NATURALIDAD


Se entiende por n., en su acepción más inmediata, la cualidad de la persona cuya actuación procede directamente de su naturaleza, de su modo de ser: es, pues, actuación veraz, sin artificio, sin doblez. Por tanto, es natural quien se expresa y procede con sencillez y lisura, manifestándose tal como es, sin dejarse influir por prejuicios o preocupaciones (en último término de falta de rectitud de intención o de vanagloria), que lleven a tomar posturas premeditadas, afectadas o ficticias, que no responden al carácter de la persona, a sus intenciones reales, a las circunstancias objetivas o subjetivas del momento. El estudio de la n. en este sentido se incluye en la virtud de la sencillez (v.), en sus manifestaciones exteriores.
      Aquí consideramos una acepción de la n. de particular importancia para el cristiano, es decir, para el hombre que debe actuar conforme a la vida sobrenatural que ha recibido de Dios: ¿Qué significa la n. en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales? ¿Qué suponen de nuevo estas virtudes y en qué modifican la conducta del cristiano? Con otras palabras, ¿qué quiere decir naturalidad en un cristiano, que debe vivir sobrenaturalmente? Vida cristiana y naturalidad. Siendo la n. cualidad por la que las propiedades fluyen espontáneamente de la naturaleza de una cosa, hablar de n. en un cristiano significa decir que el modo de vida y las virtudes cristianas surgen y fluyen en él espontáneamente, sin estridencias, sin violentar su naturaleza. Esta cualidad depende de unas verdades importantes en la vida de la gracia: que el cristiano se hace sobre el hombre, que su naturaleza sigue siendo humana, aunque elevada a un plano sobrenatural; y que, por otra parte, todo cristiano está llamado a la santidad (y.).
      Recordemos, en primer lugar, que la gracia sobrenatural (v.) no destruye la naturaleza, sino que se injerta en ella, elevándola a un orden nuevo: pero sigue siendo el mismo hombre el que actúa, sin perder ninguno de los valores humanos. Querer edificar la vida cristiana al margen de la vida humana, o como simple añadido a la misma, sería falsear la realidad: el cristiano, cuanto menos hombre sea, se encontraría más lejos de lo verdadero; cuanto más de humano tenga, se encontrará más cerca de Cristo, que es la misma Verdad: todo lo que se aparte de esta línea de conducta es falso, y, por tanto, no estará revestido de n. Más aún, todo lo cristiano se ha de manifestar a través de lo humano: no puede desdoblarse el hombre, que -al recibir la gracia- sigue siendo el único sujeto de operación. Por tanto, la vida cristiana, radicalmente vivida, no puede buscarse en algo distinto, postizo o añadido a la vida humana, sino que es la perfección real del hombre, impregnando toda su actividad ordinaria con la gracia y las virtudes infusas que ha recibido: «El santo de este mundo es la plena realización de nuestra verdadera naturaleza, el perfecto cumplimiento de la eterna idea que Dios tiene del hombre» (Rademacher).
      Lógico es, por tanto, que el cristiano, para vivir como tal, no necesita -más aún, no puede- vivir haciendo algo diverso de los demás hombres: el cristianismo no diversifica, radicaliza; no distingue, sublima; su vida es radicalmente natural, no se le piden actuaciones de carácter sobrenatural ni milagros, sino el cumplimiento del deber humano: «Naturalidad. -Que vuestra vida de caballeros cristianos, de mujeres cristianas -vuestra sal y vuestra luz- fluya espontáneamente, sin rarezas, ni ñoñerías: llevad siempre con vosotros nuestro espíritu de sencillez» (J. Escrivá de Balaguer, Camino, n° 379). Por otra parte, y por la misma razón, la eficacia de la vida cristiana no puede estar en algo que le diversifique de los demás, sino en la penetración cada vez más honda de la fe y del amor de Dios en todas y cada una de sus acciones ordinarias en servicio de la humanidad.
      El ejemplo de esta actitud cristiana está tomado de la misma vida de Cristo, en quien se da la perfecta unidad entre lo divino y lo humano. El Salvador cumple el mayor tiempo de su misión en 30 años de una vida igual a la de cualquier hombre, que no ofrece relieve particular. Su nacimiento y sus años de vida de trabajo en Nazareth discurren con una tal normalidad y vulgaridad aparentes, que difícilmente pueden apreciarse en todo su valor redentor si no hay una visión auténtica de la misión de Jesús. Incluso en su vida pública, hay en Cristo como una reserva en manifestar su divinidad. Prefiere que se conozcan sus obras y que por ellas los hombres lleguen a Dios: «Y entonces mandó a sus discípulos que a nadie dijeran que él era el Cristo» (Le 9,21). Frases análogas a ésta ponen los evangelistas en boca del Señor frecuentemente después de hacer grandes milagros. No es que Cristo oculte su divinidad, la confesará públicamente cuando le parezca oportuno, pero prefiere hacer y enseñareficazmente, y llevar así a los hombres de buena voluntad hacia el conocimiento de la Verdad sin estridencias, con naturalidad.
      Los cristianos de los primeros siglos conocieron y vivieron esta actitud, a imitación del Maestro. Saben que han de ser, que son, iguales a los demás hombres: «Asistían, dice Tertuliano, como los demás ciudadanos, al foro, al mercado, a las oficinas, a la tienda, a las plazas públicas. Eran marineros, soldados, agricultores y comerciantes» (Apologético, cap. 42). Su vida cristiana se ha de manifestar en el perfecto y normal cumplimiento de todos sus deberes humanos comunes a los demás hombres. Y saben que, a través de una vida así vivida, operarán la trasformación de la sociedad de la que eran parte: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni. habitan en ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás... Adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un peculiar tenor de conducta, admirable y, según confiesan todos, sorprendente» (Epístola a Diogneto, 5,1-4). Con otras palabras, su n. hunde las raíces en la verdad de su vida. Edifican sobre las virtudes humanas de su conducta ordinaria las virtudes sobrenaturales: lo contrario sería «adornarse con espléndidas joyas sobre los paños menores» (Camino, n° 409).
      Esta dimensión profundamente cristiana, y por ello humana, de la vida ordinaria del hombre a imitación de Cristo, ha sido bastante olvidada durante siglos: la vida de trabajo y relaciones sociales del hombre de la calle ha sido colocada, si no en teoría sí en la práctica, al margen de las realidades estudiadas y valoradas por la ascética cristiana. Durante siglos se ha dado una antinomia casi irreductible entre la necesidad de ser humanos y la de ser santos, entre la vida humana vivida en su plenitud en medio del mundo -vida ordinaria- y la santidad. De hecho, salvo raras excepciones, sólo cabía la santidad en la vida religiosa, a la que pocos son llamados; en los demás casos, en la vida del cristiano que se esforzaba por la edificación de la ciudad temporal, la santidad era, a lo más, una trasposición o un añadido, que violentaba la naturaleza de las cosas, o quedaba reducida a una especie inferior (cfr. J. L. Illanes, La santificación del trabajo, tema de nuestro tiempo, Madrid 1966).
      En nuestros días se han vuelto a descubrir los valores santificables y fecundos que encierra este género de vida: «Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa -homo peccator sum, decimos con Pedro-, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad. No es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo» (J. Escrivá de Balaguer, Carta, Madrid 24-111-1930). Esta llamada general a la santidad (v.), confirmada por el Conc. Vaticano II (cfr. p. ej., Const. Lumen gentium, nn. 39-42), en medio del quehacer ordinario de cada hombre, es la base de la virtud de la n. Porque no es lógico que el hombre corriente, que puede y debe ser santo y vivir las virtudes sobrenaturales heroicamente, dé espectáculo haciendo cosas que salgan de lo ordinario, y tenga que basar su santidad en algo que no sea la realidad cotidiana. Por tanto, todas las virtudes del cristiano son discretas y llenas de n., se dan sin ruido, pero con la eficacia del amor de Dios, en la vida diaria de su trabajo: «Que el fuego de tu Amor no sea un fuego fatuo. -Ilusión, mentira de fuego, que ni prende en llamaradas lo que toca, ni da calor» (Camino, no 412).
      Apostolado y naturalidad. «Queremos salvar a nuestro mundo como los primeros cristianos salvaron al suyo, sin alarde, sin ruido, sin propaganda, pero con la eficacia de los primeros siglos de la trasformación cristiana. Queremos ser poco originales en cuanto a los procedimientps; nos parecen suficientes los medios de siempre: la Cruz y el Evangelio. Queremos trabajar en el silencio. Queremos asemejarnos a Cristo en sus treinta años de vida oculta. De esa forma, ni el espíritu de cuerpo, que es orgullo; ni la vanidad, ni el afán de singularidades, ni la afectación, ni el capricho, ni la ostentación, ni la imprudencia tonta se meterán en nuestra alma» (1. Urteaga, o. c. en bibl. 213-214). Con estas palabras se plantea la posición del cristiano en su acción apostólica. Su conducta es esencialmente apostólica (cfr. Const. Lumen gentium, n° 33; Decr. Apostolicam actuositatem, nn. 1-3), y esto no en virtud de que pertenezca a tal o cual asociación, o proclame a todos los vientos su condición de católico, sino de la eficacia íntima de la unión con Cristo en su vida ordinaria, a través de la ejemplaridad de su conducta y de su palabra: «Vosotros sois la luz del mundo, vosotros sois la sal de la tierra» (Mt 5,13). Su misión es, pues, partiendo del ejemplo de la parábola del Señor, una «silenciosa y operativa misión».
      Por tanto, lógica consecuencia, «el apóstol laico, no gusta de ser llamado apóstol, misionero, etc., si bien esté plenamente entregado a una misión innegable; ni tampoco le agrada la propaganda: 'fotografías, gráficos, estadísticas' ... ' ¡Siempre el espectáculo!': quiere ser al mismo tiempo absolutamente 'normal', amigo de sus amigos, y absolutamente sobrenatural, trabajar sólo para Dios, pasar inadvertido» (1. B. Torelló, o. c. en bibl. 18).
      Obsérvese, para completar esta visión, que esta virtud nada tiene que ver con la actitud tímida del cristiano que, encubriendo su falta de audacia (v.), no se atreve a proclamar su condición y sus convicciones, siempre que sea necesario, por el temor al ambiente o a perder posiciones en su profesión o carrera social. Su n. nada tiene tampoco de táctica o de técnica apostólica, sino que es reflejo de la sencilla realidad de su existencia. Por eso, no se inquieta si su vida cristiana despierta la curiosidad de los demás: «No os preocupe si por vuestras obras 'os conocen'. -Es el buen olor de Cristo»; como no se inquieta tampoco porque esa existencia cristiana, vivida sin disimulos, puede contrastar con la de otras gentes: «Y en un ambiente paganizado o pagano, al chocar este ambiente con mi vida, ¿no parecerá postiza mi naturalidad?», me preguntas. Y te contesto: Chocará, sin duda, la vida tuya con la de ellos: y ese contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido» (Camino, n° 380). La n. llevará al laico a ser siempre consecuente consigo mismo, y a dar, por tanto, donde quiera que esté, claro ejemplo de testimonio cristiano, precisamente porque la verdad de su vida no le permite jamás adoptar actitudes híbridas: el cristiano asume siempre la irrenunciable responsabilidad de ser testigo de Jesucristo (cfr. Lc 12,8-9).
     
      V. t.: SENCILLEZ.
     
     

BIBL.: J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, tema de nuestro tiempo, Madrid 1966; J. L. SORIA, un carisma di normalitá,«Studi Cattolici», Roma n° 45; 1. ORLANDIS, Una espiritualidad laical y secular, «Revista de espiritualidad» 24 (1965) 563-576; J. B. TORELLó, La espiritualidad de los laicos, «Nuestro Tiempo» 127 (1965); J. URTEAGA, El valor divino de lo humano, 13 ed. Madrid 1966, 213-233; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1944, 55-107; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, 26 ed. Madrid 1965; A. REY, Santidad en la vida ordinaria, Madrid 1971.

 

I. CELAYA URRUTIA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991