MUERTE III. FILOSOFIA. 2. La esencia de la muerte.


Tradicional es la expresión «separación de alma y cuerpo» para definir la esencia de la muerte. Algunos autores contemporáneos la consideran tan sólo válida como «descripción» de lo que ocurre en el instante de morir, no como definición de lo «esencialmente propio de la muerte», pues el mismo concepto de «separación» es según ellos oscuro (cfr. K. Rahner, Sentido teológico de la muerte, Barcelona 1968, 18). En realidad, como precisa J. Pieper (o. c. en bibl. 49), no es el concepto de «separación» lo que es difícil de entender sino el de la unión precedente que supone. Para que la mencionada definición de la m. sea rectamente entendida hay que tener una concepción adecuada de la unión alma-cuerpo que hace que el hombre sea hombre. Es, pues, necesario enfrentarse con las dos diferentes maneras de comprenderla que se han opuesto a lo largo del desarrollo del pensamiento occidental (v. 1).
      a. Las dos versiones del espiritualismo. El platonismo, el cartesianismo y finalmente el idealismo defienden y difunden en el ámbito cultural occidental la imagen del alma que usa del cuerpo como de un instrumento, o que está en él como la perla en la concha, o que lo dirige como el barquero dirige la barca. Para estos autores, el alma, el alma sola, es lo que constituye propiamente el hombre. De esa forma la m. es vista como un accidente corporal, que no toca al alma, ni propiamente, por tanto, tampoco al hombre: «Convéncete: tú no eres mortal, muere tan sólo este cuerpo» (Cicerón, Sueño de Escipión, c. 16). La muerte separa lo que en realidad nunca estuvo unido, mucho menos unificado: el barquero abandona la barca, el artesano depone su instrumento, la paloma vuela de la jaula, ¡al fin libre! Siendo el hombre su alma, la muerte «no afecta» de hecho al hombre (Schopenhauer, Sümtliche Werke, vol. 5,2931); se reduce, pues, a una pura apariencia, a un hecho sin dramaticidad alguna. En las corrientes pos-racionalistas este espiritualismo ultrancista se alimenta de la idea que el pensamiento ilustrado se hizo de la inmortalidad (v.) del alma, es decir, de la consideración según la cual el alma por su propia fuerza y virtud continuará viviendo a través de la m., pues «será elevada desde una vida imperfecta y sensual a otra perfecta, eterna y espiritual» (Reimarus). Esta concepción representa la «gran mentira» (Nietzsche, Gesamte Werke, vol. 17, 222) del dogma central de la Ilustración (v.), que por una parte hace de la m. algo irreal, que no toca al núcleo del ser humano, y que, por otra, se representa a la vida del «más allá» de la m. como una simple «continuación hasta el infinito de la existencia y de la personalidad del mismo ser intelectual» (Kant, Kritik der praktischen Vernunft, Leipzig 1920, 156), ya libre del mundo de los sentidos que hacía de él un «ser necesitado». Así entendida la «inmortalidad del alma» se convierte en símbolo de la ideología humanista de la absoluta autonomía del espíritu del hombre y como tal será agitada como una bandera por personalidades tan diversas como Mendelssohn, Teedge, Robespierre, Schopenhauer, Kant y Fichte. En esta línea se sitúa también modernamente la doctrina sobre la m. que expone K. Rahner en el ensayo ya citado. Según Rahner la m. no es solamente fin («Ende») sino también «cumplimiento» («Vollendung»), en el sentido de que el alma en la m. «se abre» a todo el mundo, se hace «pancósmica» («allkosmisch»), lo que lleva a la «plenitud personal» («personale Vollendung»).
      La teoría de la supervivencia del alma, que pasa incólume a través de la m. a una «mejor vida», como apoteosis de sí misma, se atribuye comúnmente a Platón. J. Pieper ha demostrado (o. c. en bibl. 176) la mixtificación que los iluministas alemanes llevaron a cabo del pensamiento del gran filósofo griego, el cual, en realidad, apoya todas sus consideraciones sobre la m. en la mitología, que él trató siempre de «santa tradición», y no sobre el filo de una especulación filosófica entendida de modo racionalista. Según Platón (v.) entre el mundo temporal y el «más allá» hay un claro hiato, y éste consiste en un «juicio», por el que «los que no amaron el bien» serán echados en el Tártaro «del que nunca más saldrán», mientras que los buenos vivirán felices en la eternidad, no a causa de la belleza y perfección del propio espíritu, como los iluministas pretendieron, sino porque serán introducidos «en un templo en el que no habrá ya las imágenes de los dioses, sino los dioses mismos». La inmortalidad tiene, pues, en Platón un carácter exquisitamente religioso, y se atribuye no sólo al alma sino a todo el hombre. En el diálogo Fedro se pregunta en qué sentido se puede llamar a un ser «viviente inmortal», y responde: «pensamos en un ser vivo, dotado al mismo tiempo de alma y de cuerpo, ambos para siempre unidos y crecidos conjuntamente», y añade que la inmortalidad no puede ser concebida sino en relación con los dioses. Por lo que se puede concluir con Pieper que Platón en resumidas cuentas ha querido decirnos: «Si un día somos partícipes de la inmortalidad será sólo en el sentido de que ha de ser algo que se le dé como regalo a todo el ser humano corporal, y no solamente al alma, y como una participación, que ahora no podemos ni pensar, en la vida de los dioses, pues en ellos es donde está realizada la inmortalidad en su perfección de prototipo» (o. c. en bibl. 182).
      Rechazada la tesis espiritualista o animista ultrancista o desencadenada, que no da razón de la unidad esencial humana, es necesario examinar la tesis sostenida por la antropología moderna, que coincide fundamentalmente con la teoría hilemórfica aristotélica reelaborada por S. Tomás de Aquino. Éste dijo taxativamente: «Hamo non est anima tantum», el hombre no es sólo el alma (Sum. Th. 1 q75 a4). La unidad psicosomática que toda la antropología moderna ha recuperado, y que ha conducido a una verdadera revaloración del cuerpo en el pensamiento contemporáneo, no ha encontrado hasta ahora formulaciones más drásticas que las usadas por el Doctor Angélico, cuya concepción del hombre es decididamente «antiangelista». «El alma no se une al cuerpo como el barquero a la barca, sino como su forma» (De unilate intellectus, 1,6). El que el alma intelectual sea formadel cuerpo, explica -añade- que no «pueda encontrar su perfección fuera del cuerpo» (De spiritualibus creaturis, 2, ad5), que «unida al cuerpo sea más parecida a Dios que separada de él» (De potentia Dei, q5 a10 ad5), y que el cuerpo separado del alma no sea ya un «cuerpo humano» sino tan sólo «huesos y carne». En esta perspectiva la «separación de almas y cuerpo» se identifica con la destrucción del hombre, con algo que afecta a toda la persona humana. El realismo tomista toma nota de este naufragio total que es la m. Y no se permite ninguna edulcoración. No muere sólo el cuerpo, muere el hombre entero. Cuerpo y alma, que nunca «convivieron» el uno junto al otro como dos sustancias completas sino que constituyen inscindiblemente unidos la única sustancia completa personal, sufren la m. sin atenuaciones. La corporalidad del hombre no es una desgracia ni personal ni cósmica, sino precisamente la condición de su plenitud. La destrucción, por tanto, de la unidad psicosomática, que tiene lugar en la m. y a causa de la m., es una verdadera catástrofe, algo radicalmente malo para el hombre, que en cierto modo es aniquilado, pues el alma separada no es ya el hombre, no puede llevar el nombre de persona (De potentia Dei q9 a2 ad14).
      Esto es precisamente lo que se indica con la expresión «separación del alma del cuerpo»: el dejar de existir de esta realidad humana constituida por la unión de forma que acuña y de materia acuñada, en el momento en que la forma y lo que la recibe (la materia) se separan, o dicho más exactamente, cuando la forma pierde su «fuerza acuñante». No se tiene el derecho de «consolar» al hombre banalizando la m.: ésta es el naufragio de la persona, «el peor de todos los males» (Compendium theologiae, 1,227), «el más grave de todos los dolores» (íb.), pues por ella «se arrebata al hombre lo que más ama: la vida y el ser» (De veritate q26 a6 ad8). Este modo de hablar de uno de los más grandes teólogos de la Iglesia católica revela lo alejados que están no sólo de la realidad desnuda de todos los días, sino de toda verdadera espiritualidad y de toda la tradición bíblica y cristiana, los espiritualismos que exaltan una «versión rosa» de la m. presentada como un puro fenómeno de corrupción corporal que abre la apoteosis de la inmortalidad del alma, entendida como inmutada continuación de la vida del espíritu que la m. ni siquiera ha rozado. No: el hombre muere, y sea el cuerpo que el alma son profundamente afectados por la m., aunque el alma -dada su incorruptibilidad o indestructibilidad- viva por un tiempo separada en espera -según la promesa divina- de recuperar un día su cuerpo para poder entrar en la plenitud definitiva de la persona.
      b. La experiencia dolorosa de la muerte. La m., pues, y a pesar de poder ser vista desde un punto de vista físico como algo natural, en cuanto dolorosísima desistencia de la persona humana, será sentida siempre «no sólo como algo terrible, sino como algo incomprensible... como una violencia, como una ofensa, como un escándalo» (J. Maritain, De Bergson a Tomás de Aquino, Buenos Aires 1967), como algo contra lo que se rebela todo ser viviente con todas sus fuerzas, no sólo movilizadas por el «instinto de conservación» sino por el mismo intelecto, que repudia a la m. como la realidad más dolorosa que darse pueda.
      El espiritualismo ultrancista, que ya hemos criticado, muestra aquí toda su debilidad, ya que es incapaz de recoger lo que la fenomenología de la muerte nos enseña. De ahí que olvidando la dramaticidad de ese momento, se deje llevar de ideas a priori describiéndola, con palabras de Rahner, como un «acto espiritual-personal», «el acto más alto del hombre», «la primera y última, la única libre decisión» de la vida humana, que alcanza así su realización plenaria. Es la antropología la que aquí manda también: el hombre es para el conocido teólogo de Münster puro «espíritu», orientado hacia el más allá, «hacia el infinito», y atado a la tierra, durante la vida, sólo por la necesidad de recurrir a los «fantasmas». De esa forma -y el recurso parcial a la terminología tomista no impide esa caída- en esta teoría el «espíritu» flota tan por encima de la corporalidad y del mundo, tan ajeno a la materia, que la m. es para él -como para los pensadores ilustrados- simplemente una liberación.
      Pero el alma no es tan sólo principio de los movimientos corporales, sino principio sustancial del hombre, que anima al cuerpo en el sentido de que lo hace ser, lo hace «humano», y con él constituye la persona. Por eso «el hombre muere, porque a pesar del primado del alma, el hombre no es su alma, sino la unidad de cuerpo y alma que la muerte destruye» (H. Volk, o. c. en bibl. 26). Una concepción realista de la m. se verá siempre obligada a desmitizar todo esfuerzo por colocar el acento, al describir la m., en elementos específicamente vitales como «acción», «pasión», «decisión», «libertad», etc. El verdadero rostro de la m., de ningún modo apaciguador sino decididamente horrible, lo encontramos en las páginas estremecidas de un Kierkegaard, de un Dostoievski, de un Kafka, sin cosméticas idealistas de ningún género. Los mismos santos que fueron al encuentro de la m. como quien va a una fiesta, no supieron esconder su escalofrío y su congoja ante la m. de los seres amados. No, «la muerte no es ningún accidente que sobreviene desde afuera, ni ningún existencial constructivo en sí mismo -pues de por sí contradice al significado de la vida-, como con desesperado esfuerzo algunos quisieran darnos a entender» (H. U. ven Balthasar, Das franze in Fragment, Einsiedeln 1963, 69).
      Sin caer en el pesimismo materialista que ve en la in. del hombre la misma anulación que en cualquier otro animal que muere, y sin adoptar tampoco la reacción anti-ilustrada de algunos teólogos protestantes como Barth y Cullmann que niegan toda clase de inmortalidad al alma y afirman que «es doctrina neotestamentaria que no sólo el cuerpo sino también el alma muere», es necesario reconocer que ante la m. el hombre no puede menos que levantar su más doliente autocompasión. La m. se supera no desde sí misma, sino desde Dios al que el hombre, enfrentado con su m., debe elevar su corazón (v. V y VI).
     
      V. t.: ALMA I; INMORTALIDAD II; ANGUSTIA; DOLOR II y IV; ESPERANZA.
     
     

BIBL.: J. PIEPER, Muerte e inmortalidad, Barcelona 1970; J. VUILLEMIN, Essai sur la signification de la mort, París 1949; J. FERRATER MORA, El ser y la muerte, Madrid 1962; V. MELCHIORE, Sul senso della morte, Brescia 1964; M. SCHMAUs, Teología dogmática, VII, Los novísimos, 2 ed. Madrid 1964, 315-411; F. GABORIAU, Interview sur la mort avec K. Rahner, París 1967; R. GUARDINI, Die letzten Dinge, Würzburg 1952; H. VOLK, Das cliristliche Verstándnis des Todes, Miinster 1957.

 

JOAN BAPTISTA TORELLó.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991