Pasión. Teología Moral
 

El periodo escolástico supuso el asentimiento definitivo de dos principios fundamentales en relación con la Teología moral de las p.: las p. de suyo son moralmente indiferentes, su bondad o malicia dependen del objeto al que tienden; por otro lado las p. modifican la moralidad en la medida en que el acto voluntario es influido por ellas (v. t, 4). Después, apenas se han realizado progresos notables. Es curioso comparar el espacio que dedica a las p. cualquier tratado moderno de Moral con las 27 cuestiones, y un total de 132 artículos, que en la Suma Teológica integran el tema. Es un dato que habla por sí solo del estancamiento -por no decir retroceso- de la doctrina moral sobre las pasiones.
Indudablemente ha habido una falta de profundización posterior. La tarea iniciada por S. Tomás de aprovechar la ética aristotélica en la teología cristiana, ha encontrado escasos continuadores. Lo corriente ha sido adherirse de un modo rígido y unilateral, y con frecuencia no exento de malas interpretaciones, al esquema clásico, sin tamizarlo con un espíritu constructivo y crítico como eJ de la síntesis tomista. Se ha visto como punto de llegada lo que sólo era un prometedor comienzo.
La moderna tendencia renovadora de la Teología moral (v.) se ha propuesto entre otras cosas, hacer un mejor uso de los conocimientos sobre la personalidad humana que han aportado la psicología, antropología, psicopatología, etnología, pedagogía, etc.; pero uno de los primeros escollos con que tropieza está en el tema de las pasiones. Las dificultades provienen de diversas fuentes; por un lado, de la confusión terminológica; por otro, de una rígida dependencia de determinados esquemas mentales.
1_a importancia que puede tener una futura profundización en estos conceptos, con vistas al desarrollo de una auténtica Teología moral de las p., se descubre de modo más claro ahora que las posiciones defensivas de la moralidad -el hombre en lucha por evitar el pecado-, quedan asumidas y ampliadas por la perspectiva de la vocación (v.) cristiana: el hombre llamado a corredimir, a santificar las estructuras temporales. Las p. no son algo de lo que el cristiano deba fundamentalmente defenderse, como pudiera pensar el griego en sus esfuerzos por realizar el ideal de la vida racional; las p., con su energía, con su prontitud a interesarse en las cosas creadas, son fuerzas que hay que saber utilizar, venciendo el desorden que el pecado (v.) ha introducido en la naturaleza humana y en todas sus potencias.

1. Pasiones y moralidad: Terminología. El término p. está particularmente expuesto a imprecisiones y malentendidos. Porque, mientras la p. es el único instrumento conceptual que han empleado los moralistas para afrontar el tema de la afectividad, la psicología empírica moderna -que rara vez utiliza este término- habla de motivaciones (v.), instintos (v.), impulsos (v.), estados de ánimo (v.), tendencias (v.), motivos, necesidades, emociones, etc. (v. 1, 5).
No es fácil, pues, en cuanto a la terminología, que la ciencia psicológica pueda ser de gran ayuda. Además, son todavía demasiado grandes las divergencias entre las diferentes escuelas de psicología, cuando se trata de cualificar los fenómenos afectivos. Entre los moralistas, por el contrario, existe una notable y absoluta coincidencia para definir la p., según el concepto difundido por la autoridad de S. Tomás: p. sería cualquier acto o movimiento del apetito sensitivo (cfr. Sum. Th. 1-2 q35 al). Esta noción incluye los aspectos psíquicos que la psicología moderna al menos desde un punto de vista fenomenológico- considera por separado: la tendencia o impulso primario hacia un objeto, y la resonancia afectiva o reacción emocional consiguiente a la percepción -directa, imaginativa o conceptual- del objeto apetecido.
A estos rasgos psicológicos de la p., van inseparablemente unidos dos elementos de orden corporal; es decir: las reacciones fisiológicas -modificaciones hormonales, de la circulación sanguínea, respiratorias, etc- y la configuración expresiva tan importante en la vida social. La expresión del rostro, la actitud del cuerpo y de los miembros, son vehículo natural de comunicación del propio estado afectivo.
Los aspectos anímicos y corporales que se incluyen en el concepto de p., intervienen en la conducta humana entremezclados, como un todo. No hay impulso al que no siga una reacción emocional; ni se da emoción sin cambio fisiológico, por leve o imperceptible que sea. Santo Tomás, en la línea de la interpretación de las p. como entidades psicosomáticas, da la razón metafísica de esta unidad: «En las pasiones del apetito sensitivo, hay que considerar un elemento como materia, es decir, el cambio corporal; y otro como forma, que corresponde al apetito. Así, p. ej., como se dijo en el libro 1 del De Anima (c. 1, n° 11), en la ira lo material es la acumulación de sangre junto al corazón, o algo por el estilo; lo formal, en cambio, el deseo de venganza» (Sum. Th. 1 q20 al ad2).
El hecho de la íntima correlación entre los diversos aspectos pasionales tiene importantes aplicaciones en lo moral, como veremos más adelante. El sujeto de la moralidad es siempre el hombre entero, criatura material y espiritual, unidad sustancial de cuerpo y alma. Ciertamente, el hombre es capaz de vida moral en cuanto que puede elegir, aceptar o no una norma de conducta; es decir, en cuanto que está dotado de una voluntad libre. La potencia volitiva goza, por tanto, de absoluta primacía. Sin embargo, por no tener suficientemente esta perspectiva unitaria se ha interpretado a veces con escaso rigor el principio fundamental de que los actos humanos son morales en la medida en que son voluntarios, y, con una visión elementarista, se ha desarrollado una doctrina moral que podríamos llamar de voluntad, puesto que suplanta el sujeto de la conducta -la persona-, por el principio operativo de esa conducta, la voluntad. Sólo viendo los fenómenos afectivos en el marco total de la persona, se está en condiciones de valorar el papel e importancia de las p. en la vida moral.
Otra manifestación de la tendencia a ver las p. con un criterio elementarista, es la terminología de p. antecedente, concomitante y consecuente, según que preceda, acompañe o siga al acto voluntario. El valor de estos conceptos es innegable, pero representan sólo una parte pequeña del contenido moral de la afectividad (v.). Además hay que convenir que tanto la p. concomitante como la consecuente, en el fondo no influyen en la decisión soberana de la voluntad; todo lo más representan, la primera, una manifestación de la intensidad de la volición; y la segunda, un instrumento del que -voluntariamente, es decir, intencionalmente- se sirve la persona para llevar a cabo con más facilidad sus decisiones.
La p. antecedente, en cambio, en cuanto que emerge en el campo de la conciencia, con todas sus características de impulsividad, proyectada hacia un valor concreto, y exigiendo una satisfacción más o menos perentoria, plantea el dilema de aceptarla o reprimirla; en una palabra, impone una decisión voluntaria, moral. Aun así, la cualidad moral -bondad o malicia- dependerá de la aceptación o rechazo de la p. en un segundo momento; el primer juicio moral proviene de que en sí sea bueno o malo el impulso pasional. Y aquí hay que tener en cuenta otros factores personales, diversos de la voluntad.

2. Variedad de las pasiones y su importancia moral. Hasta ahora la Teología moral se ha remitido a la clasificación aristotélica de las p., basada en un triple criterio: el carácter agradable o dificultoso del objeto de la inclinación pasional, su condición de presente o ausente, y el modo valorativo -bueno o malo- como es captado. Se individuan así once pasiones (v. 1, 3).
Si se prescinde del carácter dificultoso o no del objeto a que tiende, y del hecho de que esté presente o ausente, la p. se llama amor y odio, respectivamente, según que sea bueno o malo el valor representado por ese objeto. En el primer caso lo busca, en el segundo, lo rehúye. Si ese objeto se ve como lejano, y es bueno, será deseo; si malo, aversión. En cambio, si el objeto es ya poseído, habrá gozo, cuando sea bueno, o tristeza en el caso contrario. Estas seis p. se conocen como propias del apetito concupiscible.
Cuando la p. tiene en cuenta el carácter más o menos arduo del objeto a que tiende, si éste es bueno, puede tratar o no de superar los obstáculos, dando lugar, a la esperanza o a la desesperación, respectivamente. Cuando, por el contrario, ese valor es visto como malo, habrá simplemente miedo, o audacia si se intenta evitar positivamente. Por último, si el objeto se hace presente y es malo, origina un movimiento de superación, que es la ira. Éstas serían las cinco p. del apetito irascible.
Esta clasificación, basada en Aristóteles, podría modificarse. Así, si p. ej., se abandonase el concepto de bien «arduo», como muchos autores modernos se inclinan a hacer, y se introdujera un nuevo factor clasificatorio -p. ej., la cualidad emocional-, el resultado sería un esquema de las p. diverso, y probablemente más rico. El esquema aristotélico en el fondo es una relación de las diversas actitudes abstractas que podemos adoptar frente al bien conocido o no, bajo el aspecto de algo dificultoso de obtener. Pero nadie duda, p. ej., de las profundas diferencias entre el amor sexual, el amor de amistad, el amor erótico, el amor humano, etc.; de lo insuficiente que es englobar todos estos impulsos pasionales bajo el título de inclinación al bien sin más, presente o lejano. La misma evidencia de algo arbitrario tiene el intento de incluir dentro del concepto de ira todos los movimientos agresivos, el afán de venganza, la hostilidad, la envidia, la furia sádica, la cólera, etc.
También podría pensarse que el estudio de la diversidad de inclinaciones pasionales es una tarea superflua desde un punto de vista moral. En efecto, dado que las p. reciben su valor moral de la bondad o malicia del objeto a que tienden, a primera vista no se ve el interés de considerar la diferencia cualitativa de las diversas pasiones. La alegría, p. ej., es buena si está causada por el bien de nuestros semejantes; pero es pecaminosa si su origen es la desgracia ajena. Y lo contrario sucede con la tristeza: es lícito entristecerse ante el dolor del prójimo, pero sería malo llenarse de amargura porque los demás viven felices.
Todo esto es cierto: la moralidad de las p. depende primariamente del objeto. Sin embargo, nadie puede sostener que tenga la misma importancia moral la alegría y la tristeza. De hecho, los moralistas han dado un realce especial al miedo (v.), aunque han destacado unilateralmente los aspectos negativos, de impedimento a la libertad, silenciando, p. ej., su papel de defensa para la persona ante los peligros.
Más recientemente se ha empezado a introducir en la Moral el estudio de la angustia (v.), esa intranquilidad e inseguridad de ánimo debida a causas no bien conocidas al sujeto que la padece. Sería necesario distinguir aquí la angustia existencial, de carácter filosófico, que se ha interpretado como una manifestación del carácter limitado y en algunos aspectos contradictorio de la criatura humana; y la angustia psíquica, mejor llamada ansiedad, que tiene su origen en un conflicto psíquico, no necesariamente anormal o morboso. También aquí se nota esta inclinación a ver las p. como impedimentos de la moralidad. Sin negar este aspecto, podría tenerse presente que esta p., si no es patológica, en la medida en que es desasosiego, dolor interior, amargura, es una fuerza que empuja a la superación de ese estado, a la búsqueda de la seguridad, de la certidumbre, en definitiva, del sentido de la vida. No es del todo errado interpretar el notable aumento de ansiedad en la época presente, como una rebeldía ante la pobreza de valores de la sociedad del bienestar, a su incapacidad para dar un sentido satisfactorio, que llene las aspiraciones humanas. La angustia no lleva de por sí a Dios, como nos prueba el drama del existencialismo; pero la angustia se aquieta, se vence, cuando se encuentra a Dios.

3. Valoración moral de las pasiones. El estudio particularizado de las principales pasiones puede verse en las voces correspondientes de la Enciclopedia: amor (v.), odio (v.); gozo y tristeza (v. ALEGRÍA); esperanza (v.), miedo (v.), audacia (v.); ira (v.), etc. Basta ahora subrayar que, entre todas, ocupan un lugar destacado la alegría y el amor. La alegría, con su carga iluminadora, de optimismo, de ligereza espiritual, favorece y facilita la conducta moral. Pero, la más importante, es el amor, principio y fin de las acciones humanas, fuerza impulsora de toda la personalidad.
Limitándonos a las cuestiones más esenciales, la doctrina sobre las p. puede sintetizarse en los siguientes puntos (v. t. I, 4):a) Tanto las p. como las acciones puramente pasionales, que emanan de la afectividad no voluntaria, moralmente no son ni buenas ni malas, puesto que carecen del requisito indispensable para ser consideradas como fenómenos morales; es decir, no son libres.
b) Las p., sin embargo, pueden y de hecho constituyen materia moral, en cuanto que, aunque su origen sea espontáneo, involuntario, llegan a ser aceptadas o rechazadas de modo libre; incluso pueden ser provocadas voluntaria e intencionalmente. En esos casos, la valoracióndel acto pasional se hace siguiendo los criterios clásicos .de la moralidad (v. MORAL I, A), es decir, el objeto, la intención de la persona y las circunstancias peculiares que rodean la acción.
c) En las acciones humanas más complejas, como suelen ser la mayoría, el papel moral de las p. es valorable en la medida en que intervienen en la realización de esos actos morales, libres. La p. será buena cuando concurra a la realización del acto moral bueno o contraríe el malo; y, al revés, será pecaminosa en cuanto contribuya a ejecutar una acción perversa o dificulte la realización de un acto virtuoso.
d) Todos estos principios se refieren a la cualificación moral de las p. mismas, pero en la práctica tienen más importancia los dos hechos sobre los que se apoyan esos principios, es decir: 1°) la bondad ontológica de las p. que contribuyen al despliegue y perfeccionamiento de la personalidad; 2°) el desorden pasional introducido por el pecado de origen, y que denominamos concupiscencia (v.). Este desorden se manifiesta a un nivel cuantitativo, por ej., cuando la intensidad de la p. perturba el desarrollo y ejecución de una conducta que responda a las exigencias totales de la persona; y a un nivel cualitativo, como sucede en los casos en que la p. pretende satisfacer unos objetivos que contradicen esas exigencias. En ambos casos, lo característico del desorden no es la «contradicción» de fines y objetivos -inevitable en una criatura corpórea y limitada como la persona humana-, sino más bien la resistencia a que la conducta sea regida según unas normas morales -conocidas racionalmente-, que la llevan a alcanzar los valores espirituales que constituyen el auténtico perfeccionamiento y plenitud de la persona humana.
e) Desde el punto de vista de la imputabilidad moral de los actos, las p. suelen ejercer un efecto restrictivo. A veces la p. es excitada voluntariamente con el objeto de favorecer la acción, como ocurre en el ejemplo clásico de la persona que, sintiéndose ofendida, fomenta los sentimientos de cólera con el fin de tomar pronta y adecuada venganza. Pero, fuera de estos casos, en los que la plena responsabilidad del sujeto es evidente, la p. disminuye la imputabilidad del acto, ya que reduce el margen de intervención de la libertad. Así, p. ej., una persona que, dominada por la tristeza, omite una acción buena a la que está obligada, puede quedar en parte disculpada de su falta, puesto que la tristeza incide negativamente sobre la libertad (v.) de ejercicio. Un individuo que cometa una mala acción, voluntariamente, bajo la presión de un impulso pasional desordenado, es menos responsable que otra persona que realice esa misma acción racional y fríamente, sin mediar influjo afectivo alguno. En ese caso se han restringido las posibilidades de uso de la libertad de especificación, puesto que la p. inclina la balanza en el juicio del entendimiento hacia el lado de su objeto.
Según este principio, las p. también disminuirían la imputabilidad de los actos buenos. De nuevo se hace necesario recordar aquí que la Moral no considera únicamente actos aislados. Es posible que un acto bueno, como la oración, pueda en algún caso proceder de la emoción de un momento, pero si ese acto es aceptado voluntariamente, la idea de que esa oración predispone para muchas y sucesivas acciones meritorias, debe prevalecer sobre el pensamiento del mayor o menos mérito que puede tener ese acto de piedad, considerado aisladamente. Una vez más, el punto de vista personal nos ayuda a encuadrar un aparente problema.
Por último, se habrá notado que la p. disminuye la imputabilidad cuando actúa en el mismo sentido que la conducta moral resultante. En cambio, cuando es en dirección opuesta, debe interpretarse de otro modo. Una acción honesta realizada a pesar de la influencia contraria de un impulso desordenado, resulta más meritoria. Por el contrario, un pecado cometido a pesar, p. ej., del miedo que puede abrigarse con respecto a sus consecuencias, es más responsable, más querido, que si se hubiera realizado con ecuanimidad de ánimo.

4. Importancia de las pasiones en la vida cristiana. No se daría una visión acabada del panorama moral de las p., si no se hiciese una breve referencia a algunos aspectos de la vida cristiana, influidos por nuestra condición de criaturas dotadas de afectividad. En primer lugar, conviene tener presente que, incluso desde el punto de vista ético, el ideal virtuoso cristiano supera el arquetipo estoico del hombre racional, dominador de sus pasiones.
Dios nos ha creado y llamado a la santidad, a la plenitud de la vida cristiana: «Sed santos porque yo soy santo» (Lev 11,44) (v. SANTIDAD IV). Ese designio divino no alcanza únicamente a la parte más noble de la criatura humana, a su racionalidad, a su alma, sino a toda la persona, que ha sido constituida hijo de Dios, tal como es, espiritual y corpórea, anímica y carnal. El N. T., especialmente, está plagado de testimonios vitales en favor de esta aserción; los más importantes, los del mismo Jesucristo, pues «en Él, que tenía verdadero cuerpo y verdadero ánimo de hombre, no era falso el afecto humano. Y cuando en su Evangelio se cuenta que se contristó con ira por la dureza de corazón de los judíos; que dijo: 'Me alegro por vosotros, a fin de que creáis' (lo 11,15); que derramó lágrimas cuando iba a resucitar a Lázaro; que deseó celebrar la Pascua con sus discípulos; que, al acercarse la Pasión, su alma estuvo triste, se cuentan cosas verdaderas» (S. Agustín, De civitate Dei, 14,9).
La dignificación de los aspectos corporales -¿no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? (1 Cor 6,19)-, entre los que deben incluirse sin duda alguna. los afectivos, pone el fundamento de la actitud cristiana con respecto a las pasiones. Puesto que el desorden persiste, aun después de la Redención, se hace necesario un esfuerzo ascético para enderezar las p., pero no para desarraigarlas (v. LUCHA ASCÉTICA). En definitiva, se trata de dar cumplimiento al mandato de Dios de amarle con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente (Mt 22,37), sin que quede potencia alguna que no esté enderezada a Dios. Santo Tomás resume esta doctrina con su proverbial brevedad: «Corresponde a la perfección moral del hombre actuar no sólo según su voluntad, sino también según el apetito sensitivo, conforme a aquello del Salmo (83,3): Mi corazón y mi carne se regocijaron en el Dios vivo» (Sum. Th. 1-2 q24 a3).

V. t.: VIRTUDES; ACTO MORAL.


I. CARRASCO DE PAULA.
 

BIBL.: S. AGUSTfN, De civitate Dei, 1. 9 y 14; S. TOMÁS, Suma Teológica, 1-2, q22-48; A. LANZA y P. PALAZZINI, Principios de Teología moral, Madrid 1958, 91-154; J. MAUSBACH, G. ERMECRE, Teología moral católica, I, Pamplona 1971, 323-337; A. Royo MARÍN, Teología moral para seglares, I, Madrid 1957, 34-82; H. D. NOBLE, Les passions dans la vie morale, París 1931; íD, Passions, en DTC XI, París 1931, 2211-2241; J. MOUROUX, Sens chrétien de l'homme, París 1947; F. LAMBRUSCHINI, Verso una nuova morale nella Chiesa?, I, Brescia 1967; M. UBEDA y F. SORIA, Introducción al tratado de las pasiones, en Suma Teológica, ed. BAC IV, Madrid 1954, 577-626; E. LERoux, De passionibus animae in se spectatis et de influxu passionum in moralitatem actuum, «Rev. Eclésiastique de Liége», 21 (1929-1930) 36-39, 99-102; F. BLATOU, De animae passionibus psychologice, «Collationes Gandavenses», 18 (1931) 210-216.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991