Pecado. Teologia Dogmática
 

A. Pecado actual: 1. Desarrollo histórico de la teología sobre el pecado. 2. Síntesis doctrinal.
B. Pecado original: 1. Magisterio de la Iglesia. 2. Síntesis de la doctrina católica. 3. Desarrollo de la doctrina sobre el pecado original. 4. Pecado original y pecado del mundo.

La Revelación cristiana nos muestra el p. como la ofensa hecha a Dios al transgredir su ley y despreciar su voluntad; la rebelión de la criatura a la bondad, sabiduría, santidad divina. Por el p. el hombre se enemista con Dios, se aleja de su último fin matando en sí mismo la caridad que a él le ordena, y se deteriora en sus bienes naturales y sobrenaturales en cuanto individuo y en cuanto miembro de la sociedad. El p. somete a los hombres a la esclavitud de Satanás, alcanza repercusiones cósmicas perturbando el orden universal de las criaturas a su fin supremo, la gloria de Dios, intentando frustrarla en cuanto de la criatura depende. Para restituirla íntegra y redimir al hombre, Cristo muere en la cruz y funda su Iglesia, comunidad de redimidos, con la misión de llevar a todos los hombres, mediante la palabra y los sacramentos, el perdón de los pecados. Sin embargo, el tiempo de la Iglesia sigue conociendo el poder del p. que afecta a sus miembros, obligándola a una penitencia (v.) y renovación continuas, hasta que la Parusía (v.), con eJ juicio y resurrección de la carne, señalen la victoria definitiva de Cristo contra Satanás, logren la perfecta Redención (v.) del hombre y consumen la gloria de Dios. De aquí el interés teológico del p. y también su dificultad; se trata de una realidad compleja: el acto moral, que admite diversos matices de gravedad, desde lo venial a lo irreparable; el estado de culpa y obligación a la pena que ese acto determina en el individuo; el misterioso estado de p. en que los hombres son concebidos, por eJ que, aun sin culpa personal, nacen enemigos de Dios y necesitados de Redención. Dividiremos nuestro estudio considerando primero el p. actual y luego el estado de p. que aflige a la humanidad o p. original.

A. PECADO ACTUAL. Un análisis de la noción de p. ha sido ya hecho en la Introducción a esta voz. Aquí nos limitaremos, por tanto, a una exposición del desarrollo histórico de la teología sobre el acto de p., para concluir con una breve visión sintética. Para otros aspectos del p. remitimos a la Teología moral (v. IV).
1. Desarrollo histórico de la teología sobre el pecado. El uso del sacramento de la Penitencia (v.) testifica la clara conciencia que la Iglesia siempre ha tenido de la significación del p. como enemistad con Dios y ruptura con la Iglesia. La teología de la culpa se va desarrollando a partir de ahí. Ya los Apologistas (v. PADRES DE LA IGLESIA III) insisten en el carácter religioso del p., frente al paganismo, que lo concibe como simple acción externa violadora de derechos ajenos y merecedora de castigo por parte de la sociedad. Los Padres de la escuela de Alejandría (v. ALEIANDRíA VI) ante el gnosticismo dualista, que pone el origen del mal en la materia mala, recalcan su carácter de acción personal libre. Tertuliano (v.) llama la atención sobre la pecaminosidad de los actos internos y considera el p. en general como una idolatría y desprecio de Dios.
S. Agustín (v.) construye un cuerpo de doctrina que, pasando a la Escolástica mediante Pedro Lombardo (v.), perdura en sus líneas esenciales hasta la actualidad. Su experiencia de la culpa, la lucha contra los maniqueos (v. MANIQUEíSMO), para quienes el p. proviene de un principio eterno, malo por naturaleza, y una mentalidad neoplatónica, son factores que influyen en su pensamiento, y que se conjugan con su estudio de la S. E. y de la praxis de la Iglesia. La psicología de la culpa (la distinción entre sugestión, delectación y consentimiento); la afirmación de que el p. proviene de la voluntad como causa deficiente, por ser el mal pura nada, privación del bien; el situar la doctrina del p., o mal moral, frente al concepto de Dios como sumo bien, son algunas de sus aportaciones fundamentales. El hombre, sustancia espiritual, está ordenado al bien sumo y debe alcanzarlo mediante el uso ordenado de las criaturas; cuando, empujado por eJ orgullo y egoísmo, busca su satisfacción en las criaturas contra la voluntad divina, quebrantando su ley, se separa de Dios. Así el p. será una aversio a Deo, separación de Dios, por una desordenada conversio ad creaturas, conversión a las criaturas (Lib. arb., 11, c. 19, 111, c: PL 32,1269-70); una voluntaria confusión de la fruido, amor de la cosa por sí misma, con el usus, uso (Doc. Christ. 1, c. 22, n. 20: PL 34,26-7; Div. quaest-. 1, c. 30: PL 40,19-20); un quebrantar con hechos, palabras o deseos la ley eterna, que impera conservar el orden en el amor (Contra Faust., XXII, c. 27: PL 42,418). Consiste en Iuna privación del bien o rectitud moral que se debía poseer (Civ. Dei, XI, c. 9 y 22: PL 41,323; De nat. boni, 4: PL 42,553).
La primera escolástica subraya con S. Anselmo (v.) el elemento voluntad en la comisión del p., aclarando el carácter no necesariamente pecaminoso de la concupiscencia. Abelardo (v.), por su parte, en exagerada reacción frente a la moral tendencialmente extrinsecista de los libros penitenciales y del legalismo judío, cae en el error de negar la moralidad de los actos externos. En el s. XIII, introducido el aristotelismo, se define comúnmente el p. por su oposición a la ley divina -natural o positiva, a la recta razón, a la gracia-, lo cual permite una diferenciación más precisa entre el p. mortal y el venial, ya fijada siglos antes por S. .Agustín. En esa época se intenta determinar el elemento formalmente constitutivo del p. de comisión, dividiéndose las escuelas según lo definan como privación, es decir, como acto privado de las cualidades morales y sobrenaturales que debería poseer (S. Anselmo y la escuela franciscana); o como algo positivo, es decir, en cuanto el acto malo se opone al bueno como contrario, y no meramente como privación (escuela tomista). Se estudia la esencia del p. habitual por su relación con la gracia (tomismo) o con la pena (escotismo, nominalismo).
El protestantismo (v.), por su doctrina acerca el p. original (v. s), como corrupción de la naturaleza y destrucción del libre albedrío, concluye que éste no es sanado por la gracia y afirma, en consecuencia, que el hombre justificado sigue siendo necesariamente pecador y que todas sus obras son pecado. Posteriormente, bajo el influjo del idealismo, diversos autores protestantes racionalizan el concepto del p. y lo reducen a un mal natural, hasta que la reacción de Kierkegaard primero y de Barth después, le vuelve a reconocer su carácter de culpa ante Dios. Finalmente, la llamada teología de la «muerte de Dios» o teología protestante radical (v. RADICAL, TEOLOGíA), negando la cognoscibilidad de la personalidad y trascendencia de Dios, vuelve a la ideología racionalista.
La teología católica postridentina ahonda en la noción de p. habitual y, dentro de la escuela 'tomista, se plantea la relación del p. venial con el fin último. En 1690 Alejandro VIII condenó la teoría del p. filosófico, según la cual quien, sin conocer a Dios o s~:i pensar en Él, viola la ley moral, cometería un acto no recto, pero no una ofensa formal a Dios mismo (Denz.Sch. 2290-2292). En la teología de la primera mitad del s. xx, junto a los datos heredados de la tradición precedente, se tiende a subrayar las consecuencias eclesiales y humanas del p., a situarlo en la perspectiva personalística del diálogo con Dios, a explicarlo por la contraposición entre naturaleza y persona (que formula en términos de filosofía existencial la clásica sentencia de la oposición entre libertad y concupiscencia), a destacar el valor de la conciencia, etc. Entre aciertos, se advierten peligros: caer en el subjetivismo moral y en la moral de situación (v. SITOACIÓN, ÉTICA DE), vaciar la noción de culpa de su significado sobrenatural, incidir en una racionalización del p., reduciéndolo a un mal social, etc.

2. Síntesis doctrinal. a) El acto de pecado. El p. se define teológicamente como ofensa a Dios, encuadrada en el marco de la elevación del hombre a la gracia y de su Redención por Cristo e incorporación a la Iglesia. Las relaciones entre el hombre y Dios (criatura-Creador, hijo-Padre) exigen de aquél una actitud de adoración y de amor -en fe y esperanza-, que se concretan en la entrega del libre albedrío, en la sumisión de lapropia voluntad a la divina, expresada en la ley, natural o positiva, por la que Dios conduce a los hombres a su último fin. En el cumplimiento amoroso de esta voluntad, el hombre se realiza a sí mismo íntegramente cual criatura e hijo de Dios. Pero dado que el hombre contempla a Dios sólo en misterio y en fe, y que como consecuencia de la culpa de origen es ignorante, débil y egoísta, con frecuencia el bien le resulta arduo y difícil. De aquí la opción que debe hacer entre el propio gusto o la voluntad divina; buscar satisfacción en el bien particular o en el Bien sumo; reconocer a Dios fin último de las propias acciones o erigirse a sí mismo como tal. Cuando la voluntad, libre y conscientemente, se inclina por el segundo término, negándose a las solicitaciones de la gracia, la búsqueda de la propia satisfacción es desordenada, implica una rebelión contra Dios, un desprecio de su sabiduría y bondad, una desviación del último fin, un cerrarse al amor, un quebranto del orden del universo enderezando las otras criaturas al propio provecho en vez de a la gloria de Dios, un rechazo de la amistad de Cristo, una herida a su Cuerpo místico, cuyas fuerzas debilita.
Tal aversión se encuentra siempre implícita en toda conversión desordenada a las criaturas, y sólo es explícita en los actos de rebelión directa: odio a Dios, apostasía, desesperación. Cuando la ley divina vincula necesariamente una acción u omisión al último fin y el hombre la quebranta con pleno conocimiento y libertad, la ofensa es grave, rompe la unión con Dios, causa la muerte del alma privando de la vida divina y la hace merecedora de castigo eterno: es decir, estamos ante un p. mortal. Si uno o varios de estos elementos falla, no se rompe el vínculo, ni muere la caridad y sólo se merece un castigo temporal: estamos ante el p. leve o venial. Entre el p. mortal y el venial existe una diferencia de carácter teológico, por cuanto el venial no dice formalmente aversión a Dios, ni priva de la caridad (sólo disminuye su fervor), ni merece pena eterna, de modo que se le llama p. en sentido analógico con respecto al mortal.
Algunos autores (Rahner, Boros, Schoonenberg) han formulado la opinión de que sólo es posible un p. verdaderamente mortal y merecedor de infierno en el mismo momento de la muerte, cuando el alma, perteneciendo aún al compuesto humano, goza ya -dicen- de perfecta libertad y es capaz de intuir el Bien sumo y sus relaciones con las criaturas, pudiendo, por tanto, pronunciarse clara e irrevocablemente frente al último fin, de forma que los anteriores p. graves no merecen por sí solos el infierno y sólo preparan a esta decisión. Esta tesis, aparte de lo discutible de sus fundamentos filosóficos, se opone a toda la Tradición de la Iglesia (Denz.Sch. 1002,1075,1305, etc.) y a la predicación evangélica (cfr. Mt 25,31 ss. y passim). Digamos, finalmente, que todos los p. tienen igual significación teológica en cuanto dicen aversión (total o parcial) a Dios, pero en su aspecto de conversión a las criaturas se diferencian específicamente por razón de la naturaleza moral del acto, o de las circunstancias que lo modifican moralmente por convertirse en razón formal del mismo. Divergen las escuelas en la fijación de los criterios más hondos para establecer estas distinciones (diversidad específica de los objetos: escuela tomista; de las virtudes de que privan: escuela escotista; de los preceptos: Vázquez), aunque en la práctica no hay grandes diferencias al solucionar los casos concretos. Sobre este punto, v. IV.
b) El pecado habitual. El p. mortal (y, en sentido proporcional, también el venial, de acuerdo con su propia esencia) deja varias consecuencias en el alma: un estado de enemistad con Dios (reato de culpa), que dura hasta su perdón, con pérdida de la gracia santificarte y de las virtudes infusas (a excepción de la fe y de la esperanza, que sólo se pierden por los p. de infidelidad o de desesperación), y una obligación de padecer pena eterna (reato de pena). Los teólogos han intentado determinar la esencia de este p. habitual poniendo de relieve la mutua relación de los elementos mencionados. La escuela tomista sostiene que el elemento formal es la privación culpable de la gracia, de la que se deriva la ordenación a la pena. Para la escotista y la nominalista es la ordenación a la pena, a la que va aneja la privación de la gracia por ordenación divina, ya que -según estas escuelas- ambas cosas no se oponen esencialmente. A partir del s. XVII y como eco de las teorías postridentinas acerca de la voluntariedad del p. original, se difunde la sentencia que explica el p. habitual como el mismo actual en cuanto que persevera moralmente ante Dios y del que derivan como efecto la privación de la gracia y el reato de la pena (Suárez, Lugo, Ripalda, Frassen).
c) La pena del pecado. El p. por ser ofensa a la majestad divina, quebrantar el orden del universo, privar al hombre de los bienes sobrenaturales y dañarle en los naturales, exige una satisfacción, provoca una pena por parte de la santidad y justicia divinas. El p. mortal merece el infierno (v.) eterno y de hecho lo alcanza cuando se muere en él (impenitencia final). En el infierno la doble pena de daño y de sentido corresponde a la doble faz del p.: aversión a Dios y conversión desordenada a los goces creados. En este caso la pena sirve para restaurar el orden violado y glorificar a Dios mediante la plena manifestación de su santidad y justicia frente al mal. Suele explicarse la eternidad de la pena por el hecho de que, terminado con la muerte el tiempo de la prueba, queda la voluntad fija en su última decisión culpable y sin posibilidad de cambio, correspondiendo pena eterna a enemistad eterna; también porque a la, en cierta manera infinita, gravedad del p. corresponde una infinitud de pena que sólo puede serlo en duración, no en intensidad, a causa del sujeto finito.
Es de fe que, si bien la culpa se perdona al hombre arrepentido, a través de los sacramentos que aplican al pecador la perfecta satisfacción de Cristo por nuestros p., no siempre se perdonan todas las penas temporales correspondientes. El Bautismo (v.) nos libra de toda pena, en cambio el sacramento de la Penitencia (v.) reconcilia con Dios, borrando la aversión y en consecuencia la pena eterna correspondiente, pero no libra por entero de la pena temporal, sino que deja en el alma la obligación de satisfacer por la culpa y repararla, restituyendo a Dios el honor quebrantado, mediante un voluntario abrazarse al dolor, buscado o aceptado (v. PENITENCIA III), durante la vida presente, o mediante el purgatorio (v.) en la otra, o mediante la aplicación de indulgencias (v.). Esta pena satisfactoria, no sólo tiene carácter vindicativo, sino medicinal, pues tiende a purificar el alma del resto de malas inclinaciones que deja tras sí el p. (C. Trid. Ses. XVI, c. 14, can. 30, y Ses. XIV, c. 8, can. 12,15; Paulo VI, Const. Paenitemini, AAS 58, 1966, 177-198).


B. PECADO ORIGINAL. Pertenece al dogma cristiano la afirmación según la cual todo hombre es concebido en estado de culpa como consecuencia de un primer p. cometido en los inicios de la historia de la humanidad. Al p. inherente a cada hombre desde su concepción se le suele designar en teología con el nombre de p. original originado; al p. primigenio con el p. original originante.
Esta verdad católica resuelve y responde a uno de los más profundos interrogantes que se plantea el espíritu humano. La vida del hombre está de hecho hondamente afectada por el mal, el dolor y la muerte, que por mucho que el razonamiento los reconozca como consecuencias de la finitud del hombre, de su composición de espíritu y materia, de su falibilidad, no resultan explicados y asimilados sin más: el dolor aparece como injusticia muchas veces, sobre todo cuando hace presa en los inocentes; la muerte como decididamente repugnante a la aspiración del espíritu humano a la inmortalidad. Pero, además, es que no solamente todos los hombres se ven afectados por esas realidades, sino que sienten el p. como una fuerza interior, que pone en contradicción al hombre consigo mismo, llevándole a obrar en contra de sus más íntimas convicciones morales y religiosas.
Al sentimiento y la inteligencia repugna admitir que Dios, bondad infinita, haya creado así al hombre. ¿Cómo, pues, explicar estas realidades? La respuesta de la Revelación cristiana es que el estado actual del hombre no es obra de un dios malo ni una cualidad intrínseca de la materia (tesis maniquea-gnóstica), sino obra del hombre mismo en el ejercicio de su libertad y desde el comienzo de su historia: es la manifestación y consecuencia de un estado de verdadera culpa que afecta a todo hombre aun antes del uso de razón. Enseña además que si Dios ha permitido este universal dominio del mal ha sido para poder manifestar mejor su gloria a través de la universal Redención (v.) por Jesucristo, supremo mediador entre Dios y los hombres, cabeza de toda la humanidad, primogénito y redentor de toda ella. Nadie se halla libre de esta culpa (excepto la Virgen, por privilegio de redención preservativa; V. MARÍA II, 2), de la que sólo se puede ser salvo mediante la Redención de Cristo aplicada en el Bautismo (v.).
Ya en la sección bíblica (v. II) se ha estudiado el p. original originarte. Aquí nos limitaremos a considerar el p. original originado. Cuando hagamos referencia a éste, hablaremos siempre de p. de Adán, de acuerdo con la Tradición. Para los problemas que plantea el evolucionismo remitimos a la VOZ: MONOGENISMO Y POLIGENISMO.

1. El Magisterio de la Iglesia. El hombre fue creado en amistad y gracia de Dios, que perdió por su culpa, de modo que el primer pecador transmitió a sus descendientes no sólo las penas derivadas de su p. (dolor y muerte), sino también la culpa misma. Tal es, en un resumen brevísimo, lo que el dogma cristiano nos dice al respecto. La Iglesia recibió esa verdad de las S. E., la vivió en la práctica del Bautismo, in remissionem peccatorum, de los niños aún no llegados al uso de razón, y la fue precisando y explicitando históricamente frente a las diversas herejías.
Un optimismo tendencialmente naturalista, por oposición al pesimismo maniqueo, junto con la exaltación del sentido de la libertad y de la responsabilidad personal, llevan a las primeras negaciones del p. original por autores de la escuela antioquena (Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia), por los nestorianos de Nisibe y, sobre todo, por Pelagio (v.). El pelagianismo no admite la elevación inicial de los hombres al estado de justicia original (v. PARAÍSO II), y sostiene que la culpa de Adán no afecta a toda la humanidad, sino que se propaga sólo por imitación. El libre albedrío no ha sido tocado por la culpa. La muerte, en su realidad histórica, no es consecuencia del p. sino necesidad de naturaleza. El Bautismo de los niños -afirma- tiene sólo por objeto abrirles las puertas del reino de los cielos (aunque sin él, pueden alcanzar también la vida eterna) y preservar de pecados futuros.
El pelagianismo fue condenado en el Conc. de Cartago (a. 418), que, por lo que se refiere al p. original, definió lo siguiente: «Quienquiera que dijere que el primer hombre, Adán, fue creado mortal, de suerte que tanto si pecaba como si no pecaba tenía que morir en el cuerpo, es decir, que saldría del cuerpo no por castigo del pecado, sino por necesidad de la naturaleza, sea anatema»; «quienquiera niegue que los niños recién nacidos del seno de sus madres han de ser bautizados o dice que, efectivamente, son bautizados para remisión de los pecados, pero que de Adán nada traen del pecado original que haya de expiarse por el lavatorio de la regeneración; de donde consiguientemente se sigue que en ellos la fórmula del Bautismo `para la remisión de los pecados' ha de entenderse no verdadera sino falsa, sea anatema» (Denz.Sch. 222 y 223).
Frente al resurgir de algunas ideas de tenor pelagiano -el llamado semipelagianismo (v.)-, el Conc. de Orange (a. 529) reiteró la doctrina sobre el p. original, señalando además un progreso sobre Cartago: la definición se centra ahora no ya en la pena del p. -la muertesino en la culpa. Condena en efecto a «quien dice que por el pecado de prevaricación de Adán no fue mudado todo el hombre, es decir, según el cuerpo y el alma, en peor, sino que cree que, quedando ilesa la libertad del alma, sólo el cuerpo está sujeto a la corrupción», y a «quien afirma que sólo a Adán le dañó su prevaricación, pero no también a su descendencia, o que sólo pasó a todo el género humano por un solo hombre la muerte que es pena del pecado, pero no también el pecado, que es la muerte del alma» (Denz.Sch. 371-372).
El movimiento protestante propagó un error de tipo opuesto al pelagiano: el p. de Adán corrompe de tal modo la naturaleza humana que suprime el libre albedrío, la incapacita al bien y la lleva a pecar necesariamente. El p. original consiste formalmente en la concupiscencia, heredada de Adán, que nos empuja ineluctablemente a la culpa (v. LUTERO Y LUTERANISMO; CALVINO Y CALVINISMO). El Conc. Tridentino, resumiendo la tradición anterior, realizó una amplia exposición de la doctrina católica sobre el p. original, al que dedica un decreto específico, así como diversas referencias en otros decretos, especialmente en el de la justificación. El decreto sobre el p. original comprende cinco cánones, cuyo contenido es el siguiente: el primero afirma que Adán, al transgredir el mandato divino «perdió la justicia y santidad en que había sido constituido», y quedó mudado en peor, según el cuerpo y el alma; el segundo define que la prevaricación de Adán le afectó no sólo a él, sino a toda su descendencia, a la que se transmite no sólo la pena del p., sino el p. mismo, que es muerte del alma; el tercero, después de insistir en que el pecado de Adán «es por su origen uno solo y transmitido a todos por propagación, no por imitación, es inherente a cada uno como propio», añade que se quita no por las fuerzas humanas, sino por el mérito de Cristo; el cuarto se refiere al Bautismo de los niños, que -dice- es verdaderamente en remisión de los p.; el quinto define que en el Bautismo se remite del todo el reato del p., de modo que si bien en los bautizados permanece la concupiscencia, ésta -aunque viene del p. y al p. inclina- no es p., sino que «es dejada en los justificados para la lucha» (Denz.Sch 1510-1516). Son muy importantes también los párrafos del decreto sobre la justificación en los que el Concilio declara que con el p. no se ha corrompido del todo la naturaleza,sino que permanece el libre albedrío (Denz.Sch. 1525, 1554-1555).
Poco después de la crisis protestante, Bayo (v.) formuló una doctrina que, en gran parte, se aproximaba a la luterana. Sostenía, en efecto, que el estado original no era gratuito, sino debido a la naturaleza humana, de modo que ésta, después del p., estaba por entero corrompida. Enseñaba además que la concupiscencia tiene por sí misma valor de culpa, sin relación alguna con el p. personal de Adán, no exigiéndose la voluntariedad como formal constitutivo del pecado. Fue condenado por S. Pío V (Denz.Sch. 1901-1907, 1926-1928, 1946-1951).
La pérdida del sentido de lo sobrenatural, la crítica racionalista de la Biblia, las teorías tendencialmente ateas formuladas a partir de la hipótesis evolucionista, el individualismo naturalista, llevaron a muchos protestantes del s. XIX y XX a negar al p. original su carácter de culpa, o a reducirlo a la suma de los pecados individuales cuyo símbolo -no realidad histórica- es el p. de Adán (K. Barth), o a identificarlo con la natural defectibilidad humana. Las últimas tendencias, que también en el campo católico desvirtúan la noción del p. original y de sus consecuencias, han dado pie al Magisterio para volver a formular la doctrina ortodoxa: Conc. Vaticano 11, Const. Lumen gentium, 2; Const. Gaudium et spes, 10 y 13; el Credo del Pueblo de Dios promulgado por Paulo V I en 1968, al igual que otros discursos del mismo pontífice; precisiones exigidas a los autores de Catecismo holandés por la comisión de Cardenales encargada de censurarlo y confirmados por el Papa (AAS 60, 1968, 687-688).

2. Síntesis de la doctrina católica. Podemos exponer así su contenido: Dios creó al hombre destinándolo a una participación íntima de su vida divina; por eso, durante la vida terrestre, a modo de preparación y prueba, le dota del don de la gracia, destinado a consumarse en la gloria eterna. Si bien no es contraria a la fe la hipótesis evolucionista moderada (v. EVOLUCIÓN), según la cual Dios se habría servido de un animal preexistente en suficiente grado de evolución para hacer el hombre, infundiéndole el alma, es necesario afirmar que ésta procede de Dios por creación inmediata. A- este hombre que de por sí, por la íntima constitución de su naturaleza, está sujeto a la ignorancia, a la lucha con la pasionalidad, al dolor, y a la muerte, Dios lo elevó otorgándole el don gratuito, indebido, de la gracia santificante que le hace hijo suyo y lo destina a la gloria, y además otros dones, también gratuitos e indebidos, pero que no sobrepasan de por sí la capacidad intrínseca de la naturaleza: el de la integridad, mediante el cual es capaz la voluntad de dominar los apetitos inferiores en la prosecución del bien moral; el recto juicio correspondiente; la inmortalidad (v. PARAíSO II). Esta concesión la hizo Dios dirigiéndola a toda la humanidad en sus primeros representantes, a cuya fidelidad en la observancia del precepto divino se condiciona la efectiva transmisión a todos sus descendientes.
Tal condición no se cumplió, porque el hombre pecó. Dios retiró, pues, esos dones a Adán y a todos sus descendientes. La muerte corporal es, por eso, castigo del p. en su realidad concreta: el hombre no habría muerto si no hubiese pecado. Más aún, todo hombre viene a este mundo en estado de culpa, propio, intrínseco, consistente en la privación de la santidad y justicia que debería poseer y de la que carece por culpa de Adán. Y dicho estado se transmite no porque el individuo, imitando el ejemplo de Adán, apruebe y como ratifique su desobediencia, sino en cuanto que por la culpa de Adán es concebido privado de la amistad divina, constituido personalmente pecador y necesitado de la Redención de Cristo, cuya gracia se le confiere en el Bautismo, de los consiguientes auxilios de la gracia actual para vencer la concupiscencia, y de la especial acción divina en la resurrección, debeladora de la muerte, última consecuencia del pecado.
Por otra parte el hombre, mediante la culpa, ha sido dañado, pero no ha perdido el libre albedrío, ni se halla necesariamente inclinado al mal. No está corrompido, pero sí debilitado: los no justificados, aunque son capaces de obras moralmente buenas -no todo su obrar es pecaminoso- no pueden perseverar, por sí solos, largo tiempo en el bien, y acaban cayendo en pecado. Los justificados reciben la gracia que les da la fuerza para no pecar; pero aun así no pueden, sin una gracia especial, evitar todos los p. veniales, ni perseverar largo tiempo, máxime hasta el fin, en la justificación recibida. La concupiscencia, entendida como debilidad de la voluntad para superar las inclinaciones rebeldes del apetito egoísta, permanece en los justificados aun después del Bautismo, pero no tiene carácter formal de p., aunque de él proceda y a él conduzca.
Finalmente, el p. original se transmite por generación natural, no en el sentido de que ésta sea formalmente el medio transmisor de la culpa, sino en cuanto que establece entre los individuos y el primer pecador el lazo de unión querido por Dios para establecer esa misteriosa solidaridad en que se funda el p. original.

3. Desarrollo de la teología sobre el pecado original. El p. original es una culpa que se transmite a partir de Adán, y que va unida a un estado de desorden interior (concupiscencia) y a unas penas (sometimiento al dolor y a la muerte). ¿Qué valor tienen y cómo se relacionan entre sí esos elementos?, tal es el problema que, intentando profundizar en la doctrina católica, se ha planteado a la teología. En un punto reina un acuerdo prácticamente general: siendo el original un verdadero p., en cuanto es muerte del alma, y no habiéndolo cometido el individuo, sino contraído por herencia, más bien puede asimilarse a un estado pecaminoso que a un acto de p.; la palabra p. se le aplica a él y al p. actual de un modo análogo y no unívoco. Las cuestiones controvertidas hacen relación a la determinación precisa de su esencia, modo de transmisión, grado de voluntariedad que pueda en él encontrarse. Las respuestas de los teólogos se hallan matizadas por sus ideas filosóficas acerca de la composición de alma y cuerpo, del papel de la generación en la transmisión de la vida, del contenido metafísico de la noción de naturaleza, de la esencia del p. actual y habitual, de las relaciones entre naturaleza y gracia.
Los Padres griegos, frente el dualismo gnóstico, que identifica el mal con la materia, resaltan que el p. no consiste en algo positivo sino en algo negativo: la privación de la imagen de Dios. Afirman claramente una solidaridad en la pena con Adán pecador, aunque es dudoso si en la culpa. Algunos de ellos, por influjo platónico, exageran el papel de la carne con respecto al p., basándose en la doctrina según la cual el cuerpo es sujeto de pasiones diverso del espíritu. Así para Dídimo el Ciego es la corrupción de la generación la que causa la contracción de la mácula. Para Metodio de Olimpo el p. se identifica con la concupiscencia carnal. Orígenes piensa que las almas, que preexisten a su infusión en el cuerpo, se manchan a su contacto con éste, infecto a su vez por provenir de Adán. Forma capítulo aparte S. Ireneo enseñandouna participación en la culpa de Adán, aparte de una solidaridad en la corrupción de la naturaleza.
Los Padres latinos acentúan también mucho el influjo de la concupiscencia. Tertuliano enseña que el alma se transmite por generación (traducianismo), y, por tanto, que el p. se transmite con ella por generación, afectando a toda la naturaleza (ad instar naturalitatis, naturale quodammodo: De anima 16,41: PL 2, 714 s., 764); no distingue bien entre culpa original (p. originado) y personal, culpa y concupiscencia. Abandonado el traducianismo, el advertir que debía seguirse la doctrina de la creación inmediata del alma por parte de Dios lleva a algunos, como el Ambrosiaster (v.), a decir que no puede residir el p. original en el alma, porque sería entonces hacer a Dios su autor, y que hay que ponerlo en la carne, heredada de Adán; no obstante, el mismo autor enseña que dicho p. consiste en la sumisión a la concupiscencia y a las tentaciones del demonio y que todos los hombres pecaron en Adán quasi in massa (Ad Rom 5,12: PL 17,96).
S. Agustín desarrolla la tradición latina anterior, a la vez que la perfecciona y la fija ante la herejía pelagiana. Dejando a un lado las discusiones acerca de aspectos de su doctrina, fluctuante y poco clara en muchos casos, señalaremos sólo aquellos elementos que han pesado más en la tradición posterior. Dios -explica S. Agustínotorgó a Adán la gracia y los dones de integridad e inmortalidad, pero el p. de éste corrompió la naturaleza humana. Esta corrupción consiste en la separación de Dios, la rebelión del espíritu contra sí mismo, la rebelión de la carne contra el espíritu (concupiscencia), el desorden de las fuerzas corporales (dolor, muerte). La concupiscencia es pena del primer p., lo manifiesta y lo traduce en la carne y, unida con la ignorancia, inclina el libre albedrío al p., que no puede evitarse sin la gracia. El p. original es un p. de naturaleza -corrupción de la misma- y se propaga por la generación carnal. La concupiscencia se manifiesta en la generación, que infecta el semen, y éste al alma, creada por Dios, como sucede al agua pura que se corrompe al contacto de un vaso impuro. Hay una solidaridad con la culpa de Adán, en quien todos los hombres estaban contenidos y pecaron quasi in massa (V. AGUSTIN, SAN II, 4).
La Escolástica va a elaborar estos elementos agustinianos, presentando una nueva problemática. La introducción del aristotelismo permitió estructurar la noción de peccatum naturae, y encuadrar, más o menos flexiblemente, las relaciones entre cuerpo y alma en la teoría hilemórfica, que pone de relieve que el hombre es un todo sustancial, haciendo así posibles algunas precisiones.
Durante los s. XI y XII se estudió la naturaleza y transmisión del p. original. La escuela de París, de signo agustiniano, lo identifica con la concupiscencia (y la ignorancia), y afirmó que se propaga por la unidad de naturaleza y por contacto físico-seminal con Adán. A la objeción de que esta teoría se opone a la espiritualidad del alma y al creacionismo (R. Bandinelli) se intenta responder bien acudiendo a la ya referida teoría agustiniana del contagio en cadena (escuela de Laón, R. Pouilly, Hugo de San Víctor, v., Pedro Lombardo, v.), bien hablando de un consentimiento del alma a la concupiscencia en el momento de ser infundida en el cuerpo. S. Anselmo de Canterbury (v.) dio un paso importante: coloca el p. original en la categoría de mal moral, de injusticia; es, dice, una carencia de la justicia original debida. Como tal sólo puede tener sede en el alma; no reside en la carne ni se transmite mediante un imposible semen infecto. Para explicar su transmisión dentro del creacionismo, S. Anselmo interpreta el peccatum naturae en sentido metafísico y dentro de un realismo extremado de los universales: los individuos sólo se distinguen accidentalmente de la naturaleza común; al quedar ésta expoliada en Adán de la justicia original, cuantos individuos la poseen quedan privados de ella. La generación no es causa eficiente de la transmisión del p., sino sólo condición previa a la actualización de una naturaleza carente de la justicia. La idea de la continencia física in lumbis Adae, defendida por algunos, es sustituida por S. Anselmo por la continencia metafísica en la naturaleza común. Abelardo (v.), por su parte, negó al p. original el carácter de culpa -que, dice, sólo puede darse en un acto personal voluntario-, considerándolo únicamente como reato de pena eterna, que se transmite por la concupiscencia. Su posición fue condenada en el Conc. de Sens (Denz.Sch. 728).
Estas direcciones iniciales confluyen en el s.XIII, en el que se llega a formular las síntesis más poderosas, dentro de lo que podría llamarse el aristotelismo agustiniano: la tomista (síntesis de las escuelas de París y Oxford) y la escotista (que se sitúan más netamente en la línea de Oxford y S. Anselmo).
Para S. Tomás -al que habían precedido S. Alberto Magno, S. Buenaventura y Alejandro de Hales-, el p. original consiste formalmente en la carencia de la justicia original (don preternatural, al que va aneja la gracia santificante), y materialmente en la concupiscencia de la carne. Esta carencia no tiene por sí sola razón de culpa (se responde así a las instancias de Abelardo), sino en cuanto que nos es de alguna manera voluntaria por la conexión existente entre las voluntades de los diversos individuos con la de Adán pecador, cabeza de la naturaleza humana. Nos encontramos ante un peccatum naturae: Dios concedió la justicia original (hábito entitativo) a Adán en calidad de accidente de la naturaleza, don hecho a ésta en cuanto tal y que con ésta debe transmitirse por vía de generación. Privada la naturaleza en Adán, por culpa de éste, de dicha justicia, es claro que ha de llegar a cada uno de sus descendientes carente de la misma, con una carencia que puede decirse voluntaria en el sentido indicado. La generación, pues, es causa eficiente, pero sólo en cuanto transmisora de una naturaleza carente de la justicia y en cuanto que establece una conexión específica con Adán, que permite comunicar en su voluntariedad personal (cfr. Sum. Th. 1-2 gg81-83 y 85).
Duns Escoto piensa que la justicia original consiste en la rectitud de la voluntad (hábito operativo), que afecta directamente a esta facultad y mediante ella a toda el alma. Es distinta de la gracia santificante que, por disposición divina, la acompañaba en el estado primigenio. Se trata de un don eminentemente personal, concedido por Dios a las personas con voluntad antecedente y condicionada a la fidelidad de Adán. Pecando éste, Dios no lo confiere a ninguno de sus descendientes, y así el p. original se define como carencia de la justicia original debida. Tanto la justicia cuanto su privación son dotes de la voluntad, sede formal de la rectitud moral, no la esencia del alma. La concupiscencia es solamente una consecuencia del p. y no forma parte de su esencia. La generación puede decirse transmisora del p., pero sólo en cuanto condición necesaria para la existencia de una persona que carece de una justicia que debería poseer. En la justificación se cambia el débito de poseer la justicia por el de poseer la gracia, que se otorga entonces y que une a Dios con mucha más intensidad que la justicia. Nos encontramos, pues, con un p. directamente de la persona, análogo al p. habitual. Nuestra solidaridadcon Adán depende de un libre decreto divino, y no de la esencia misma de don otorgado.
La Escolástica de los s. XIV y XV continúa las líneas anteriores. Durando de San Porciano (v.) criticó la posición tomista al respecto, llegando a sostener que tanto la carencia de justicia como el reato de pena no son p. en el sentido propio de la palabra (II Sent. d. 30, q2). A partir de él, el tema de la voluntariedad del p. original pasó a primer plano. En esa línea se sitúa Ambrosio Catarino (v.), contemporáneo de Trento, y en gran parte seguidor de Durando. Rechaza que pueda hablarse en términos propios de un p. de naturaleza, o que baste la unidad de la especie para hacer comunicar en la voluntad culpable de Adán. Concluye de ahí que nuestro p. original no es otra cosa que la misma culpa actual de Adán en cuanto interpretativamente nuestra. Y como esto no se explica mediante la unidad específica de naturaleza, recurre a la teoría del pacto bilateral: Dios concedió la justicia a Adán no sólo para él sino para todos sus descendientes, con la condición de que Adán se mantuviese fiel a la prueba; Adán aceptó ese pacto en nombre de todos sus descendientes y por eso su obediencia o desobediencia son interpretativamente nuestras. Es Dios quien liga nuestras voluntades a la de Adán de modo que su acción pueda interpretarse nuestra (De casu hominis et peccato original¡, Lugduni 1541).
La teología postridentina partió en sus reflexiones de la doctrina recién definida que, como hemos visto, deja claro que el p. original es verdadera culpa que inhiere a cada hombre como propia. Con ello se excluyen algunas de las teorías elaboradas en épocas precedentes, y, entre ellas, la de Catarino que admite sólo una imputación extrínseca de la culpa. Con ello muchos autores vuelven a la noción de peccatum naturae; otros (Egidio de la Presentación, a. 1617; Saavedra, Lugo, Arriaga, Kilber, etcétera), pensando que la noción de peccatum naturae no explica la voluntariedad, intentan buscar una solución por vía jurídica, es decir, continuando en parte la línea catariniana, pero corrigiéndola para evitar el extrinsecismo: creen lograrlo diciendo que en Adán tuvo lugar una a modo de ficción jurídica (no un pacto), semejante a la que tiene lugar en el matrimonio celebrado por procurador. Dios -dicen- ligó, en virtud de su dominio supremo sobre las voluntades, las de todos los hombres a la de Adán; de esta forma la acción pecaminosa de éste pertenece a todos ellos jurídica, pero realmente. Se ha de señalar que tanto en la línea catariniana como en su corrección egidiana toda la reflexión sobre el p. original se hace asimilándolo al p. actual: nada dice la unidad de la especie, ni la generación transmite propiamente el p., sino que esas realidades son simples presupuestos de la libre decisión de Dios de establecer entre Adán y sus descendientes una solidaridad sobrenatural. Un avance doctrinal en la escuela tomista se encuentra desde que a partir de Domingo de Soto se identifica formalmente la gracia santificante con la justicia original.
En los s. XVII y XVIII, la teología abunda en eclecticismo de todas clases. En el s. XIX, con el surgir de la neoescolástica (v.) y los estudios de teología histórica, se vuelve cada vez más decididamente a la noción de solidaridad de la naturaleza humana con Adán, cabeza de la misma; así como a una percepción más neta de las relaciones intrínsecas existentes entre justicia original y gracia santificante: la reacción frente al naturalismo (v.) lleva por otra parte a insistir fuertemente en el sentido y la realidad del pecado. Como ejemplo de esas exposiciones puede citarse la de Scheeben (v.): Los misterios del cristianismo, §§ 44-49, ed. española, Barcelona 1964, 299-3324. Pecado original y pecado del mundo. Modernamente, junto a teólogos que recogiendo la doctrina del Magisterio intentan explicarla, siguiendo más o menos eclécticamente las líneas trazadas por la Escolástica pre y postridentina, o profundizando y prolongando sus intuiciones básicas, hay otros que han intentado nuevas formulaciones, ni siempre afortunadas, ni siempre de acuerdo con la doctrina de la Iglesia. Se advierte en muchos de ellos un indudable influjo protestante (sobre todo de Karl Barth, v.), y especialmente un deseo de presentar el dogma de manera que pueda satisfacer las exigencias de la mentalidad moderna y de la hipótesis evolucionista. Entre las tendencias más significativas en esa línea, señalemos las siguientes:a) Quienes (Hulsboch, Dubarle, Rewak, Chazelle, cte.) consideran que repugna con la idea de evolución la visión de un hombre primitivo dotado de integridad e inmortalidad, y niegan valor dogmático a la definición tridentina al respecto: es decir, niegan el estado de justicia original. Otros (Flick, Alszeghy, van Onna, Blandino, etcétera) adoptan una posición más matizada, diciendo que si bien el primer hombre no fue de hecho constituido en estado de justicia y santidad, lo fue virtualmente, ya que la evolución, en el hombre, estaba orientada al estado sobrenatural. Cuando los primeros padres de la humanidad, encarnando en sí mismos a todo el género humano, se rebelaron contra Dios, pusieron -dicen- un obstáculo a esa evolución y así todos los demás nacen con un desorden interior, y una incapacidad de diálogo amoroso con Dios que ha de contemplarse inserta en el contexto del mundo que lo impido.
b) Pasando de la consideración del estado en que tuvo lugar origen el p. al p. original en sí mismo se advierte la tendencia a explicarlo como situación del sujeto en un mundo (ambiente, educación, ejemplo) dominado por el p. que afecta -dicen- intrínsecamente al sujeto en cuanto que la persona humana está constituida por las relaciones interpersonales. Por su condición pecaminosa -añadenel mundo impide que el individuo llegue a una justa percepción de los valores morales y religiosos y que reciba la gracia, con la cual podría vencer la fuerza del p., ya que dicha gracia se recibe ordinariamente mediante la acción de los demás. Privado así de ayuda, el hombre es llevado necesariamente a pecar. Ese ambiente pecaminoso está formado por las culpas de todos los hombres (peccatum mundi), simbolizadas por la de Adán o integrándose en un todo con ésta. El p. original equivaldría, pues, a la incapacidad en que se encuentra la criatura de realizarse moral y sobrenaturalmente en cuanto situada en un mundo y en una humanidad pecadores. Así Schoonenberg, Dubarle, Hulsboch, cte., con diversos matices.
c) Otros (Burke, Gutwenger, cte.), partiendo de que el p. original se explica en cuanto ordenado a la Redención de Cristo, sostienen que se reduce a la necesidad de la gracia para obrar el bien y llegar a la beatitud eterna. En otras palabras, niegan la existencia de un estado de culpa de la humanidad, afirmando sólo un estado de carencia de la gracia. Estos autores, al igual que los anteriores, eliminan el p. original originante como hecho histórico y determinante de la suerte de toda la humanidad.
No es éste el lugar de examinar con más detalle esas posiciones, que, como decíamos, no están de acuerdo con la doctrina de la Iglesia. Limitémonos a una observación de conjunto. Nada se opone -y así lo ha reiterado repetidas veces Paulo VI- a que la teología contemporánea se plantee el tema del p. original intentando profundizar en él, valiéndose para ello de la ayuda que puedan prestar las ciencias y el pensamiento contemporáneo, pero siempre que se respeten las verdades definidas. Dos son las fundamentales en este sentido:1) La existencia histórica del estado de justicia original. Hay al respecto, ciertamente, que distinguir entre lo dogmático y las especulaciones de escuela (que, en determinadas épocas, han presentado ese estado con unos tintes paradisiacos no exigidos en modo alguno ni por el texto bíblico ni por la doctrina definida) y evitar la identificación entre justicia original y dones preternaturales (error en que inciden varios de los autores modernos referidos); pero hay a la vez que mantener la verdad dogmática de un estado sobrenatural en el momento inicial de la humanidad (v. PARAíSO TERRENAL II).
2) La realidad de un estado de p. o culpa transmitido a toda la humanidad a partir del p. de Adán, y no meramente un estado de indigencia o un p. del mundo en sentido sociológico, que es una consecuencia del p. original y no el p. mismo.
Podemos por eso cerrar este artículo reproduciendo las palabras que dedica al tema el Credo promulgado por Paulo VI el 30 jun. 1968: «Creemos que en Adán todos pecaron, lo cual quiere decir que la falta original cometida por él hizo caer a la naturaleza humana, común a todos los hombres, en un estado en que experimenta las consecuencias de esta falta y que no es aquel en el que se hallaba la naturaleza al principio en nuestros padres, creados en santidad y justicia y en el que el hombre no conocía ni el mal ni la muerte. Esta naturaleza humana caída, despojada de la vestidura de la gracia, herida en sus propias fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte se transmite a todos los hombres, y en este sentido todo hombre nace en pecado. Sostenemos, pues, con el Concilio de Trento, que el p. original se transmite a toda la naturaleza humana, no por imitación, sino por propagación, y que, por tanto, es propio de cada uno» (AAS, 60, 1968, 439).

V. l.: PARAíSO TERRENAL 11; EVOLUCIÓN V; MONOGENISMO Y POLIGENISMO; REDENCIÓN; GRACIA SOBRENATURAL 1, C; JUSTIFICACIÓN; BAUTISMO 111, 2, c; MUERTE; PURGATORIO; INFIERNO; LIMBO; ALMA; TRADUCIANISMO.


PEDRO DE ALCÁNTARA MARTÍNEZ.
 

BIBL.: Obras de conjunto: PH. DELHAYE Y OTROS, Théologie du peché, Tournai 1960; P. PALAZZINI Y OTROS, 11 peccato, Roma 1959 (trad. esp.: Realidad del pecado, Madrid 1962).

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991