Monasterio
 

Del griego monastérion, lugar o residencia solitaria, designa una casa religiosa, donde habitan monjes, canónigos regulares o monjas pertenecientes a una orden o congregación monástica (v. MONAQUISMO).

Un m. se llama su¡ iuris cuando, con las excepciones previstas por el Derecho, es jurídicamente independiente, tanto en lo espiritual como en lo temporal; en caso contrario, recibe el nombre de non su¡ iuris o priorato conventual. Se entiende por abadía un m. su¡ iuris a cuyo frente está un abad. La condición de su¡ iuris lleva consigo que el m. sea exento respecto a la autoridad del Ordinario del lugar, dentro de los límites configurados por la legislación canónica. Esta exención puede ser pasiva, si se refiere únicamente al régimen interno del m., o activa, cuando a lo anterior se añade la jurisdicción eclesiástica del abad sobre una parte del territorio diocesano y sobre los fieles que tienen allí su domicilio.
En su origen, los m., fueron constituidos como familias o unidades autónomas, sin ninguna vinculación de dependencia entre sí, si se exceptúa la autoridad moral y algunas prerrogativas de que gozaban los m. en los que había tenido su sede el fundador de algunas de las diversas ramas que fueron surgiendo dentro del tronco común del monaquismo. Sin embargo, con el correr del tiempo, diversas circunstancias fueron motivando la unión de varios m. -sin perder por ello su condición de su¡ iuris- formando una confederación o una congregación monástica, en la cual el abad primado o el abad superior, según los casos, sin centralizar el régimen, gozan de las facultades que les confiere el Derecho particular.
También en los primeros tiempos de la vida monacal, los m. de mujeres se encontraban en bastantes ocasiones unidos a los de hombres o se construían cerca de ellos, para facilitar la cura de almas y también por consideraciones económicas, a la vez que se protegía así a las moniales contra peligros externos, siempre posibles en los lugares desérticos donde solían establecerse los m. Esta situación, sin embargo, no carecía de peligros, por lo que el Sínodo de Agde en Provenza, del año 506 (can. 28) y el Emperador Justiniano (C. 1,3,43; Nov. 123,36) prohibieron este tipo de m., llamados dúplices. El II Conc. de Nicea, del año 787 (Can. 20) prescribió también que, en lo sucesivo, no se fundasen nuevos m. dúplices y dictó las cautelas que habrían de observarse en los ya existentes. A pesar de ello, los m. dúplices no desaparecieron por completo, e incluso tendremos ocasión de ver que, en ocasiones, tanto los varones como las mujeres dependían de la autoridad de una abadesa. Con algunas excepciones, que trataremos más adelante en el apartado dedicado a las abadesas, los m. de mujeres no tienen la consideración de su¡ iuris, ya que en el régimen están sometidos al Ordinario del lugar y, en bastantes ocasiones, también al Superior religioso de la rama masculina de la misma Orden. Así, el CIC establece que el Ordinario del lugar presida la elección de la abadesa (can. 506,2), visite el monasterio (can. 512,1 y 2), reciba cuentas de la administración (can. 535,1), etc.
Vige en los m. la llamada clausura papal (CIC, can. 597 ss.). Con respecto a las monjas de vida contemplativa, esta clausura prohíbe tanto la entrada de personas extrañas como la salida de las monjas fuera del recinto del m., exceptuados los casos previstos expresamente (Instr. de la S. C. de Religiosos, 15 ag. 1969: AAS 61, 1969, 687-690).
Por lo que se refiere a los monjes, hemos de notar que con frecuencia los padres ofrecían a sus propios hijos al m., para iniciarlos en la vida monástica. Estos niños recibían el nombre de oblati o donati -institución en la que se refleja claramente la influencia de la patria potestas romana-, mientras que los que entraban en la Orden ya en la edad madura se llamaban conversi. Esta circunstancia motivó que en el IV Conc. de Toledo, del año 633 (can. 39) se afirmase que un monje se hace o por la devoción de los padres o por profesión propia, principio que más tarde se recogió en el Decreto de Graciano (C. 20 ql c3).

La figura del Abad. La palabra Abad, de origen sirio, significa etimológicamente padre, y en la actualidad se emplea de modo casi exclusivo para designar al Superior de un m. En un principio, la mayor parte de los monjes no solían recibir las órdenes sagradas, que llegaron en alguna ocasión a prohibírseles, por considerar ese deseo como una manifestación de orgullo. Por esta razón, los abades solían ser legos; sin embargo, con el tiempo, fue haciéndose cada vez mayor el número de monjes ordenados, para atender las necesidades del culto y a las personas que vivían en el m. o en sus alrededores. Se generalizó así que los abades fueran primero diáconos e incluso -al principio en raras ocasiones y después con mayor frecuencia- presbíteros. La recepción del presbiterado se hizo requisito necesario para el que había sido elegido abad a partir del s. V en Oriente y del s. VII en Occidente.
La elección del abad se reservaba en un primer momento al Obispo del lugar donde tenía su sede el m., pero ya la regla de S. Benito confiere este derecho a los mismos monjes, aunque durante siglos el Obispo conservó el poder de confirmar o revocar la elección. A partir del s. vii fue también frecuente la intervención del pueblo que residía dentro de la circunscripción abacial, y se dieron a la vez no pocas injerencias por parte de príncipes y señores feudales, lo que en algunos m. trajo como consecuencia que el oficio de abad fuera considerado un verdadero beneficio eclesiástico y se confiriera en ocasiones a personas poco dignas. Así sucedió a veces con los llamados Abba-comites, o abades condes, que eran monjes abades a quienes correspondía este título por la importancia que llegó a cobrar su m., o señores feudales que, por tener un m. dentro de sus dominios, se proclamaban abades del mismo.
Al convertirse los m. en centro de atracción de masas, principalmente campesinas, que fijaron su residencia dentro del territorio abacial, se fue creando una dependencia de esos núcleos de población con respecto al m. y al abad que lo gobernaba. Esta dependencia, que surgió como situación, de hecho, llegó a cuajar posteriormente en la figura jurídica de la abadía nullius dioecesis, es decir, un territorio -el que en su tiempo correspondía al m. con sus posesiones- separado de la diócesis en la que originariamente se encontraba y que, tanto para los monjes como para los demás fieles que allí residen, tiene por Ordinario al abad, que ejerce verdadera jurisdicción eclesiástica, aunque -si carece del orden episcopal- no puede realizar aquellos actos (colación de órdenes sagradas, etc.) que pertenecen en exclusiva al Obispo (CIC, can. 323,2). El abad nullius tiene derecho a asistir al Concilio ecuménico (CIC, can. 223,1, 3°), al Concilio plenario (CIC, can. 282,1) y al Concilio provincial (CIC, can. 285 y 286,1), así como a las reuniones quinquenales en el Metropolitano (CIC, can. 292,1).
Existen en la actualidad 22 abadías nullius dioecesis, de las cuales 19 están encomendadas a prelados religiosos, con o sin ordenación episcopal, y pertenecientes en su gran mayoría a la Orden de San Benito; de las tres restantes, una, la de San Martín alle Tre Fontane (Roma), tiene por Superior inmediato al Papa, que la gobierna por medio de delegados; otra, la de San Martín del Monte Cimino, se unió in perpetuam, a partir de 1933, a la diócesis italiana de Viterbo, cuyo obispo tiene también el título de Abad nullius; finalmente, la de Orosh, en Albania, se encuentra vacante e impedida.
El abad nullius, antes de tomar posesión de su cargo, debe recibir de manos de un obispo, y en un plazo de tres meses a partir de la fecha de su designación, la especial bendición que se contiene en el Pontifical Romano (CIC, can. 322,2).
Los abades de un m. su¡ iuris, que en el Derecho reciben también el nombre de abades de régimen o abbates de regimine (cfr., p. ej., CIC, can. 625), son Superiores mayores de sus súbditos (CIC, can. 488,8) y verdaderos Ordinarios con respecto a ellos (CIC, can. 198,1). Al abad corresponde, por tanto, gobernar el m. para el que ha sido legítimamente elegido y, una vez recibido de manos del obispo de la diócesis donde radica el m. la bendición que prescribe el Derecho (CIC, can. 625), puede además conferir a los monjes que de él dependen la tonsura y las órdenes menores (CIC, can. 694,1), disfruta de los privilegios litúrgicos enumerados en el can. 325 del CIC y ha de ser convocado al Sínodo diocesano (CIC, can. 358,1,8).
Para terminar esta breve exposición, recordaremos que el abad primado y el abad superior de una Congregación monástica presiden respectivamente una confederación o la unión de varios monasterios su¡iuris, con la autoridad que en cada caso les confiere el Derecho particular.
Las abadesas. En lo que se refiere al régimen interno de la comunidad de monjas del m., la figura de la abadesa puede bajo bastantes aspectos equipararse a la del abad, aunque siempre ha disfrutado de menores poderes: en primer lugar, por carecer lógicamente de las órdenes sagradas, y no poder, por tanto, ejercer los actos correspondientes a la potestad de orden; y, en segundo lugar, porque los m. de monjas han estado sujetos a la vigilancia y jurisdicción del Ordinario del lugar o del superior religioso de la rama masculina de la misma Orden.
Por lo que se refiere al primer aspecto -la carencia de la potestad de orden-, se han dado a lo largo de la historia algunos abusos, que merecieron severa repulsa de los Romanos Pontífices. Tal es el caso de la conducta de algunas abadesas, cuyos m. se hallaban situados en las diócesis de Burgos y Palencia, de quienes dice Inocencio III, en 1210, que se atrevieron a bendecir asus monjas, a oírlas en confesión y a predicar en público (cfr. PL 116,356; también Decretales de Gregorio IX, 5,38,10). Esa conducta es ciertamente reprobable si hubiera efectivamente llevado a dar bendiciones litúrgicas, oír confesiones sacramentales -desde luego inválidaso predicar públicamente la palabra de Dios. Cabe, sin embargo, pensar que en muchos casos no debió tratarse de esos supuestos, sino de oír a las religiosas que les abrían su alma para recibir un consejo -como se recomienda en el actual CIC, can. 530,2- o de dirigir una plática a las mismas religiosas exhortándoles a la práctica de las virtudes.
Mayor interés presenta el segundo aspecto -la carencia de jurisdicción-, pues no faltan excepciones que constituyen ejemplos únicos y proporcionan un amplio material de estudio sobre la temática del sujeto capaz de detentar la potestad de jurisdicción en la Iglesia. El más llamativo es quizá el caso de la abadesa del Real Monasterio de las Huelgas (v.) en Burgos, tema sobre el que es fundamental la amplia monografía de J. Escrivá de Balaguer, La Abadesa de las Huelgas, Madrid 1944. Como atestigua el mismo encabezamiento usual en sus documentos, esta abadesa gozaba de una jurisdicción «omnímoda, privativa, cuasi episcopal, nullius dioecesis» en el amplio territorio «de dicho real monasterio, y su hospital que llaman del Rey y de los conventos, iglesias y hermitas de su filiación, en virtud de bulas y concesiones apostólicas». A ella correspondía dar dimisorias para la ordenación de sus súbditos, conceder licencias para predicar y confesar en el territorio de su jurisdicción, nombrar párrocos, tramitar expedientes matrimoniales e incluso juzgar, tanto en el fuero eclesiástico como en el civil, sirviéndose para ello de un asesor conyúdice que dictaba sentencia por autoridad de la abadesa, etc. Esta situación se prolongó hasta el año 1874, en que quedó suprimida la jurisdicción eclesiástica de la abadesa.
Con diferencias de matiz, y sin llegar a la plenitud de jurisdicción de que gozó la abadesa de las Huelgas, merecen citarse también los casos de los m. de Quedlimburg en Alemania y de Fontevrault en Francia. En este último, la abadesa era superiora de toda la Orden, y a ella estaban sometidos tanto los religiosos varones como las monjas. La abadesa de San Benito de Coversano ejerció también jurisdicción espiritual, hasta que en 1818, por bula de Pío VII, el m. pasó a depender canónicamente de la diócesis de Coversano. A los casos citados pueden añadirse otros, como son los de las abadesas de Monteviliers en Normandía y las de algunos m. en Gran Bretaña.
Los supuestos que hemos mencionado -que revisten ciertamente un carácter extraordinario- proporcionan, como decíamos, datos muy interesantes para configurar los límites de la jurisdicción eclesiástica y las condiciones que ha de reunir el sujeto capaz de ejercerla. Sin adentrarnos en el tema, que nos llevaría lejos de la materia que estamos tratando, podemos afirmar que constituyen ejemplos innegables de ejercicio de jurisdicción por parte de personas que no han recibido las órdenes sagradas: decimos esto porque, en nuestra opinión, carece de relevancia tanto el hecho de que se tratase de una mujer como el de que esa persona hubiera emitido la profesión religiosa e incluso recibido la bendición propia de las abadesas. Al considerar estos casos, el único factor que debe tenerse en cuenta es la necesidad o no de haber recibido el orden sagrado para poder ejercer lo que se ha venido llamando jurisdicción; y esto independientemente del sexo o de la condición laical o religiosa de la persona interesada.
Sobre la base de estos presupuestos, pensamos que la solución del problema, a primera vista intrincado, reside en determinar qué debe entenderse por jurisdicción: hay algunos actos que están íntimamente enraizados en el Sacramento del Orden, y nunca podrán realizarse por un simple fiel o por un religioso no sacerdote; otros, en cambio, constituyen manifestaciones de potestad eclesiástica, para los que son sujeto capaz todos los bautizados, siempre que reciban la oportuna misión de parte de la autoridad competente. Las repetidas confirmaciones de los Romanos Pontífices a la jurisdicción de estas abadesas constituyen datos que no deben perderse de vista al estudiar su contenido y el sujeto capaz de ejercerla.
Los monasterios y el mundo cristiano occidental. No es aventurado afirmar que, en el alto Medievo, los m. representaron un factor de importancia decisiva en la configuración de la vida social y cultural de los países europeos.
Además de su influjo profundo en la vida cristiana de los pueblos de Occidente, los m. ocupan un lugar central en el momento delicado de construir una sociedad nueva, en la que romanos y bárbaros se fundieran en una unidad.
Los m., construidos generalmente en lugares deshabitados, vieron crecer a su alrededor núcleos de población, dedicados prevalentemente al cultivo de los campos, que llegaron a formar verdaderos pueblos, ligados al m. tanto en lo material como en lo espiritual. Se roturaron así vastas extensiones de terreno y cobró gran impulso la agricultura, con un avance técnico notable, a la vez que se introducía un sentido más humanitario entre los pobladores, de lo que se siguió una mejora de la condición de los siervos y de los campesinos, fomentada también por la función caritativa y benéfica ejercida a través de las rentas del m.
Las bibliotecas de los m., en las que trabajaban incansablemente grupos de copistas, han conservado para la posteridad gran parte de los monumentos literarios de la cultura latina, que de otro modo hubieran perecido irremisiblemente. Esta obra, iniciada en el m. fundado por Casiodoro (v.) en Calabria (s. IV), continuó durante varios siglos, especialmente en los m. benedictinos.
Este florecimiento cultural, en una época de decadencia, trajo consigo que, cuando el impulso misionero llevó a los monjes a tierras lejanas, no sólo difundieran el Evangelio, sino se hicieran también portadores de la cultura clásica, que alcanzó gran auge en algunas naciones.
Rebasaría con mucho el espacio dedicado a este artículo el examen, aunque fuera superficial, del influjo ejercido por los m. y por las escuelas abaciales en el pensamiento de la Edad Media. Bastará recordar que de los m. han salido figuras como S. Bonifacio (v.), a quien Gilson llama primer civilizador de Alemania, Beda el Venerable (v.), Alcuino de York (v.), maestro de Carlomagno, Rábano Mauro (v.) y tantos otros monjes ilustres, que han marcado huellas profundas en la vida de Occidente.


J. L. GUTIÉRREZ GÓMEZ.
 

BIBL.: R. AINGRAIN, Le monachisme occidental, Fliche-Martin 5,505-542; D. U. BERLIERE, L'ordre monastique des origines au XII siécle, 3 ed. Lille 1924; F. DALMER, Tractatus de Abbate, Ingolstadt 1601; L. DAVID, Les grandes abbayes d'Occident, Lille 1908; M. P. DEROUx, Les origines de I'oblature bénédictine, Ligugé 1927; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, La Abadesa de las Huelgas, Madrid 1944; É. GILSON, La Filosofía en la Edad Media, I, Madrid 1958, 225-249; M. HEIMBUCHER, Die Orden und Kongregationen der Katholischen Kirchen, Paderborn 1933-34; S. HILPISCH, Die Doppelklóster, MDnster 1928; P. DE LABRIOLLE,Les débuts du Monachisme, L'Église et les barbares y La vie chrétienne en Occident, Fliche-Martin 3,577-596 y 4,353-396, 577-596; E. LESNE, Histoire de la proprieté écclésiastique en France, 5, Lille 1940; L. MAITRE, Les écoles épiscopales et monastiques en Occident avant les Universités, 2 ed. París 1924; C. DE MONTALEMBERT, Les moines d'Occident, 7. vol. París 1860-77; J. PÉREZ DE URBEL, Los monjes españoles en la Edad Media, 2 vol. 2 ed. Madrid 1945; P. SCHMITZ, Histoire 1'Ordre de Saint Benoit, II, Maredsous 1942; G. SCHNÜRER, La Iglesia y la civilización occidental en la Edad Media, Madrid 1955; A. TAMBURINI, De iure Abbatum, Lyon 1640.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991