MORTIFICACIÓN
Naturaleza. La m. es una práctica ascética que lleva al cristiano a renunciar a
cuanto pueda ser obstáculo al perfecto amor a Dios y al prójimo, dominando las
tendencias desordenadas del amor a sí mismo y a las cosas creadas, haciendo
polible así que la gracia de Cristo sea más eficaz en él.
En este sentido, de camino hacia la unión con Dios, emplea S. Pablo el
término m., señalando además su práctica como una manifestación del Espíritu
Santo: «Hermanos, no somos deudores a la carne, para vivir según la carne;
porque si viviereis según la carne, moriréis; mas si con el espíritu mortificáis
las obras de la carne, viviréis; porque los que se rigen por el Espíritu de
Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom 8,12-14). Más adelante manifiesta el fin de
la m.: «Y siendo hijos, somos también herederos; herederos de Dios y coherederos
con Jesucristo, si padecemos con Él, para que seamos con Él glorificados» (Rom
8,17). En la Epístola a los Gálatas confirma esta doctrina: «los que son de
Cristo tienen crucificada su propia carne con los vicios y las pasiones. Si
vivimos por el Espíritu, caminemos también según el mismo Espíritu» (Gal
5,24,25). También en S. Pablo se encuentra la consideración de la m. como
práctica ascética: «Haced morir los miembros del hombre terreno que hay en
vosotros: la fornicación, la impureza, las pasiones deshonestas, la
concupiscencia desordenada y la avaricia, que viene a ser una idolatría; por las
cuales cosas descarga la ira de Dios sobre los incrédulos» (Col 3,5).
Los Padres de la Iglesia siguieron siempre esta doctrina y reconocieron la
necesidad de la m. y consideraron su práctica como una manifestación del amor de
Dios. Sirvan de ejemplo dos textos: «El sacrificio del cuerpo y su aflicción es
acepto a Dios, si no va separado de la penitencia; ciertamente es un verdadero
culto a Dios» (Clemente de Alejandría, Stromata, 5,11,67,1). Comentando las
palabras de Jesucristo: «si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo,
tome su cruz cada día y me siga» (Le 10,23), dice S. Agustín: «Esa cruz que el
Señor nos invita a llevar, para seguirle más de prisa, ¿qué significa sino la
m.? (Epist. 243,11).
El Magisterio de la Iglesia ha reafirmado también y en todo momento esta
enseñanza. Véase, p. ej., la condena de esta proposición de Molinos (v.): «La
cruz voluntaria de las mortificaciones es una carga pesada e infructuosa; por
tanto, ha de ser rechazada» (Denz. 1258). Los santos han enseñado y practicado
la m., cada uno a su manera y según su vocación personal. La Iglesia exige la m.
externa corporal para declarar las virtudes de un siervo de Dios (Benedicto XIV,
De beatificatione Sanctoruin, III, cap. 28). El Conc. Vaticano II recuerda cómo
la m. identifica con Cristo: «el apóstol Pablo nos exhorta a llevar siempre la
mortificación de jesús en nuestro cuerpo, para que también su vida se manifieste
en nuestra carne mortal» (Const. Sacrosanctum Concilium, 12). Refiriéndose a los
sacerdotes, recuerda también la necesidad de la m.: «consagrados por el Espíritu
Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las obras de la carne y se
consagran totalmente al servicio de los hombres, y de esta manera, por la
santidad con que están enriquecidos en Cristo, pueden avanzar hacia el hombre
perfecto» (Decr. Presbyterorum Ordinis, 12; efr. Decr. Perfectae caritatls, 12).
Motivos. Es clásica la enumeración de las siguientes razones, que llevan
al cristiano a la práctica de la m.: 1) Las reliquias del pecado original, que
inclinan al mal (v. CONCUPISCENCIA); 2) las consecuencias de los pecados
personales (v. PECADO); 3) la infinita elevación que supone el fin sobrenatural
(v.); 4) la necesidad de imitar a Jesús Crucificado: «Cristo padeció por
nosotros, dándonos ejemplo para que sigamos sus pisadas» (1 Pet 2,2122). Estos
cuatro motivos pueden reducirse a dos: aborrecimiento del pecado, por el que hay
que reparar, y amor de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo.
Finalidad de mortificación. «En el bautismo hemos sido sepultados con
Cristo, muriendo al pecado, para que como El resucitó de entre los muertos por
la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en un nuevo modo de vivir.
Porque si hemos sido injertados en Él por, la semejanza de su muerte, también lo
seamos por la de su resurrección» (Rom 6,4-5). El bautizado debe seguir, pues,
el mismo camino que enseñó Cristo, por medio de la m. de las «obras de la
carne», a fin de arrancar el «hombre viejo» (v. HOMBRE II, 3), con todas las
tendencias que apartan del seguimiento fiel y continuo de Cristo, que impiden
caminar al paso que Él desea, o que dificultan, de mil maneras diversas, la
labor de la gracia en el alma cristiana. «Llevo en mi cuerpo las señales del
Señor Jesús» (Gal 6,17). «Castigo mi cuerpo y lo esclavizo... no sea que resulte
yo descalificado» (1 Cor 9,27). «Los Apóstoles se retiraron de la presencia del
concilio muy gozosos, porque habían sido hallados dignos de sufrir aquel ultraje
por el nombre de Jesús» (Act. 5,41).
La m. se hace así necesaria para la incorporación plena al Cuerpo místico
de Cristo: «suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su
cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). No significa esto que los sufrimieptos
del Señor no hayan sido suficientes para la Redención. Se trata, más bien, de
una ley implícita en el crecimiento y en el desarrollo del Cuerpo místico de
Cristo, de la Iglesia, que va haciendo posible la aplicación de los frutos de la
Redención, por la pasión voluntariamente querida y aceptada de todos los
miembros, que siguen así la misma suerte que sufrió la Cabeza. Todos hemos sido
bautizados para formar un solo cuerpo, bautizados para participar de la muerte
de Cristo. Esta muerte de Cristo será completa en cierto modo cuando todos los
que formarnos con Él un solo Cuerpo, realicemos permanentemente con Él el acto
voluntario de la misma muerte. Este fin primero lleva consigo la consecución de
una serie de fines secundarios que se manifiestan principalmente en que el alma
mortificada va consiguiendo y mejorando determinadas virtudes y desarraigando
las malas inclin
Formas. Generalmente se consideran diversas formas de vivir la m., que no
son, en definitiva, más que distintas manifestaciones del mismo espíritu que
lleva al cristiano a unirse a la Cruz.
Mortificación interior será así, la que lleva a la renuncia de la propia
voluntad, al sometimiento del juicio personal, al control de la imaginación y de
la memoria, alejando de la mente pensamientos y recuerdos inútiles; y,
especialmente, reprimiendo los movimientos desordenados del amor propio, de la
soberbia, del afecto, etc.
Mortificación exterior, la que se refiere al campo de lossentidos
externos: la vista, el oído, la curiosidad, el gusto, la lengua: evitando, p.
ej., conversaciones inútiles, murmuraciones, etc.
Mortificación activa -que supone una consideración desde otro punto de
vista- es la que se busca directamente, en cuanto tal; y, por tanto, la persona
mortificada decide voluntariamente hacer algún acto de m.: soportar un agravio,
exigirse un mayor esfuerzo para servir a los demás, llevar un cilicio, el ayuno
(v.), la abstinencia (v.) apartar la vista de algo que puede ser objeto de
tentación, abstenerse de algo lícito para no provocar escándalo, ete.
Mortificación pasiva es, por el contrario, la m. que no se busca, pero
que, una vez sobrevenida, se acepta gustosamente, con paciencia (v.
PURIFICACIONES, 3). P. ej.: llevar con paz las dificultades del trabajo diario,
o de la vida de familia, las contradicciones, disgustos, y demás pruebas que
surgen independientemente de la propia voluntad. En este campo, podemos incluir
desde el llevar, sin quejarse, las inclemencias del tiempo, o las incomodidades
imprevistas, hasta la m. de una madre en el amoroso, continuo y paciente cuidado
de sus hijos.
Se comprende que estos modos de vivir la m., si bien diversos, forman un
único conjunto. No se puede decir, p. ej., que una persona es mortificada si
ayuna de vez en cuando, y no recibe con paciencia y amor la Voluntad de Dios, o
las correcciones que le hacen en su trabajo; y mucho menos, si dejase de
mortificar, p. ej., la vista o la imaginación. Más corriente es hoy la persona
que desprecia la m. exterior -de larga tradición en la Iglesiay reafirma el
valor primordial y casi exclusivo de la m. interior. Con razón, se podría decir
a esas personas: «No creo en tu mortificación interior si veo que desprecias,
que no practicas, la mortificación de los sentidos» (J. Escrivá de Balaguer,
Camino, n. 181).
A causa del olvido en tiempos pasados de la llamada universal a la
santidad (v.), algunos autores, teólogos y moralistas, creyeron que la m. era
extraña a la práctica normal de la vida cristiana, y pertenecía casi
exclusivamente a la disciplina de los religiosos (v.). La aceptación de la
llamada universal a la santidad lleva unida una nueva consideración de las
prácticas de la vida de piedad. Si muchos cristianos han de seguir al Señor en
medio del mundo, ha de ser también ahí donde encontrarán los medios adecuados
para morir con Cristo: «Donde más fácilmente encontraremos la mortificación es
en las cosas ordinarias y corrientes: en el trabajo intenso, constante y
ordenado; sabiendo que el mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia por
acabar con perfección la labor comenzada; en la puntualidad, llenando de minutos
heroicos el día; en el cuidado de las cosas, que tenemos y usamos; en el afán de
servicio, que nos hace cumplir con exactitud los deberes más pequeños; y en los
detalles de caridad, para hacer amable a todos el camino de santidad en el
mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra de nuestro espíritu de
penitencia... Tiene espíritu de penitencia el que sabe vencerse todos los días,
ofreciendo al Señor, sin espectáculo, mil cosas pequeñas. Ése es el amor
sacrificado, que espera Dios de nosotros» (J. Escrivá de Balaguer, Carta, Madrid
24-11 1-1930).
Se pueden considerar falsas mortificaciones aquellas que no alcanzan el
fin que justifica y da sentido a esta práctica ascética. Así, las que se hacen
con un motivo diverso al de abrazar la cruz de Cristo. No serán mortificados, p.
ej., los que se abstienen de alguna clase de alimentos con el único fin de ser
bien considerados por los demás. No sólo el fin, también la práctica de la m.
puede ser inadecuada. Así la m. inmoderada, excesiva, puede ser falsa, si va
unida a la soberbia. Pero no sólo por el daño físico que puede producir, sino
también por el estado general que puede provocar y que podría llevar a la
persona mortificada a abandonar otros deberes. Sería, p. ej., falsa la m. de no
dormir, y al día siguiente no atender con responsabilidad el trabajo
profesional. «La mejor mortificación es la que combate -en pequeños detalles,
durante todo el día-, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los
ojos y la soberbia de la vida. Mgrtificaciones que no mortifiquen a los demás,
que nos vuelven más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos» (I.
Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Madrid 1973, 37).
Así, pues, el cristiano no puede dispensarse de la cruz. La vocación
cristiana es vocación de sacrificio, de penitencia, de expiación: «Si alguno
quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga» (Le
10,23). No se trata sólo de una penitencia interior sino también, a ejemplo de
Cristo, de una práctica externa de la m. Las formas de la penitencia corporal
pueden variar según la condición de los tiempos y de las personas (Const. Sacr.
Concilium, 110), pero hay elementos invariables, que tienen su razón de ser en
la naturaleza humana y en la realidad del pecado original y de los pecados
personales y de la economía salvífica que Jesucristo ha instaurado. Esas m., y
la ascética cristiana en general, no se ordenan como a último fin a un estoico o
soberbio dominio de sí mismo, sino a la conformación con Cristo. No se trata de
lograr una vida humana más equilibrada, una simple moderación; se trata de
adquirir, conservar y desarrollar con la gracia la vida sobrenatural que Dios
ofrece en su generosidad infinita: «para llegar, a través de la Cruz, a la luz
que no conoce ocaso» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 9).
V. t.: ASCETISMO II, 4; CONVERSIÓN; PENITENCIA III, 1.
BIBL.: J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, ed. 23, Madrid 1965, nn. 172-207; íD, Es Cristo que pasa. Homilías, Madrid 1973, 205 SS.: R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, 1, Buenos Aires 1944, 319-344; HERTLING, Theologia ascetica, Roma 1944, nn. 27-31; A. TANQUEREY, Teología ascética y mística, París 1930, 751-817; A. Royo MARÍN, Teología de la perfección cristiana, Madrid 1962, 346-393; L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Barcelona 1964, 283-303.
E. JULIÁ DÍAZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991