PECADO. INTRODUCCIÓN: ÉTICA Y MORAL.


Definición de pecado. Se entiende por p. el voluntario apartamiento del orden establecido por Dios: «Todo el que obra el pecado, hace lo que es contra la ley y el pecado es el quebrantamiento de la ley» (1 lo 3,4; cfr. Rom 4,15 y 2 Pet 2,16). Se puede definir, por tanto, como un aparPECADOtamiento o transgresión voluntaria de la ley de Dios (efr. S. Tomás, Sum. Th. 1-2 q72 al), o como factum vel dictum vel concupitum contra aeternam legem, obra, palabra o deseo contra la ley eterna (S. Agustín, Contra Faustum, 1. 22, c. 27).
      La Tradición cristiana ha sostenido siempre que el p. es el único verdadero mal, porque al no seguir el plan del Creador y Redentor introduce el desorden en el orden divino: sólo el ser libre finito es capaz de pecar, de intentar sustraerse al dominio soberano que Dios tiene sobre el universo, amando desordenadamente a las criaturas y apartándose de Dios. La razón de p. no está en la mera carencia de un bien, sino en la desviación voluntaria de la ordenación al fin: voluntaria desviación que transforma la carencia en desordenada privación de un bien debido. Así, pues, el p. es la privación del bien que debería tener la acción de un ser libre. A diferencia del mal físico, que no supone una desviación respecto al fin último, sino simple concurrencia de un impedimento en el modo usual de alcanzarlo, el mal moral requiere una acción desordenada de la voluntad que se aparta del último fin (V. MAL II).
      Toda elección libre supone que el fin sea conocido como tal, es decir, como bien; por eso, ningún ser inteligente busca el mal en cuanto privación, y para pecar ha de elegir un bien parcial que no le es apropiado. Y de ahí que el apartamiento del fin (privación) se produzca por la elección (desordenada) de un bien aparente: es decir, de un bien al que se le ha privado de algo que debería tener para conducir al último fin, y sin lo cual aparta de su consecución. Estas dos componentes del p., las expresa S. Tomás como aversio a Deo et conversio cid creaturam: apartamiento de Dios y apegamiento desordenado a las criaturas.
      De estos dos aspectos, el amor desordenado a las criaturas viene a constituir el elemento material en el p., del que se deriva como consecuencia necesaria el alejamiento de Dios, la falta de rectitud al fin, que constituye como lo formal en el p. (efr. S. Tomás, Sum. Th. 1-2 q71 a6 y 3 q86 a4 adl). Es el amor al mundo como opuesto al amor del Padre; es decir, IQ que en el mundo -la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida- no viene del Padre (efr. 1 lo 2,15-16; lac 4,4).
      Inteligencia y voluntad en la génesis del pecado. Todo acto defectuoso proviene de una deficiencia de su principio activo; así, la elección desordenada de la voluntad (v.) en que consiste el mal moral, presupone en la voluntad la existencia de un principio de desorden anterior al pecado. De lo contrario, pecar le sería natural, y se pecaría siempre, lo cual va contra el mismo concepto de p., ya que nadie peca naturalmente. Por eso, no basta para explicar esa acción defectuosa el mero desorden de la voluntad, pues habría que buscar nuevamente su causa, y así seguiríamos hasta el infinito; y menos aún podría explicarse como fortuito, por la ausencia de la libertad que suprime la razón de pecado. Este principio de desorden consiste en la consideración como bien conveniente de algo que, realmente, no lo es: por eso, todo p. incluye el desorden respecto a la razón (v.). Un desorden, sin embargo, que no es ajeno sino que depende del desorden de la voluntad.
      En las acciones morales (v. ACTO MORAL) hay dos principios que preceden a la voluntad: la potencia aprehensiva y el objeto aprehendido. Ahora bien, como a cada móvil le corresponde su propio motor, no toda potencia aprehensiva es motor propio de cualquier apetito, sinoque cada una tiene el suyo; y así, el motor propio de la voluntad es la razón. Por eso, cuando la voluntad es recta sigue el orden de la razón, que le presenta su propio bien, realizando una acción debida. Pero si no es recta, se dejará mover por el bien meramente sensible presentado por el apetito sensitivo pero no conforme a la razón, o por la misma razón que le propone un bien no conveniente, es decir, un bien que no es el suyo propio. Donde hay defecto moral, siempre la voluntad se desvía del recto orden de la razón.
      Así, pues, la deficiencia de la voluntad anterior al p., que explica que puede desordenarse, es la posibilidad que tiene -como voluntad de un ser finito, limitado, compuesto, con potencias diversas de querer y entenderde apartarse del orden de la razón y de su objeto propio. Sea porque la voluntad rechaza el dictamen de la razón, cuando ésta concluye que un bien no es -ahora y en este modo- su bien propio, y, sin embargo, la voluntad tiende a él como a su bien conveniente; sea porque la voluntad sigue una aprehensión sensible contraria al orden de la razón; sea porque la misma razón, por estar oscurecida, desviada culpablemente por la voluntad, deduce incorrectamente que algo le es un bien conveniente, cuando en realidad no es tal.
      Por eso, siempre «este defecto es voluntario, pues la voluntad puede querer y no querer. Como también puede hacer que la razón considere aquello o deje de considerarlo, e incluso que considere esto o aquello». Y así, «no habrá pecado hasta que la voluntad no tienda a un fin indebido. Lo cual es acto voluntario» (S. Tomás, Contra Gentes, 1. 3, c. 10). «De ahí que, si la voluntad se encuentra desviada del bien -o, más precisamente, busca su bien donde no lo está-, se resiste a mover al entendimiento hacia el conocimiento de realidades que contrariarían -de ser vistas- las propias inclinaciones. Se introduce, de este modo, un freno en la inteligencia en su marcha hacia lo verdadero e incluso se puede moverla a crear -en virtud de esa opción radical que invierte las relaciones entre ser y pensamiento, conciencia y ley- una torcida interpretación, es decir, a presentar el error como verdad. Por pereza o repugnancia ante un conocimiento que solicitaría esfuerzo, el hombre se deja llevar por criterios ambientales, que en el último fondo de la conciencia se insinúan como incorrectos, pero sin que la voluntad esté dispuesta a imponerse el esfuerzo de comprobarlo. Cabe incluso una hostilidad a lo real, que nace del amor desordenado a la propia excelencia: entonces no sólo cesa la búsqueda, sino que se quiere negar el orden objetivo, pues otra cosa sería reconocer la propia culpa y la indignidad de todo un proyecto de vida. La mente es aplicada a hallar mediadas interpretaciones en las cuales la propia conducta quede ,Justificada» (R. García de Haro, La conciencia cristiana, Madrid 1971, 112-113).
      Pecado y separación de Dios. Aunque el objeto de la voluntad sea el bien, se requiere un conocimiento práctico del mismo como conveniente aquí y ahora; y aunque Dios, siendo Bien supremo y absoluto, cae de modo eminentísimo bajo el objeto formal de la voluntad, nuestro modo especulativo de entenderlo -aquí y ahora: durante esta vida- es imperfecto; por eso se presenta, en cuanto conocido por el hombre, como un bien finito; de ahí que la voluntad no se sienta necesariamente atraída hacia Él. Y viceversa, basta que algo creado tenga un cierto grado de bondad -que será siempre finita y participada-, para que pueda ser querido, aptitud que cabe aumentar por disposiciones del sujeto que hagan más conveniente para sí aquel bien. «La malicia aparece, pues, cuando la voluntad se mueve a sí misma al mal. Y esto puede ocurrir cuando el sujeto tiene una disposición de tal naturaleza que le hace conveniente y como semejante algo objetivamente malo, de suerte que, por razón de conveniencia, la voluntad tiende a ese mal como si fuese un bien: ya que, por sí mismo, cada uno tiende a lo que le es conveniente (...). La espiritualidad de la voluntad le hace posible, a la vez, querer algo y querer el bien en sí, y quererse a sí como bien. Y aquí aparece una dualidad `natural' que está necesariamente implicada en la libertad psicológica originaria: la radical ambigüedad de la decisión fundamental, la radical polaridad de la opción primigenia: el bien-en-sí, como razón de todo querer; o el bien-para-mí, igualmente condicionante de todo otro querer. Eso es posible porque todo bien-en-sí es también un bien-para-mí. Nos encontramos así ante dos principios u orientaciones fundamentales posibles: querer todo (yo mismo incluido) en cuanto es bueno en sí, o querer todo en cuanto es bueno para mí (haciendo del para-mí la condición de toda bondad). Esta opción es posible porque, si ningún bien en sí es posible sin el Bien en sí (del que los demás bienes son participaciones: bienes causados y, por tanto, limitados), sin mí ningún bien es posible para mí: yo soy, para mí mismo, un absoluto (relativo). Y la relatividad de este absoluto desaparece de mi horizonte intelectual cuando, en virtud de la flexibilidad esencial de mi querer, hago del querer con que quiero el objeto central de mi interés» (C. Cardona, Metafísica de la opción intelectual, Madrid 1969, 119-121).
      El amor de sí es inevitabe por la connaturalidad que tenemos con nosotros mismos; sin embargo, Dios nos es más conveniente -aunque en ocasiones no lo captemos con claridad- que nosotros mismos. De ahí que preferir a las criaturas, transgrediendo el querer divino, es una elección desordenada de lo conveniente, que tiene como causa positiva el amor desordenado a la propia excelencia.
      Así, pues, únicamente es sujeto de p. el ser inteligente, y por tanto libre, que tenga un conocimiento limitado de su fin. Ni los bienaventurados, ni los ángeles del cielo pueden cometer p., porque gozan ya de la visión beatífica; tampoco los seres irracionales. Así aparece claro el error del llamado «pecado colectivo»; el p. siempre es personal, dependiendo de la voluntad libre de cada hombre que pone el acto pecaminoso, aunque el mismo acto se realice por muchos o incluso por todo un grupo social.
      La malicia del p. no requiere necesariamente la voluntal explícita de ofender a Dios. Basta la elección desordenada. Alejandro VIII condenó la siguiente proposición: «Pecado filosófico o moral es el acto humano disconforme con la naturaleza racional y la recta razón; teológico y mortal es la libre transgresión de la ley divina. El filosófico, por grave que sea, en aquel que desconoce a Dios o no piensa en Él al realizarlo, es pecado grave pero no ofensa a Dios, ni es pecado mortal que destruya la amistad con Dios, ni merece pena eterna» (Denz.Sch. 2291). Por tanto, todo desorden moral grave es a la vez ofensa a Dios, destruye la caridad y merece castigo eterno; y esto aunque quien lo cometa no se proponga explícitamente un apartamiento del Señor, o incluso ni siquiera tenga un claro conocimiento del Dios personal, conocido por la Revelación.
      En cuanto a la distinción fundamental entre p. grave y leve, que no sólo es una diferencia de grado, sino que afecta a la naturaleza esencial del mal cometido, v. iv, 1.
     
      V. t.: MAL; MORAL; LEY; CONCIENCIA.
     
     

BIBL.: D. BERTETTO, El misterio de la culpa, Bilbao 1953; L. BILLOT, De personal¡ et original¡ peccato, Roma 1924; L. BoUYER, Introducción a la vida espiritual, Barcelona 1964; E. CARTON DE WIART, De peccatis et vitüs in genere, 5 ed. Malinas 1932; PH. DELHAYE, Théologie du peché, París 1960; T. DEMAN, Peché, en DTC 12,140-275; G. GALTIER, Le peché et la pénitence, París 1929; CH. JOURNET, El Mal, Madrid 1965; A. LANZA, P. PALAZZINI, Theologiae Moralis, I, Turín-Roma 1949; íD, Principios de Teología Moral, I, Madrid 1958; O. LOTTIN, Príncipes de morale, 2 vol. Lovaina 1947; P. LUMBRERAS, De vitüs et peccatis, Roma 1935; íD, Introducción y comentario al Tratado de los vicios y pecados, en Suma Teológica bilingüe, ed. BAC, t. V, Madrid 1954; J. MAUSBACH, G. ERMECKE, Teología Moral Católica, I, Pamplona 1971, 403-523; L. MONDÉN, (Moral sin pecado?, Madrid 1959; P. PALAZZINI y OTROS, Il peccato, Roma 1959 (trad. esp.: DANIELRoPs, S. CANALS, etc., Realidad del pecado, Madrid 1962; P. PALAZZINI, A. SAGE, etc., El pecado en las fuentes cristianas primitivas, Madrid 1963; C. FABRO, R. MASI, etc., El pecado en la Filosofía moderna, Madrid 1963); M. PROMMER, Manuale Theologiae Moralis, I, Barcelona 1961, 239-298; A. D. SERTILLANGES, 11 problema del male, Brescia 1955; M. J. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, 1, Barcelona 1950, 256-324; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, VI, Los Sacramentos, 2 ed. Madrid 1963, 483 ss.; S. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, 1-2 q71-89; A. VERMEERSCH, Theologiae Moralis, I, 4 ed. Roma 1947.

 

R. GARCÍA DE RARO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991