MONISMO II
2. Juicio doctrinal. Cara a la realidad circundante de la que no cabe dudar
racionalmente, el hombre se plantea varios interrogantes fundamentales: ¿cómo?,
¿por qué?, respecto al ser y al existir de esa realidad misma; ¿para qué?,
respecto a la teleología. Esas preguntas encuentran su respuesta cabal en la
afirmación de la existencia de Dios, y las verdades que de ahí derivan: creación
(v.) y providencia (v.). Pero la mente humana, herida por el pecado, si bien
puede elevarse hasta el conocimiento de estas verdades, no lo hace sino con
dificultad. Por eso el Conc. Vaticano I, a la par que enseñó que Dios es
cognoscible, en cuanto a principio y fin de las cosas, mediante la luz natural
de la razón; afirmó a renglón seguido que la Revelación es moralmente necesaria
para que todos los hombres, con certeza y sin mezcla de error, alcancen las
verdades divinas, dadas las condiciones en que de hecho se desenvuelve la
naturaleza humana y las dificultades con las que tropieza (Denz.Sch. 3004-3005).
La historia de las religiones y de las filosofías viene a ser la mejor
constatación de este hecho, de esta dificultad de la mente y de esta necesidad
de la Revelación divina. Es eso lo que explica la caída del hombre en el error
m., por el que identifica a Dios con el mundo y al mundo con Dios, cayendo así
en la más radical de las confusiones.
Sintéticamente -y refiriéndonos a las dos formas fundamentales de m. (v.
I)- podemos decir que el m. materialista diviniza la materia, ya que afirma que
el mundo se basta a sí mismo en su propio ser y existir; mientras que el m.
espiritualista materializa a Dios, ya que lo convierte en un mero factor
explicativo del cosmos. Y de esa forma, equivocado sobre las verdades
fundamentales, el m. niega o adultera todos los conceptos clave del pensar
humano: persona, libertad, amor, historia, trascendencia, etc.
La verdad de la creación, y la relación Dios-mundo que implica, sitúa
ciertamente al hombre ante el misterio del ser (v.) y obliga a la mente humana a
reconocer sus límites, ya que no puede deducirlo todo por sí misma, sino que
debe situarse ante un Dios que ha decidido libremente sobre el destino de las
cosas. Pero es verdad central y liberada, ya que, marcando la diferencia
sustantiva entre el creador y la creatura, funda auténticamente el conocer
humano y permite captar la realidad de las cosas. Desde el versículo primero del
capítulo primero del Génesis, en que se nos narra la creación del cielo y de la
tierra, hasta la segunda carta de S. Pedro (3,13) que cifra su esperanza en los
cielos nuevos y la tierra nueva (v. ESCATOLOGÍA II-III), hay una línea directa y
clara, que ha sido ampliamente desarrollada a lo largo de los siglos por la
teología cristiana: Dios creó en el principio cielos y tierra; colocó luego en
el mundo por Él creado al hombre, dándole por cometido amarle y proclamar su
gloria, desarrollando para ello la obra de la creación; al final de los tiempos
la humanidad se presentará ante el creador ofreciéndole la tierra misma tal y
como a lo largo de la historia ha sido trabajada. El primer acto, de la
historia, el acto creador, fue obra exclusiva de Dios; de Dios será también el
último: la transformación final de las cosas, acorde con la transformación de
los cuerpos resucitados, para dar lugar así a la Jerusalén celestial en la que
se cante de manera superior la gloria del Dios omnipotente. Entre estos dos
actos divinos -creación y transformación escatológica- se sitúa la historia
humana y la del mundo entero.
Hay, pues, una triple relación del hombre: con las cosas, con sus
semejantes, con Dios. De estas tres relaciones la última tiene carácter fundante,
y por eso la vida del hombre puede constituir auténtica oración en cualquiera de
sus grados, siempre que se dé la medida y exactitud exigidas por la justicia y
rectitud impuestas por el Creador. Así en la primera relación, la del hombre con
las cosas, todo es oración cuando va enmarcado en la nobleza y altura de miras
de la fe informada por la caridad: «hacedlo todo en el nombre del Señor»,
invitaba S. Pablo (Col 3,17). En la segunda, la relación hombre-hombre, la
actitud de oración se expande, porque esa relación supone amor y lleva
aparejadas las virtudes que hacen amar eficazmente a los hombres llevándolos
hacia Dios, defendiendo la dignificación de la persona humana, promoviendo la
implantación de la justicia y de la caridad en sus múltiples vertientes.
Finalmente -e informándole todo- la relación directa con Dios: en amistad de
intimidad filial, en actitud latréutica, eucarística, propiciatoria e
impetratoria, es amor de hijo a Padre, identificándose en hermandad con Cristo
bajo la acción del Espíritu. Todo forma así una unidad, única y diversa, que
presupone líneas diferenciales bien señaladas entre creador y creatura, al mismo
tiempo que pone de relieve la armonía perfecta del designio creador amoroso de
Dios. Por eso, si bien la teología cristiana conoce la realidad del pecado, no
cae en una visión pesimista del mundo (v. MUNDO II y IV) que llevaría a negar su
belleza y su bondad: el mundo creado por Dios, fue dañado por el pecado pero ha
sido redimido por Dios Hijo, y la acción del hombre, basada en la gracia,
contribuye al acabamiento de la obra divina. La fe cristiana se sitúa así en un
término medio equidistante -y superior- tanto de un m. panteísta o ateo como de
un alejamiento indebido entre Dios y el mundo. No son las teorías propias del
m., sino la verdad de la creación lo que nos da a conocer la realidad de las
cosas.
V. t.: CREACIÓN; MUNDO; PROVIDENCIA; MONOTEÍSMO.
BIBL.: H. PFEIL, El humanismo ateo de la actualidad, Madrid 1962; M. BALAGUE, Prehistoria de la salvación, Madrid 1967; M. SCHMAUS, Teología dogmática, II, Dios Creador, Madrid 1961; V. MARCOZZI, El sentido de la vida humana, Madrid 1967; O. SEMMELROTIi, El mundo como creación, Madrid 1965; O. FERNÁNDEZ, Misterio trinitario y existencia humana, Madrid 1966; G. M. M. COTTIER, Panorámica actual del ateísmo, Madrid 1973.
AGUSTÍN ARBELOA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991