Oración. Teología Espiritual
La oración (del latín oratio, facultad de hablar,
discurso, plegaria) es «súplica, deprecación, ruego que se hace a Dios y a los
santos; elevación de la mente a Dios para alabarle o pedirle mercedes» (Dice. de
la Real Academia). Teológicamente no es fácil dar una definición, dada la gran
cantidad de facetas que presenta en la vida cristiana. En sentido amplio, o.
significa toda elevación del alma a Dios, como sucede en la meditación (v.), la
contemplación (v.), la fe (v.) actual, el amor de Dios, etc. En ese sentido
decía S. Agustín que la vida del justo es o. (Liber de spiritu et de anima: PL
39,18-37). Más estrictamente, o. es la elevación de la mente y del corazón a
Dios con la intención de honrarle, de rendirle el debido homenaje y manifestarle
nuestra sumisión. Y en un sentido aún más restringido -el predominante en la
primitiva teología- o. significa la plegaria, la petición a Dios de un bien. Una
de las mejores formulaciones de la o- en ese sentido se debe a S. Juan
Damasceno: «elevación de la mente a Dios para pedirle cosas convenientes» (De
fide, 3,24) (cfr. J. Mausbach, G. Ermeeke, o. c., en bibl. 262).
En su acepción más común y general, la o. es un diálogo del hombre con Dios. Es
clásica la definición de S. Teresa: «comunión de amistad en la que el hombre se
encuentra cara a cara y a solas con aquel Dios del que se siente amado». Este
coloquio del alma con Dios constituye la verdadera oración: «Me has escrito...
`orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?'- ¿De qué? De Él, de ti: alegrías,
tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias...
¡flaqueza!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos
palabras: conocerle y conocerte: ¡tratarse!» (J. Escrivá de Balaguer, Camino, 23
ed. Madrid 1965, n° 91).
1. La oración en la Sagrada Escritura, Tradición y
Magisterio. a) Sagrada Escritura. En el A. T. la figura de Moisés es muy
relevante, pues en consideración a su plegaria Dios salva al pueblo escogido (Ex
33,11-14.17; 33,13). Los profetas fueron hombres de o. (1 Reg 18,36 ss.) e
intercesores (ler 15,1). En este mismo sentido se puede considerar la actuación
de Esdrás y Nehemías (Esd 9,615; Neh 1,4-11). En los libros posexílicos aumentan
en número las o. personales (Ion 2,3-10; Idt 9,2-14; Est 4,17). Los salmos
constituyeron sobre todo una o. litúrgica (v. III), pero también se utilizaron
como expresión de la o. personal (Ps 16; 17; 18; 23; 25). En los salmos aparece
la confianza en Dios como el motivo fundamental de la o. (Ps 25,2; 55,24). Esta
confianza hará acto de presencia en la alabanza a Dios, en la súplica y en la
acción de gracias (Ps 140,14; 22,25 ss.).
En el N. T. destaca la o. del Señor. Como Hijo único de Dios, Jesucristo nos
testimonia que está en continua comunicación con su Padre. Ora en el Bautismo
(Le 3,21); en su primera manifestación en Cafarnaún (Me 1,35; Le 5,16); en la
elección de los Apóstoles (Le 6,12). Noches enteras pasa el Señor en diálogo de
o. con su Padre (Le 3,21; 5,16; 6,12; 9,29; 10,21 ss.). Jesús enseñará a sus
discípulos que han de orar en todo tiempo (Le 18,1). La plegaria de Jesús pone
de manifiesto su confianza filial con Dios-Padre que se traducirá en la familiar
expresión de Abba, Padre (Me 14,36). Lo mismo sucede con las diversas peticiones
que formula en la o. sacerdotal (lo 17), poco antes de su Pasión (Mt 26,36-46;
Me 14,32-42; Le 22,40-4.6), y en la petición por sus verdugos (Le 23,34). Jesús
-ante la pregunta de uno de sus discípulos- ha dejado a los cristianos no sólo
el modelo de su propia o., sino también el cómo y la manera de hacerla (Le
11,1-4). El Señor instruye a sus discípulos para que hagan bien la o., sin
charlatanería (Mt 6,5-15); con una postura de humildad, tal y como nos lo señala
la parábola del fariseo y el publicano (Le 18,9-14); en unión de la fe y la
confianza, como requisitos de eficacia para el orante (Mt 11, 24; Le 17,5 ss.).
Los primeros cristianos de Jerusalén conservan las horas judías de o. (Act 3,1;
9,10). La o. que realizan tiene un contenido de acción de gracias y de alabanza
(Act 16,25; Rom 7,25; 9,5; 1 Cor 15,57; Eph 1,3; 1 Tim 1,17); sin embargo,
siguiendo las indicaciones del Señor, la petición ocupa también un amplio
espacio (Act 4,24-30; 12,5; Rom 1,9; 2 Tim 1,3). Por lo general, la o. la
dirigen a Dios Padre en nombre de Jesucristo (Eph 5,20), aunque se utilicen
también otros modos, como dirigirse directamente a Jesús (Act 7,59). Hay una
gran libertad en este sentido, aun cuando las fórmulas de la o. litúrgica
ejerzan también su influjo en la o. personal (v. CRISTIANOS, PRIMEROS).
b) Padres y escritores eclesiásticos. La Didajé (8,3) al hablar de la o. cita en
primer lugar al Padrenuestro, señalando que se deberá rezar de este modo tres
veces al día. La o. personal de los mártires se manifestará muchas veces como
plegaria de adoración y acción de gracias (Mart. S. Polycarpi, 14,3). Las
peticiones de las o. cristianas se harán también en favor de las autoridades
civiles, aun cuando sean perseguidoras del cristianismo (Clemente Romano, 1 Ep.
61,1). La o. en el Pastor de Hermas discurre por los cauces de glorificación a
Dios y de acción de gracias (Visio 33, 4,2-3; 10,7; Mand. 5°, 1,6). S. Ireneo
trata de la o. como testimonio, y, a veces, la enmarca dentro de un paralelismo
con la o. de los profetas (Adv. Haereses, 3,6,4). También destaca en la o. el
sentido de la filiación divina (ib. 5,8,1). Tertuliano escribirá un tratado
sobre la o. de carácter esencialmente práctico. En su comentario sobre el
Padrenuestro, da una serie de prescripciones acerca de la o. y subraya la
posición de hijos adoptivos de Dios que los cristianos deben adoptar en la
plegaria; finalmente, se extiende en unos comentarios detallados respecto a las
horas, lugares y posturas más convenientes para hacerla (De oratione, 2; 15; 17;
20; 22).
Aunque Clemente de Alejandría no compuso ningún libro sobre la o., encontramos
datos y alusiones a ella en sus diversas obras. Así en el Pedagogo podemos
anotar una o. -con la que termina el libro- dirigida a Cristo en unión con el
Padre y el Espíritu Santo (Paed. 3,21; 101,1,2). En los Stromata se dedica a
precisar en qué consiste la verdadera o. para un auténtico creyente y dice que
no está ligada a un tiempo, ni a un lugar, ni a una fórmula. Es un estado que
abarca toda la vida y transforma el hombre total (Strom. 7,35,1,3). El creyente
incluye al mundo entero en su o. (ib. 7,41,4). Finalmente, la o. es una
contemplación (v.) de Dios (ib. 7,49,4). S. Cipriano de Cartago hizo también un
comentario del Padrenuestro, siguiendo la misma línea marcada por Tertuliano (De
dominica oratione). S. Juan Crisóstomo refiere en sus homilías algunas
consideraciones en torno a la o. (In Gen. 30,5) y explica con gran precisión las
condiciones para hacerla bien (In Matt. 19,3-7; 23,4; 60,2-3).
S. Agustín nos ilustra acerca de la o. en una carta a Faltonia Proba (Ep. 30).
Detalla el objeto de la plegaria (Ep. 130,4,9-8.15); expone la conveniencia de
la o. vocal (ib. 130,9,18), y el tiempo que se le debe dedicar (ib. 130, 10,19);
hace también una bella exposición del Padrenuestro (ib. 130,14-25.27). Casiano,
siguiendo a S. Pablo y a Orígenes, distingue cuatro tipos de o.: peticiones,
oraciones, súplicas y acciones de gracias (Collationes, 9,9) y dedica un
comentario a la o. dominical (ib. 9,17-24). La o. más perfecta para 61 es la de
simple presencia en silencio (ib. 9,25). S. Gregorio Magno hablará de la
necesidad de la o. (In Lc. 1; 2,3-6); en sus Moralia describe las distintas
etapas del alma hasta que llega a la contemplación. Para la importancia de la o.
en los monjes, v. MONAQUISMO III.
c) Magisterio de la Iglesia. El segundo Conc. de Orange (529) se pronunció sobre
la necesidad de la o. en los siguientes términos: «aun los bautizados y
justificados deben implorar siempre el auxilio de Dios para llegar a feliz
término y perseverar en las buenas obras» (Denz. Sch. 380).. Posteriormente, el
Conc. de Trento afirma, recogiendo las palabras de S. Agustín: «Dios no nos
manda cosas imposibles, pero al mandarnos amonesta que hagamos lo que podamos y
pidamos lo que no podemos, y nos socorre para que podamos» (Denz.Sch. 1536).
Inocencio XI condenó la proposición de Molinos (v.) que decía: «El que está
resignado a la divina voluntad no conviene que pida a Dios cosa alguna, porque
el pedir es imperfección» (Denz.Sch. 2214).
En la enc. lllystici Corporis, Pío XII condena algunos errores modernos sobre la
o.: «Hay quienes niegan a nuestras oraciones toda eficacia propiamente
impetratoria o que se esfuerzan por insinuar entre los fieles que las oraciones
dirigidas a Dios en privado son de poca eficacia, mientras que las que valen de
hecho son más bien las públicas, hechas en nombre de la Iglesia, ya que brotan
del Cuerpo Místico de Jesucristo. Todo esto es ciertamente erróneo» (Denz.Sch.
3820). Esta misma doctrina, en un tono positivo, ha sido reafirmada por el Conc.
Vaticano II: «el cristiano, llamado a orar en común, debe, no obstante, entrar
también en su cuarto para orar al Padre en secreto; más aún, debe orar $in
tregua, según enseña el Apóstol» (Const. Sacrosanctum Concilium, 12). Los
cristianos laicos ejercitarán también el sacerdocio común de los fieles a través
de la o. (cfr. Const. Lumen gentium, 10). Igualmente será un gran medio para
conseguir la unidad con los hermanos separados (cfr. Decr. Unitatis
redintegratio, 4 y 8).
2. Naturaleza. S. Tomás estudia la o. dentro de la
virtud de la religión (v.), como un acto propio de ella, por cuanto la o. supone
rendir a Dios honor y reverencia, lo que constituye el objeto propio de esa
virtud (Sum. Th. 2-2 q83 a3). La o. es el acto propio de la criatura racional (ib.
a10) y el resultado del sentimiento de dependencia del hombre con respecto a
Dios (v. CULTO; DEVOCIÓN): de ahí la súplica, la petición de perdón, etc. En la
vida cristiana la o. se funda en las tres virtudes teologales y por esta razón
es el acto de una virtud sobrenatural: «el Espíritu viene en ayuda de nuestra
flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; pero el mismo
espíritu intercede por nosotros con gemidos inenarrables» (Rom 8,26).
a) Clases o modos de oración. Mental y vocal. La o. mental (v. MEDITACIÓN) es la
que se hace con sólo la mente, aunque también se suele entender por tal la que
se realiza con otros actos interiores que tengan por fin la unión con Dios, como
son el recogimiento, la consideración, el examen, o el simple movimiento del
alma hacia Dios (v. CONTEMPLACIÓN). La o. vocal -que también es mental, si no no
sería o.- es la que se manifiesta exteriormente, ya sea con la palabra (v., p.
ej., DOXOLOGíA), ya sea de otra forma. S. Tomás indica la conveniencia de que
«el hombre se mueva con palabras para orar devotamente» (In lib. Sent. 17 d15 q4
a4). En la Sum. Th. añadirá dos razones más: para cumplir un deber de justicia,
como es servir a Dios con todo lo que Él nos dio, es decir, con la mente y el
cuerpo; y porque las palabras constituyen un cierto desbordamiento del alma
sobre el cuerpo, causado por un amor vehemente (cfr. Sum. Th. 2-2 q83 al2).
Pública y privada. La o. pública es la que se hace en nombre de la Iglesia,
por-un ministro destinado legítimamente a este fin (CIC, can. 1256; v. iii).
Este tipo de o. suele tener un carácter eminentemente litúrgico, como le ocurre
al rezo del Oficio divino (v.). Ésta es la que S. Tomás denomina o. común; y
considera que debe manifestarse en alta voz para que el pueblo fiel tenga
conocimiento de ella. Por el contrario, reservaremos el nombre de o. privada
para aquella que ofrece la persona individual por sí o por los demás.
Como las virtudes, la o. tiene también sus partes subjetivas. Y en este sentido
se suelen distinguir las siguientes especies: o. de adoración, de acción de
gracias, y de impetración. La adoración (v.) es el reconocimiento de nuestra
condición de criaturas y de nuestra dependencia absoluta de Dios. Esta o. es
fundamentalmente una plegaria de sumisión y de adhesión a la voluntad de Dios.
La acción de gracias sigue a la adoración, ya que se trata de agradecer a Dios,
en razón de que es nuestro Bienhechor por excelencia. La o. de impetración
surgirá ante las necesidadls que el hombre no puede satisfacer por sí mismo.
Aquí se podría incluir también la llamada o. de propiciación por los pecados
cometidos.
b) Necesidad y conveniencia. El Catecismo de S. Pío X afirma: «es necesario orar
y orar frecuentemente porque Dios lo manda y ordinariamente, sólo si se ora,
concede el Señor las gracias espirituales y temporales» (n° 419). La o. es
necesaria con necesidad de precepto y de medio. La primera responde a un mandato
mientras que la segunda tiene un grado de necesidad tal que viene exigida por la
naturaleza misma de las cosas. La o. es necesaria de precepto porque existe un
mandato divino en ese sentido: «Vigilad y orad» (Mt 26,41). «Es preciso orar en
todo tiempo y no desfallecer» (Le 18,1). Pero la o. es también necesaria con
necesidad de medio. Así lo afirma S. Tomás: «Todo hombre está obligado a orar
por el mismo hecho que él está obligado a procurarse los bienes espirituales que
no le pueden venir más que de Dios, y que, por consiguiente, no pueden serle
dados sin que él los pida» (In IV Sent. dl5 q4 al ad3).
La obligación de la o. suele considerarse como grave en algunos casos (al
comienzo de la vida moral, en peligro de muerte, y en general frecuentemente en
la vida, decían los moralistas clásicos), aunque la determinación de esta
frecuencia se preste a diversas interpretaciones por parte de los mismos
moralistas. Además de esa obligación, otros autores se ocupan también de
examinar las razones de conveniencia que concurren en la o., destacando su valor
en la realización de los planes divinos (cfr. Sum. Th. 2-2 q83 a2). En cualquier
caso, no se entendería la vida cristiana sin o. (v. CRISTIANISMO, 3), ya que
ésta «es el cimiento del edificio espiritual» (J. Escrivá de Balaguer, o. c. n°
83). La o. es además el adecuado cauce de expresión de la filiación divina (v.),
del ejercicio de las virtudes teologales y de la eficacia sobrenatural del
apostolado (v.). Está tan íntimamente unida a la santidad, que no es posible que
exista ningún santo sin o. (v. SANTIDAD IV).
c) La oración de petición. «Debemos pedir a Dios su gloria, y para nosotros la
vida eterna y también las gracias temporales» (Cat. S. Pío X, n° 423). Es
indudable que lo primero a pedir son los bienes espirituales que causan nuestra
bienaventuranza y nos permiten merecerla, lo que constituye un bien superior a
cualquier otro temporal (cfr. Sum. Th. 2-2 q83 a5). Después se pueden pedir las
cosas temporales en cuanto que son bienes deseables (v. DIOS IV, 1, 5).
Las siete peticiones del Padrenuestro (v.) componen el objeto de la o. que S.
Tomás considera -siguiendo una tradición multisecular- como la más perfecta. A
la o. dominical dedica todo un artículo de la Summa, analizando por orden cada
una de las peticiones. Como lo primero que mueve a la voluntad es el fin, y
luego los medios que a él conducen, dado que nuestro fin es Dios, a Él tenderá
nuestro corazón de un doble modo: en cuanto deseamos su gloria y en cuanto
queremos gozar de ella. Así, pues, en la primera petición decimos: «santificado
sea tu nombre», con lo que pedimos la gloria de Dios; en la segunda decimos:
«venga a nosotros tu reino» y en ella pedimos ser conducidos a la gloria de su
reino. En relación a los medios para alcanzar ese fin, se sitúan las demás
peticiones, bien sea de un modo directo, y así tenemos: «hágase tu voluntad así
en la tierra como en el Cielo»; bien sea de un modo instrumental, y éste es el
objeto de la siguiente petición: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy» (ya se
entienda como pan natural o como S. Eucaristía). Por último, como apartar los
obstáculos también nos conduce accidentalmente a la bienaventuranza, podemos
igualmente deducir la razón de ser de las tres últimas peticiones: «perdónanos
nuestras deudas; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal» (cfr. Sum.
Th. 2-2 q83 a9).
La o. puede considerarse como una petición dirigida directamente a Dios para que
Él mismo nos la conceda, o como una petición indirecta, es decir, a través de un
intercesor: la Virgen, los Ángeles o los Santos (V. CULTO III). El Conc. de
Trento declaró la utilidad y la conveniencia de invocar a los Santos y venerar
sus reliquias y sagradas imágenes: Denz.Sch. 1744; 1755; 1821; 1867; sobre -la
mediación de la Virgen, v. MARÍA II, 6; AVE MARÍA; ROSARIO.
En general, se puede hacer o. de petición en favor de cualquier persona, por las
almas del purgatorio, y, por supuesto, por nosotros mismos. La razón de ello
está en la caridad que nos urge a desear el bien para los demás y para nosotros
(V. COMUNIÓN DE LOS SANTOS; CARIDAD III, 5 b). En relación con los enemigos es
de destacar la obligación general de pedir por ellos, según preceptúa la
caridad. El orar en particular por los enemigos puede constituir una obligación
en casos de necesidad, o si pide perdón; en otros casos, ya no sería de
necesidad estricta sino perfección (cfr. Sum. Th. 2-2 q83 a8).
d) Cualidades y condiciones. El Catecismo de S. Pío X (no 268) enumera, entre
otras, las siguientes disposiciones para hacer bien la o.: recogimiento (cfr. Mt
5,5 ss.), humildad (cfr. Le 18,9 ss.), confianza (cfr. Le 12,22 ss.),
perseverancia (cfr. Le 11,5 ss.), resignación. Se acostumbran a mencionar dos
condiciones importantes para lo o.: la intención y la atención. Por intención se
entiende aquel acto de la voluntad que se propone tal o cual fin. Por atención
se entiende aquel acto de la inteligencia que se aplica a tal o cual objeto.
Así, pues, para que exista verdadera o. se precisa que haya intención de orar,
aunque es suficiente la intención implícita y virtual. No es preciso que sea
actual, aunque ésta sea la más recomendable. Por intención virtual se entiende
aquella intención que deja de ser actual, pero que persevera e influye en la o.
También se precisa atención. S. Tomás distingue tres clases: una es la atención
en pronunciar las palabras para que no se deslicen errores; otra es la atención
al sentido de las palabras; la tercera es la atención al fin de la o., que no es
otro que Dios y aquello que decimos; esta última es la más necesaria y está al
alcance de todos (cfr. Sum. Th., ib. al3).
e) Dificultades. La ausencia de alguna de esas disposiciones y cualidades antes
mencionadas supondrá un obstáculo en el ejercicio de la o. Los autores suelen
hacer hincapié en dos tipos de dificultades: las distracciones y la sequedad
espiritual.
Las distracciones son pensamientos o imaginaciones que desvían la atención del
objeto propio de la o. Sus causas son muy variadas. Unas son independientes de
la voluntad: de origen temperamental (labilidad imaginativa, inclinación hacia
las cosas exteriores, incapacidad de fijar la atención o de prorrumpir en
efectos, pasiones vivas no bien dominadas que atraen continuamente la atención
hacia los objetos queridos, etc.); la salud precaria y la fatiga mental, que
impide fijar la atención; el demonio. etc. Otras son voluntarias: falta de la
debida preparación próxima, en cuanto a tiempo, lugar, postura, poco
recogimiento, disipación habitual, tibieza, curiosidad, etc.
Como remedios prácticos se recomiendan: en cuanto a las causas independientes de
la voluntad, la lectura de algún libro espiritual; fijar la atención en una
imagen que facilite la devoción; escribir o tomar notas durante la o. Como norma
general es conveniente no impacientarse, sino volver con suavidad al
recogimiento interior, tantas cuantas veces sea preciso. En cuanto a las causas
que dependen de la voluntad hay que procurar suprimirlas; para ello convendrá
cuidar el silencio, la guarda de los sentidos y del corazón, la mortificación de
la imaginación, etc. Para la sequedad, V. ARIDEZ ESPIRITUAL.
f) Valor y eficacia. S. Tomás (cfr. ib. a7.12-16) asigna a la o. cuatro valores:
a) Satisfactorio: La o. brota de la caridad como de su fuente; supone un acto de
humildad y un cierto acto de justicia, en cuanto deber de correspondencia con la
mente y el cuerpo que Él nos dio. b) Meritorio: La o. recibe su valor meritorio
también de la caridad; la o. como las demás obras virtuosas está sometida y se
rige por las mismas leyes generales del mérito (v.). c) Impetratorio: El Señor,
en virtud de sus promesas, concederá las cosas que se le pidan en la o., siempre
que reúna las condiciones de una buena o.; este valor hace referencia a la
misericordia de Dios, se funda en la fe y basta con la atención inicial para que
sea fructuoso. d) Cierta refección espiritual: este efecto se produce en la o.
por su sola presencia; consiste en una especie de devoción y deleite del alma
que nutre sus potencias.
La eficacia impetratoria de la o. está asegurada por la promesa divina: «Pedid y
se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque quien pide recibe,
y quien busca halla, y a quien llame se le abrirá» (Mt 7,7 ss.). No significa
eso que la o. del hombre tenga la finalidad de modificar o de invertir los
designios divinos, pero puede implorar y preparar su actuación. Si en ocasiones
la o. no es eficaz se debe a que se pide lo que no conviene (primero hay que
pedir bienes espirituales; luego, si convienen, bienes materiales) o a que
carece de aquellos requisitos necesarios para que Dios escuche: humildad,
confianza, perseverancia, etc. Por lo demás, algunas veces esta ineficacia es
sólo aparente, bien porque Dios retarda el bien espiritual pedido, bien porque
concede otros distintos de los solicitados (cfr. Iac 4,13). Con esas
advertencias, puede decirse que la o. es siempre eficaz, porque Cristo ha
empeñado su palabra: V. t.: ASCÉTICA; ADORACIÓN; CONTEMPLACIÓN; MEDITACIÓN;
LUCHA ASCÉTICA; PERFECCIÓN; PIEDAD; RECOGIMIENTO; SANTIDAD.
D. RAMOS LISSÓN.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991