MISERICORDIA II. VIRTUD Y OBRAS DE MISERICORDIA


1. Nociones previas. La m. (de miserum cor, corazón compasivo) es una virtud (v.) especial, fruto de la caridad (v.), aunque distinta de ella, que nos inclina a compadecernos de las miserias y desgracias del prójimo, considerándolas en cierto modo como propias. en cuanto que contristan a nuestro hermano y además, en cuanto que podemos vernos nosotros mismos en semejante estado. Es la virtud por excelencia de cuantas se refieren al prójimo; y el mismo Dios manifiesta en grado sumo su omnipotencia compadeciéndose misericordiosamente de nuestros males y remediando nuestras necesidades.
      S. Agustín dice que la m. es «cierta compasión de la miseria ajena nacida en nuestro corazón, que nos impulsa a socorrerla si podemos» (De civitate Dei, IX,5: ML 41,261). Su campo es tan grande como la miseria humana a la que trata de ayudar. En el orden físico, intelectual y moral, el hombre está lleno de calamidades y miserias. Por eso las obras de misericordia son innumerables.
      2. Síntesis teológica. S. Tomás estudia ampliamente la virtud de la m. en cuatro artículos de la Suma Teológica (cfr. 2-2 q30 al-4). El pensamiento del Doctor Angélico, se puede resumir en los siguientes puntos:a. La m. es una especie de compasión interna ante la miseria ajena, que nos mueve e impulsa a socorrerla si nos es posible (S. Agustín). Su principal efecto psicológico es volver el corazón compasivo ante la miseria ajena. La miseria se opone a la felicidad, porque es esencial a la felicidad tener lo que uno desea, que es, precisamente, lo que le falta al miserable o desgraciado.
      Tres son los males que uno puede sufrir y que lo hacen desgraciado. Uno, contra el apetito natural con que el hombre quiere conservarse y vivir (Le. la enfermedad). Otro, contra su libre elección o premeditación (¡.e. cuando le sobreviene un mal allí donde buscaba o esperaba un bien). Otro, finalmente, por haber puesto voluntariamente la causa que provocó la desgracia (¡.e. una enfermedad contraída por desórdenes culpables). Este triple grado de mal y de miseria es el que provoca una gradual compasión o m.: es más miserable el segundo que el primero, y el tercero más que el segundo.
      Sin embargo, la culpa del tercero, como voluntaria, no merecería compasión, sino castigo; pero suele llevar consigo tantas penas, que la hacen digna también de compasión.
      Siendo la m. efecto de la miseria ajena, no la experimentamos con relación a nosotros mismos. De nuestros males y desgracias nos dolemos, lo mismo que de los de las personas muy allegadas a nosotros, cuyas desgracias nos afectan como si fueran propias.
      b. Nos dolemos de los males o miserias ajenas por un doble motivo: o porque amamos a nuestro prójimo de tal suerte que sus desgracias nos afecten como si fueran propias, o porque el infotunio ajeno puede fácilmente pasar a nosotros y sumergirnos en idéntica tribulación. Por eso los ancianos y los débiles son más inclinados a la m. que los fuertes y poderosos, que estiman no les ha de sobrevenir mal alguno. Dios se compadece de nosotros solamente en el primer sentido, o sea, en cuanto que nos ama como algo suyo.
      c. La m. puede ser un mero sentimiento pasional ante el mal ajeno -cierta compasión natural-, que no tendría razón de virtud cristiana y sobrenatural. Pero, si ese sentimiento es regulado por la fe y la caridad, constituye una verdadera virtud cristiana y sobrenatural. De suyo la m. cristiana es una virtud moral reducible a la justicia; pero está también íntimamente relacionada con la caridad, de la que constituye un acto interno.
      d. En sí misma, la m. es la más grande de las virtudes, pues le corresponde volcarse sobre los demás y remediar sus deficiencias o desgracias, lo cual pertenece propiamente al superior. Por eso la m. es propia de Dios y en ella resplandece su omnipotencia en grado máximo.
      e. Con relación a quien la tiene, la m. no es la máxima virtud, a no ser que quien la posea sea máximo, es decir, no tenga a nadie sobre sí, sino a todos bajo él; pues al que tiene otro por encima, le es cosa mayor y mejor unirse al superior que subvenir al defecto del inferior. Por eso, para el hombre, que tiene a Dios por superior, es mejor y más excelente la caridad, con la que se une a Él, que la m. con la que socorre las deficiencias del prójimo. Pero, entre todas las virtudes que miran al prójimo, la mayor es la m., porque su acto es también superior, ya que no se limita a compadecerse de las miserias ajenas, sino que las remedia, lo cual es propio del superior y del mejor.
      3. La misericordia y la justicia. A primera vista parece existir cierta incompatibilidad entre la m. y la justicia (v.), al menos en su aspecto vindicativo (castigo del malhechor). Pero en realidad no existe tal incompatibilidad. Como explica S. Tomás, cuando Dios usa de m. no obra contra su justicia, sino que hace algo que está por encima de la justicia; como el que diese de su fortuna particular doscientas pesetas a un acreedor a quien no debe más que ciento tampoco obraría contra la justicia, sino que rebasaría las exigencias de la misma portándose con generosa liberalidad. Otro tanto hay que decir del que, en vez de exigir el castigo del culpable, le perdona misericordiosamente las ofensas recibidas. Por donde se ve que la m. no destruye la justicia, sino que, al contrario, es su plenitud y perfección. Por eso dice el apóstol Santiago: «La misericordia aventaja al juicio» (lac 2,13).
      4. Las obras de misericordia. Como ya hemos dicho, la m. constituye uno de los actos internos de la virtud de la caridad, pero se manifiesta al exterior mediante la beneficencia, que es uno de los actos externos de la misma caridad (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q31 prol.). Como su mismo nombre sugiere, la beneficencia consiste en hacer algún bien a los demás como signo externo de la benevolencia o de la compasión interior.
      Las manifestaciones de la beneficencia, como acto exterior de la caridad, coinciden con las llamadas obras de m., sobre todo cuando el impulso caritativo interior que nos mueve a realizarlas brota del sentimiento de compasión que nos arrancan las miserias o desgracias que afligen a nuestro prójimo.
      No es posible precisar exactamente el número de lasobras de m. que se pueden practicar en favor del prójimo, puesto que son innumerables. Todo lo que se haga en favor suyo en el orden corporal o espiritual es una auténtica obra de m. cuando nos mueve a ello el impulso caritativo de remediar alguna de sus necesidades o desgracias. Sin embargo, una antigua tradición ha señalado, por vía de ejemplo, catorce obras de m., en las que esta virtud brilla de manera singular. Siete de ellas son de orden corporal y siete de orden espiritual. Son las siguientes:
     
      a) De orden corporal:
      la Visitar a los enfermos.
      2a Dar de comer al hambriento.
      3a Dar de beber al sediento.
      4a Vestir al desnudo.
      5a Dar posada al peregrino.
      6a Redimir al cautivo.
      7a Enterrar a los muertos.
      b) De orden espiritual:
      1 a Enseñar al que no sabe.
      2a Dar buen consejo al que lo necesita.
      3a Corregir al que yerra.
      4a Perdonar las injurias.
      5a Consolar al triste.
      6a Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.
      7a. Rogar a Dios por los vivos y difuntos.
      5. Exposición tomista. La indicada división de las obras de m., dice S. Tomás en la 2-2 932 a2, se hace en conformidad con las diversas deficiencias o necesidades de los prójimos. De las cuales unas provienen de parte del alma, a las cuales se ordenan las de orden espiritual, y otras de parte del cuerpo, que tratan de remediar las de orden corporal.
      Ahora bien: las deficiencias del cuerpo pueden referirse a necesidades que afectan a todos los hombres o solamente a algunos en especial. Las de tipo general todavía pueden subdividirse en interiores y exteriores. Las interiores son dobles: unas que se socorren con el alimento sólido, como es el hambre; y así se pone «dar de comer al hambriento»; otras, que se remedian con la bebida, como la sed; y así se añade: «dar de beber al sediento». Las exteriores son también dobles: unas se refieren al vestido, y por eso se pone: «vestir al desnudo»; otras, a la habitación, y por eso se dice: «dar posada al peregrino».
      En cuanto a las deficiencias corporales que no afectan a todos los hombres, sino sólo a algunos en especial, unas tienen causa intrínseca, como la enfermedad, y por eso se dice: «visitar a los enfermos»; y otras tienen causa extrínseca, como la cautividad, y por eso se añade: «r:dimir al cautivo».
      Después de esta vida sólo cabe, en el orden corporal, «enterrar a los muertos» y ésa es, cabalmente, la última obra de misericordia relativa a ese orden.
      De maneja semejante, las deficiencias espirituales se remedian con obras espirituales de dos modos. Uno, el más importante de suyo, pidiendo el auxilio de Dios; y así se pone la «oración por los vivos y difuntos» sin excluir a nadie. El otro modo es proporcionando el auxilio humano. Y esto de tres maneras:a) Contra las deficiencias del entendimiento especulativo, cuyo remedio es la doctrina, se pone «enseñar al que no sabe»; y contra las del entendimiento práctico, diciéndole cómo tiene que proceder en una determinada ocasión: «dar buen consejo al que lo necesita».
      b) Contra las deficiencias pasionales apetitivas, entre las que se encuentra la tristeza, se pone «consolar al triste».
      c) Contra las deficiencias que provienen de acciones desordenadas, y esto de tres modos:- De parte del pecador, en cuanto que proceden de su desordenada voluntad se pone la «corrección del que yerra».
      - Por parte de aquel contra quien se peca. Si es contra nosotros, se remedia perdonando la ofensa: «perdonar las injurias». Pero si se peca contra Dios o contra el prójimo, no está en nuestro albedrío otorgar el perdón, pero podemos rogar a Dios o al prójimo que perdonen al culpable.
      - Por parte de las consecuencias de las mismas acciones desordenadas, con las que se molesta a los que conviven aunque sea sin intentarlo expresamente, se tiene el remedio «soportando las flaquezas de nuestros prójimos» ya que también ellos tienen que soportar las nuestras propias.
      6. Importancia de las obras de misericordia. Al establecer la comparación entre las obras de m. corporales y espirituales para determinar el grado de su respectiva excelencia hay que hacer una distinción. Hablando en general, las obras de m. espirituales son más excelentes que las corporales, primero, porque lo que se da es más noble, esto es, un bien espiritual que es superior de suyo al corporal; segundo, por parte del sujeto receptor ya que el alma vale más que el cuerpo; por eso, así como debemos procurar el bien de nuestra propia alma por encima del de nuestro cuerpo, hemos de atender también las necesidades espirituales del prójimo por encima de las corporales; tercero, por parte de las mismas acciones con que se auxilia al prójimo, que son más nobles que las corporales.
      Sin embargo, en algún caso especial y concreto puede ocurrir que una obra de m. corporal sea más urgente y ventajosa que las de orden espiritual; p. ej., es mejor dar de comer al que se muere de hambre que enseñarle a leer o escribir, aunque esto último sea mejor en absoluto que la comida o bebida corporal.
      Nótese que las obras de m., incluso las de orden corporal, pueden y deben producir frutos espirituales en el que las practica por motivo virtuoso, esto es, no por un sentimiento meramente humano y natural de compasión hacia el prójimo. En este sentido hay que hacer una triple distinción sobre la manera de practicar esas obras de misericordia:a) En sí mismas, las obras de m. corporales se limitan a producir un efecto corporal, llenando las necesidades materiales de los prójimos.
      b) Por parte de su causa, cuando la m. corporal se realiza por amor a Dios y al prójimo constituye un acto de excelente caridad que produce gran fruto espiritual en aquel que la practica.
      c) Por parte del efecto, el prójimo socorrido corporalmente se mueve a rezar por el bienhechor; y, en este sentido, también éste recoge un fruto espiritual.
      7. Obligatoriedad de las obras de misericordia. Está muy extendida entre personas de recta conciencia y aun entre cristianos practicantes la idea de que las obras de m. son excelentes actos de virtud, pero de simple consejo, no estrictamente obligatorios. Tal idea, sin embargo, es completamente errónea. En la medida y grado de las propias posibilidades, el ejercicio de las obras de m. es de riguroso precepto para todos. S. Tomás expone con su lucidez habitual el razonamiento para demostrarlo (cfr. Sum. Th. 2-2 q32 a5).
      Como el amor al prójimo obliga bajo precepto estricto, por necesidad ha de obligar también todo aquello sin lo cual no se conserva dicho amor. Toca al amor al prójimo no ya sólo que le queramos internamente, sino que se lo mostremos también con obras, según las palabras de S. Juan: «No amemos sólo de palabra y con la lengua, sino con obras y en verdad» (1 lo 3,18). Claro es que el amor al prójimo se muestra externamente socorriéndole en sus necesidades mediante las obras de m., tanto espirituales como corporales. Por tanto, el ejercicio de esas obras es de precepto y no de simple consejo.
      Sin embargo, como los preceptos versan sobre los actos de las virtudes, es evidente que el precepto de practicar las obras de m. debe estar conforme con lo que es esencial a toda virtud, es decir, con la recta razón. Ahora bien, la recta razón dictamina ciertas normas por parte del que hace la obra de m.: hay que tener en cuenta sus propias posibilidades. Y así, p. ej., con relación a la limosna material, nadie está obligado a socorrer al prójimo con los bienes necesarios para la propia vida o la de sus familiares; porque, en igualdad de circunstancias y en idéntica necesidad, el orden de la caridad nos impone el amor a nosotros mismos antes que al prójimo, y, entre los distintos prójimos, hay que atender en primer lugar a los propios familiares (v. LIMOSNA II). En caso de necesidad extrema del prójimo hay obligación de socorrerle en la medida necesaria para sacarle de semejante situación. Esta obligación es grave y clarísima por derecho natural y divino, pues la vida del prójimo está por encima de toda clase de bienes superfluos. En virtud de la naturaleza misma de los bienes materiales -ordenados por Dios a remediar las necesidades de todos los hombres- nadie tiene derecho a retener un bien superfluo si con él puede evitar la muerte u otro mal gravísimo a uno de sus semejantes, que es, además, hermano suyo en Cristo. Recuérdese la sentencia de condenación que pronunciará el supremo Juez contra los que, pudiendo hacerlo, no dan de comer al hambriento ni de beber al sediento (Mt 25, 41-42). Es éste uno de los deberes fundamentales de la vida cristiana, y es inútil hacerse la ilusión de que cumple uno las obligaciones de cristiano si descuida este gravísimo deber, cuya omisión voluntaria y culpable recibirá, sin duda alguna, el castigo inexorable de Dios.
      Cuando la necesidad del prójimo no es extrema, pero sí grave, hay obligación de ayudarle con lo superfluo para el estado o posición social propio, pero no con los bienes necesarios para la propia vida ordinaria. En la enc. Rerum novarum (15 mayo 1891) escribió León XIII las siguientes palabras; «A nadie se manda socorrer a los demás con lo necesario para sus usos personales o de familia... Pero cuando se ha atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los pobres con lo que sobra (cfr. Lc 11,41)».
      La razón intrínseca de este deber es el grave desorden que supone preferir los bienes superfluos a una grave necesidad del prójimo.
      En las necesidades comunes -o sea, cuando no son extremas ni graves- hay obligación de atender al prójimo de cuando en cuando con los bienes superfluos. Esta obligación es de suyo grave, y, sin duda, faltaría a ella el que nunca diera una limosna a ningún pobre que se la pida. La razón es porque no somos dueños absolutos de nuestros propios bienes, sino meros administradores según la divina voluntad, y, por lo mismo, con la obligación de guardar el primordial destino de las riquezas al servicio de la comunidad y auxilio de los necesitados. Esta doctrina -tradicional en las escuelas católicas- ha sido aplicada a los pueblos subdesarrollados por Paulo VI en la enc. Populorum progressio.
      S. Tomás señala taxativamente cuándo puede incurrirse en falta grave por incumplir el precepto de la limosna: «En determinadas circunstancias se peca mortalmente si se omite dar limosna, a saber: a) Respecto del que la recibe, cuando muestra clara y evidente necesidad y de momento no hay otro que le socorra; y b) por parte del que le da, cuando tiene de sobra y no le es necesario en su actual situación y en lo que prudentemente puede prever. Pero no es menester que prevea todos los reveses futuros que le pueden sobrevenir, ya que esto sería pensar demasiado en el mañana contra lo que nos enseña el Señor en el Evangelio (cfr. Mt 6,34), siendo suficiente que juzgue lo superfluo o necesario conforme a lo que ordinariamente y las más de las veces suele ocurrir». (Sum Th. 2-2 q32 a5 ad3).
      8. Misericordia, caridad y justicia. Algunos han pretendido desvalorizar las obras de m. y de caridad contraponiéndolas a la justicia social (v.). Pero es evidente que la caridad urge y apremia los derechos y las exigencias de justicia. El verdadero cristiano no cumplirá nunca de una manera fría e inhumana las exigencias de la justicia, ya que ésta cumple plenamente su cometido cuando da estrictamente lo que debe y nada más. El cristiano, en cambio, con la caridad y la m. no se contentará con eso, sino que irá mucho más lejos, atendiendo al prójimo con generosidad y largueza hasta rebasar las exigencias de la justicia.
      Las prevenciones contra las obras de m. y de caridad se originan, en parte, de situaciones de injusticia social, cuando algunos tienen más y dan menos de lo que deberían; en parte, de la pretensión -por parte de algunosde sustituir con pequeñas donaciones de «caridad» las exigencias de una justicia desatendida; y en parte, de una fría y gris mentalidad -difundida por ideologías totalitarias- creada en lo político y en lo económico. Pero la justicia y la caridad es la consigna auténticamente cristiana, como dice el apóstol de la caridad: «El que tuviere bienes en este mundo y, viendo a su hermano padecer necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios? Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad. En eso conoceremos que somos de la verdad y aquietaremos nuestro corazón ante Él» (1 lo 3, 17-19). Esta verdad de la caridad evangélica, practicada en toda su extensión y de acuerdo con todas sus exigencias, es el mayor complemento de la justicia y la única solución estable y definitiva para establecer en el mundo la paz y el bienestar social.
     
      V. t.: CARIDAD; JUSTICIA.
     
     

BIBL.: S. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, 2-2 q30 al-4; L. ANDRZEJEWSRI, De virtute misericordiae, Friburgo 1937; E. BEZZINA, De valore social¡ caritatis, Nápoles 1952; G. DE BROGLIE, Charité, en DSAM 9,661-691; E. DUBLANCHY, Charité, en DTC 2, 2217-2266; G. GILLEMAN, Le primat de la charité, 2 ed. París 1954; 1. LACROIX, lustice et charité, «Lumiére et vie», 8 (1953) 79-93; M. PIIILIPPE, Le mystére de 1'amitié divine, París 1949; A. PLE, L'amour du prochain, París 1954; R. REGAMEY, Un amour des ennernís réel et sage, «La Vie Spirituelle», 96 (1957) 379; 1. SERTILLANGES, L'amour chrétien, París 1919; C. SPIcQ, L'aumóne, obligation de justice ou de charité?, en Melanges Mandonnet, 1. París 1930, 245-264.

 

A. ROYO MARÍN.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991