PATERNIDAD RESPONSABLE


1. Noción. Por primera vez en un documento del Magisterio solemne de la Iglesia, el Conc. Vaticano 11, ha incluido el concepto de p. r., que en los años anteriores al Concilio había estado en el centro de los estudios doctrinales sobre el matrimonio y la natalidad. Los esposos -ha recordado el Vaticano ll- han de comportarse, en su oficio de transmitir la vida, «con responsabilidad humana y cristiana» (Const. Gaudium el spes, 50), porque sólo así «con un sentido generoso, humano y cristiano de su responsabilidad» (ib.), glorifican al Creador y caIninan hacia la perfección cristiana. Nunca la instintividad (v. INSTINTOS) ha recibido en la tradición católica una misión normativa de los actos humanos, pero el hecho de que se hayan llegado a conocer los íntimos mecanismos por los que se transmite la vida (v. REPRODUCCIÓN), ha planteado y ha hecho posible una actuación racional en puntos que antes estaban velados. No obstante, si la espontaneidad irreflexiva -es decir, no refleja, ni fruto de la libertad- en la procreación de nuevas vidas (v. NATALIDAD) no debe tomarse sin más por un elevado grado de virtud o de amor a los hijos, tampoco la nueva posición racional y refleja obedece siempre a una amorosa responsabilidad, porque puede ser simple resultado de un utilitarismo egoísta: de hecho, para muchas personas p. r. viene a significar lo mismo que control de la natalidad, y no es así.
      La p. r. -léase también la maternidad responsable- es esencialmente la conducta con que los cónyuges responden a los designios que Dios tiene sobre ellos en cuanto cónyuges, en orden a la plena realización de los fines del matrimonio, mediante la transmisión de la vida y la educación de los hijos; conducta que, al conocer los fundamentos biológicos de la procreación, comprenderá también la decisión responsable por lo que se refiere al número de hijos, pero sin que tampoco este último aspecto tenga por qué implicar necesariamente un contenido restrictivo: «entre los esposos que de tal manera (con sentido generoso, humano y cristiano de su responsabilidad) cumplen el deber que Dios les ha confiado, merecen especial mención los que, con prudente y común acuerdo, reciben con grandeza de alma una prole numerosa para educarla dignamente» (ib.).
      Con palabras de la enc. Humanae vitae (Paulo VI, 25 jul. 1968), el concepto de p. r. abraza concretamente los siguientes aspectos: «En relación con los procesos biológicos, paternidad responsable significa conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana. En relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquéllas han de ejercer la razón y la voluntad. En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido. La paternidad responsable comporta, sobre todo, una vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia. El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismos, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores» (n° 10).
      2. Características. El oficio de la p. comprende fundamentalmente dos deberes: la procreación y la educación de los hijos, y para,que sea verdaderamente responsable ha de enraizarse en buenos fundamentos; dejando aparte las cuestiones que se refieren a los deberes genéricos de los padres y la formación necesaria para el matrimonio (V. MATRIMONIO; FAMILIA; PADRES, DEBERES DE LOS), se tratará aquí de los criterios con que los cónyuges deben decidir su actitud respeto al número de los hijos, aun cuando -como se ha visto- no sea éste el único elemento de una paternidad responsable. El Vaticano II ha resumido claramente esos criterios.
      a. Responsabilidad humana y cristiana. Una primera orientación viene dada por las dos palabras que el Concilio ha querido emplear juntas -responsabilidad humana y cristiana-, y quien enfocara el problema de la p. r. sólo desde un punto de vista humano lo enfocaría mal: «la vida del hombre y el deber de transmitirla no se restringe a esta sola vida, ni se puede medir o entender en orden a ella sola, sino que siempre miran al destino eterno del hombre» (Gaudium et spes, 51). Por eso utilizar sólo o predominantemente criterios económicos, sociales o demográficos llevaría a una decisión errada. Es más: para cumplir debidamente con las responsabilidades del matrimonio, «se requiere una virtud insigne; por eso los cónyuges, preparados por la gracia de una vida santa, habrán de cultivar y obtener con su oración la firmeza en el amor, la grandeza de alma y el espiritu de sacrificio» (ib. 49).
      Si no hay una plenitud de vida cristiana, es prácticamente imposible que la decisión sobre el número de los hijos sea objetiva y verdaderamente responsable; si un matrimonio no es habitualmente fiel a su vocación cristiana, en lo que se refiere, p. ej., a la caridad, a la preocupación por cultivar su vida interior o su fe, a la obediencia a las leyes de la Iglesia, cte., se podrá concluir que ordinariamente tampoco podrá ser fiel a su vocación, en el cumplimiento de su oficio de paternidad. Además, la p. r. ha de llevar a dar un contenido moral al acto conyugal y a sus consecuencias, es decir, a ser conscientes de los deberes que incumben a los cónyuges como padres y esposos y a explicitar esos deberes en el campo de la vida espiritual; del trabajo profesional, con vistas, p. ej., a los ingresos necesarios para el hogar; de la educación de los hijos; en lo que se refiere a la preocupación mutua por la salud, el bienestar y el equilibrio interior, cte., del cónyuge. Decir, sin más, que la p. r. consiste en tener sólo tantos hijos como se puedan educar es un modo de hablar ambiguo, además de parcial. Concretamente la falta de condiciones personales para educar la prole no se soluciona con una restricción numérica de los hijos: si alguno no es capaz de educar -no sabe educar- a cuatro hijos, será muy posible que tampoco sea capaz de educar a uno sólo, y tendría que retrotraerse el problema al momento anterior al matrimonio.
      b. Formación de la conciencia. En un plano más concreto, a la hora de tomar una decisión sobre el número de los hijos, actual o habitualmente, tendrán que sopesarse varios factores, dentro siempre del respeto dócil a Dios, para formarse rectamente la conciencia (cfr. Humanae vitae, 10), y los padres no sólo habrán de mirar «a su propio bien, sino al bien de los hijos, nacidos o posibles, considerando para eso las condiciones materiales o espirituales de cada tiempo o de su estado de vida y, finalmente, teniendo siempre en cuenta los bienes de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la Iglesia» (Gauditan et spes, 50). Es un juicio que en última instancia han de hacer los esposos ante Dios (cfr. ib.), sin dejarse arrastrar por presiones individuales o del ambiente. Nunca pueden proceder a su arbitrio y «siempre se deben dejar gobernar por la conciencia (v.), que a su vez se ha de amoldar a la ley divina y se han de dejar guiar por el Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio» (ib.).
      Cae de su peso que una formación que integre todos esos elementos no se adquiere en un día y que es ilusorio pretender solucionar el problema en una consulta espiritual aislada, porque cuando no hay una preparación verdaderamente cristiana se hace prácticamente imposible una recta solución. No hay responsabilidad (v.) sin formación, y a la hora de juzgar contará decisivamente el valor que para los cónyuges tenga un nuevo hijo, a la luz de su preparación espiritual y de su fe, en relación con las dificultades que ese nuevo hijo les supondrá. No puede olvidarse, p. ej., que los hombres, a diferencia de los animales, tienen «una razón especial para multiplicarse: completar el número de los elegidos» (S. Tomás, Sum. Th. 1 q72 al ad4); ni que de las familias numerosas la Iglesia recoge el mayor número de vocaciones al sacerdocio y a las diversas formas de entrega total a Dios y al apostolado. «Desgraciadamente no son raros los casos en los que hablar, aunque sólo sea veladamente, de los hijos como de una "bendición", hasta para provocar contradicción o incluso quizá burla. Con más frecuencia domina la idea y la palabra del grave "peso" de los hijos. ¡Qué opuesta es esta mentalidad al designio de Dios y al lenguaje de la Sagrada Escritura, lo mismo que a la sana razón y al sentido de la naturaleza! Si se dan condiciones y circunstancias en las que los padres, sin violar la ley de Dios, pueden evitar la "bendición de los hijos", esos casos de fuerza mayor no autorizan a prevenir las ideas, a menospreciar los valores y a ofender a la madre que ha tenido la valentía y el honor de dar la vida» (Pío XII, AAS 43, 1951, 814).
      c. Decisión prudente y cristiana. El juicio que han de formarse marido y mujer no tiene por qué ser de carácter meramente aritmético, porque la prudencia (v.) con que debe hacerse no lo consiente. No faltan autores que, acentuando de modo equívoco unilateral el papel de esta virtud en lo que se refiere a la natalidad, parecen dar a entender que es imprudente apoyarse en la confianza y en la divina Providencia. Aparte de que no debe nunca entenderse la prudencia cristiana como equivalente al cálculo humano, el Vaticano II no ha dejado de hacer una clara mención de esos otros factores sobrenaturales e imponderables a propósito de la p. r., que se ha de vivir, en efecto, «confiando en la divina Providencia y cultivando el espíritu de sacrificio» (Gaudium et spes, 50; cfr. Juan XXIII, enc. Mater et magistra: AAS 53, 1961, 447-448). « ¡Confianza bien fundada y no vana! La Providencia -expresándonos en conceptos y palabras humanos- no es propiamente el conjunto de actos excepcionales de la clemencia divina; sino el resultado ordinario de la armoniosa acción de la infinita sabiduría, bondad y omnipotencia del Creador. Dios no niega los medios de subsistencia a quien llama a la vida» (Pío XII, AAS 50, 1958, 98).
      Cuando después de poner los medios adecuados -v muchas veces no se ponen, en el plano individual ni el social-, no basta la humana industria, el Señor hará el resto y «si algunos casos individuales, pequeños o grandes, parecen tal vez demostrar lo contrario, es señal de que el hombre ha puesto algún impedimento a la ejecución del orden divino, o bien -en casos excepcionales- que prevalecen unos designios superiores de bondad» (ib.). Dios prueba con frecuencia al hombre, y de ahí la necesidad de formarse en un espíritu de sacrificio y de generosidad. No se concibe una p. r: sin un profundo sentido del sacrificio; si se olvida que cristiano quiere decir otro Cristo, y que el signo de Cristo es la Cruz. Cuando se convierte la Cruz en un mero símbolo, la vida pierde sentido, hondura y fecundidad. Se debe aceptar el sufrimiento, y llevar un hogar adelante supone muchas veces renuncia y dolor. Cuando el hombre y la mujer que han sido llamados a dar la vida, se amilanan o se dejan aplastar por la dificultad del cansancio, de la debilidad física o de la murmuración envidiosa, la cruz se hace carga y ahoga, y la existencia, perdiendo los horizontes sobrenaturales, carece de su verdadero sentido (cfr. 1 Cor 1,24-25). La Iglesia no es «natalista» a ultranza y no desconoce las dificultades en que se encuentran muchos de sus hijos para sacar adelante la familia, pero no es lícito caer en el extremo opuesto. Si una llamada es precisa, lo es justamente para evitar una interpretación parcial y egoísta de la p. r.: de hecho lo que prevalece en las clases medias occidentales no es precisamente la familia numerosa. Por eso, hay que insistir en que la p. r. es una p. que no puede prescindir del sacrificio; ha de ser una p. prudente, pero con la prudencia del espíritu, que es bien distinta de la de la carne (cfr. Mt 16,26; Rom 8,6-8).
      3. Medios. El hecho de que el hombre no ponga en acto la función generativa de un modo meramente instintivo y animal, sino que deba también en este campo conducirse de acuerdo con su libertad y su racionalidad, comporta conocer las leyes físicas y biológicas que lo regulan, y también las leyes morales que lo presiden, «pues no se trata aquí de puras leyes físicas, biológicas, a las que necesariamente obedecen agentes privados de razón y fuerzas ciegas, sino de leyes cuya ejecución y cuyos efectos están confiados a la voluntad y libre cooperación del hombre» (Pío XII, AAS 43, 1951, 836).
      a. Principios morales. Se tendrá, pues, que distinguirentre lo que exige la naturaleza (v.) y lo que puede hacer la persona (v.). La naturaleza representa el dato biológico, fisiológico y psicológico de la sexualidad (v.) específicamente humana, y este dato está fundamentalmente determinado por la estructura esencial de todos los procesos que llevan a la procreación de una nueva vida. El hombre, la persona, es libre -dentro del matrimonio- para poner en marcha la fuerza de ese dinamismo que tiende a la generación, o para dejarlo en reposo. Pero no le será lícito alterar su cauce o perturbarlo a su capricho. La naturaleza pone a disposición del hombre toda una concatenación de causas, que harán surgir una nueva vida humana; al hombre corresponde ponerla en acción, pero después tiene el deber de respetar religiosamente su progreso, deber que le prohíbe detener la obra de la naturaleza o interferir en su necesario desarrollo (cfr., ib.).
      El acto conyugal está ordenado por esencia a la generación de la prole y -sin que esto sea desconocer lo que de noble y justo hay en los valores personales y espirituales consiguientes al matrimonio- todos sus elementos han de estar orientados fundamentalmente al servicio de la nueva vida. «Cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida. Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador. (...) Justamente se hace notar que un acto conyugal impuesto al cónyuge, sin considerar su condición actual y sus legítimos deseos, no es un verdadero acto de amor, y prescinde, por tanto, de una exigencia del recto orden moral en las relaciones entre los esposos. Así, quien reflexiona rectamente deberá también reconocer que un acto de amor recíproco, que prejuzgue la disponibilidad a transmitir la vida que Dios Creador, según particulares leyes, ha puesto en él, está en contradicción con el designio constitutivo del matrimonio y con la voluntad del Autor de la vida. Usar ese don divino destruyendo su significado y su finalidad, aun sólo parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y la de la mujer y sus más íntimas relaciones y, por lo mismo, es contradecir también el plan de Dios y su Voluntad. Usufructuar, en cambio, del don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador, significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador» (Enc. Humanae vitae, 11-13). No puede nunca olvidarse que «no sólo la actividad común de la vida externa, sino también todo el enriquecimiento personal, el mismo enriquecimiento intelectual y espiritual, y hasta todo lo que hay más espiritual y profundo en el amor conyugal como tal, ha sido puesto por voluntad de la naturaleza y de su Creador al servicio de la descendencia» (Pío XII, AAS 43, 1951, 849-850; cfr. Gaudium et spes, 48).
      b. Aplicaciones prácticas. Con estas luces se ha de plantear el estudio de los medios que pueden ponerse para ejercitar la responsabilidad en la procreación de nuevas vidas: 1) quedan absolutamente proscritas todas las soluciones inmorales que la Iglesia siempre ha reprobado: aborto (v.), infanticidio y todos los procedimientos anticonceptivos (v.) en sus diversas modalidades: no solamente está prohibida la esterilización (v.) directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer, sino que «queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se propongan, como fin o como medio, hacer imposible la procreación» (Humanae vitae, 14); 2) como es lógico, queda también prohibido el uso de los anovulatorios (v.), cuando tienen por objeto directo evitar la prole; 3) los únicos modos de conducta que responden al verdadero concepto de la p. r. son, según los casos: el uso del matrimonio consciente y querido libremente, por amor al cónyuge y a los hijos, aunque por circunstancias naturales algunas veces no se pueda seguir la generación; la continencia periódica; y la continencia continuada durante un tiempo más o menos largo. Para la continencia periódica, (V. MATRIMONIO V, 5 y 6; NATALIDAD III). Digamos algo de los otros dos puntos.
      a) En un matrimonio cristiano, el verdadero amor de los esposos (v. AMOR II) les llevará a ser tan creadores de nuevas vidas como les sea posible: se entiende que esta posibilidad no tiene que ser la mera posibilidad fisiológica, sino una posibilidad moral, de acuerdo con los principios enunciados más arriba (v. 2). Cualquier otra concepción del amor es equivocada y, en los casos donde la gravedad de las circunstancias aconseje una restricción del número de hijos, quedará incluso en el fondo de ese amor un punto vacío por esa falta de plenitud que las condiciones imponen. Se comprende que sea así porque «si la naturaleza hubiera atendido exclusivamente, o al menos en primer lugar, a un recíproco don y posesión de los cónyuges en la alegría y en el placer, y si hubiera dispuesto aquel acto (el acto conyugal) solamente para hacer más feliz posible su experiencia personal (de esposos) y no para estimularles al servicio de la vida, el Creador habría adoptado otro plan en la formación y en la constitución del acto natural» (Pío XII, AAS 43, 1951, 852).
      Ejercer el acto conyugal de un modo responsable y consciente significa hacer conscientes y querer -en la unidad biológica; psicológica y espiritual que ha de tener la expresión del amor conyugal- todos los fines que le son propios, sin moverse únicamente por motivos egoístas ni hacer del matrimonio una sensualidad compartida. Un verdadero y pleno amor conyugal no se quedará así a nivel del instinto, sino que tendrá hasta un amor disponible y abierto a la voluntad divina, en un ansia creadora que llevará ya desde entonces a amar al hijo que ha de venir. Se ha llamado la atención -especialmente por lo que se refiere al hombre- sobre el hecho Je que la p. no se ha de reducir a la mera acción de engendrar: es preciso que el padre -y también la madre- haga luego un acto consciente y libre de «adopción» de ese hijo que ha nacido. Una p. r. llevará incluso a anticipar el momento de esa «adopción», precisamente porque el acto conyugal encerrará ya la voluntad y el deseo del hijo.
      b) Teniendo en cuenta todo lo que antecede, tendrán que concurrir motivos gravísimos para guardar en el matrimonio la continencia de un modo indefinido, pues «cuando se interrumpe la intimidad de la vida conyugal, no es raro que corra peligro la misma fidelidad, y que incluso se comprometa el bien de la prole; en esos casos, corren también peligro la educación de los hijos y la valentía para recibir más» (Gaudium et spes, 51). Solamente cuando haya gravísimas razones se podrá lícitamente afrontar esos riesgos; y solamente entonces será posible guardar tal continencia (cfr. Pío XII, AAS 43, 1951, 847). El Vaticano II y la enc. Humanae vitae han hecho una llamada para que los especialistas aúnen sus estudios en servicio del bien de la familia y del matrimonio y favorezcan la paz de tantas conciencias, iluminando con mayor claridad las diversas condiciones que favorecen una honrada ordenación de la procreación (cfr. Gaudium et spes. 52), pero esto no quita que la norma por la que ha de regirse la conducta de los cónyuges sea la que Dios da, siempre a través del Magisterio de la Iglesia.
     
      V. t.: MATRIMONIO V; NATALIDAD III; PADRES, DEBERES DE LOS.
     
     

BIBL.: CONO. VATICANO II, Const. Gaudium et spes, 7 dic. 1965, 47-52: AAS 58 (1966) 1025-1120; PAOLo VI, Ene. Humanae vitae, 25 jul. 1968: AAS 60 (1968) 316-342; J. L. SORIA, Paternidad responsable, Madrid 1971; ID, Cuestiones de Medicina Pastoral, Madrid 1973, 277-308; S. DE LESTArts, La limitación de los nacimientos, Barcelona 1962; J. LECLERcQ, La tamilia, 5 ed. Barcelona 1967, 201-273; ID, El matrimonio cristiano, 14 ed. Madrid 1971; A. NIEDERMEYER, Compendio de Medicina Pastoral, Barcelona 1956; ID, Compendio de Higiene Pastoral, Barcelona 1962.

 

J. L. SORIA SAIZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991