedia Cattolica, IX, Ciudad del Vaticano 1952, 1414-1417).
     
      V. t.: PRIMADO DE SAN PEDRO Y DEL ROMANO PONTíFICE; APÓSTOLES; NUEVO TESTAMENTO; IGLESIA I, 2.
     
     

BIBL.: Vida: C. FOUARD, Saint Pierre et les premiéres années du Christianisme, 10 ed. París 1908; U. HOLZMEISTER, Vita Sancti Petri Apostoli, París 1936; P. DE AMBROGGI, S. Pietro Apostolo, Rovigo 1951; A. PENNA San Pedro, Madrid 1958; A. PENNA, D. BALBONI, M. LIVERANI, G. FALLANI, PIelTo Apostolo, en Bibl. Sanct. 10,588-650; R. LECONTE, Pierre, en DB (Suppl.) IV,128 ss.; G. GLEZ, Pierre (St.), en DTC XIII,247344; VARIOS, S. Pedro, en Atti della 19 Settimana Bíblica, Brescia 1967; VARIOS, Studi e R:cherche di scienze religiose in onere dei Santi Apostoli Pietro e Paolo, Roma 1968; E. KIRSCHBAUM, E. JUNYENT Y J. VIVES, La tumba de S. Pedro y las catacumbas romanas, Madrid 1954; N. CORTE, Saint Pierre estil au Vatican?, París 1956; A. RINCÓN, Tú eres Pedro, Pamplona 1972; M. BESSON, Saint Pierre et les origines de la Primauté romaine, Ginebra 1929; G. CHEVROT, Simón Pedro, 7 ed. Madrid 1970; J. M. CASCIARO, Jesucristo y la sociedad política, Madrid 1973.

 

SETTIMIO CIPRIANI.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991