MORAL I. MORALIDAD. B. LOS VALORES MORALES


Cuando leemos en el Génesis la historia de la negativa de José a prestarse a los malvados deseos de la esposa de Putifar, y vemos que prefiere aceptar la persecución antes que cometer pecado, tenemos ante nosotros el hecho de la bondad moral. No podemos por menos que percatarnos de la diferencia radical existente entre la bondad moral y las brillantes dotes que nos fascinan, p. ej., en Alejandro Magno o Napoleón.
      La esfera moral mantiene una posición sin par en la vida del hombre, ya que toca el punto central y más profundo de la vida humana, implicando las grandes realidades de la conciencia (v.), de la culpa y el mérito (v.). En nuestra vida cotidiana y de modo continuo nos percatamos de la diferencia básica que existe entre la esfera moral y todas las demás esferas de la existencia humana. Tan pronto como surge un problema moral, nos vemos transportados a un mundo que le es propio. Nos damos cuenta de su incomparable importancia, que implica una obligación única en su género. Las categorías de «moralmente bueno» y «moralmente malo» son, en efecto, el verdadero eje del mundo espiritual. Son factores últimos, como el ser, la verdad y el conocimiento.
      1. Moralidad y valores morales. La moralidad presupone la libertad (v.) de la persona. Por tanto, sólo aquellos actos y actitudes que sean de algún modo accesibles a la libre decisión del hombre, pueden ser portadores de valores o «disvalores» morales. La moralidad está profundamente ligada a la responsabilidad y la responsabilidad presupone libertad. Censuramos a un hombre que sea injusto; pero no podemos censurarle que tenga una inteligencia pobre, por mucho que podamos lamentarlo. Los «disvalores» morales constituyen una culpa y este hecho indica claramente que el ser moralmente bueno constituye una estricta obligación. A la moralidad va conectado un deber especial; la omisión en este terreno constituye un pecado (v.). Esto se manifiesta también en la relación existente entre la moralidad y nuestra conciencia, esa voz misteriosa que se escucha en el interior del hombre. Todos los demás «disvalores» no pesan sobre nuestra conciencia. El aviso de nuestra conciencia tampoco tiene lugar en tanto no esté en juego una cuestión moral, real o supuesta, ni tampoco podemos sentir una verdadera contrición si no somos culpables, o al menos si no nos consideramos culpables, de una actitud moralmente mala.
      Una característica de los valores morales, relacionada con la peculiar obligación de la moralidad, es el hecho de que en tanto no podemos esperar de todos los hombres inteligencia, lucidez, vitalidad, por el contrario, toda persona humana está llamada a ser moralmente buena. Cada uno de nosotros debe poner en práctica todas las virtudes morales, y la posesión de una de ellas no le dispensa nunca de la posesión de las otras.
      Otro rasgo distintivo de los valores y «disvalores» morales es su relación con el premio y el castigo. El hecho de que el mal moral, la culpa moral, merece el castigo revela especialmente esta relación. Toda persona que sea realmente consciente de la culpa moral, necesariamente se da cuenta de que merece un castigo, que el mal moral reclama el castigo.
      Esto nos lleva a la peculiaridad más importante de la moralidad: su carácter trascendente. La importancia de los valores morales trasciende nuestra existencia terrena. El castigo que reclama la culpa moral no es un castigo meramente terreno; ni tampoco la recompensa que merece la bondad moral es una mera recompensa terrena. Este carácter trascendente de la moralidad puede ser aprehendido sin necesidad de la fe; va implícito en la importancia y fundamento último de la moralidad. Esto fue claramente captado por Sócrates cuando dijo: «Es mejor para el hombre sufrir la injusticia que cometerla» y como dice Kierkegaard, la moralidad es el soplo mismo de la eternidad.
      2. Moralidad y moralidades. Es fundamental distinguir lo que es objetivamente bueno (es decir, según la verdadera naturaleza de la moralidad) y los ideales morales, más o menos falseados, que han cobrado ascendiente en ciertas sociedades y en ciertas épocas.
      Es un hecho bien conocido que ciertos valores extramorales, o incluso ídolos y supersticiones, han deformado las normas morales profesadas por ciertas sociedades y el código moral de ciertos individuos (v. ÉTICA II). Pero las moralidades sustitutivas no reemplazan la moralidad. No nos ocupamos aquí, por tanto, de estos tipos de moral basados en el trastrueque de la verdadera moralidad, sino de la moralidad objetiva e inmutable y de las obligaciones que impone al hombre, así como de la realización de estos valores morales en su vida. Sólo refiriéndonos a las primeras, podemos hablar de diferentes «moralidades», porque en realidad no existe más que una moralidad verdadera e inmutable.
      3. Niveles o campos de la moralidad. La moralidad se presenta a tres niveles distintos de la persona que están de alguna forma dentro de la zona de su libertad: primero, acciones; segundo, simples actitudes y respuestas; tercero, cualidades duraderas de la persona, virtudes y vicios.
      La acción, en un sentido estricto, implica una intervención en el mundo que nos rodea y hace nacer algo fuera de la persona agente. El dar limosna, el salvar la vida de una persona, son ejemplos típicos de acciones moralmente buenas; mientras que el robo, el asesinato, son ejemplos típicos de acciones moralmente malas. Sin embargo, dentro de la esfera de las acciones, no sólo las acciones con proyección exterior, sino también la omisión de una acción, puede ser moralmente buena o moralmente mala.
      Hay una tendencia a considerar la esfera moral en su conjunto como algo exclusivamente práctico, es decir, reducida a acciones externas. Esto es erróneo. No tenemos más que pensar en actitudes como la compasión, la contrición, el perdón y, sobre todo, el amor, para ver que los valores morales no están reducidos a la esfera de la acción externa.
      En las virtudes -cualidades duraderas del carácter de una persona- encontramos de forma patente un nivel muy importante de la moralidad, pues las virtudes no son solamente disposiciones para actuar moralmente bien, sino que son, como tales, una completa realización de valores morales, cualidades de una personalidad, propiedades de su carácter.
      Aun cuando hay que diferenciar estos tres campos en los cuales los valores y disvalores morales pueden ser realizados por la persona, no obstante están profundamente interrelacionados.
      4. Lo subjetivo y objetivo en la moralidad. El rasgo que diferencia sobre todo al hombre moral del inmoral es la naturaleza de su concepción básica sobre la vida. Hay que averiguar cuál es la pregunta central de su vida: «¿Qué me da mayor placer?», o ¿cuál es la conducta correcta desde el punto de vista objetivo?, ¿qué es lo que tiene objetivamente mayor valor?Aristipo de Cirene representa la actitud del hombre inmoral que sólo conoce una norma, a saber, la búsqueda constante y consciente de aquello que satisfaga a lo meramente subjetivo (v. HEDONISMO). En Sócrates (v.), por el contrario, encontramos a un hombre dominado por la pregunta: ¿Qué es lo que tiene un valor objetivo? ¿Qué es objetivamente importante? ¿Qué debo hacer? Éstos son, en efecto, los dos polos de la moralidad: De un lado, la inmanencia (v.) radical; del otro, la trascendencia (v.). Sin embargo, la trascendencia del hombre se presenta a muy diversos niveles. Una clase de trascendencia se manifiesta en todos los casos en los cuales nuestra mente y voluntad se ajusta a 14 realidad y a sus leyes. Si nosotros queremos construir una máquina, debemos atenernos a las leyes de la mecánica y de la tecnología. Cuando queremos alcanzar un fin particular, estamos obligados siempre a ajustarnos a la estructura del ser en cuestión. Si una persona se atiene a las leyes inmanentes de las cosas, o si, por el contrario, trata de alcanzar su fin siguiendo su propio capricho, sin atender a la naturaleza de las cosas, nos permitirá llegar a la distinción de si es un ser racional o un loco.
      Pero la objetividad y trascendencia que están en la base de toda racionalidad, no es todavía la clase de trascendencia que implica la moralidad, ni tampoco es una obligación moral. La moralidad exige que nos atengamos a una región específica de la realidad: la de las cosas que tienen un valor; que están dotadas de una importancia en sí mismas. Por eso la obligación moral no tiene un mero carácter hipotético tal como la necesidad de ajustarse a la realidad para conseguir la eficacia, sino más bien un carácter categórico. Los mandamientos morales son taxativos, p. ej., amarás y no matarás, es decir, sin la partícula condicional «si». Veremos esto más claro una vez que hayamos examinado brevemente la naturaleza de los valores.
      5. Bienes y valores. En tanto que un objeto sea completamente neutro o indiferente, puede ser objeto de nuestro conocimiento pero no mueve nuestra voluntad ni provoca ninguna respuesta afectiva. Para poder mover nuestra voluntad, nuestro júbilo o nuestra tristeza, un objeto ha de poseer alguna clase de importancia. Sin embargo, esta importancia que lo diferencia de lo meramente neutro -indiferente- puede tener, no obstante, un carácter muy diverso.
      a) Hay determinadas cosas que pueden llegar a ser un bien porque nos producen placer. Un baño caliente, un cumplido adulador, un juego divertido, etc., son bienes en tanto que nos son gratos y agradables. Su importancia deriva exclusivamente del hecho de que producen una satisfacción subjetiva.
      b) Por el contrario, existen ciertas cosas que son importantes en sí mismas y su carácter de bien no deriva en modo alguno de una relación con el placer que producen al hombre. Si nosotros vemos a un hombre cuya vida está amenazada, nos percatamos de la importancia de la vida humana, la verdadera importancia de lo que está en juego. Es importante en sí mismo. Una acción moral noble que nos entusiasme y nos conmueva, es un bien que tiene una importancia intrínseca; sobrepasa lo natural y lo indiferente, pero no a causa de su relación con el placer. Esta importancia intrínseca es un valor (aunque hoy el término «valor» ha adquirido un carácter equívoco, nosotros lo utilizamos en su sentido auténtico y original).
      La diferencia radical existente entre ambos tipos de importancia es obvia. Como es lógico, depende de nosotros si preferimos tomar un baño caliente o uno frío. En tanto que algo sea bueno sencillamente porque es satisfactorió, y en tanto que su importancia se derive exclusivamente del placer subjetivo que nos proporciona, puede tentarnos, pero nunca nos impone la obligación de ajustarnos a él. Por el. contrario, lo que es importante en sí mismo, nos impone la obligación de apreciarlo, de respetarlo, de darle una respuesta adecuada.
      La misma diferencia encontramos en la contrapartida negativa de los bienes, es decir, de los males. Algo puede tener el carácter de un mal porque sea desagradable para nosotros, porque no nos guste (p. ej., un reproche merecido, o un trabajo que nos aburre). Pero hay otras cosas que son males en sí mismas, es decir, son un mal a causa del «disvalor» que tienen, p. ej., cualquier acción inmoral tal como el robo, el asesinato, etc.
      c) Sin embargo, hay un tercer tipo de importancia fundamental: el bien objetivo para la persona (bien beneficioso). Muchos deseos y acciones del hombre están motivados por esta clase de relevancia. P. ej., cuando persigue la seguridad o desea la protección de su vida y de su salud. Este tipo de importancia tiene un rasgo común con lo que es satisfactorio meramente bajo el punto de vista subjetivo: la relación con nuestra persona (el «para mí»). Sin embargo, se diferencia radicalmente de lo satisfactorio meramente subjetivo, ya que es objetivamente un bien para el hombre y a menudo independiente de su reacción subjetiva. La bondad objetiva de este bien respecto a la persona es decisiva para que alcance esta importancia que comparte con el valor el carácter de validez objetiva, pero se diferencia de la importancia 'intrínseca del valor por cuanto que -a diferencia de éste- implica una relación con un sujeto.
      Como es obvio, muchas cosas pueden ser simultáneamente portadoras de valores y constituir un bien objetivo para la persona. De hecho, muchas cosas son objetivamente buenas para el hombre a causa de su valor intrínseco, de su bondad y belleza intrínsecas. La diferencia entre el valor y el bien objetivo para la persona aparece claramente si nos paramos a pensar en el lado negativo del «disvalor» y del mal objetivo para nosotros. El mal objetivo hecho a nosotros es el objeto del perdón humano: nosotros podemos perdonar a la persona que nos ha hecho un mal y debemos perdonarla, pero el «disvalor» moral que implica esta ofensa no puede ser objeto del perdón humano. Sólo puede ser perdonado por Dios.
      Esta tercera clase de importancia (el bien objetivo para la persona, bien beneficioso) supone, sin embargo, la categoría tan importante del valor -lo importante en sí mismo-. Con el fin de hacer justicia a la jerarquía de bienes objetivos, nosotros siempre nos referimos al valor.
      6. La respuesta de valor. Tan pronto como la naturaleza del valor se capta debidamente, aparece de forma clara la diferencia existente entre la mera racionalidad y lamoralidad. La respuesta de valor, esto es, la actitud que no es motivada por lo que satisface de modo meramente subjetivo y ni siquiera por el bien objetivo para la persona, sino por el valor del bien en sí mismo, posee una dimensión de trascendencia que supera el orden inmanente del ser.
      Sin embargo, para ser un portador de valores morales nuestra voluntad, no sólo debe responder a un valor, debe responder también a un cierto tipo de valores, los valores moralmente relevantes. El respeto por un bello edificio es también una respuesta de valor, pero el hombre que carece de este respeto y después de haber comprado el edificio lo hace demoler con el fin de sustituirlo por una fábrica, no comete una acción moralmente mala, aunque su acción sea lamentable e indique una falta de cultura. Pero si alguien no respeta la propiedad de otra persona, y comete un robo, su acción queda manchada por un «disvalor» moral.
      Dicha relevancia moral debe distinguirse nítidamente de la propia moralidad. Los valores morales, tales como la justicia o la generosidad difieren como ya hemos visto en su cualidad peculiar de todos los otros tipos de valores y están siempre enraizados en la libre actitud de una persona.
      La respuesta de valor, referente a bienes moralmente relevantes, implica el atenerse de forma libre y consciente a su valor intrínseco y a su llamada, y es una fuente fundamental de la bondad moral. En contra de lo que afirman los utilitaristas (v. UTILITARISMO), la bondad moral de una acción, tal como salvar la vida de nuestro prójimo, no es el valor que todo medio toma al servir a un fin dotado de un valor, sino el valor completamente diferente y nuevo de la actitud libre y consciente hacia la vida de una persona humana que implica un entendimiento del valor de este bien. Cuando el hombre se ajusta al valor moralmente relevante de un bien -cuando' el hombre responde a su llamada- nace un valor completamente nuevo: el valor moral de la acción. Si resulta que alguien salva la vida de su prójimo sin pretenderlo, esto es, sin una respuesta de valor, su acción no tiene ningún valor moral. Si, p. ej., su llegada accidental impide a un asesino el cometer su crimen, su llegada es una feliz circunstancia y tiene un gran valor a través de su relación causal con la salvación de una vida humana, pero por sí misma no es portadora de un valor moral. Así, pues, la fuente fundamental de bondad moral es la respuesta de valor a los bienes moralmente relevantes. De modo similar, el desprecio de los bienes moralmente relevantes es una fuente documental del mal moral que acarrea un nuevo tipo de disvalor: el disvalor moral.
      7., Raíces del mal moral. Cuando alguien ignoi a el valor de un bien moralmente relevante con el fin de alcanzar algo meramente satisfactorio desde el punto de vista subjetivo, su acción es moralmente mala. Si un hombre adquiere dinero, bien a través de su trabajo o ganándolo con la lotería, en un sentido moral no se puede hacer ninguna objeción a su actitud. Pero si con el fin de conseguir este bien, subjetivamente satisfactorio, él desprecia un valor (p. ej., la propiedad de su prójimo al robarle el dinero), su acción es moralmente mala. No obstante, el mal moral no procede exclusivamente del hecho de que ignoremos un bien moralmente relevante, con el fin de conseguir algo que sea satisfactorio desde el punto de vista subjetivo.
      Las fuentes más profundas del mal moral son la soberbia (v.), y la concupiscencia (v.). La antítesis más radical a la respuesta de valor moral son la soberbia y la concupiscencia. Los males, tales como la ambición, la auto-perfección farisaica, el odio, la codicia (todos los cuales son males en sí mismos) son brotes típicos de aquellos dos. El hombre que es esclavo de la concupiscencia es completamente indiferente a los valores y los ignora; el que es esclavo de la soberbia odia los valores y se revuelve contra su llamada.
      Comprenderemos esto mejor cuando nos demos cuenta de que todos los valores reflejan de un modo especial a Dios, el Infinito, el Absoluto, la Bondad. Los valores contienen un mensaje específico de Dios, y esto se refiere especialmente a los valores moralmente relevantes. La llamada a someterse al valor de los bienes es en última instancia una llamada de Dios. El ajustarse a lo importante en sí mismo y especialmente a los valores moralmente relevantes es, por tanto, una respuesta implícita a Dios, aunque la persona en cuestión no le haya encontrado todavía y no relacione su acción con Dios; con tal de que, naturalmente, no niegue abiertamente la existencia de Dios. Más tarde veremos que la moralidad de una acción se ve mejorada de un modo sin igual cuando la respuesta de valor es una respuesta explícita y consciente a Dios, el Señor Infinitamente Santo. La obediencia a Dios, el amor latréutico a Dios es la causa exemplaris de toda respuesta de valor, el acto más sublime del hombre y la mayor actualización de su trascendencia.
      8. Otras fuentes de obligación moral. Existen, sin embargo, fuentes de obligación moral distintas a los valores moralmente relevantes. Las normas positivas promulgadas por una autoridad pueden ser también la fuente de obligaciones morales. P. ej., es obligatorio moralmente para un niño obedecer las órdenes de sus padres y ese acto de obediencia contiene valores morales. Aquí, en contraposición a las normas, morales, el valor moralmente relevante no está enraizado en el contenido de la norma que exige obediencia, sino más bien el contenido asume un carácter moralmente relevante por el hecho de que una autoridad legítima y verdadera lo ha ordenado.
      Hay también una fuente de obligación moral que surge de nuestra voluntad, o como también podríamos decir, del hecho de que nos hayamos comprometido. Cuando nosotros hemos prometido algo -siempre y cuando que el contenido de nuestra promesa no sea moralmente malo- surge una obligación moral de mantener nuestra promesa.
      9. Moralidad y religión. Una cuestión que se ha planteado muchas veces es si la moralidad presupone o no la religión. En respuesta a esto debemos decir que objetivamente hablando, el impacto de la obligación moral, contrariamente a lo que sucede con todas las obligaciones extramorales, presupone sin duda la existencia de un Dios personal, infinitamente bueno. Por otra parte, como ya se indicó, los valores morales reflejan de un modo especial la infinita bondad de Dios. La llamada moral dirigida a nuestra conciencia, así como la responsabilidad única que está conectada de forma indisoluble con la moralidad, implica una relación con Dios. Esta responsabilidad incluye objetivamente una confrontación con la Persona absoluta, la única a quien hemos de rendir cuentas de nuestra conducta moral. Visto objetivamente, toda moralidad se desenvuelve entre el hombre y Dios. Aun cuando una gran parte de nuestros actos buenos y malos, moralmente hablando, se refieren a otras personas, los valores y «disvalores» morales que contienen estos actos, su impacto moral, se refiere siempre a Dios. Sin embargo, este hecho objetivo no supone que el hombre no pueda aprehender una obligación moral sin conocer a Dios.
      Otra relación esencial entre la moralidad y la religión es el hecho de que muchas virtudes morales sólo son posibles como respuestas a Dios mismo, y más específicamente todavía a Dios en cuanto se ha revelado sobrenaturalmente en Cristo. No nos estamos refiriendo al papel que de acuerdo con nuestra fe (v.) juega la gracia (v.) con relación a estas virtudes. Estamos pensando en el hecho de que ciertas virtudes -tales como, p. ej., la humildad y el amor a un enemigo- implica una respuesta a una visión de la realidad que nos es accesible a través de la revelación cristiana. La calidad de una respuesta de valor depende de la naturaleza de su objeto.
      En un universo desprovisto de un Dios personal, amante y misericordioso, no hay lugar para la humildad. Esta virtud no puede hacerse realidad en tanto se desconozca el bien al cual sólo esta actitud puede responder. En Sócrates hallamos muchas virtudes naturales, admirables, pero no podemos encontrar ni la humildad ni el amor al enemigo; cierto es que en él no encontramos tampoco ni vanidad ni presunción, pero la ausencia de estos tipos de soberbia no es todavía la humildad. En los santos, por el contrario, vemos una nueva e incomparable moralidad más sublime, hecho que fue claramente captado por el gran filósofo francés Bergson (v.).
      La respuesta a Cristo, al Dios revelado a través de Cristo y en Cristo, así como la visión del universo revelada por Cristo, posee de este modo un nuevo e incomparable valor moral, más elevado, que insta a nuestra razón a distinguir dos niveles de moralidad: la natural y la cristiana. La moralidad cristiana (en el centro de la cual está la respuesta de valor del amor a Dios en Cristo y el amor al prójimo en Cristo) es también -no obstante su carácter completamente nuevo- la forma última de cumplir toda la moralidad natural y verdadera. La moralidad cristiana no invalida la moral natural sino que la supera de modo incomparable y la transfigura.
     
      V. t.: BIEN; ÉTICA I y II; SITUACIÓN, ÉTICA DE.
     
     

BIBL.: D. VON HILDEBRAND, Ética cristiana, Barcelona 1962; íD, Moral auténtica y sus falsificaciones, Madrid 1960; íD, Deformaciones y perversiones de la moral, Madrid 1967; J. F. FERNÁNDEZ, Los valores y el derecho, San Salvador 1957; I. HESSEN, Tratado de Filosofía [1. Teoría de los valores, Buenos Aires 1959; J. MAUSBACH y G. ERMECKE, Teología Moral Católica, I, Pamplona 1971, 91 ss.; O. N. DERISi, Fundamentos metafísicos del orden moral, Madrid 1969, 300 ss., 443 ss.; S. BIRNGRUBER, La moral del seglar, 3 ed. Madrid 1963; J. DANIÉLOU. Évangile et monde moderne, Tournai 1964; M. E. GILLET, La Moral y las morales, Buenos Aires 1941; M. JANSSENS, La morale de 1'impératif catégorique et la morale du bonheur, Lieja 1921; J. LECLERcQ, Las grandes líneas de la Filosofía moral, 3 ed. Madrid 1967; M. REDING, Estructura de la existencia cristiana, Madrid 1961; íD, Fundamentos filosóficos de la Teología moral católica, Madrid 1964.

 

DIETRICH VON HILDEBRAND.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991