MISIONES I. LA ACTIVIDAD MISIONERA
La palabra misión, y sobre todo el plural misiones, evoca para un católico la
actividad expansiva de la Iglesia, la tarea de difusión de la fe cristiana entre
aquellos que aún no la viven. Si el objeto, pues, de nuestro estudio, está
claramente determinado en sus líneas generales, no ocurre otro tanto con el
trasfondo teológico, hasta el punto de que la misionología (v.) reciente se ve
abocada a enfrentarse nada menos que con la noción clave de la que depende: la
idea misma de misión.
Hasta 1945, los términos misión y misiones eran entendidos casi
unánimemente en un sentido bien particular y determinado: unos territorios
concretos, unas personas que iban a ellos como fruto de una vocación especial,
una actividad bien cualificada. Sin embargo, posteriormente las cosas cambiaron.
De una parte, una corriente de pensamiento nacida en Francia con la publicación
en 1943 del libro La France, pays de mission?, de los sacerdotes H. Godin e Y.
Daniel, llevó a convertir en familiares slogans y frases de este tono: «todo el
mundo es país de misión», «toda la Iglesia está en estado de misión»; o también
«misión obrera», etc. Esto llevaba consigo, como es evidente, la ampliación de
los términos misión, misionero, misiones, extendiendo su significado para
aplicarlos no sólo a regiones paganas, sino también a situaciones de
descristianización en los países tradicionalmente cristianos. Paralelamente, la
profundización en el estudio teológico de las misiones, hecha preferentemente en
el marco de la Eclesiología, llevó a resaltar, frente a las m., y como realidad
más original y profunda la misión de la Iglesia, acentuando así el uso del
término en singular, menos empleado hasta entonces.
Todo esto trae frutos positivos, tanto para la pastoral de los países
cristianos, donde se subraya la urgencia de una pastoral activa misionera, como
para la labor evangelizadora en países no cristianos, pues de ese modo la
actividad que se lleva a cabo en ellos aparece no como una tarea que realizan
algunas personas especiales en tierras lejanas y que sólo marginalmente afecta
al común de los cristianos, sino como algo que hunde sus raíces en el ser mismo
de la Iglesia. El tema de la m. así en profundidad y amplitud. En contraposición
-y éste es el aspecto negativo- se presenta el peligro de confusión conceptual,
pierde nitidez y vigor la realidad tradicionalmente llamada misionera, y,
consiguientemente, se da un descenso en la aportación vocacional para las
misiones.
Este problema ha perdurado hasta el Conc. Vaticano II, quedando reflejado
en el Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia. Iniciaremos
nuestra exposición a partir de ahí.
1. La misión de la Iglesia según el Decreto «Ad gentes». El proemio del
Decreto nos habla de la Iglesia como divinamente enviada (divinitus missa),
situando así el tema en su contexto más profundo. La Iglesia está enviada por
Dios a la humanidad entera como sacramento universal de salvación, y ese hecho
determina toda su actividad, tanto con relación a los ya bautizados, como a
aquellos que aún no han recibido la predicación evangélica. A partir de ahí el
Decreto conciliar desarrolla el tema, deteniéndose ante todo (capítulo 1°) en la
exposición de algunos principios doctrinales, para pasar luego a exponer algunos
aspectos concretos: la obra misionera, las Iglesias particulares, los
misioneros, la ordenación de la actividad misionera, la cooperación en ella.
Resumamos brevemente los principios doctrinales, que son los que afectan
directamente a nuestro tema.
La misión de la Iglesia hunde sus raíces en la misión de Jesucristo,
enviado por el Padre, y en la del Espíritu Santo, enviado por el Padre y el
Hijo. La misión, pues, entronca con las mismas misiones trinitarias y con todo
el plan o designio divino de salvación (v. TRINIDAD, SANTÍSIMA). Es el tema que
glosan los números 2 a 4 del Decreto que nos hablan del amor fontal de Dios
Padre, que no cesa de repartir sus dones, y que llama a todos los hombres para
«constituirlos en un pueblo en el que sus hijos, que estaban dispersos, se
congreguen en unidad» (n° 2); de la Encarnación de Dios Hijo para realizar
nuestra Redención, de modo que la salvación por Él obtenida debe ser proclamada
y difundida hasta los confines de la tierra «de suerte que lo que una vez se
obró para todos en orden a la salvación alcance su efecto en todos en el curso
de los tiempos» (n° 3); de la misión del Espíritu Santo «para que llevara a cabo
interiormente la obra salvífica e impulsara a la Iglesia a extenderse por sí
misma» (n° 4).
La Iglesia se presenta así dotada de una dinamicidad por su misma
naturaleza, ya que Cristo la ha constituido sacramento universal de salvación y
la ha enviado, en la persona de los Apóstoles, al mundo entero (n° 5). Esa
dinamicidad que anima a la Iglesia es, a la vez y desde una perspectiva ética,
obligación que incumbe a los cristianos; obligación que -precisa el mismo número
del Decreto- tiene una doble raíz: el mandato expreso dado por el Señor a los
Apóstoles y heredado por el orden episcopal; la vida misma que a todo cristiano
infunde Cristo. La Iglesia cumple esa misión «por la operación con la que,
obediente al mandato de Cristo y movida por la gracia y caridad del Espíritu
Santo, se hace presente en acto pleno a todos los hombres o pueblos, para
llevarlos, con el ejemplo de su vida y la predicación, con los sacramentos y los
demás medios de gracia, a la fe, la libertad y la paz de Cristo, de suerte que
se les descubra el camino libre y seguro para participar plenamente en el
misterio de Cristo».
Esa misión -continúa el texto conciliar: n° 6- es una e idéntica, pero su
realización, su ejercicio, se descompone en actividades distintas, en virtud de
una diversidad de circunstancias que pueden afectar tanto a la Iglesia misma
como a los pueblos, grupos u hombres a los que ella es enviada. Así surgen la
actividad pastoral, la actividad misionera, y la actividad ecuménica,
concreciones existenciales de la única Misión de la Iglesia.
Establecida así la distinción entre misión de la Iglesia en general y la
actividad misionera en sentido específico (las m., en el sentido clásico de la
palabra), puede pasar el Decreto a dar una definición detenida del apostolado
misionero. «Las iniciativas mediante las cuales los pregoneros del Evangelio
enviados por la Iglesia cumplen, yendo por el mundo entero, la tarea de predicar
el Evangelio y de implantar la Iglesia entre pueblos o grupos que aún no creen
en Cristo, se llaman comúnmente Misiones, las cuales llevan a cabo con la
actividad misionera, y tienen lugar en determinados territorios, así reconocidos
por la Santa Sede. El fin específico de esta actividad misionera es la
evangelización y la implantación de la Iglesia en aquellos pueblos o grupos
sociales en los que no ha arraigado todavía. De este modo, a partir de la
semilla de la palabra de Dios, deben nacer Iglesias particulares autóctonas,
dotadas de fuerzas y personalidad propias, con su propia jerarquía unida al
pueblo fiel y provistas de medios que les permitan desarrollar plenamente la
vida cristiana e incluso ser útiles a toda la Iglesia universal».
Determinados los puntos fundamentales, los números siguientes de este
primer capítulo del Decreto se detienen a comentar las causas y la necesidad de
la actividad misionera así descrita (no 7), que son la voluntad salvífica
universal de Dios, la Redención universal operada por jesucristo, la necesidad
de la Fe y del Bautismo, la necesidad de la pertenencia a la Iglesia, la
situación de los paganos (a los que, aunque Dios no losabandone, no les están
disponibles, la plenitud de los medios salvíficos), la importancia que la acción
misional tiene en la historia y en la vida humana (n° 8), y, finalmente, su
carácter escatológico (n° 9).
2. Fundamentación teológica de la actividad misionera. Está claro que el
fundamento teológico de las m. y de la actividad misionera, se encuentra a
partir de la misión de la Iglesia. Ahora bien, el estudio de esta misma misión,
tal como lo presentan normalmente los misionólogos en orden a fundamentar las
m., puede venir centrado en uno de estos tres planos: 1) a nivel de la acción de
Dios, plano original de los designios de Dios y de las misiones divinas:
concepción teocéntrica o teológica; 2) en su manifestación y realización en
Cristo: concepción cristocéntrica o cristológica; 3) en su ejecución en la
Iglesia: concepción eclesiocéntrica o eclesiológica. Resultan así tres enfoques
distintos, no carentes, por supuesto, de implicaciones prácticas y pastorales.
La concepción teocéntrica de la misión busca, por una parte, las raíces
últimas de la actividad misionera, que no pueden ser otras que Dios, Uno y
Trino, en su realidad más profunda de Amor. En ese Amor fontal del Padre está el
origen de la misión, de modo que las m. temporales del Hijo y del Espíritu Santo
no son sino un desbordamiento de la vida divina. Sólo existe, pues, una única
misión que se desarrolla en un círculo cerrado, según una fórmula empleada por
los Padres griegos: «Del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santoen el Espíritu
Santo, por el Hijo, hasta el Padre» (Ch. journet, L'Église du Verbe Incarné, 11,
París 1951, 347). Este enfoque de la misión pone en primer plano la acción de
Dios, afirmando que la misión es ante todo y sobre todo realización suya,
empresa divina, missio Dei. Los hombres somos tan sólo invitados a participar en
esa actividad de Dios. Queda de este modo vigorizada la concepción dinámica de
la Iglesia dentro del amplio marco de la historia total, y así la misión amplía
sus horizontes, tanto en su origen, como en su término. Evidentemente, la fuerza
con que esta concepción insiste en la acción de Dios tiende a contrarrestar las
teorías de la misión centradas casi exclusivamente en la actividad de la
Iglesia; de ahí derivan también sus límites: una cierta dificultad para pasar
luego al plano existencial concreto. Como autor católico que ha desarrollado con
cierta sistematización esta perspectiva trinitaria de la misión se puede citar a
A. Retif; la consideración del enfoque teocéntrico de la actividad misionera ha
sido muy subrayada por autores protestantes: W. Andersen, G. F. Vicedom, L.
Newbigin.
La concepción cristocéntrica hace de Cristo el centro de referencias en la
teoría misionológica. Sin negar, por supuesto, que la raíz última de la misión y
de las m. está en la Trinidad, insiste, sin embargo, en que su comienzo
histórico tiene lugar en Cristo, siendo a través de Él como se hace accesible a
nosotros. Siguiendo a San Pablo en su doctrina sobre el Misterio de Dios,
escondido en los siglos anteriores y manifestado ahora a sus apóstoles y
profetas (Eph 3,4-5), los autores que se sitúan en esta línea afirman que una
visión trinitaria de la misión, para adecuarse plenamente a las enseñanzas del
N. T., ha de buscar a Dios por el camino que se nos ha manifestado: Cristo, Dios
y Hombre. Es a través del Hijo, hecho carne, y gracias al Espíritu Santo, como
conocemos al Padre. Y es precisamente porque Dios ha intervenido en la Historia,
por la muerte y resurrección de Cristo, por lo que podemos conocer y hablar del
origen de la misión en Dios Uno y Trino. Por otra parte, de cara a la Iglesia,
se puede igualmente afirmar que Cristo la asocia a su misión y, de esta manera,
Él mismo la continúa en ella. A fin de cuentas, todo el ser de la Iglesia es
esencialmente relativo a Cristo en su origen y en su fin. Por tanto, así como de
hecho no hay una misionología trinitaria que no fuese cristocéntrica, tampoco
cabe imaginar una Eclesiología que no lo sea. No hay otro Mediador que
Jesucristo, a quien Dios ha hecho el centro del universo, recapitulando todas
las cosas en Él. Entre los autores católicos esta perspectiva ha sido
principalmente desarrollada por dos recientes misionólogos de la escuela de
Münster, Thomas Ohm y Joseph Glazik, así como por el misionero y misionólogo J.
Dournes. Entre los protestantes, son de particular importancia en este terreno
varias aportaciones de las Conferencias Misioneras de Willingen (1952) y de
Ghana (1957-58) y M. Spindler en su libro La Mission, combat pour le salut du
monde, Neuchátel 1967.
La concepción eclesiocéntrica bosqueja la teoría de la misión examinando
primariamente la esencia y constitución de la Iglesia, sus leyes y desarrollo.
«Como el Padre me envió, así yo os envío» (lo 20,21). La misión de Cristo se
trasmite a la Iglesia, que es su actual depositaria y ejecutora. Es en ella, por
tanto, donde más concreta y complexivamente podemos examinarla y entenderla. Es
la Iglesia con sus poderes doctrinales y sacramentales la que es enviada al
mundo, para anunciarle la Buena Nueva y plantar entre los pueblos el signo de
salvación. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo que, en el seno de su catolicidad,
lleva el dinamismo de un crecimiento sin barreras de tiempos ni lugares. Desde
la Resurrección (v.) del Señor hasta la Parusía (v.) ella es la Enviada de Dios
a los hombres, para convocarlos a formar una única Familia y un único Pueblo.
Podemos decir que, sin duda, es éste el enfoque que más desarrollo ha
tenido entre los autores católicos e, incluso, en la doctrina pontificia. Los
defensores de una perspectiva teocéntrica o cristológica, sin negar la necesidad
de una consideración eclesiológica, afirman que ésta no puede ser la última o
radical, pues ello daría la sensación de no ir más allá de los límites de la
Iglesia en sí misma, dejando en la penumbra los presupuestos que dan razón de su
existencia y los horizontes a que tiende en los designidos de Dios, cosa que -a
juicio de esos autores- no siempre han evitado los representantes de esta
tercera línea, en la que principalmente cabe encuadrar a los autores de las
escuelas belga y española. El pensamiento protestante, en general, como
decíamos, ha desarrollado menos este enfoque eclesiológico; sin embargo, no está
de más recordar que el padre de la misionología protestante, G. Warneck
(1834-1910) definía claramente la misión en términos de implantación de la
Iglesia (v. MISIONOLOGíA 1).
En síntesis podemos decir que ninguno de los tres enfoques excluye las
facetas que los otros desarrollan con mayor amplitud. Se trata, más bien, de un
centro de sistematización que se recalca y en torno al cual se construye una
visión ordenada de la doctrina misionera. Sobra, igualmente, decir que son tres
perspectivas complementarias, que se enriquecen mutuamente y que, en las
exposiciones de sus mismos defensores, normal y espontáneamente se entrecruzan y
completan, con algunas excepciones que se atienen más rígidamente a un único
punto de vista. Si hubiera que establecer una prevalencia nos inclinaríamos por
la concepción eclesiológica como más sintética, e integrando en ella las
anteriores, tal como lo ha hecho el Conc. Vaticano II en su Const.
Lumen gentium y en el Decr. Ad gentes, completados además con las
sugerencias eclesiológicas que derivan de la Const. Gaudium et spes. Como
ejemplo de esta síntesis pueden citarse estas afirmaciones: «Por eso (la
Iglesia) se ve impulsada por el Espíritu Santo a poner todos los medios para que
se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de
salvación para todo el mundo... Así, pues, ora y trabaja a un tiempo la Iglesia,
para que la totalidad del mundo se incorpore al Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor
y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda todo honor y
gloria al Creador y Padre universal» (Lumen gentium, 17)En suma, la actividad
misionera, es decir, la acción apostólica encaminada a hacer presente la Iglesia
en las naciones y pueblos que hasta ahora la desconocían, ha de fundamentarse a
partir de la visión de la Iglesia como instrumento querido_ por Dios para
realizar la salvación, y, por tanto, como signo y causa de esa salvación misma.
El fundamento próximo de las m. es, pues, la Iglesia misma en cuanto fundada por
Dios como sacramento universal de salvación; el remoto, Cristo Salvador y Señor
Nuestro, y, radicalmente, Dios, Uno y Trino, de cuyo amor fontal procede todo
bien y en el que toda la realidad encuentra su fin.
3. Las misiones en la misión de la Iglesia. Cuanto queda expuesto sobre la
misión de la Iglesia influyó poderosamente en las conclusiones y perspectivas de
cara a un planteamiento teológico pastoral de la actividad misionera en sentido
estricto. Sin embargo, es necesario completar lo dicho dando un último paso que
nos sitúe de inmediato en la labor que debe llevar a cabo el misionero.
Está claro que la actividad misionera se encamina a la difusión de la fe
cristiana en los pueblos o países donde no es conocida o donde no está
implantada. Ahora bien, ¿esa actividad es específicamente diversa de otras? No
cabe la menor duda de que, a nivel fáctico, las diferencias son claras, pues,
como decía un documento antiguo «una es la condición de las Iglesias ya
constituidas, y otra muy diversa la de las Iglesias misioneras» (alia prorsus
est conditio Ecclesiarum rite constitutarum, alia Missionum; Collectanea S. C.
de Prop. Fide, II, Roma 1907, 1473, 109). De ahí la necesidad de diversas
maneras de actuar, de medios especiales, de diversas reglamentaciones jurídicas,
de organizaciones centrales o pontificias específicas, etc.
El problema surge en cambio a un nivel más profundo. Tal es la cuestión
que se debatió a raíz del ya mencionado intento de algunos autores franceses por
extender el término de misión a situaciones de descristianización en países de
Europa. Lo que era así puesto en cuestión es el carácter peculiar o específico
de la actividad misionera en sentido clásico. Se operaba así un cambio de
perspectiva en el planteamiento del tema, pues mientras la misionología
precedente daba por supuesta esa peculiaridad o especificidad de la actividad
misionera y se ocupaba principalmente de buscar la nota que la particulariza y
especifica, a partir de ese momento se pregunta si existe en la Iglesia una
realidad o actividad tan especial, con características tan propias, como para
que se le pueda atribuir personalidad propia y pueda ser objeto de un estudio
particular. Como fácilmente puede entenderse, aquí es donde se fundamentan las
respuestas dadas a la pregunta de si la misionología es o no ciencia
independiente (v. MISIONOLOGíA, 2).
Ha habido algunos autores que han sostenido la especificidad (dando a la
palabra toda la fuerza que tiene en la filosofía escolástica) de la actividad
misionera dentro de la misión general de la Iglesia y, más concretamente, frente
a la actividad pastoral en Iglesias ya formadas; pero son pocos en número y, a
medida que se desarrollaban los estudios, ha tendido a hacerse unánime la
opinión que rechaza esa distinción específica en sentido propio entre las
diversas dimensiones de la misión (pastoral, misionera, etc.) y afirma más bien
una distinción modal, existencial, proveniente de las circunstancias especiales
en que se lleva a cabo tal actividad. Ésta ha sido, finalmente, la solución que
implican las distinciones expuestas en el ya citado n° 6 del Decreto Ad gentes.
De mayor importancia práctica, de cara a la pastoral misionera, es
examinar cuáles son los rasgos que definen y caracterizan la actividad misionera
distinguiéndola así en la práctica de otras actividades. Las divergencias de
interpretación se pueden centrar particularmente en torno a la problemática de
la finalidad de las m., ya que es el fin el que especifica principalmente toda
actividad. Es ésta la cuestión que distingue entre sí a las diversas escuelas de
misionología surgidas a lo largo de la primera mitad del s. xx. Advirtamos
previamente, en orden a ayudar a la comprensión de este problema, que gran parte
de las divergencias en este terreno se han debido a falta de distinción entre el
fin inmediato y específico de la actividad misionera por una parte, y sus fines
más remotos y últimos por otra; es en realidad el fin inmediato el que importa
aquí, ya que el fin último o remoto cae más de lleno en lo que hemos expuesto en
el apartado anterior al tratar de la misión general de la Iglesia.
La escuela de Münster, también llamada escuela alemana, ha insistido
siempre en la conversión y salvación como finalidad de las misiones. Ya el
iniciador de esa escuela 1. Schmidlin, asignaba como fin primario que debe
llevar en la mente el misionero (en terminología escolástica, el fines operantis
primarius), restaurar la gloria de Dios y extender su conocimiento, y como fin
secundario la redención y felicidad del género humano; paralelamente, el
objetivo principal que tiende a realizar la obra misionera (fines operis
primarius) es la conversión de los no-cristianos y, secundariamente, la
propagación de la Iglesia (Katholische Missionslehre im Grundriss, 2 ed. Münster
1923, 241, 7). «Salvar las almas» y «convertir a los paganos», que han sido de
hecho una de las motivaciones más frecuentes en la literatura misionera, son,
pues, asumidas por esta escuela como nota especificadora de la obra misional.
Recientemente, uno de los principales representantes de la actual escuela
francesa o escuela de París, A. M. Henry, ha acentuado igualmente la
problemática de la conversión, aunque con matices algo distintos. Como valores
positivos en tal orientación cabe notar: el adoptar una perspectiva amplia, al
tomar como marco el origen y fin último de la misión y de las m.; el poner de
relieve que la salvación ante todo está en el hombre, y que implica
primariamente trasformación del hombre; el acento puesto en esa realidad clave
que es la conversión. Suele, sin embargo, achacársele que no subraya
suficientemente el aspecto eclesial, lo que la expone a caer en una concepción
individualista de la actividad misionera.
Frente a esta concepción, se encuentra la de la escuela de Lovaina,
iniciada y sostenida, en torno a 1926,en su más extrema posición por el P.
Charles: la finalidad de las misiones es la implantación de la Iglesia. Mucho se
ha discutido si el P. Charles excluye positivamente la conversión y salvación de
los infieles como fin de las misiones. Lo que advertíamos antes sobre fin
inmediato y fin último de las misiones, y la necesidad de no separar el binomio
misión-misiones, pueden dar luz en este problema. En los autores que siguen a
Charles tiene su valor la meta de conversión de los nobautizados, pero las más
de las veces en una perspectiva de medio para conseguir el fin, una preparación
en orden al fin propio y específico de las m.: la fundación de la Iglesia como
sociedad visiblemente organizada, establecida principalmente sobre la base de un
clero y un episcopado autóctonos. Valores que encierra este punto de vista:
descubre e insiste en las facetas que especifican la actividad misionera; da a
la obra misionera y a la Ciencia misionológica un centro de unidad en torno a la
idea de Iglesia; se presta más a un desarrollo pastoral de las facetas
comunitarias del plan de salvación, y a las cuestiones que plantea la
encarnación del cristianismo en la cultura del país o región evangelizados. Como
contravalores, salta a la vista que deja en la penumbra cuanto supone valor
positivo en la concepción anterior. De hecho, se presta además a que la
orientación de implantar la Iglesia se entienda (y así ha sucedido de hecho
entre algunos misionólogos y en las tácticas pastorales de algunas m.) en un
sentido más jurídico que vital, es decir, como el simple trasplante de unas
estructuras eclesiásticas más que como la implantación o edificación de una
comunidad eclesial con vida propia.
Entre esas dos posiciones, se sitúan numerosas posturas intermedias;
mencionemos las principales. La que explica la finalidad de las m. a partir de
la doctrina del Cuerpo místico y que, surgida en España, podría calificarse como
escuela española, propuesta en primer lugar por el Cardenal Benlloch en 1920 y
desarrollada por el jesuita Zameza, ve a las m. como la actividad de la Iglesia
encaminada a extender cada día más ese Cuerpo místico que es ella misma. Un
cuerpo en crecimiento -añade- debe su continua extensión a la toma y asimilación
de elementos que están fuera de él, pero que él va asumiendo y asimila
progresivamente. Por analogía con lo que sucede en todo cuerpo vivo, la Iglesia
que está en fase de crecimiento, lo realiza a expensas de elementos extraños,
que, gracias a su actividad asimiladora, logra convertir en sí misma. Las m.,
pues, consisten en el perpetuo crecimiento de este Cuerpo Místico de Cristo, a
base de los elementos paganos que, por la acción misionera, quedan perfectamente
asimilados e incorporados a la Iglesia.
Merece también ser recordada la teoría que puede calificarse de
conversión-implantación, y que nace del intento de conciliar entre sí los
aspectos positivos de las escuelas alemana y lovaniense. Las nociones de
implantación y conversión (afirman sus defensores) no son incompatibles, sino
completatarias: se implanta para salvar, que es el fin remoto de toda la
actividad eclesial; y, de otra parte y correlativamente, sólo la conversión da
lugar a una implantación vital. Esta tendencia conciliadora es desarrollada por
diversos autores franceses a partir de 1932: P. Glorieux, H. De Lubac, A Perbal,
etcétera; por eso se la ha llamado escuela francesa. Así, Glorieux explicaba la
actividad misional no como el simple hecho de llevar a los paganos una vida
espiritual, sino como el de darles una rica vida, conforme al Evangelio: «que
tengan vida y la tengan en abundancia» (lo 10,10). La labor misionera aporta así
al mundo pagano una sobreabundancia o plenitud de vida espiritual, sobrenatural,
es decir, la Iglesia misma con todo lo que implica: conversión e implantación de
la Iglesia aparecen así unidas, compenetradas.
También en este punto el Conc. Vaticano II nos ha ofrecido una bella
síntesis de lo positivo de las tendencias precedentes. Así el n° 6 del Decr. Ad
gentes define la actividad misionera diciendo que su fin «es la evangelización y
la implantación de la Iglesia en aquellos pueblos o grupos sociales en los que
no ha arraigado todavía. De este modo, a partir de la semilla de la palabra de
Dios deben nacer Iglesias particulares autóctonas, dotadas de fuerza y de
personalidad propias...».
Es muy significativo el cambio introducido, durante los trabajos
conciliares, en la redacción del n° 7 de ese Decreto, donde se habla de las
causas y necesidad de la actividad misionera. El texto presentado en sept. de
1965 comenzaba afirmando que la «razón de esta actividad misionera no se funda
únicamente en la salvación eterna que hay que procurar a todos los hombres», se
hacía constar luego la posibilidad de salvación por otros caminos conocidos de
Dios, y se expresaba a continuación que la razón de dicha actividad había que
buscarla principalmente en el designio de Dios que quiere hacer del género
humano un solo Pueblo, un Cuerpo único de Cristo y un solo Templo del Espíritu
Santo. Al confrontar esa presentación con la que ofrece el texto definitivo, se
ve claramente que en éste no se hace distinción entre dos motivaciones: una de
salvar a los hombres, y otra, la principal, referente al plan de Dios sobre la
creación de un solo Pueblo. Más bien, se presenta la actividad misionera basada
en una única razón última que es la voluntad de Dios de salvar a todos los
hombres por medio de Cristo, voluntad que implica en su realización la creación
de una Iglesia que es el Pueblo de Dios. En otras palabras, el Decreto evita
toda disyuntiva entre conversión e implantación de la Iglesia como fines de las
misiones, afirmando una solución de síntesis, pues son realidades que se
implican una a la otra. Así se advierte claramente también en los números
posteriores del Decreto en los que la obra misionera se describe con detalle: la
conversión (13) es procurada por toda la comunidad de fieles (14), que integra
al convertido en el único Pueblo de Dios (15). Y a la inversa: implantación de
la Iglesia equivale a formar una comunidad de convertidos, a la que anima el
celo por la conversión de quienes todavía no han aceptado a Cristo
(13-15.19-21).
Para hacer referencia a la problemática posterior al Concilio, señalemos
brevemente tres temas. De una parte el irse delineando de una concepción
misional que coloca la esencia de la actividad misionera en la sola presentación
o predicación kerigmática, esto es, en la primera presentación del mensaje
evangélico al mundo que no lo conoce aún, acompañada al mismo tiempo del
testimonio personal de vida cristiana. En otras palabras, según estos autores
(que alegan. a su favor algunos datos sobre la primera predicación apostólica
tal y como la consigna el libro de los Hechos) la labor misionera consistiría
propiamente en la predicación, de modo que la tarea ulterior de conversión e
implantación sería ya una tarea de apostolado común, pero no específicamente una
tarea misionera. De otra, la repercusión en la problemática misionológica de las
cuestiones en torno a la secularización (v.), desarrollo de los pueblos,
progresosocial, etc. Sin entrar a fondo en el tema, ya que, en su vertiente
teorética afecta en general al tema de la misión de la Iglesia sin más y no
exclusivamente a su actividad misionera (v. IGLESIA III, 3), y en su vertiente
práctica incide más bien en la pastoral, señalemos que, al menos entre teólogos
protestantes, se han dado posturas abiertamente erróneas, que reducen la obra
misionera de la Iglesia a una «liberación desmitologizante» (V..
DESMITOLOGIZACIÓN), que no tiene como meta a Cristo, sino un desarrollo
meramente intramundano. Se atisban igualmente actitudes pastorales extremas, en
las que no aflora para nada lo que implica, en su misma etimología, la noción
cristiana de kerigma (v.), es decir, el anuncio oficial de la Buena Nueva o
mensaje divino de salvación. La Iglesia tiene por misión no la realización de
una civilización intramundana, sino la salvación eterna, en la que, por lo
demás, encuentra el hombre su plena realización. Esa visión debe presidir toda
la reflexión misionológica y la praxis misionera, dando lugar a un adecuado
equilibrio entre la labor de evangelización y sacramentalización, que tienen
carácter primario y específico, y las obras de caridad y de promoción cultural y
social que, subsidiariamente, deberán acompañarla y, de hecho, la han acompañado
ordinariamente, etc.
Finalmente, hay que citar el tema de la formación de nuevas Iglesias y el
de la indigenización. Problema éste más interno a la actividad misionera en
sentido estricto, y en el que pastoralmente, confluyen muchas de las nuevas
perspectivas de la labor misional. A impulsos del desarrollo de la Eclesiología,
en el ámbito de pocos años la orientación estructural de la implantación de la
Iglesia ha pasado a entenderse en sentido mucho más rico y vital. Los mismos
documentos de la Iglesia reflejan esta evolución: desde la Maximum illud, donde
implantar la Iglesia equivale a constituir un clero indígena, pasando por la
Rerum Ecclesiae, en que se hace mención del «pueblo» como elemento esencial (AAS,
1926, 74), hasta la Princeps Pastorum, de Juan XXIII, que presenta al laicado
como parte activa y operante de la Iglesia (AAS, 1959, 849), tenemos una
gradación ascendente que culmina en el Conc. Vaticano II, donde se nos da como
constitutivo primordial de la implantación, de la Iglesia la «congregación de
fieles», unidos en comunidad de «fe, esperanza y caridad» y dotada de sacerdotes
nativos y de todos «los ministerios e instituciones necesarias para vivir y
dilatar la vida del pueblo de Dios bajo la guía del propio obispo» (Const. Lumen
gentium, 8; Decr. Ad gentes, 19). Estas jóvenes comunidades cristianas, al igual
que en los primeros tiempos de la Iglesia, están llamadas a desempeñar, con su
celo y actividad misionera, un papel insustituible en la expansión de la fe de
Cristo. El tema de la indigenización no es más que una aplicación de esas
perspectivas: resuelto teoréticamente desde el principio, constituye, con la
práctica, uno de los objetivos que requiere mayor atención y dedicación. No es,
por lo demás, algo marginal ni una mera necesidad práctica, sino algo que
reclama la misma catolicidad de la Iglesia (cfr. Decr. Ad gentes, 22).
V. t.: IGLESIA III, 3; APOSTOLADO; REDENCIÓN; SALVACIÓN, HISTORIA DE LA.
BIBL.: A. SANTOS HERNÁNDEZ, Comentario al Decreto sobre la actividad misionera de la iglesia, Madrid 1966; J. MASSON, Decreto sull'attivitá missionaria della Chiesa, Turín 1967; A. RETIF, La Mission. Eléments de théologie et de spiritualité missionaires, París 1963; A. M. HENRY, Teología de la Misión, Barcelona 1961; T. OHM, Faites des disciples de toutes les nations, París 1964; J. DoURNES, Teología existencial de la misión, Madrid 1966; A. SANTOS HERNÁNDEZ, Teología bíblico-patristica de las misiones, Santander 1962; J. SCHMIDLIN, Katholische Missionslehre im Grundriss, 2 ed. Miinster 1923; P. CHARLEs, Los «dossiers» de la acción misionera, Bilbao 1954; A. SEUMOIS, Vers une définition de 1'action missionaire, Beckenried 1952; VARIOS, Repenser la mission, Lovaina 1965; K. BOCrcMUELL, Die neue Missiontheologie, Stuttgart 1964; M. J. LE GUILLOU, Misión y unidad, Barcelona 1963; PAULO VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi del 8 dic.
J. M. LERGA OCHOTORENA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991