MÍSTICA CRISTIANA


l. Mística y vida de gracia. 2. La experiencia mística. 3. Teología de la mística.
     
      1. Mística y vida de gracia. ¿Qué entendemos nosotros aquí por m.? La obra de nuestra perfección natural y sobrenatural consiste en particular en la vida divina, en la caridad de Dios por consiguiente, ya que Dios es caridad (v.). Luego Dios es el autor inicial y principal de la misma. A la cual pide, sin embargo, nuestra cooperación (v. ASCÉTICA). Esa parte de Dios en esta tarea, para nosotros siempre más desconocida y misteriosa, puede llamarse en sentido lato mística, así como la parte nuestra recibirá el nombre de ascética (v. PERFECCIÓN; SANTIDAD).
      En sentido estricto m. es sencillamente el misterio cristiano vivido con tal profundidad e intensidad que ta vida toda quede penetrada por la presencia y acción divina, quede cristificada, divinizada, conformada por ella.
      Nuestra santificación o divinización se realiza por la inmersión en el misterio pascual de Cristo en el espacio vital de su Iglesia. Esto se realiza acogiendo por la fe la palabra de Dios contenida principalmente en la Escritura; viviendo la Liturgia que se centra en la Eucaristía; y creciendo en caridad, pasiva y activamente, es decir, recibiéndola y prodigándola, ambas cosas sin medida, pues la caridad no la tiene.
      Esa inserción en el misterio de Cristo, que inicia el bautismo, nos «cristifica», y por ende nos diviniza (theousthai-theopoiein-théosis, este último término desde el pseudoDionisio). Dios se da al hombre vivificándolo en Él. La unión hipostática de Cristo se extiende hasta él, y participa así de su filiación, hijo en el Hijo. El Padre le engendra místicamente. Y el Espíritu Santo le derrama en su corazón. O el Espíritu le hace hijo en el Hijo y se encuentra así en el abrazo amoroso del Padre. El hecho es que ese Dios Uno y Trino, Caridad, se da al hombre, y su presencia dinámica en él, le empapa de su misma vida, de su misma caridad. La caridad creada es efecto de la Increada, calor de su fuego. Acción divina de reflejos trinitarios. Acción personal, llamada personal, que provoca la respuesta personal del hombre. Encuentro interpersonal, comunión vital de las Personas divinas y el hombre, en el misterio de Cristo total (v. GRACIA; cfr. lo 14,6; 15,26; 17,21-26; Rom 5,5; 8,11-17; 26; 29; 1 Cor 3,16-17; 6,19; 2 Cor 1,21-22; 6,16; Gal 3,27; 4,4-7; Eph 1,4-6; 2 Pet 1,4; etc.). Esa identificación con Cristo, y, por tanto, esa relación vital con el Padre en el Hijo por el Espíritu Santo, esa deificación es progresiva. Se da en germen en el bautismo. Se desarrolla, lentamente de suyo, después. Las gracias sacramentales y extrasacramentales divinas, y nuestra respuesta más o menos fiel y generosa, van logrando esa estatura, relativa, de Cristo en nosotros, van estrechando la unión con Dios, la théosis. (Son casos de excepción el martirio de amor y de sangre, fórmula suprema del don de Dios al hombre y del don del hombre a Dios, o un milagro de santificación que Dios quisiera hacer. Pero no tratamos aquí de esto).
      Pues bien, en la medida que esa obra se va más y más realizando, una serie de datos se ofrecen en ella. Docilidad humana por supuesto ante la acción del Espíritu santificador. Cooperación activa a la misma. Purificaciones (v.) inevitables, activas y pasivas: el hombre manchado tiene que irse haciendo digno de la pureza infinita de Dios en la medida en que se estrecha la unión, si no es imposible que ésta se apriete. La catarsis (v.), en definitiva, será terrible, dada nuestra impureza y miseria. Una vida teologal más intensa y plena. Lógicamente ocurrirá que la presencia divina sea cada vez más invadiente, y que la vida cristificada y divinizada sea en cierto sentido toda ella más pasiva, no porque sea menos vida y menos activa y nuestra, sino porque es más divina, más pura, más llameante y, por consiguiente, menos desordenada y dispersa, menos desintegrada, menos laboriosa y ascética por ser antes más deficiente y débil el hombre que la vive. Esa pasividad así entendida, como efecto de una posesión más plena del Espíritu en nosotros, pasividad que no esnecesario que se registre exprofeso como un dato psicológico recortado, sino que se vive sin más, es lo que caracteriza la vida m., o mejor, la etapa mística de la vida sobrenatural. Esa madurez en la caridad, esa unión íntima, después de las pruebas y de las generosidades perseverantes y humildes, constituye, más que un fenómeno, un estado vital (v. VÍAS DE LA VIDA INTERIOR).
      Estado teopático, porque es la invasión de Dios quien lo causa (el pati divina del pseudo-Dionisio). Por eso puede muy bien admitirse que en la vida m. se dé una actuación más intensa de los dones del Espíritu Santo. Sabido es que la doctrina teológica sobre los dones no pasa de ser un instrumento teológico. elaborado por la escolástica, sobre todo por S. Tomás, apenas con alguna base bíblica (patrística algo más), pero que es precioso como reflexión ilustrativa de la acción del Espíritu en los corazones (v. ESHRITU SANTO III). Pues bien, según esa teoría, los dones, hábitos dispositivos y operativos al mismo tiempo, preparan al alma para la actuación del Espíritu que les ha infundido previamente, y ayudan a las virtudes (v.), sobre todo teologales, completando y perfeccionando modalmente su actividad sobrenatural. Dones que se dan a toda alma en gracia, y que más o menos actúan siempre: no son muebles de adorno, sino hábitos para actuar. Si, ante la respuesta generosa del alma, el Espíritu llueve sus carismas, los dones se ejercitarán también más, y esa actividad intensa de los mismos irá dominando más todo el vivir, haciéndole más divino y más pasivo según antes decíamos, la vida será más m. La vida m. se caracteriza pues por la múltiple e intensa actividad de los dones del Espíritu.
      Vida teologal, teopática. Dios se da al hombre, y para que éste entre en comunión, en diálogo personal con Él, con Ellos, como objeto de conocimiento y de amor, nos regala esa vida teologal, de fe, de esperanza, de caridad. La pasividad aquí significa más vida de fe ilustradísima (S. Juan de la Cruz), oculata (S. Tomás), más vida de amor, más vida de abandono filial. La vida o estado místico es gnosis y es ágape a la vez, es noticia amorosa, es conocimiento en la fe más intuitivo, más contemplativo (v. CONTEMPLACIÓN), pero más llameante de caridad, que une y que funde, sin perder la diversidad de sujeto y sujeto personales, de hombre y de Dios. Fe-conocimiento que prepara el camino del amor, pero amor que hace conocer más penetrantemente al Amado: «quia amor ipso notitia est» (S. Gregorio Magno, In Evang. hom., 27,4: PL 76,1207). Problema de vida sin disyunciones. Es contemplación o acción pura interna, y es acción de caridad que se vierte hacia afuera.
      Se habla de una mística de la luz y una mística de la tiniebla, según los autores espirituales acentúan al aspecto cognoscitivo y luminoso de la fe, o, por el contrario, el éxtasis con cesación del discurso, en el silencio de las imágenes y de los conceptos, entrando en esa nube, en ese sabroso y oscuro conocer del amor, en la sobria ebrietas que produce (v.t. Luz Y TINIEBLAS en Luz III). Es difícil catalogar a los autores en una u otra línea pero esto de momento no nos interesa. Todo conocimiento en la fe es siempre conocimiento de los signos en que se envuelve la revelación de Dios a los hombres, más penetrante cuanto la fe es más viva (conocimiento catafático), y es a la par conocimiento negativo, apofático, ante el misterio mismo que los signos contienen, aunque cada vez más gustado al mismo tiempo, a causa del mayor amor que origina su mayor cercanía. Docta ignorancia, positiva y operante, con relación a la cual toda palabra externa es un límite, un empobrecimiento. El estado místico es luz y es tiniebla, es sobre todo amor, caridad, porque es vida, abundosa vida.
      Querer reducir la m. al problema de la contemplación es otra mutilación capital que se ha hecho en la misma. La contemplación, entendiendo ahora por tal el conocimiento alto de fe, y si se quiere el cultivo de ese conocimiento amoroso en el ejercicio de la oración (v.), será un alto lugar y encrucijada del encuentro vivo con el Dios vivo que llama y espera. Pero no agota toda la vida ni mucho menos. Es todo el vivir en caridad el que es siempre inicialmente místico, y el que va siendo místico con más perfección y plenitud según se responde más y mejor a ese Dios que vitalmente interroga al hombre. La oración, contemplativa o no, es sólo un detalle en el conjunto de ese vivir, que a veces se revelará altamente místico en la misma acción externa transida de caridad y fuerza del Espíritu; la misma acción llegará a ser una forma de oración.
      Por eso, volvemos a lo indicado antes, es bebiendo en la Escritura y en la Liturgia, fuentes primarias de la fe y de la caridad, como se va internando el hombre en el misterio, como se va abismando en la caridad de Dios para irradiarla a la vez en su torno. La terminología de m. aplicada a la S. E., a la Liturgia y a la vida, no es un parentesco solamente nominal, sino real, lo que lleva consigo. Lo que no me parece exacto es distinguir entre m. psicológica y m. eucarística, como quiere E. Longpré (DSAM 4, 15861621). La m. es siempre vida nuestra, en este sentido es psicología a la fuerza. La Eucaristía será el elemento objetivo, la gracia sacramental más importante que la produce, más intensamente registrada por algunos a lo más.
      2. La experiencia mística. Pero, en nuestros días sobre todo, por m. en sentido estricto suele entenderse, no el vivir intensamente el misterio cristiano y eclesial de nuestra divinización, sino la conciencia y experiencia de ese vivir. La m. más que un «estado», que una «vida», es un fenómeno de psicología sobrenatural. Problema difícil de psicología teológica, en la que se imbrican datos humanos y divinos, reales o aparentes, de modo complicado.
      Pero ¿qué es experiencia y en concreto experiencia mística? Por experiencia se entiende toda relación personal, vital, con algo o alguien, directa e inmediata, y de la cual se tiene conciencia. Dicha relación es algo real, algo que establece un contacto objetivo, no puramente intencional e inmanente al sujeto. Y es algo que se asume y se integra en la vida, algo dinámico desde la vida misma, no algo que pasivamente se recibe en ella como, p. ej., una mera emoción. Si la relación experimental es entre personas se establece entre ellas intercomunión e interpresencia. Presencia, según la filosofía existencialista de G. Marcel (Le mystére de l'Ltre, 1, París 1951), es algo espiritual, que trasciende las categorías de tiempo y espacio, que establece relaciones e influjos misteriosos pero reales entre esas personas que se conocen y se aman, que mutuamente se poseen.
      Conciencia vivida de algo, presencia inmediata de alguien, intercomunión con él por amor, implica, pues, un conocimiento concreto y directo, no abstracto y mediato, del mismo, una especie de intuición amorosa. Nótese que ni las sensaciones ni las emociones tienen de suyo aquí nada que ver. Se trata de experiencia espiritual, suprasensible.
      Pues bien, en el misterio de Cristo, Dios Uno y Trino se da al hombre. Personalmente, realmente. Su acción personal le recrea, le diviniza. Y le capacita a lo divinocon la vida teologal. Dios se hace objeto de conocimiento y de amor para. el hombre. Esa recreación informa al ser del hombre, a su naturaleza, que queda divinizada, pero siendo ella misma, de tal modo que de suyo no se da en ella conciencia directa del aliento sobrenatural que ahora la empapa. Su conocer de fe y su amar de caridad psicológicamente son lo mismo, tanto natural como sobrenaturalmente hablando, aunque ontológicamente sean diversos. Sólo indirectamente, por reflexión sobre los datos de su actividad religiosa y de su conciencia puede llegar el hombre a tener certeza moral de su vida en Dios. De suyo nada más. Podrá medirse mejor o peor la sinceridad de sus deseos, la intensidad de sus afectos, la generosidad de sus obras, etc., pero esto no es experimentar la sobrenaturalidad en cuanto tal de todo ello.
      De hecho la tentación de lograr la experiencia de lo divino en nosotros se padeció pronto. Varias sectas gnósticas, el montanismo (v.), los mesalianos (v.) sobre todo después. A éste le cerraron el paso Diodico de Foticea, S. Juan Damasceno, Timoteo de Constantinopla, el Liber Graduum, etc. (cfr. J. de Guibert, Documenta ecclesiastic« christianae perfectionis studium spectantia, Roma 1931, n. 75-88). Nótese que los Padres, a pesar de hablar mucho de gnosis, de contemplación, de éxtasis, de caridad..., no entienden por ello una experiencia sicológica como hoy entendemos. Hacen metafísica, hacen reflexiones sobre la onticidad misteriosa del misterio. Apenas algunos textos podrán aducirse en ese sentido actual de la experiencia, aunque en realidad su explicación y quizá sus vidas la contengan (¿Orígenes, Gregorio de Nisa, S. Agustín...?). La resonancia de aquella actitud golosa de experiencia se dejó sentir a lo largo de la Edad Media. Pero la crisis protestante la puso al rojo vivo. Para el luteranismo la gracia venía a confundirse con la experiencia y certeza fiducial de la misma. Trento condenó esta doctrina (Denz. 819, 823, 824). Pero el subjetivismo doctrinal y práctico que abrió el protestantismo siguió su camino. Hasta Schleiermaier, hasta el psicologismo (v.) actual.
      De ahí deriva el poner lo esencial y característico de la m. en la experiencia de lo divino en el alma. Es la tesis común hoy entre los católicos y acatólicos, aunque la mayoría ya no dé importancia a los fenómenos extraordinarios que pueden darse, y a que antes aludimos. Pero poner el acento en la misma experiencia como tal me parece peligroso y al menos incompleto y minimizante. La actuación sobrenatural de Dios en nosotros es connatural en cuanto al modo a nuestro psiquismo normal; y de suyo más, cuanto más Él se posesiona del mismo. Son nuestros mecanismos psicológicos los que Él utiliza. Por eso su acción, en cuanto tal acción sobrenatural, puede pasar inadvertida a nuestra conciencia. No se registra como tal por ella. Ni siquiera cuando por un gesto milagroso Él atropellase esos,mecanismos podemos nosotros tener conocimiento cierto y directo de ello. Porque el milagro psíquico puede ser para nosotros confundirse siempre con toda esa actividad secreta de nuestros procesos subconscientes. Sólo indirectamente, por el estudio de los antecedentes y consecuencias, del conjunto de la vida, quizá por milagros físicos y proféticos externos, es como podremos adquirir certeza moral de esa presencia dinámica y personal del Espíritu santificador en nuestra vida (v. DISCERNIMIENTO DE ESRÍRITDS). Por eso, si en la experiencia ponemos lo esencial de la vida m. la reducimos a una entelequia, y a una gracia especial, de lujo, extraordinaria, de suyo al margen de la santidad de la vida, que puede darse o no, y sobre la cual se llega a discutir, «jurídicamente» casi, si se merece o no se merece por méritos estrictos (de condigno) o de conveniencia (de congruo)...
      Volvamos a la m., como misterio, como vida, como estado. ¿No se dará acerca de esa vida cierta experiencia que acompañe a la realidad objetiva de ese encuentro entre Dios y el hombre de que nos habla la fe? Al ser intensamente vivido, ¿no se registrará de alguna manera esa presencia, esa intercomunión? No sólo por reflexión sobre los actos religiosos que intencionalmente hacemos y en los cuales vertemos esa vida, y que en cuanto actos humanos caen siempre bajo nuestra conciencia y experiencia, sino más inmediata y directamente. Sería una sombra buena que accidentalmente formaría parte de la vida cristiana en su etapa intensa, en su etapa m. de verdad.
      De hecho el bautismo con la fe que le acompaña es una iluminación, que hace del bautizado un hijo de la luz (lo 12,36; Eph 5,8; 1 Pet 2,9; lo 1; 8,12; 9,5; Apc 21,23). La Eucaristía ahondará después con calor de caridad esa vida. ¿Hasta dónde? Leemos en la carta a los Hebreos: «...cuantos fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, saborearon las buenas nuevas de Dios...» (6,4-5). Se trata de los perfectos por contraste con los elementalmente iniciados. Aquéllos han sido iluminados, gustaron la Eucaristía, la acción del Espíritu, el jugo de la Palabra divina. El Espíritu a través de la S. E., de la Liturgia, y con sus carismas íntimos, va haciendo penetrante su acción en los corazones. La vida del cristiano «escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3) se va de algún modo desvelando. «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos trasformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu» (2 Cor 3,18; cfr. 4,6). La iluminación cristiana aparece como algo abierto, que reverbera más y más y va trasformando al cristiano en Cristo, cuya faz es la imagen de luz de la gloria del Padre. Por eso se comprende que llegue un momento en que «quien me ama será amado de mi Padre, y yo también le amaré, y me manifestaré en él» (lo 14,21). Revelación que por contexto resulta evidente que no se refiere a la escatológica del último día, sino a la revelación vital ahora posible. Toda la carta primera de S. Juan habla de un conocimiento de amor que según la mentalidad semítica es algo no meramente intelectual, sino total, vital, una verdadera experiencia m. (Cfr. Mt 11,25-27; v. CONVERSIÓN II; APARICIÓN II).
      Según estos hallazgos tenemos que admitir que una experiencia suave acompaña normalmente la vida cristiana. La siembra que se hizo en el bautismo la desarrolla el cultivo fervoroso, «entusiasta». No es sólo conocer los actos religiosos que pongo, la intencionalidad sincera de los mismos, y deducir de allí una certeza acerca de su sobrenaturalidad. Es entrar real y directamente en contacto con Dios, que allí se da y me llama, con Cristo viviente en mí, con su Espíritu. Porque si en algún caso la presencia entre amigos comporta una realidad existencial y viva (Dios óntica y amigablemente presente), una experiencia y comunión espiritual con todas sus consecuencias, como quiere Marcel, es en este caso. Experiencia, conciencia, seguridad, connaturalidad, onticidad. Hasta llegar al éxtasis de luz y de amor en la noche, éxtasis en el sentido noble de la palabra, de salir de mí, sobre mí, en una entrega oblativa y relativamente plena. Sentimiento espiritual de presencia, de comunión. Sentimiento que a veces puede ser de signo negativo, de ausencia inquietante, como de lejanía, de silencio, de purificación (v. PURIFICACIONES DEL ALMA), que sirve para aumentar la capacidad, y quees una manera disimulada de presencia y de unión que se acrece en la noche.
      Experiencia mística normal, en la contemplación, y en la acción. En rigor contemplación no se opone a acción. Todo es acción, de formas distintas; en la caridad sencillamente. Algo que se registrará exprofeso o se vivirá sin conciencia refleja, que será más o menos, de signo más o menos activo o contemplativo, de signo más o menos positivo o negativo. Algo accidental en todo caso, que no es más que una repercusión del misterio, del estado de pasividad en el sentido de entrega a Dios y de posesión de Dios que se padece, de identificación y abandono a su voluntad. (Hay santos más activos: Vicente de Paúl, Juan Bosco; otros más contemplativos: Juan de la Cruz; otros más síntesis: Pablo, Raimundo Lulio, Francisco Javier, Teresa de Jesús, Carlos de Foucault; todos místicos, según el formato psicológico, las circunstancias externas, y la voluntad de Dios).
      Prescindamos de experiencias místicas privilegiadas, en que el sentimiento de presencia y de intercomunión es quemante, al menos en ocasiones. (S. Juan de la Cruz distingue oportunamente entre la unión permanente en cuanto a lo sustancial del alma, y la unión actuada y gustada intermitentemente: Cántico, 2 red., c. 26). Presencia vivísima e inefable por las potencias, en que el éxtasis parece borrar todo límite temporal y espacial, en que el hombre se pierde en Dios, sin dejar de ser él. Y prescindamos también de los hechos extraordinarios, que como el rapto de S. Pablo (2 Cor 12,2-4) tanto han dado que hablar. Su caso (conversión, etc.) y el de los profetas del A. T., igual que las teofanías (v.) del mismo y del N. T., pertenecen a momentos claves de la historia de salvación. Trascienden lo ordinario y normal.
      3. Teología de la mística. Según lo dicho no hace falta añadir que la m. es la misma perfección de la vida cristiana, que es el camino que lleva a la visión y resurrección, a la unión consumada y abisal. La fe dinámicamente nos lleva hasta aquella razón, siempre y eternamente en el amor. Los místicos son los testigos de ese amor (1 lo 4,16...). Son, según Bergson, los que prolongan con su experiencia m. la experiencia metafísica, llegando así a la experiencia integral. Evidentemente, toda la m. (inicial, alta y normal, privilegiada, extraordinaria) es algo infuso, es siempre efecto de una llamada, a la que responde y en parte prepara nuestro pobre esfuerzo.
      Porque se puede plantear el problema: ¿puede darse una experiencia mística natural? Y hay que contestar: existencialmente no, porque toda experiencia de Dios es de hecho, históricamente, si se da, salvadora, en orden a la vida sobrenatural; es siempre «gracia». Y siempre será implícitamente dentro de la Iglesia, aunque expresamente no se pertenezca a veces a ella. Hipotéticamente podría darse: el espíritu humano puede conocerse directamente a sí mismo, pues al reflexionar sobre sus actos, él puede llegar a su raíz, que es él mismo. Al encontrarse consigo descubre que sujeto y objeto del conocer son lo mismo. La presencia es inmediata, es interior a ella misma. Y en sí puede captar, al menos negativamente, la necesidad del Ser personal, de ese Otro, que funde su finitud y contingencia. Esa experiencia viva de su nada le revela al Todo, que está allí realmente, del cual él mismo es imagen pobre pero verdadera. Descubriría esa huella de Dios en él: en su apex mentis o scintilla animae, en su inteligencia, en su libertad... como en un espejo. Esta posible explicación está luego en la base de la m. sobrenatural; es ese mismo Dios el que aquí se revela, pero no sólo como creador sino como Padre. La imagen de Dios en el hombre se hace vida en su Verbo Encarnado, en su Hijo, por el Espíritu Santo. Los Padres explotaron ampliamente esa teoría de la imagen que la filosofía platónica les ofrecía, para, guiados por S. Juan y S. Pablo, es decir, por la misma revelación del Espíritu, hacernos la teología de la semejanza vital con Dios en su Cristo. La m. no es más que tomar conciencia, como sea, de esa realidad misteriosa y sublime que se esconde en nosotros, que somos.
      Teología de la m. no es más que la reflexión teológica sobre estos problemas, el capítulo de la teología que les corresponde. Desde la Edad Media se habló de teología mística en este sentido. Durante el s. XVII y XVIII se elaboraron con esa nomenclatura grandes tratados escolásticos (José del Espíritu Santo O.C.D.; Felipe de la Trinidad O.C.D.; T. Vallgornera O.P.; A. de Guadalupe O.F.M.; M. de la Reguera S.J.; J. B. Scaramelli S.J.; etc.). Parece mejor decir teología de la mística según dijimos antes, y lo usamos aquí.
     
      V. t.: ASCÉTICA; VÍAS DE LA VIDA INTERIOR; PURIFICACIONES DEL ALMA; UNIÓN CON DIOS; CONTEMPLACIÓN; ESPIRITUALIDAD, etc.
     
     

BIBL.: F. WULF, Mística, en Conceptos fundamentales de la Teología, 111, Madrid 1966, 94-107; A. FONCK, Mystique, en DTC X,2599-2674; J. GARCíA ARINTERO, Cuestiones místicas, 4 ed. Madrid 4956; íD, La evolución mística en el desenvolvimiento y vitalidad de la Iglesia; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, 4 ed. Buenos Aires 1950; A. TANQUEREY, Compendio de Teología Ascética y Mística, París-Tournai 1960; G. TRILS, Santidad cristiana, 5 ed. Salamanca 1968; A. GARDEIL, La structure de lame et 1'expérience mystique, 2 vol. París 1927; 1. MARECHAL, Études sur la psychologie des mystiques, 1, 2 ed. París 1938; 11, París 1937; A. STOLZ, Teología de la Mística, 2 ed. Madrid 1963; 1. DE GUIBERT, Theologia spiritualis ascética et mística, 4 ed. Roma 1952; B. JIMÉNEz DUQUE, Teología de la mística, Madrid 1963; VARIOS, Contemplation, en DSAM 11,16452193; L. REYPENS, Dieu (connaissance mystique), en DSAM III, 883-929; VARIOS, Divinisation, en DSAM 111,1370-1459; A. LÉONARD, Expérience spirituelle, en DSAM IV,2004-2026; VARIOS, Extase, en DSAM IV,2045-2189; 1. M. GRANERO, Experiencia de lo divino, «Mamesa» (1967) 285-308. Véase también la bibl. de ESPIRITUALIDAD.

 

B. JIMÉNEZ DUQUE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991