MORAL III. ASPECTOS PARTICULARES DE LA MORAL. 2. MORAL SOCIAL


1. Noción. Como ciencia, la m. s. es una parte de la Teología, que es aquel saber -a la vez especulativo y práctico- que tiene como principio de conocimiento la Revelación divina, hecha objeto de sistemático estudio humano. En conformidad con lo mejor de la tradición teológica y también con las más recientes y válidas tendencias, hay que insistir en que la Teología (v.) es ciencia unitaria (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1 ql a3 ss.). La Teología moral (v.) es, por tanto, la Teología misma -el conocimiento de Dios, a la luz de la fe- en cuanto de ese conocimiento se deriva o en cuanto ese conocimiento establece, para la conciencia del hombre, una norma de conducta -de su querer y de su obrar- que recibe su obligatoriedad del fin sobrenatural al que el hombre ha sido destinado imperativamente por Dios (Mt 25,33.41.46). Esa teología normativa, en cuanto se ocupa de la sociedad, o en cuanto tiene por fin primario e inmediato la ordenación moral de la vida de la sociedad, constituye la m. s. que es, por tanto, aquella parte de la Teología moral, que se ocupa del hombre en cuanto miembro de la sociedad humana, y de la sociedad humana en cuanto compuesta por hombres y determinada por la acción moral de todos y de cada uno de los hombres. En consecuencia, las fuentes, los métodos, las relaciones con las otras ciencias, etc., son los mismos que los de la Teología moral.
      El término m. s. es más amplio que el de Doctrina social cristiana (v.): ésta es más bien el conjunto de enseñanzas y normas dictadas por el Magisterio de la Iglesia en relación con la vida social. La m. s. tiene esta doctrina como fuente (explicación, proposición y aplicación de la Revelación a la vida social), y a su luz puede inferir e infiere nuevas conclusiones y desarrollos, que ya no imponen por sí mismos asentimiento al cristiano, sino en la medida del rigor científico con que aquellas conclusiones y aquellos desarrollos han sido establecidos.
      Un uso relativamente reciente tiende a restringir los términos Doctrina social y m. s. a lo que se ha llamado la cuestión social (v.) -que es sólo una parte de la vida social-, debido a la urgencia y a la gravedad con que algunos problemas han sido planteados por las circunstancias históricas. Conviene, sin embargo, que esa parte se integre orgánicamente en la doctrina y en la ciencia -naturalmente más amplias- de la moralidad de la vida social: y no sólo por razones de integridad, sino también de rigor científico en sus soluciones.
      2. Las reglas de la moralidad social. Toda norma (v.) o regla es una ordenación dinámica a un fin: del fin toma la regla su razón de ser y su contenido. Y el fin de la vida moral, en toda su generalidad, es la visión intuitiva de Dios (Mt 5,8; 1 Cor 13,12; 1 lo 3,2), que se realizará plenamente en la vida futura. Siendo éste el fin propio de cada persona, y, por tanto, su propio bien, es a la vez y propiamente un bien común: en el sentido de que es común a todos, puesto que Dios quiere que todos se salven (lo 6,39; 1 Tim 2,4; 2 Pet 3,9), y también en el sentido de que ese fin establece -incoada y tendencialmente ahora, y plenamente después- una verdadera comunión de todos: espiritual y ahora también institucional, determinando relaciones interpersonales y sociales. Este fin sobrenatural acoge plenamente el fin natural, que ya tenía de alguna manera esos mismos aspectos.
      Todo lo creado queda ordenado a ese fin obligatorio, que Dios puede imponer por la dependencia esencial de todo lo creado al Creador: todo tiene por fin último a Dios (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 13). La vida del hombre en sociedad y la vida misma de la sociedad (v.) no escapan a esa determinación final, que el el último sentido de su ser, sin la cual volvería a la nada de que salió (cfr. León XIII, Enc. Inmortale Dei, 1 nov. 1885). Ese fin establece un orden dinámico, una norma para el obrar de las criaturas. Y a la criatura racional esa norma le es intelectualmente propuesta: con un contenido conceptual y un carácter de obligatoriedad (que es la necesidad entendida, que debe ser querida, pero que puede no serlo). Esa ordenación normativa es, primera y radicalmente, la ley eterna (disposición directiva en la mente divina: cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1-2 q83 al). Y de ella derivan todas las obligaciones impuestas al hombre por la ley divina natural (manifestadas en la naturaleza misma, en la orientación del hombre y de las cosas a su fin natural), por la ley divina positiva o sobrenatural (no naturalmente cognoscible, necesariamente revelada); por la doble ley humana, eclesiástica y civil, derivada de la naturaleza social del hombre, que cristaliza en la Iglesia y en la sociedad civil y que origina la necesidad y la facultad de legislar; por las relaciones contractuales (v. LEY).
      El haber sido hechos por un fin, quedando a la vez dueños de nuestro albedrío, exige la normatividad moral: y la libertad, al ser afectada por la normatividad, deviene responsabilidad. Normatividad, sin embargo, no es siempre mandato positivo; puede ser prohibición, simple recomendación o permisión. La indagación moral por saber si algo está permitido, es ya suficiente para determinar la positiva bondad moral de un acto concreto indiferente: esto impide una concepción sofocante de la vida moral, ya que ningún acto humano (consciente y libre) queda excluido de esa obligación de adecuarse a la norma moral, tanto si pertenece a la vida individual como a la vida social (cfr. Gaudium et spes, 34-35).
      Del mismo modo que la gracia supone, acoge, sana y eleva a la naturaleza, la normatividad sobrenatural -la Ley de Cristo- supone, recoge, rectifica y eleva a más alta finalidad la ley natural. Así el N. T. confirma con su autoridad los preceptos de la ley natural contenidos en el Decálogo (que era a la vez ley natural y divinopositiva). Jesucristo confirma que no ha venido a abrogar la Ley, sino a darle cumplimiento (Mt 5,17), y recuerda la obligación renovada de esos preceptos naturales (Mt 19,17 ss.; Lc 18,20; etc.). Con particular relación a la vida pública y social, se pueden notar entre otras las siguientes aplicaciones de la fe al orden natural conservado en su integridad: el amor mutuo de los hombres y de los pueblos entre sí; base de toda vida social, es recogido y elevado en el mandamiento nuevo de la caridad, del que el N. T. deriva multitud de aplicaciones de orden social (Mt 5,43; 22,39; lo 13,34; 15,12; Gal 5,14; 1 Cor 13; Rom 12,9; Iac 2,15-16; 1 Pet 1,22; 1 lo 3,15; 14,20; etc.; cfr. Gaudium et spes, 42); necesidad de la autoridad social y consiguiente sumisión (Mt 22,21; Rom 13,1-5; 1 Pet 2,13-16); injusticia de la retención del salario debido a los trabajadores (Iac 5,4; Col 4,1); injusticia de toda violación de los derechos del prójimo en la posesión de sus bienes (Mt 19,18; Lc 18, 20; 1 Cor 6,10); etc.
      En virtud de esa doctrina de fe, la Iglesia tiene pleno y exclusivo poder de enseñar, interpretar y dirigir la aplicación práctica de las verdades morales reveladas, tanto si pertenecen sustancialmente al orden sobrenatural, como si son en sí del orden natural (cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 7; Gaudium et spes, 42). Todos los hombres están sometidos a Dios, tanto si se les considera unidos en sociedad, como singularmente a cada uno (cfr. León XIII, Enc. Immortale Dei). La vida pública de las sociedades temporales no es más que un aspecto del todo creado: tiene por principio a Dios, y a Dios también como único fin último; estando además compuesta por hombres libres y resultando ellas mismas de la libre actividad de los hombres, el proceso dinámico que va de su principio hasta el logro de su fin está sometido a la normatividad moral.
      La Iglesia ha dado a lo largo de la historia innumerables indicaciones acerca de la moralidad de los más diversos aspectos de la vida social: actos relativos a las relaciones internacionales, a la política interna de las naciones, a la enseñanza, a la legislación familiar, a la vida económica, al mundo del trabajo, a la actividad sindical, cte., sin violentar por eso la autonomía propia de cada orden y de cada ser o institución. Y se ha opuesto siempre a las ideologías que -como el liberalismo laicista y el socialismo marxista- pretendían sustraer la vida social al ámbito de la moralidad cristiana (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 36; Gaudium et spes, 36).
      La m. s. comprende toda la normatividad natural de la vida de la sociedad (ética social) y añade la que se sigue de 'la elevación del hombre al orden sobrenatural. Por convención metodológica, esta m. s. no comprende los aspectos también comunitarios de la vida sobrenatural (Cuerpo Místico, Pueblo de Dios, aspectos institucionales de la Iglesia, cte.), que reserva a otra parte de la Moral.
      La m. s. estudia las leyes en cuanto imponen obligación de conciencia, respetando así la distinción -no separación- entre Moral y Derecho (v. DERECHO Y MORAL). Pero la m. s. no se limita a estudiar estas leyes, natural y sobrenatural, divina y humana, sino que estudia también los hechos a que esas leyes se han de aplicar, y su mismo devenir histórico (cfr. Gaudium et spes, 78), ya que es una ciencia práctica. Para cumplir esta misión se vale del auxilio de todas las ciencias que estudian estos hechos.
      De ahí que las ciencias sociales y económicas, que tratan de la actividad humana ordenada a procurar el conveniente bienestar social, aunque deben desarrollarse según sus propios métodos y con plena autonomía, guarden a su vez una relación con la m. s. (cfr. Gaudium et spes, 36 y 37): no pueden concluir en desacuerdo con la norma moral, porque sería tanto como concluir en perjuicio del hombre y de la sociedad, que son precisamente la más profunda razón de ser de aquellas ciencias; ese desacuerdo ha de ser tenido por contrario a la verdadera ciencia, como lo sería la técnica de explotar al prójimo o de aherrojar su libertad.
      La misma subordinación ha de afirmarse de las ciencias políticas y jurídicas: toda ley u ordenación política opuesta al destino último sobrenatural del hombre, es injusta, incapaz de obligar en conciencia (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1-2 q93 a2; q96 a4). Por eso la Iglesia ha reprobado las teorías que afirmaban que sólo el Estado es fuente de derecho, o las que defendían la amoralidad del derecho, etc. (cfr. León XIII, Enc. Libertas, 20 jun. 1888; Enc. Sapientiae christianae, 10 en. 1890; Gaudium et spes, 74; cte.).
      La m. s. estudia las verdaderas conclusiones de esas ciencias, para poder integrarlas en la normatividad moral -muchas veces sólo en el ámbito de lo permitido, es decir, dejando un amplio margen para la libertad del individuo y de los grupos sociales-, al reconocerlas conformes a la ley divina. E impone simultáneamente a los católicos que cultivan o -aplican esas ciencias particulares, el suficiente conocimiento de la moral cristiana, para hacer que el desarrollo de esa labor científica y práctica sea un verdadero servicio al hombre y a la sociedad, y, por tanto, a su fin, a Dios mismo (cfr. Apostolicam actuositatem, 31): con una pluralidad de soluciones justas, que la fe ayuda a descubrir, pero no impone de modo unívoco.
      Por último, hay que añadir que toda la normatividad moral -lo que se ha llamado la norma remota de la moralidad: la ley en sus distintas formas, y el conocimiento de esa ley, hábito de la ciencia moral- se hace presente y operativa en la persona sólo mediante la conciencia (Rom 12,2; 1 Cor 2,28; 2 Cor 13,5; Gal 6,4;Eph 5,10; Phil 1,10), que resulta así la norma próxima e inmediata de la moralidad, tanto de la estrictamente individual como de la social. Sin perder nada de su objetividad, universalidad, trascendencia y sentido comunitario, la moral cristiana es siempre personal: propuesta a la persona, que es el sujeto propio de la moralidad. Quizá esto haya engañado, en ambientes de escasa cultura o de abundantes prejuicios, sobre' el real desarrollo de la m. s. desde los primeros tiempos del cristianismo.
      En los tratados clásicos de moral, son las partes dedicadas a la caridad y a la justicia, y en parte también a la prudencia, las que engloban los temas de m. social. Multitud de tratados especiales desarrollan hoy aspectos particulares de las relaciones de justicia (leyes fundamentales del vivir social, de las sociedades, de los pueblos, de los Estados, del matrimonio, de la familia, de las profesiones, de las instituciones sociales: propiedad, contratos, procesos, penas, asistencia pública, previsión social; de las actividades sociales: trabajo, cultura, arte, comercio, economía, industria, agricultura, deporte, espectáculos, deontología profesional...). El campo de la justicia -y de la caridad, que es su base- es inmenso, porque interesa a todas las operaciones que relacionan a unos hombres con otros, y a todas las manifestaciones de la vida social: sus problemas se complican a medida que se hacen más complejas las relaciones sociales, institucionalizadas o no. Esto explica también -junto con la ley de desarrollo, propia de toda ciencia humana- la insuficiencia de algunos estudios clásicos sobre temas de m. social. (Para una visión sintética de esa m. s. desde el comienzo de la vida de la Iglesia, y su desarrollo histórico: cfr. E. Dublanchy, DTC X,2435-2458).
      3. Conceptos fundamentales de moral social. Siendo el fin de toda cosa su propio bien, el fin de toda comunidad es, por definición, un bien común (v.). Y como la normatividad moral no es más que la regla u ordenación dinámica del ser operativo a *su fin último, la m. s. trata de la norma que ordena la actividad social de los individuos y de los grupos sociales al último fin de la sociedad, al bien común último: a Dios como fin de la sociedad y, por tanto, último bien común de todos los que la componen. Se comprende el carácter básico que tiene la determinación del verdadero bien común de la sociedad, para establecer la normatividad moral correspondiente.
      La Moral considera sólo la ordenación al bien o fin último (Dios), tanto en lo individual como en lo social; y no la ordenación a otros fines intermedios (de éstos sólo se ocupa en su proporción al fin último). La m. s. y lo mismo su fuente, la Doctrina social de la Iglesia, no tiene competencia para dar las reglas propias de otros órdenes: normas de carácter directamente político, sociológico, económico, técnico, industrial, etc. De todo esto sólo puede y debe considerar si salvan o no, mejor o peor, su necesaria ordenación última a Dios, fin último del hombre y de la sociedad, y origen de toda obligación moral.
      Es corriente la distinción entre bien común trascendente (Dios mismo en cuanto fin de todos y de todo) y bien común inmanente (la participación común de ese bien, el bien en la comunidad que lo desarrolla y lo posee). La sociedad misma es bien común inmanente, y a lograrlo en su plenitud ha de ordenarse la legislación y la actividad social. Ese bien común es algo complejo: de él forman parte bienes espirituales de diverso género y también bienes materiales, en correspondencia con la naturaleza corpórea y espiritual del hombre; contra la difundida opinión que reduce el bien común a un bien económico y público. Es más, son precisamente los bienes espirituales los que pueden ser más propiamente comunes, ya que son gozados totalmente por todos sin que la participación los disminuya o los gaste; en cambio, si un pastel (según la imagen clásica) se quiere hacer común, a cada comensal le corresponde sólo un trozo y no todo el pastel, es decir, la participación es menos buena cuanto a más se extiende. De modo que son los bienes espirituales -la efectiva comunidad espiritual de los hombres- los que hacen posible la comunión en los bienes materiales (en cuanto los demás son por el amor otro yo, sus bienes son los míos y en ellos los gozo), Sobre esta base tiene aplicación el conocido principio: el bien común es mejor que el bien de uno (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q47 a10). Así se comprende el mayor dinamismo que la caridad imprime a la vida social, cuyas soluciones superan en mucho las de la estricta justicia.
      La m. s. estudia en sus aspectos morales las leyes y los hechos a que estas leyes se aplican. Por eso importa mucho determinar cuál es la efectiva naturaleza de una sociedad, cuál es realmente el bien común que constituye y al que tiende. «El hombre como individuo es una indivisible personalidad que, en cuanto tal, está obligada en cada momento a todo el deber moral; las sociedades, al contrario, la mayor parte de las veces, se proponen sólo una parte del deber moral humano, e incluso con frecuencia sólo limitados fines particulares de la vida, y consiguientemente imponen sólo obligaciones igualmente restringidas. En resumen, esas sociedades, de diversa manera, abarcan al hombre como un todo (totum), pero no totalmente (totaliter) » (J. Mausbach, Teología Moral Católica, 3 vol. Pamplona 1971-73). En la medida en que una sociedad comprenda (acoja, respete, garantice, facilite y desarrolle) todo el bien moral de cada uno de todos sus miembros -de modo que en ese bien común esté realmente todo el bien de cada uno-, en esa misma medida sus miembros están moralmente obligados a ordenar al bien común toda su vida moral (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q58 a5). Si esa sociedad no tiende por sí a ese bien común completo, pierde proporcionalmente capacidad de obligar moralmente, en la medida en que el bien de sus miembros excede al de la sociedad. Si el bien que esa sociedad persigue -en función de los cuales está dinámicamente estructurada- es, sin ser completo, un verdadero bien humano, y, por tanto, debidamente subordinado a otros bienes mejores, la sociedad impone a sus miembros un proporcionado deber moral de servir a ese bien común. Pero si la sociedad civil llegase a estructurarse exclusivamente con vistas a conseguir un bien común económico, un generalizado bienestar material, de modo que no sólo no facilitase sino que impidiese a sus miembros la obtención de bienes superiores, en la misma medida en que ese bien empezase a ser un mal, la sociedad perdería facultad moral de obligar, e incluso se podría imponer el deber moral de resistir, por oponerse a la verdadera naturaleza social del hombre.
      Aparte de esta cuestión de hecho, está el deber ser de la sociedad civil (cfr. Gaudium et spes, 26), y la consiguiente obligación de procurar que se estructure en plena conformidad con la ley natural, haciendo más comprensivo el bien común a que esa sociedad tienda, siempre dentro de los límites de su carácter temporal, ya que para lo que se sigue directamente del orden sobrenatural Dios ha instituido una sociedad específica, que es la Iglesia.
      Estas consideraciones contienen ya en germen el desarrollo de la m. s., sus principios o leyes generales que podríamos enumerar del modo siguiente (para exposiciones más detalladas, v. las voces respectivas de esta Enciclopedia):a) necesidad de que el fin de la sociedad guarde la debida subordinación al fin último del hombre: relaciones Iglesia-Estado (v. IGLESIA IV, 5), libertad religiosa (V. LIBERTAD IV), moral pública, etc.
      h) correcta jerarquía entre los distintos bienes que la sociedad persigue (que los bienes materiales estén al servicio de los espirituales: religiosos, morales, culturales, etcétera).
      c) efectiva estructuración con vistas a un bien verdaderamente común (apto, para ser de todos, sin injustas discriminaciones; V. IGUALDAD DE OPORTUNIDADES).
      d) integración de los hombres, de las familias (v.) y de los grupos sociales (v.) que componen esa sociedad, de manera que directa o indirectamente favorezca ordenadamente la obtención de sus propios fines: derechos de la persona (v. DERECHOS DEL HOMBRE), defensa de los fines y de la naturaleza del matrimonio (v.), garantías a los distintos grupos étnicos, derechos de las minorías (v.), libertad de enseñanza (V. ENSEÑANZA II), libertad de información (v.), justo régimen de autonomías (v.), etcétera.
      e) adecuación de la estructura social al bien común que efectivamente persigue: no hacer con una estructura mayor lo que puede hacerse con otra menor, no hacer con una artificial lo que se obtiene con una natural o espontánea; principio de subsidiariedad (v.).
      f) necesidad primaria de crear las condiciones comunitarias indispensables para la cooperación (v.) en el bien común: paz, solidaridad (v.), amistad social -la lucha de clases y todo principio de discordia destruye la posibilidad misma del bien común-, etc.
      g) estricta ordenación de los órganos del gobierno (v.) al bien común: representatividad (V. REPRESENTACIÓN SOCIAL Y POLÍTICA), participación (V. PARTICIPACIÓN IIni), capacidad, función real de servicio, limitación de la coactividad (V. COACCIÓN) a lo necesario, respeto de la conciencia personal, garantías públicas para el ejercicio de la justicia (v.) distributiva, suficientes instituciones complementarias (asistencia pública, previsión social, etcétera; V. POLÍTICA SOCIAL; ASISTENCIA SOCIAL; SEGURIDAD SOCIAL).
      h) favorecimiento y coordinación del trabajo de todos para el bien común: legislación social (v.), educación (con particular referencia al servicio social), instituciones que garanticen la justicia conmutativa en todos los órdenes, etc.
      Todos estos principios tienen aplicación analógica al plano de las sociedades civiles entre sí, integradas en una comunidad más amplia, aun cuando carezca todavía de las estructuras convenientes (cfr. Gaudium et spes, 82-84).
      Por otra parte, si estos deberes se refieren a las sociedades, se refieren en último término a los hombres que la componen: para cada uno en la medida en que puede y debe cumplir la respectiva función social (como gobernante, como ciudadano, como empresario, como obrero, como profesor...). Mientras la Moral general y la individual se refieren por. igual a todos los hombres en cuanto hombres, la m. s. se refiere a ellos en cuanto miembros de la sociedad. Y la sociedad no es una mera yuxtaposición de individuos ni un todo homogéneo, sino más bien un cuerpo orgánico, por lo que no todos los hombres ni todos los grupos sociales tienen la misma función, y en consecuencia se diversifican proporcionalmente sus respectivos deberes morales sociales, las exigencias particulares de la justicia social (v.), que, por tener como objeto el bien común, es la más excelente entre las virtudes morales (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q58 a12), y que establece para todos el deber básico de contribuir al bien de todos (cfr. Conc. Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, 1 y 12).
      Por estar la sociedad compuesta de personas, la consecución humana y estable del bien social exige la práctica de }a m. s., y ésta a su vez sólo se practica cuando hay vida moral, cuando la conciencia está operante y se cumple la Ley de Dios. De ahí el inmenso beneficio que la Iglesia hace a la sociedad civil: al imponer moralmente el cumplimiento de los deberes sociales, y dar los medios espirituales para hacerlo, ya que en último término los desórdenes sociales son fruto del pecado. Esa ayuda se intensifica al desarrollarse una espiritualidad plenamente laical, que tiene como eje la santificación de cada uno en su propio estado, en el ejercicio de su profesión u oficio, en el cumplimiento leal de todos los deberes familiares, profesionales, sociales, etc., para contribuir así al establecimiento del Reino de Dios (cfr. Gaudium el spes, 39).
     
      V. t.: BIEN COMÚN; DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA; CUESTIÓN SOCIAL; JUSTICIA IV (Justicia social); DERECHO Y MORAL.
     
     

BIBL.: Documentos del Magisterio de la Iglesia: BENEDICTO XIV, Immensa pastorum, 20 dic. 1741; íD, Vix pervenit, 1 nov. 1745; GREGORIO XVI, In supremo apostolatus, 28 feb. 1831 ; Pío IX, Quibus quantisque, 20 abr. 1849; lo, Quanta cura, 8 dic. 1864; LEÓN XIII, Inserutabili Dei, 21 abr. 1878; íD, Diuturnum illud, 20 jun. 1881; íD, Immortale Dei, 1 nov. 1885; íD, Libertas, 20 jun. 1888; íD, Sapientiae christianae, 10 en. 1890; íD, Rerum novarum, 15 mayo 1891; ID, Graves de communi, 18 en. 1901; S. Pío X, Vehementer nos, 11 feb. 1906; íD, Lacrimabili statu indorum, 7 jun. 1912; íD, Singular¡ quadam, 24 sept. 1912; BENEDICTO XV, Ad beatissimi, 1 nov. 1914; íD, Pacem De¡, 23 mayo 1920; Pío XI, Ubi arcano, 23 dic. 1922; íD, Quas primas, 11 dic. 1925; íD, Divini illius Magistri, 31 dic. 1929; fD, Casti connubii, 31 dic. 1930; íD, Quadragesimo anno, 15 mayo 1931; íD, Non abbiamo bisogno, 29 jun. 1931; lo, Acerba animi, 29 sept. 1932; ID, Mi t brennender sorge, 14 mar. 1937; íD, Divini Redemptoris, 19 mar. 1937; íD, Firmissiman constantiam, 28 mar. 1937; Pío XII, Radiomensajes de Navidad de 1941, 1942, 1944, 1952, 1953, 1954, 1955, 1956; Instr. S. Off. 2 feb. 1956; JUAN XXIII, Mater et Magistra, 15 mayo 1961; íD, Pacem in terris, II abr. 1963; CONO. VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, 18 nov. 1965; Const. Gaudium et spes, 7 dic. 1965; PAULO VI, Populorum progressio, 26 mar. 1967.

 

C. CARDONA PESCADOR.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991