MORAL III. ASPECTOS PARTICULARES DE LA MORAL. 4. MORALIDAD Y CONCIENCIA: SISTEMAS MORALES
1. Noción y terminología. El juicio de la conciencia (v.) ha de ser cierto para
que pueda tener valor normativo. Quien obrase en la duda (v.) de que Su acción
sea verdaderamente honesta, aceptaría hipotéticamente la violación de la ley, en
el caso de que ésta exista de verdad. Surge así la necesidad de encontrar un
método -un sistema moral- que sirva para resolver una duda práctica en materia
moral, un método que trace el camino seguro para salir de la incertidumbre
acerca de la licitud de un acto que se va a realizar, cuando tanto la
proposición que afirma como la que niega la licitud del acto, no puedan ser más
que una opinión más o menos probable. Quizá la terminología de sisien-zas
morales no sea muy acertada, pero es la aceptada comúnmente por los autores.
Como el juicio de la conciencia que oscila entre dos opiniones opuestas no
puede ser norma ética de actuación, es necesario que se resuelva en certeza, o
mediante un estudio más detenido del valor moral de la acción que se quiere
realizar (vía directa), o bien, mediante el empleo de los llamados principios
reflejos particulares, así denominados porque, aun siendo extraños al contenido
moral de la acción particular de la cual se duda, inciden, sin embargo,
indirectamente sobre el valor ético de la misma, tomando como base la naturaleza
misma de la duda que agita la conciencia (v. DUDA II).
Pero puede también suceder que esta seguridad no sea completamente posible
y permanezca el temor de violar la ley cuando se vaya a actuar. En este caso se
debe recurrir, si no es posible diferir la acción, a los principios reflejos
universales que sirven para solucionar la duda existente ante las opiniones
contradictorias sobre la existencia o no de la obligación impuesta por la ley.
Es importante, para la tranquilidad de la conciencia, saber en qué medida seguir
una opinión excluye la posibilidad de cometer un pecado objetivo, es decir, el
definir los límites morales entre ley obligante y libertad personal, aunque este
campo, de lo dudosamente mandado, comprenda un sector relativamente pequeño de
la vida práctico-moral.
Conviene advertir que cuando se plantea la cuestión doctrinal de si un
acto es pecado o si existe una ley moral, la expresión opinión segura o más
segura se refiere a la que se pone de parte de la ley frente a la libertad
humana. Y menos segura a la contraria.
2. Precedentes históricos y florecimiento de los sistemas. Estos
principios reflejos, si bien o del todo ignorados por los Padres y por los
Escolásticos, fueron elaborados como sistema sólo en el s. XVI. En los Santos
Padres prevalece una postura más bien rigorista, pero no faltan ejemplos de
soluciones favorables a la libertad de obrar, en un sentido o en otro, en caso
de duda. Así, p. ej., cuando se duda de la justicia de la guerra, S. Agustín no
prohibe combatir al soldado (Contra Faustum, 22,75). De modo análogo S. Gregorio
Nacianceno define los derechos de libertad de las segundas nupcias contra el
rigorismo de Novaciano (Orat. 17. In sancta lamina, 18 ss.), etc.
Bajo la influencia de los principios jurídicos y del exagerado objetivismo
de Aristóteles, el Medievo se inclina hacia una solución tuciorista mitigada,
pero no faltan afirmaciones que pueden servir de base para un probabilismo bien
entendido (cfr. T. Deman, Probabilisme au moyen áge, «Rev. des sciences
philósophiques et théologiques» 22, 1923, 422-423). El mismo S. Tomás, cuando se
propone ex profeso la cuestión de la duda, la resuelve en sentido tuciorista;
pero, cuando trata del conocimiento requerido para que la ley pueda obligar,
fija ya el principio de una solución más amplia y humana (cfr. V. Cathreim, Quid
senserit S. Thomas de principio: Lex dubia non obligat, «Gregorianum» 3, 1922,
447-451). Y más humana se revela en el s. XIV la tendencia de algunos, los
cuales se contentan o, con una certeza moral en sentido amplio (cfr. 1. Gerson,
Opera omnia, 111, Amberes 1706, 42 y 181), o con una mayor probabilidad (cfr. l.
Nyder, Consolatorium timoratae conscientiae, L[, París 1487, cap. 11).
Todavía es más amplio el criterio de la escuela de Salamanca, por obra de
F. de Vitoria (Comm. ¡ti II-II, q47 a4; Relectio de iure belli, dub. 3, en
Relectiones theologicae, Lyon 1557) y de B. Medina (1528-80), el cual, en sus
comentarios a la Summa Theologica (In 1-II, q l9), es el primero en exponer y
defender expresamente los derechos a la libertad de obrar, incluso en contraste
con una ley, cuya probabilidad de existencia y obligatoriedad sea clara, pero no
cierta. Comienza entonces a desarrollarse el sistema denominado probabilismo (cfr.
[ De Blic, B. de Medina el les origines du probabilisme, «Ephemerides
Theologicae Lovanienses» 7, 1930, 46-83; 264-291). La tesis de Medina (v.), aun
teniendo como defensores, entre otros a D. Báñez (In 1-II, q10), G. Vázquez (In
1-II, disp. 42, c. 4,'t. 1) y F. Suárez (De bonitate el malitia hum. act., disp.
12, sect. 5-6), no estuvo exenta de críticas, que poco a poco fueron haciéndose
más duras (cfr. A. Merenda, Disputatio de consilio minimo dando, Roma 1665), ya
que algunos autores utilizaron al máximo el concepto de probabilidad o lo
redujeron a un simple cálculo numérico de nombres y de autoridades (cfr. I. de
Caramuel, Theologia regularis, d. 6, Lyon 1665). Pero mientras algunos se
limitaron a condenar tales excesos, otros, sobrepasando los límites, implicaron
en su crítica incluso a los autores más moderados (cfr. Théologie morale des
jésuistes extrate f idelement de leur livres, París 1643; B. Pascal,
Provinciales, París 1656-57), llegando a un tuciorismo absoluto que la Iglesia
tuvo que rechazar, con la misma energía con que lo había hecho frente a la
actitud laxista.
De aquí el origen de los diversos sistemas, que se desenvuelven entre dos
posiciones extremas: el tuciorismo y el laxismo. La excesiva importancia que en
otros tiempos se dio a los sistemas morales, cuya aplicación científica es más
de los doctos y de los confesores que de la mayoría de los fieles (los cuales se
rigen, por lo general, empíricamente, según criterios de prudencia humana y
sobrenatural) ha hecho crear una cierta desconfianza en los sistemas morales que
en algún caso ha llegado al desprecio. La posición extrema corresponde a los
seguidores de la ética de situación (v. SITUACIÓN, ÉTICA DE) para los cuales es
superfluo hablar de sistemas morales, que se fundamentan, también para la
resolución de las dudas, en principios, los más objetivos posibles, principios
que ellos minusvaloran. En este contexto no es de extrañarse que algunos autores
hayan afirmado recientemente, que los sistemas de moral, concebidos para adoptar
a una decisión de conciencia responsable, debieran desaparecer de la Teología
moral; y otros hayan sostenido que más que aplicar principios a la praxis, es
menester atender al «diálogo» que existe entre los principios y la praxis (cfr.
A. H. Maltha, La nuova teologia, Roma 1964, 135-136).
Sin embargo, para quien rehúye el relativismo moral y desea en cuanto es
posible hacer la voluntad de Dios y descubrirla, no tanto a través de
consideraciones demasiado subjetivas, a menudo falaces, sino mediante las normas
de una ley objetiva (v. LEY II), que está fuera de nosotros, los sistemas
morales pueden todavía desarrollar una función útil para resolver ciertas
situaciones de conciencia. Al margen de las polémicas que en ciertos periodos
históricos pueden haber existido entre las escuelas, e intentando permanecer en
un plano práctico, hoy no es difícil, a través de una búsqueda sincera y de una
sana crítica de las dos posiciones extremas, llegar al sistema que indique el
camino justo para resolver la duda y que es, según la mayoría de los autores, el
de un equilibrado probabilismo.
3. Los extremismos condenados: laxismo y tuciorismo absoluto. a) El
laxismo, como sistema, no fue jamás profesado por nadie: fue sólo producto de
una degeneración, al reducir al mínimo los vínculos morales (cfr. M. Petrocchi,
Il problema del lassismo nel sec. XVII, Roma 1953).
Los términos laxismo y laxista, en efecto, no surgirán más que después de
una larga precisación doctrinal. Mucha luz sobre la distinción entre laxismo y
probabilismo aportaron las condenas de la Iglesia: Alejandro VII en 1655 y 1666
condenó el novus modus opinandi como extraño a la simplicidad evangélica y, diez
años más tarde, Inocencio XI repetía esta condenación (cfr. Denz. Sch.
2021-2065; 2101-2167; VA. CARAMUEL). La tesis Taxista puede resumirse así: «Una
persona puede considerarse desligada de la obligación impuesta por la ley,
siempre que la opinión favorable a la libertad sea probable, aunque sólo sea
débil o dudosamente probable».
b) En el extremo opuesto, se encuentra el tuciorismo absoluto, el cual
proclama la necesidad de seguir siempre el camino más seguro, incluso cuando los
motivos contrarios a la existencia de un determinado precepto gocen de la máxima
probabilidad. El teólogo más representativo de esta corriente fue Juan Sinnigh.
4. Tuciorismo mitigado. Condenado el tuciorismo absoluto por Alejandro
VIII el 7 dic. 1690, los defensores de este sistema se replegaron en el
tuciorismo mitigado, sostenido, entre otros, por M. Steyaert (m. 1701), G.
Opstraet (1651-1720) y G. S. Gerdil (1718-1802). El tuciorismo mitigado, si bien
se basa en el mismo principio de evitar el peligro de una posible infracción de
la ley, permite, sin embargo, seguir el camino de la libertad, cuando los
motivos que se aducen a su favor sean realmente probabilísimos.
Nadie sigue hoy estos dos sistemas, en atención a la condena explícita
(tuciorismo absoluto) o implícita (tuciorismo mitigado) de la Iglesia. En el
tuciorismo existe una sobrevaloración de la capacidad racional del hombre y una
concepción errada del orden ético: la complejidad de los elementos morales
propios de la actividad humana y la profunda riqueza psicológica de la misma, no
permiten, la mayor parte de las veces, alcanzar siempre la certeza moral
absoluta, que excluya cualquier posibilidad de errar.
Ambos sistemas, tuciorismo absoluto y mitigado se basan en el principio
reflejo: «en la duda se debe seguir la opinión más segura» (In dubio pars tutior
est sequenda). El abandono de este principio y la enunciación de otro: «la ley
dudosa no obliga» (Lex dubia non obligat), llevó al florecimiento de los
sistemas que irradian, con diversos matices, del probabilismo, y que hoy pueden
ser seguidos libremente: probabiliorismo, equiprobabilismo, compensacionismo,
probabilismo.
5. El probabiliorismo. Se puede resumir así: «no es lícito seguir la
opinión menos segura, cuando ésta es menos probable, o con el mismo grado de
probabilidades que la opinión más segura. Pero se puede apoyar sobre ella, si
ésta es manifiesta y notablemente más probable que la opinión más segura». De
otra manera, una persona sólo puede considerarse desligada de la obligación
impuesta por la ley, cuando la opinión favorable a la libertad sea, al menos,
más probable (probabilior) que la contraria.
Uno de los argumentos constantemente invocados por los probabilioristas es
el de que cuando las dos opiniones opuestas se enfrenten con sus respectivos
argumentos, al final quedará sólo una opinión: la que se funda en aquellos
argumentos que mejor han resistido a la crítica adversa. Desde ese momento la
otra opinión no tiene ya ninguna probabilidad y la cuestión está resuelta. En
pocas palabras, los probabilioristas no se contentan con una especie de
neutralidad entre las opiniones, sino que quieren que se adopte la opinión más
probable.
Este sistema responde a las preocupaciones de aquellos que deseaban, al
margen de todo rigorismo jansenista, un robustecimiento auténtico de la moral
cristiana. Muy a menudo no veían otro medio para conseguirlo. Con independencia
de la solidez de sus fundamentos, el probabiliorismo encuentra menos defensores
hoy que en otros tiempos; y, los que permanecen fieles, son más equilibrados que
sus predecesores de los s. XVII y XVIII. El sistema ha sido sostenido por muchos
dominicos, pero no puede ser considerado como el sistema oficial de su Orden.
Entre los mayores partidarios del sistema figuran en los orígenes G. Mercorio,
O. P. (m. 1660), Giovanni B. Gonnet, O. P. (1616-81), T. González, S. I.
(1624-1705) y P. Fagnani (1587-1678).
La posición del probabiliorismo es hoy menos fuerte que la del
probabilismo. El respeto a las opiniones libremente discutidas, que es siempre
normal, acaba en una especie de probabilismo práctico, cualesquiera que sean las
posiciones doctrinales adoptadas. El probabiliorismo, si se aplica íntegramente,
debe acabar dando la preferencia a las opiniones más severas. Sin embargo, esto
no se puede hacer más que bajo forma de consejo. Cuando una opinión más amplia
es defendida libremente, ninguno puede, por propia autoridad, prohibirla; sólo
se puede desaconsejar su aplicación. Pero hoy en día, cuando el principio del
probabiliorismo no se ve como abligatorio, parece arbitrario sostener el
sistema, que pierde así su razón de ser.
No es verdad, por otra parte, como afirman los partidarios del
probabiliorismo, que en la duda haya que adherirse a la opinión que aparezca
como más verosímil; así como no es necesario en la práctica, para actuar,
siguiendo la opinión menos probable, favorable a la libertad, determinarla antes
teóricamente. Además, la mayor verosimilitud no es criterio de mayor verdad, ni
sirve para destruir el valor de las opiniones opuestas, las cuales hacen que la
obligación quede dudosa y, por tanto, prácticamente nula.
6. El equiprobabilismo. Una atenuación del probabiliorismo es el
equiprobabilismo, llamado por sus sostenedores también probabilismo moderado, y
cuyo primer defensor parece haber sido el jesuita C. Rassler (1654-1723). Admite
el principio fundamental del probabilismo de que la ley dudosa no obliga, pero
lo modera de dos modos. Añade, ante todo, que la ley no es verdaderamente
dudosa, salvo cuando las opiniones opuestas gozan de un igual (aequus; de aquí,
equiprobabilismo) grado de probabilidad. Si la opinión que favorece la ley es
ciertamente más probable que la otra, de hecho la primera se convierte en
moralmente cierta y, por tanto, obligatoria. En esto coinciden equiprobabilismo
y probabiliorismo.
Por otro lado, en el caso de que las opiniones, respecto a la ley y
libertad, sean casi iguales por ambas partes, el equiprobabilismo introduce una
nueva distinción, aplicando otro criterio, el principio de posesión: «en la duda
es mejor la condición de quien posee» (In dubio melior est condicio possidentis).
La ley y la libertad son concebidas como dos partes en contraste: ésta con la
facultad nativa de elección, aquélla con la obligatoriedad del vínculo. En la
conciencia del hombre, atormentado por la duda, reclaman una y otra la prioridad
de la posesión, según la prioridad de existencia.
En el caso de dudar de si la ley ha cesado, o bien si la obligación
impuesta por ella ha sido cumplida, la ley tiene la precedencia y, entonces,
como dicen los equiprobabilistas, posee contra la libertad. Por tanto, el hombre
está obligado a actuar como si la ley no hubiera cesado realmente o la
obligación estuviera incumplida: cesación y cumplimiento son hechos que deben
probarse antes de ser admitidos. Si, en cambio, se duda rigurosamente de la
misma existencia, sentido o extensión de la ley, entonces la prioridad
corresponde a la libertad y, por tanto, es ella la que posee contra la ley. En
consecuencia, el hombre puede considerarse libre de la obligación.
En lo concerniente al intrínseco valor del sistema, los adversarios
reprochan al equiprobabilismo la aplicación fuera de lugar del principio de
posesión, que vale sólo en materia de justicia, en la que se puede distinguir
entre posesión de la cosa y derecho a la misma, lo que no es posible frente a la
ley.
Al equiprobabilismo se adhería en un tiempo toda la escuela redentorista,
cuyo último defensor ha sido C. Damen C.SS.R. (1881-1953). Se ha discutido la
posición de S. Alfonso M. de Ligorio en relación con los sistemas morales.
Concuerdan hoy casi todos los moralistas en admitir que el Santo Doctor partió
de tesis probabilistas, si bien las expresiones utilizadas a partir de 1765
comienzan a cambiar, adquiriendo un tono de mayor severidad (cfr. F. Delerue, Le
systéme morale de S. Alphonse, S. Etienne 1929; D. Capone, Dissertazioni e note
di S. Alfonso sulla probabilitá e la coscienza del 1748 al 1763, en Studia
moralia, a cargo de la Academia Alfonsiana, 1, Roma 1963, 263-343).
7. El compensacionismo. Un correctivo del rigorismo de los precedentes
sistemas es también el compensacionismo, llamado también sistema de la prudencia
cristiana, propuesto en principio por 1. A. Laloux, sulpiciano (De actibus
humanis, París 1862) y después por el dominico Potton, el cual lo expuso en 1874
(De theoria probabilitatis, París 1874), pero sin haber conocido el tratado de
Laloux.
Según ellos, el principio de los probabilistas, «la ley dudosa no obliga»
no tiene un fundamento sólido y es necesario volver al criterio de lo más
seguro, pero atenuándolo de la siguiente manera: la ley dudosa, aun no siendo
del todo inexistente (como pretenden los probabilistas), no tiene el mismo valor
que la ley cierta; su fuerza obligatoria es imperfecta y buenas razones podrían
autorizar a considerarse desligado. Ciertamente son necesarias razones menos
graves para faltar a una ley dudosa que para faltar a una ley cierta. Mide la
obligación de la ley en relación al grado de conocimiento que se tenga de ella y
exige que el peligro de una posible infracción de la ley quede compensada y
justificada por motivos proporcionados. Nace así la idea de la compensación. Se
tendrán en cuenta los inconvenientes que pueda haber, bien observando la ley,
bien incumpliéndola. Y así, los motivos que se tengan para librarse de la ley,
estarán en relación con su obligación imperfecta. Prácticamente, cuando las
probabilidades sean iguales por una y otra parte, siempre habrá razones para
eximirse de la ley.
Si, como se ha dicho, recurrir al principio de la posesión significa
querer llevar al campo ético una norma jurídica, no se ve cómo puede aplicarse
al campo moral el principio de la compensación, aplicable sólo a aquellos casos
en los cuales el mal está previsto únicamente como resultado accidental del
propio obrar. En la duda moral, en cambio, la hipotética infracción de la ley,
está ontológicamente ligada al mismo acto que se realiza, siendo inmanente a él;
de tal manera que no sólo se toleran las consecuencias, sino que son aceptadas
activamente por el sujeto operante, y deberán, por tanto, serle imputadas, si se
piensa que, al infringir la ley, existe realmente una responsabilidad moral.
Para evitar esa grave dificultad será necesario distinguir el orden
ontológico del orden moral: sólo así podrá decirse que la violación del primero
no arrastra necesariamente la infracción del segundo en la duda acerca de la
existencia o del alcance de la ley. Pero admitir este principio equivale a
aceptar el punto de vista propio del probabilismo.
8. Probabilismo. El principio del probabilismo puede enunciarse así: en la
duda positiva y precedente sobre la existencia o el alcance de un determinado
precepto, se puede seguir, en la práctica, la opinión favorable a la libertad,
aunque la opinión opuesta, más rígida, esté sostenida por motivos más graves,
con tal que frente a esta última, la opinión favorable a la libertad conserve
aún su probabilidad. La duda, en efecto, no revela la existencia de la ley; de
modo que ésta, aunque exista, permanece ajena al sujeto y no vincula su
conciencia, que no se encuentra ligada por los principios reflejos de los
sistemas más rígidos, dado que tampoco estos se presentan con los signos de la
certeza. De manera que, a menos que.no se quiera caer en el tuciorismo, no se
puede impedir el ponerse al lado de la libertad.
El principio del probabilismo, así enunciado, tiene, sin embargo,
excepciones:a) No se puede seguir la opinión favorable a la libertad, cuando la
duda verse acerca de la necesidad de un medio que se manifiesta como
probablemente indispensable para el logro de un determinado fin, igualmente
necesario; porque en tal caso la prudencia exige que se escoja el camino más
seguro. No se trata, en estos casos, de simple honestidad de la acción, sino que
se trata del valor de la acción misma o de una conditio sine qua non para
alcanzar un fin, lo cual no depende de nosotros, no pudiendo nuestra apreciación
cambiar la naturaleza de las cosas. Así, en la duda de que la fe explícita en
los misterios de la Trinidad y de la Encarnación constituya un medio necesario
para la salvación eterna, no se puede descuidar su enseñanza antes de la
administración de los sacramentos del Bautismo o de la Penitencia. De manera
semejante pecaría, quien en posesión de la fe verdadera, suspendiese su juicio
sobre una verdad propuesta para creer, porque la suspensión va contra la
obligación del acto de fe; y si la duda es pertinaz se convierte en hereje (cfr.
CIC, can. 1325).
b) Lo mismo debe decirse cuando la duda positiva verse sobre un hecho que
condicione el cumplimiento de una ley cierta, porque en tal caso la certeza del
precepto implica el deber de elegir el medio más seguro. La duda relativa a la
existencia de la ley incide sobre el mismo vínculo, que no puede llegar a ser
tal (es decir, vinculante) sino mediante la conciencia que se adquiera de él; en
cambio, la duda relativa a un hecho, no incide sobre la naturaleza del mismo, y,
por tanto, cuando se duda de su realización, no existe certeza del cumplimiento
de la ley. Por consiguiente, la ley de la caridad exige que se procure para sí y
para los demás el Bautismo cierto; la ley de la religión, a la que a menudo se
añade el deber de caridad o de justicia, prohibe, en líneas generales, exponer
los sacramentos al peligro de nulidad; la justicia exige que se satisfaga de
manera segura los derechos ajenos, etc.
c) Cuando, sin embargo, el hecho condiciona la misma obligación, la duda
de hecho se convierte por sí en duda de derecho, faltando con ello la certeza
sobre la existencia del vínculo moral. Así ocurre en la duda sobre si ha
contraído una determinada obligación positiva, a no ser que la duda sea resuelta
por la autoridad del juez competente.
d) Finalmente, en el caso de que la duda de hecho sea negativa, no podrá
razonablemente invalidar la certeza moral adquirida anteriormente; certeza que,
en relación con las acciones humanas, a veces nace de la misma presunción. Por
esto, se suele decir que en la duda se debe juzgar conforme a la forma ordinaria
de obrar de los hombres (in dubbio iudicandum est ex ordinarie contingentibus);
que en la duda negativa acerca de la existencia de un determinado hecho, éste no
puede presumirse, sino probarse (factum non praesumitur, sed probandum est); que
cuando se está cierto del hecho, se puede presumir que se ha realizado
válidamente (in dubio standum est pro valore actus), etc. 'Pero si, en relación
con un determinado hecho, no existe ningún principio que haga de cualquier forma
ciertala solución de la duda, o sea, si ésta, como suele decirse, es negativa ex
utraque parte, la solución será diversa según la función que el hecho cumple en
relación con la ley: si este hecho condiciona una determinada prohibición, ésta,
en la duda, no obliga (p. ej., no es ilícito comulgaren la duda de haber
quebrantado el ayuno eucarístico); en cambio, si la ley impone una obligación
particular o presupone una determinada condición para una facultad que ella
concede, la duda negativa sobre el cumplimiento del precepto o sobre la
realización de la condición requerida, debe ser resuelta en sentido tuciorista;
así, p. ej., sin dispensa no se puede acceder a las sagradas órdenes en la duda
sobre si se ha alcanzado la edad requerida.
9. Consideraciones finales: Probabilismo y prudencia cristiana. El
probabilismo, basándose, al igual que todos los sistemas, sobre los principios
reflejos, está considerado como un sistema de recurso, exigido por nuestra
ignorancia, por lo que no puede ser sobrevalorado, ni se puede considerar un
medio cómodo para eludir la ley. Por tanto, debe condenarse la actitud perezosa
de aquella actitud moral que se contenta con catalogar y clasificar opiniones,
apoyándose cómodamente en soluciones reflejas como si fuesen definitivas, y que
son quizá tan injuriosas para la verdad como el error. No es menos nocivo para
la búsqueda de la verdad la valoración de las probabilidades, que se funda única
o preferentemente en la autoridad externa de los moralistas, sin preocuparse de
examinar, con sentido de sana y prudente crítica, las razones adoptadas por los
mismos: a menos que se trate de leyes no humanas, para las cuales la autoridad
de los intérpretes puede ser y, es de hecho, canon de una sana exégesis.
Finalmente se debe recordar que la ética cristiana invita y empuja a la
santidad: de modo que donde a causa de la duda, no existe el precepto, puede
existir el consejo. Pero no en todos los casos, ya que la opinión más segura no
siempre tiene un contenido ético mejor que su opuesta, así como el empleo
consciente de la propia libertad puede tener un valor moral superior al de la
obra que se cree mandada por la ley. Por otro lado no se puede hablar de
absoluta libertad cuando nos movemos en el campo ético, pues, la orden y la
dependencia están implícitas en cualquier actuación. También, para que se pueda
captar con un juicio seguro el valor moral de una acción, se la debe considerar
en su aspecto concreto y vital; si se la considera abstractamente, con
independencia del sujeto que la realiza y del momento psicológico particular en
que se inserte en la actividad del sujeto, el juicio será siempre incompleto,
con el riesgo de la imprecisión.
V. t.: CONCIENCIA III; DUDA II; IGNORANCIA III; LEY II y VII.
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PIETRO PALAZZINI.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991