Milagro. Síntesis de Teología Fundamental
 

1. Noción de milagro desde la perspectiva apologética (a. Sagrada Escritura; b. Magisterio de la Iglesia; c. Exposición teológica). 2. Consistencia del concepto de milagro (a. Proceso contra el milagro apologético; b. Reivindicación del milagro). 3. Conclusiones

1. La Teología fundamental (v.) estudia la justificación racional de nuestra fe, y para eso debe recurrir a los signos de Dios, en cuya cabeza figura invariablemente el milagro. El estudio del m. no sólo es legítimo, sino incluso obligado. Para eso procederemos en dos tiempos: el primero para reconstruir el perfil exacto de la noción de m.; el otro, para examinar críticamente su consistencia a la luz de la razón. La noción de m. la precisaremos en tres niveles sucesivos: datos de la S. E., enseñanzas puntualizadas en forma auténtica por el Magisterio de la Iglesia, y finalmente, una síntesis en orden al análisis crítico posterior. La parte crítica o examen de la consistencia de la noción de m. se desglosa a su vez en un triple análisis tan exigente como delicado. Versa el primero sobre la ontología del signo milagroso: ¿no es absurdo el mismo concepto de m.? El segundo plantea el problema gnoseológico: aun supuesta la posibilidad del m., ¿es de veras accesible a la razón humana? Y, finalmente el problema teleológico: ¿hasta qué punto está en grado el m. de llenar su cometido apologético?1. Noción del milagro desde la perspectiva apologética. El m. tiende a contraseñar la palabra de Dios, a mostrar que una determinada palabra es realmente palabra de Dios. ¿Cuál es su estructura íntima?a. Sagrada Escritura. Centramos nuestro estudio en los dos momentos culminantes de la historia de la salud: Moisés y Cristo. Ambos necesitaron credenciales divinas y la contraseña de Dios fue análoga en uno y otro caso. Los hechos narrados en el A. T. sobre Moisés (v.) son harto conocidos. La vocación mosaica está ligada al signo milagroso de la zarza ardiente (Ex 3,1-3: «Veía Moisés que la zarza ardía y no se consumía... Vio Yahwéh que se acercaba para mirar, y Dios le llamó de en medio de la zarza»). La misión está asimismo respaldada por la contraseña de Yahwéh. Dios lo envía para liberar a su pueblo (Ex 3,10). Ante la confesión de impotencia de Moisés (Ex 3,11), Dios promete su asistencia certificada con signos (Ex 3,12: «Y ésta será la señal de que soy yo quien te envía»). Moisés insiste persuadido de que el signo es inepto frente al escepticismo previsible de los suyos (Ex 4,1): «me dirán que no se me ha aparecido Yahwéh». Urge aportar una prueba tangible de la intervención divina. Y Dios no la rehúsa. Le otorga la potestad de multiplicar los signos: convertir en serpiente su bastón «para que crean que se te ha aparecido Yahwéh» (Ex 4,5), y dominar la lepra (Ex 4,6-7) que los antiguos consideraban incurable (cfr. Lev 13). «Si no te creen a la primera señal -dice el Señor- te creerán a la segunda. Y si ni aun a esta segunda señal creyeran, coges agua del río y la derramas en el suelo, y el agua que cojas se volverá en el suelo sangre» (Ex 4,8-9)
El desarrollo de los acontecimientos siguió puntualmente el ritmo previsto: en presencia del Faraón y de sus cortesanos «convirtió el cayado en serpiente» (Ex 7,10). Pero otro tanto hicieron los magos; y, aun cuando la serpiente de Moisés devoró a sus rivales (Ex 7,12), «el corazón del Faraón se endureció y no escuchó...» En represalia divina, una serie de plagas terribles se abatieron sobre Egipto: las aguas se truecan en sangre «para que sepas que yo soy Yahwéh» (Ex 7,17); las ranas invaden los cultivos, «para que sepas que no hay como Yahwéh nuestro Dios» (Ex 8,6); nubes de mosquitos cierran el horizonte, hasta el punto de atemorizar a los magos, que reconocen: «el dedo de Dios está aquí» (Ex 8,15). Así se sucede una calamidad tras otra hasta colmar el número previsto. No olvida el cronista la consabida alusión a los signos (Ex 8,19: «Mañana será esta señal»; Ex 9,29: «para que sepas que de Yahwéh es la tierra»; Ex 10,1: «para obrar en medio de todas las señales que vas a ver»; Ex 11,7; etc.). Obsérvese, de paso, que aun dado el carácter espantoso de los signos mosaicos frente al Faraón, no son arbitrarios: respaldan la legación de Dios airado que conmina castigos terribles al desobediente
El perfil del signo mosaico se delinea con tres rasgos característicos: 1° Aparece Dios como autor exclusivo de tales maravillas; los m. son obra de Dios (dynamis: Ex 9,16; Dt 3,24; o bien ergon: Ex 34,10). Adviértase, con todo, que no todas las obras de Dios son milagrosas (cfr. Gen 2,2; Dt 32,4; Prv 21,8; Eccli 43,2). La conclusión cae por su peso: la intervención divina representa un elemento esencial del m.; pero no el único. 2° El segundo rasgo es la dimensión prodigiosa; el m. se presenta como un portento, una realidad maravillosa, un teras (Ex 15,11; 15,1). Pero tampoco esta nota es exclusiva; hay, en efecto, prodigios que nada tienen que ver con los m. (cfr. Ps 45(46),9; 70(71),7; etc.). De ahí el tercer rasgo: 3° El m. mosaico, en fin, es un signo,un semeion (Ex 3,12; 10,1), sin detrimento de otros signos no milagrosos: el reposo sabático (Ex 31,13), el pan ázimo (Ex 13,6,9), las luces del firmamento (Gen 1,14), el rito de la circuncisión (Gen 17,11)
Así, pues, el m. auténtico resulta de la convergencia de estos tres factores. Es a la vez un ergon-teras-semeion, una obra de Dios de carácter prodigioso y con valor de signo. Si uno de esos rasgos falta, no estamos ante un milagro. Cuando falta, p. ej., la intervención divina (como en los ritos mágicos: Ex 7,11-12), persiste el portento; pero es un pseudo-milagro. Otro tanto se diga por lo que hace a la nota portentosa (Ex 31,13) o la dimensión significativa (Gen 2,2; etc.). Nótese, sin embargo, que los tres ingredientes esenciales pueden hallarse mencionados en el texto tanto en forma expresa (cfr. Ex 7,3-4; Bar 2,11) como equivalente (cfr. Dt 6,21-22 y Dt 4,34) e incluso implícita en el contexto (a veces el texto menciona dos elementos, como en Ex 11,9-10; Neh 8,10; otras incluso uno solo, sin que por ello desaparezca la referencia al m., como en Ex 9,16, Ex 4,21 y Ex 3,12). En definitiva: el m. mosaico es una obra que suscita maravilla, provocada por Dios, con finalidad significativa. Los tres elementos son indispensables. Suprimida la intervención divina, el portento pasa a ser un pseudomilagro; si falla el signo, la obra divina, aun cuando sea portentosa, se alinea entre las maravillas de la creación; la ausencia de la dimensión prodigiosa reduce el hecho a un puro signo sin carga milagrosa
Los hechos registrados en el N. T. ofrecen estrecha analogía con los del A. T., sin que llegue a identidad. Entre el signo mesiánico y el mosaico hay profundas diferencias: Moisés era portador de un mensaje en el que el tema de la amenaza tiene un gran relieve; Cristo proclama un anuncio de salud como Salvador (Mt 1,21) de su pueblo (Le 2,11), a quien ofrece la paz en nombre de Dios (Le 2,14), y, sobre todo, Cristo, Dios y hombre, es a la vez revelador y contenido de la Revelación. Cristo es además el punto de convergencia de actividades diversas: de un lado se asemeja a Moisés, en cuanto legado del Padre; de otro actúa con el poder de Yahwéh, mandando a los Apóstoles como hiciera el Padre al mandarlo a Él mismo (lo 17,18). De ahí que también la misión apostólica entre de lleno en la economía del signo
Analicemos los rasgos de la legación personal de Cristo. La Encarnación (v.) está cruzada de signos entre los que sobresale el prodigio de una virgen que concibe sin perder su virginidad (Le 1,34-35; Mt 1,2223; prodigio que la liturgia ha comparado a veces con el quemarse sin consumirse en la zarza mosaica). El inicio de su misión pública procede en forma paralela amparado en milagros: a la hora del bautismo se escucha la voz de Dios Padre desde lo alto (Mt 3,16-17), y al comenzar su predicación el mismo Cristo se refiere a los signos previstos en las profecías (Le 4,18-19). La ejecución de sus planes responde a la profecía de Isaías. Cristo puede presentar sus credenciales a los emisarios del Bautista: «Id y comunicad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados». Y los milagros se suceden ininterrumpidamente durante su tarea mesiánica, de modo que al tejer Pedro después de la Resurrección el panegírico de Cristo podrá decir: «Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros, con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por Él en medio de vosotros» (Act 2,22)
La legación de los Apóstoles sigue el mismo derrotero: La vocación de los Doce florece al calor del m.: luan evoca el bautismo maravilloso de Cristo (lo 1,32-34) en preparación del tránsito de sus discípulos a la escuela de Cristo (lo 1,35 ss.). La vocación de Natanael está contraseñada con la clarividencia maravillosa de Cristo (lo 1,47-51). Todos debieron de captar lo sobrehumano de aquel «sígueme» perentorio que arrancaba hombres ya maduros del mundo en que se hallaban enraizados (Mt 4,18-22). Todos fueron testigos oculares del signo de Caná (lo 2,11), primero de una larga serie que Cristo impuso como elemento de formación al apostolado (Me 3,14; Act 1,21-22). La misión de los Doce rima, por tanto, con la misión de Moisés. Ellos también contaban con la asistencia de lo alto (el «yo estaré con vosotros» de Mt 28,20 replica al «yo estaré contigo» del Ex 3,12). Como Yahwéh a Moisés, también Cristo otorga a los Doce el poder de subrayar con signos el ejercicio de su legación (Mt 10,1) así en el ensayo pastoral (Mt 10,8), como en la misión definitiva (Mt 28,18-20; Me 16,17-18). El despliegue ulterior del apostolado aparece, en efecto, transido de signos: «Ellos se fueron predicando... confirmando su palabra con las señales consiguientes» (Me 16,20). Los Hechos de los Apóstoles certifican que «eran muchos los m. y prodigios que se realizaban en el pueblo por mano de los Apóstoles» (Act 5,12)
El perfil del m. neotestamentario coincide con el antiguo: reencontramos en efecto su estructura tridimensional. De hecho hallamos referencias expresas a ese trinomio a propósito de la legación personal de Cristo (Act 2,22: «Varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales») y de la legación apostólica (Rom 15,10: «Cristo ha obrado en mí... mediante el poder de milagros y prodigios y el poder del Espíritu Santo»; 2 Cor 12,12: «Las señales del Apóstol se realizaron en vosotros en mucha paciencia, en señales y prodigios y milagros»; Hebr 2,3-4: «Salud... promulgada por el Señor... atestiguándola Dios con señales, prodigios y diversos milagros»)
La terminología neotestamentaria se presta al mismo juego de sinonimia e implicitud: A veces la referencia al m. reposa sobre un binomio (signo y prodigio: Act 2,43; 4,30; 5,12; 14,3; 15,2; o bien signo y obra: Act 8,13); otras veces se menciona un único elemento presuponiendo los demás (así se habla de obra: Mt 7,22; 11,21,23; 13,54,55; Act 1,8; 4,7,33; 10,38; 19,11; o bien de signo: lo 2,11,23; 3,2; 4,54; 6,2,14,26,30)
El m. mesiánico actúa apologéticamente en perfecta consonancia con el signo mosaico. Aun al margen de las cuestiones críticas, cuyo examen pertenece a la exégesis bíblica, es evidente que los hagiógrafos respaldan con m. la legitimidad de la legación de Cristo (cfr. en general: lo 10,38; en particular: Me 2,9-10; Mt 9,6; Le 5,18); y que los contemporáneos captan esa intencionalidad apologética (tanto en el plano histórico: Mt 11,4 ss.; lo 7,31; como en el metafísico: lo 3,2; 9,33). Se explica que el evangelista aduzca los signos para suscitar la fe en Cristo (lo 20,30); que los fieles, aceptando esa visual, se conviertan (lo 4,45) y que los otros se carguen de nueva responsabilidad (Mt 11,21). Se advierte además que el m. apologético no actúa mecánicamente: Cristo rehúsa a veces el signo solicitado por sus oyentes (Mt 4,1-11; 16,4); cuando lo da, es a veces juzgado ambiguo (Mt 12,24; 14,26; lo 9,16) y aun contraproducente (lo 11,47 ss.); y no está libre de peligrosas adulteraciones (Mt 24,21-28). Son las mismas dificultades registradas a propósito de los signos mosaicos: ineficacia (elFaraón se endurece: Ex 7,13) y adulteración (Ex 7,11-12; 7,22; 8,2). Son, pues, dificultades permanentes que dejan al descubierto la estructura delicadísima de un signo ajeno a todo automatismo. Cuando Cristo selecciona los signos, no lo hace por arbitrio, sino calculando su proporción con el mensaje. El hecho de que los m. tengan eficacia muy variable hay que considerarlo a la luz de la libertad de los destinatarios, que Dios respeta; pero toca a su providencia velar por sus escogidos (Mt 24,24: «Se levantarán falsos mesías y falsos profetas, y obrarán grandes señales y prodigios para inducir a error, si posible fuera, aun a los mismos elegidos»)
No es éste el momento de examinar las dimensiones del acto de fe: racionalidad, libertad, sobrenatural ¡dad (v. FE IV). Señalemos sólo que la contraseña o signo de Dios, del m., apunta directamente hacia el primer vértice; pero entraña una articulación inevitable con los dos restantes. Porque la Revelación es una interpelación personal; y acción personal es también la respuesta de fe
b. Magisterio de la Iglesia. Centramos el análisis en torno a dos polos: los Conc. Vaticano I y Vaticano II, que se completan mutuamente
El Conc. Vaticano I sigue de cerca los datos bíblicos. Y así, después de recordar que el respaldo racional de la fe (Rom 12,1) reposa sobre los signos divinos, reseña la historia de esta contraseña divina, resumida en el signo mosaico y en el signo mesiánico de Cristo y sus Apóstoles: «por eso, tanto Moisés y los profetas, como sobre todo el mismo Cristo Señor, hicieron y pronunciaron muchos y clarísimos milagros y profecías; y de los Apóstoles leemos: marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su palabra con signos» (Denz.Sch. 3009). Se hace eco también de la triple dimensión del milagro bíblico: el semeion se refleja exactamente en la frase signa certissima (Denz.Sch. 3005; cfr. además 3014; 3033); la dynamis de la intervención divina aflora en facta divina (Denz.Sch. 3009), y luego en el divinitus disposita (Denz.Sch. 3013); el teras resuena en el miracula (Denz.Sch. 3009), más tarde resumido en el adjetivo mira (Denz.Sch. 3013)
No se contentaron los Padres conciliares con reiterar el texto bíblico, sino que sintieron el deber de salir al paso de las desviaciones del racionalismo (v.) y del fideísmo (v.) imperantes. Ambos sistemas, por motivos contrapuestos, aniquilan la racionabilidad del acto de fe: uno por declararla imposible, ya que afirman que la razón humana no puede tolerar el misterio; el otro, por estimarla inútil, entendiendo la fe como abandono que no ha menester de razones. El Concilio sostiene que el obsequium fidei es razonable (Denz.Sch. 3009, 3033) sobre la base de los motivos de credibilidad (v. REVELACIÓN III, 2). Son signos divinos portentosos, cuya defensa se asume en plano ontológico reivindicando la posibilidad; en terreno gnoseológico sosteniendo su cognoscibilidad; en el sector teleológico poniendo de relieve su valor probativo (Denz. Sch. 3009, 3034). Así, pues, la doctrina conciliar representa una declaración auténtica luminosísima de los datos revelados, en perfecta continuidad con las categorías bíblicas (semeion-dynamis-teras), y atenta a las instancias de la historia (posibilidad-cognoscibilidad-valor apologético)
Entre los dos concilios y con ocasión de la crisis modernista (v. MODERNISMO TEOLóGICO), aflora de nuevo la doctrina tradicional con su trinomio característico (cfr. el juramento antimodernista prescrito por S. Pío X el 1 sep. 1910: Denz.Sch. 3539). Cuarenta años más tarde vuelve sobre el tema Pío XII, en la enc. Humani generis, con una frase densísima que entrelaza los datos bíblicos con las instancias críticas derivadas de la confrontación con las cuestiones en torno a la credibilidad: «La mente humana puede a veces tener dificultades para formar un juicio cierto sobre la credibilidad de la fe católica, no obstante ser tantos y tan maravillosos los signos externos divinamente dispuestos, por los que, aun con la sola luz de la razón, puede probarse con certeza el origen divino de la religión católica. El hombre, en efecto, ora llevado de sus prejuicios, ora instigado de sus pasiones y mala voluntad, puede no sólo negar la evidencia de los signos externos, que tiene delante, sino resistir y rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en nuestras almas» (Denz.Sch. 3876)
El Conc. Vaticano II se mueve en un horizonte algo diverso, ya que en lugar de la preocupación dogmática, vige una intención prevalentemente pastoral; y al puesto de la intencionalidad apologética, hallamos una actitud más irénica (cfr. Juan XXIII, discurso en la sesión de apertura). Ello no implica solución de continuidad. El Conc. Vaticano 11 aspira en efecto a prolongar las líneas de la tradición anterior, y de hecho así lo hace por cuanto respecta al milagro. Las alusiones a la noción bíblica del m. apologético riman con las citas del Vaticano I, cuya doctrina sobre el valor apologético del m. recoge expresamente: «los milagros de Jesús confirman que el Reino ya llegó a la tierra» (Const. Lumen gentium, 5); «Cristo apoyó y confirmó su predicación con milagros para excitar y comprobar la fe de sus oyentes» (Decl. Dignitatis humanae, II)
Las diferencias se sitúan no en la doctrina, que es la misma, sino en un cambio de perspectiva: el Conc. Vaticano II, superando el horizonte apologético, se centra en Cristo. Aplicada a la Revelación y a sus signos, la visión cristológica comporta una visión más profunda y unitaria del tema: Cristo es a la vez Revelador y Revelación; en cuanto palabra divina, es Vida a la vez que Verdad; y, ya en la misma vertiente noética, Cristo resume en unidad los dos momentos de la manifestación y la testificación
Toda la riqueza del mensaje cristaliza en una fórmula amplia y densa de la Const. Dei Verbum: «Él (Cristo), con su presencia y manifestación, con sus palabras y sus obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y su gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino» (n° 4). Así, pues, en el sentir del Vaticano II el m. es auténtica palabra, además de testimonio; es una obra que manifiesta el poder de Dios, pero que no está circunscrita en el ámbito de la manifestación, sino que tiene reflejo en toda la economía salvífica
De ahí la complementaridad doctrinal de ambos Concilios. El m. es la contraseña de Dios que reivindicaran los Padres del Vaticano I; pero la visión cristológica del Vaticano II nos permite ahondar todavía más: 1° su ontología compleja aparece en perfecta consonancia con la estructura teándrica de Cristo; 2° su gnoseología, dependiente de la economía cristiana, a la vez, doctrinal y salvífica; y 3° su eficiencia probativa, apoyada en la convergencia de palabra y signo en la persona del Verbo de Dios encarnado
c. Exposición teológica. La haremos siguiendo a S. Tomás de Aquino, ya que su doctrina domina siglos enteros de teología; y además porque las críticas a que sus ideas sobre el m. se hallan sometidas en la actualidad invitan a leerlo con ánimo de destacar sus intuicionesperennes y de integrar lo que pudiera ser caduco con las aportaciones posteriores
a) Análisis de los textos tomistas. S. Tomás de Aquino -lo reconocen expresamente sus mismos críticos (cfr. Monden, o. c. en bibl. 49)- ha percibido con perfecta claridad las dos vertientes del m.: la ontológica y la teleológica: «En los milagros -escribe en Sum. Th. 2-2 8178 al ad3- se pueden considerar dos cosas: Una, la obra que se realiza, que ciertamente es algo que excede a las fuerzas naturales, y según eso los milagros se llaman fuerzas (virtutes). Otra cosa es el motivo por el que los milagros se realizan, que es la manifestación de algo sobrenatural, y, según esto, se llaman señales (signa); mas por la grandeza de las obras se llaman portentos (portenta), y también prodigios (prodigia), en cuanto que muestran algo lejano». Los datos tradicionales de la S. E. (semeion-dynamis-teras) hallan, pues, su versión escolástica perfecta (signa-virtutes-prodigia). Sin embargo, la perspectiva de S. Tomás no coincide ni con el horizonte bíblico, ni con las instancia de ninguno de los dos Conc. Vaticanos. Fuerza es respetarla para no deformar su contenido: considerárnosla según las dos vertientes, ontológica y teleológica, señaladas
Ontología del milagro: Para leer rectamente los textos tomistas hay que tener en cuenta que el Angélico suele trasponer en categorías metafísicas las expresiones agustinianas de sabor más psicológico; y que oscila en sus propias descripciones entre la perspectiva eficiente y la formal. Sus fórmulas son abundantísimas. Algunas presentan un carácter híbrido por la mescolanza de elementos intrínsecos y extrínsecos: el m. es lo realizado por el poder divino fuera del orden natural de las causas (Sum. Th. 3 q43 a2; De Pot. q6 a2; Contra gentes, 3,101). Otras insisten en la causalidad intrínseca: el m. es lo insólito, lo arduo (Sum. Th. 1 gl05 a7 ob2; De Pot. q6 a2 obl; De Pot. q6 a8 obll; 11 Sent. dl8 ql a3 ob2; etc.); lo que está fuera de las fuerzas de toda la naturaleza creada (Sum. Th. 1 gll0 a4 c; 1 gll0 a4 ad2; 1 g114 a4 c). Otras, en fin, apuntan directamente hacia la forma misma del m.: la forma del m. está por encima de la potencia o facultad natural (Sum. 1-h, 1-2 gll3 a10 c; De Pot. q6 a2 c; etc.)
Por simple comparación resulta: l° que el agente del m. es Dios; 2° que la acción es algo insólito, superior al orden, extraordinario, excepcional, por una parte (causa material); y arduo, sobrenatural, trascendente, por otra (causa formal). Nos hallamos, pues, ante una figura de interferencia: Una excepción trascendente o bien una trascendencia excepcional. Su excepcionalidad altera el orden habitual de la naturaleza (p. ej., suspensión de un grave, a pesar de la fuerza de gravitación), no ya por el juego de variables naturales introducidas en el sistema, sino por intervención especial del mismo Dios (cfr. Sum. Th. 1 gll0, a4). La idea de trascendencia no se reduce, pues, a la de simple intervención divina, que se da también en el concurso divino ordinario, p. ej., en el desarrollo de una planta, sino que implica la excepcionalidad, que despierta maravilla, cual sería, p. ej., el crecimiento repentino de un arbusto
De ahí se sigue: 1° que no fueron m. los pseudoprodigios de los magos egipcios, ni lo serán los signos anejos a la venida del anticristo. Su excepcionalidad es innegable; pero falla la verdadera trascendencia (Sum. Th. 2-2 g178 al ad2; cfr. Sum. Th. 3 gll4 a4). 2° No son m., en el sentir de S. Tomás, ni la Creación (v.) ni la justificación (v.) del pecador; porque, pese a su evidente trascendencia, carecen de excepcionalidad verdadera, puesto que se sujetan a la regla del orden de hecho querido por Dios (Sum. Th. 1 gl05 a7 adl; De Pot. q6 a2 ad5; Sum. Th. 1-2 gll3 a10; 4 Sent. dl7 ql a5 ql c). 3° En cambio el Angélico enumera entre los m. la transustanciación en la Eucaristía (v.), pese a su invisibilidad y su frecuencia, ya que hay excepción (accidentes sin sujeto propio de inhesión) a todas luces trascendente (por virtud divina) (De Pot. q6 a2 ad2). Lo es también la Encarnación (v.) del Verbo, por idénticos motivos; a juicio de S. Tomás, ésta no es un simple m., sino el milagro de los milagros (miraculum miraculorum), ya que es el mayor y la razón de ser todos los otros (De Pot. q6 a2 ad9)
Teleología del milagro: Aunque no le dedica la misma atención que la que consagra al aspecto ontológico, S. Tomás tampoco olvida esta otra dimensión del m. (cfr. Sum Th. 2-2 g178 al ad3). Estima en efecto necesaria la misión de contraseña o signo propia del m., y así dice expresamente: «es necesario que la palabra (de la Revelación) sea confirmada para hacerla creíble. Y esto se realiza por la operación de los milagros» (Sum. Th. 2-2 q l78 al). El m., en suma, se ordena a confirmar la verdad que alguien enseña (Sum. Th. 3 q43 al). A renglón seguido, S. Tomás trata de poner de relieve la racionabilidad y coherencia del proceso, uniendo los diversos datos del problema: es, dice, en efecto, su estructura ontológica lo que permite al m. contraseñar y confirmar realidades superiores, ya que por algunos efectos superiores a las causas naturales -y eso son ontológicamente los m.- se pueden confirmar conocimientos sobrenaturales (Sum. Th. 2-2 g178 al). El m. actúa así a la manera del sello real que garantiza la autenticidad de un escrito (Sum. Th. 3 q43 al)
En resumen: la finalidad significativa especifica ulteriormente las dos notas constitutivas del m., para darnos la definición completa del m. apologético, que es, pues, una excepción-transcendente-significativa
S. Tomás apura así la lógica hasta el extremo: 1° Admite m. que no son signos, por el hecho sencillísimo de que escapan a nuestra percepción natural; así, p. ej., la transustanciación (De Pot. q6 a2 ad2) y la Encarnación (De Pot. q6 a2 ad9). 2° Viceversa, reconoce la existencia de signos que no son m.; tales los prodigios de los magos (Ex 7,11-12) y los portentos del anticristo (cfr. 2 Thes 2,9; Mt 24,24); no niega su verdad histórica (Sum. Th. 2-2 gl78 al ad2), pero excluye su dimensión milagrosa (ib. y 1 g114 a4; 1 8144 a4 adl). 3° El verdadero m. ápologético resulta de la confluencia simultánea del binomio ontológico (excepción-trascendente), con la intencionalidad manifestativa (significativa). Poco importa, luego, que la dignidad del taumaturgo deje algo que desear (Sum. Th. 2-2 a178 a2), porque el agente principal del m. es sólo Dios (2-2 g178 al adl), que puede servirse incluso de un instrumento inanimado (ib. a2 ad2). El m., en definitiva, entendido en todo su rigor, es siempre contraseña de Dios; «los m. son siempre verdadero testimonio de aquello a que se ordenan» (ib. a2 ad3)
b) Reflexión ulterior. ¿Qué suerte ha corrido en la teología posterior el trinomio tomista? De la definición del m. apologético como «excepción trascendente significativa» los teólogos actuales dan opiniones contrapuestas: Se acepta, por lo común, la trascendencia del hecho milagroso sin oposición digna de nota; porque sólo a Dios compete contraseñar una acción suya perfectamente libre. La unanimidad se desmorona, en cambio, frente a los dos polos: la excepcionalidad y la significación. No es infrecuente en primer lugar que algunos autores,tras apuntar el valor semeiótico del m., lo escamoteen, y desplacen su interés hacia su dimensión prodigiosa, es decir, su excepcionalidad. No se puede negar cierta lógica en tal comportamiento. Puesta entre paréntesis la significación (por el hecho de que ésta presupone la realidad del signo, prodigio, que la confirma) intentan buscar un criterio externo a la significación que permita discernir el m. de hechos diabólicos, etc.; concluyen así sosteniendo la eficiencia apologética del m., recurriendo sólo al carácter portentoso que permita reconocer el dedo de Dios. Pero de esa forma se ven abocados a perder de vista el contexto en que el m. se sitúa, y a reducir mucho el número de m. reconocibles o a dar un tono excesivamente frío a la prueba apologética
No creemos, sin embargo, que pueda endosarse a S. Tomás la responsabilidad de esa postura. Para que haya m., exige ciertamente una excepcionalidad (Sum. Th. 1 g114 a4); advirtamos, sin embargo, que a su juicio para hablar de m. basta una anomalía que de suyo podrían introducir incluso los agentes creados (1 8105 a7), porque lo que especifica ontológicamente el m. es que, de hecho, la variable que se introduce y modifica el proceso procede directamente de Dios (1 gl05 a7). Centrarse en el tema de la excepcionalidad como exclusivo no es, pues, del todo fiel al texto tomista, sino fruto de algún imprudente comentarista. En cualquier caso, justo es reconocer que una teología del m. apologético que silencie un elemento esencial, la significación, expresado reiteradamente en la S. E., está condenada de antemano al fracaso más rotundo. La teología no debe entender e interpretar el m. a partir de un concepto extrateológico, sino que ha de partir -de acuerdo con la analogía fidei- de los signos y obras atestiguados en la Revelación
Quizá por reacción contra el exceso anterior, algunos autores combatieron el elemento prodigioso en beneficio de la función semeiótica o significativa del m., cayendo así en un desequilibrio aún más grave. Salta a la vista que si bien la excepcionalidad representa el aspecto más externo del m. (la causa «materal», en terminología tomista), y el más fácil elemento de fricción en el diálogo entre el apologeta y el hombre de ciencia, sin embargo, es algo que no se puede ignorar, pues ahonda sus raíces en la Biblia, ha sido subrayado por el Magisterio, no puede arrancarse sin perder la noción misma de m. y su vitalidad. Podemos concluir que se debe «rechazar también la posición de aquellos autores que, en nombre del carácter de signo salvífico propio del m. pasan por alto o no consideran absolutamente necesaria la afirmación de su extraordinariedad verdaderamente objetiva, ya que esa actitud pone en serio peligro el reconocimiento del m. como signo apologético que da la seguridad de la existencia y del origen divino del misterio salvífico del que es parte inseparable» (Ramos, o. c. en bibl. 127-128). La Teología fundamental contemporánea, por razones muy varias, en grado diferente y con terminología diversa, parece orientada en favor del trío tradicional de elementos constitutivos del m. apologético. Así lo muestra una definición hoy muy en boga: «El m. es un prodigio que acaece en la naturaleza y se halla inscrito en un contexto religioso; se sustrae por intervención divina al régimen de las leyes naturales; el mismo Dios lo endereza a los hombres en calidad de signo de un orden de gracia» (Dhanis, o. c. en bibl. 202)
Hemos acentuado de propósito, al traducir esa definición, el ritmo ternario (prodigio, divino, significativo), que rima perfectamente con las declaraciones del Magisterio (mira, divinitus, signa), a su vez bien enraizadas en la Biblia (teras, dynamis, semeion). Con diferencias de matiz, encaminadas al análisis teológico que le es propio, concuerda con ello el trinomio tomista (exceptio, trascendens, significativa). A un nivel antropológico, podemos decir con Latourelle (o. c. en bibl. 36-37) que todo ello se abre a un triple registro psicológico, ontológico e intencional, que nos introduce a la segunda parte de nuestro estudio
2. Consistencia del concepto de milagro: su cognoscibilidad y valor probativo. Se impone un análisis, siquiera esquemático, en dos tiempos: ante todo, hemos de levantar acta de los cargos recogidos contra el m.; después veremos la respuesta frente a ellos
a. Proceso contra el milagro apologético. A modo de encuesta sobre las actitudes críticas frente al tema del m. podemos sondear los tres sectores más interesados en la materia: la opinión pública, vista a través de la literatura; el mundo de la ciencia, y el pensamiento filosófico. Nos limitaremos, por razones metodológicas, a las dificultades u objeciones presentadas; el panorama está, pues, deformado, ya que muchas veces se trata de opiniones peregrinas avanzadas por un exiguo número de autores. Pero interesaba acumular sistemáticamente todas las objeciones que pueden formularse contra la contraseña de Dios
Los literatos son testimonios de excepción, ya que su fina sensibilidad permite reconstruir los sentimientos del mundo que los rodea. Analizándolo a primera vista se diría que es inconexa la postura que adoptan nuestros contemporáneos frente al milagro. Sin embargo, examinando los testimonios con mayor detención, se adivina un paralelismo de fondo, al margen de las diferencias inevitables de estilo y de ideología. Esa convergencia de base permite reducir los testigos y centrar el análisis en unas cuantas obras significativas. a) Novela: B. Marshall, El milagro del Padre Malaquías; J. L. Martín Descalzo, La Frontera de Dios; C. Rojas, Auto de fe; A. Albalá, Secuestro; b) Teatro: G. Green, La casilla de las macetas; D. Fabbri, El proceso de Jesús; R. J. Clot, La revelación; Cinematografía: E. Lavery, La primera legión; De Sicca, Milagro en Milán; T. Dreyer, La palabra
Las críticas ahí desgranadas, puestas en boca de un mundo de personajes, se agrupa en torno a tres ideas: la) El m. ha perdido prestigio en el mundo que nos toca vivir: son muchos los que lo rechazan como absurdo. 2a) Aun en el supuesto de que se le suponga existente, el m. no sufre el control riguroso de nuestros especialistas, con lo que fomenta la sospecha de que es un puro resultado de equívocos, errores y especulaciones fraudulentas. 3a) En todo caso, no puede el m. sostener las pretensiones exorbitadas de otros tiempos; no está capacitado para garantizar un legado ni contraseñar una doctrina; y ello por la sencilla razón de que un m. verdadero se estrella a veces contra una acogida glacial, en tanto que un pseudo-milagro es capaz de provocar reacciones explosivas
Pasemos a los hombres de ciencia y concretamente a los más interesados en este asunto: los que proceden de la medicina, de las ciencias naturales y del 'mundo de la historia. Hay médicos que aceptan con entusiasmo la realidad de curaciones milagrosas. Otros se muestran más reservados: no ya porque opongan dificultad de principio, en cuanto hombres, sino por el hecho de estimar el tema ajeno a su profesión de médicos. Finalmente, los hay hostiles por completo, que afirman que es absurda la misma hipótesis de una curación inexplicable porque-dicen- no consta nunca con certeza absoluta la curación de una enfermedad, ya que cabe dudar tanto del diagnóstico cuanto de la consistencia de la salud, y todo puede reducirse a una simple profesión de ignorancia ya sea de la naturaleza de una enfermedad que se creía falsamente incurable, ya de los remedios eficaces que, en realidad, se aplicaron al enfermo, tal vez sin tener conciencia refleja de ello
Los físicos han presentado a lo largo de la historia un par de dificultades ligadas a dos sistemas de pensamiento muy definido: el determinismo, que afirma una trama rígida de las leyes naturales, que, por tanto, rechaza la idea misma de una excepción a esas leyes; y el contingentismo, que se opone al m. por motivos diametralmente opuestos: no sería posible la excepción porque no existen normas; el mundo manifestaría un comportamiento perfectamente indeterminista y las presuntas leyes no serían más que conjuntos estadísticos; así lo que se denomina m. no sería más que el efecto de parámetros ocultos, o bien pura apreciación aproximada, macroscópica, acientífica
Los historiadores, por su parte, plantean el problema de la «distancia histórica», el de la dificultad de aceptar un testimonio antiguo que puede estar falseado inconscientemente o de propósito; es la objeción menor, fácilmente solventable por la misma Historia y sus métodos, cuando se da esa distancia histórica
La filosofía recoge -o en ocasiones ha iniciado- algunas de las dificultades planteadas por la ciencia, permitiéndonos tocar el problema radical. Ya que lo que está en juego es, en última instancia, la visión de Dios y del mundo. Por eso el m. como intervención divina lo excluye por principio el ateísmo (porque según él Dios no existe); lo rechaza el deísmo (que piensa que el mundo procede por sí mismo y que Dios no se mezcla en las cosas humanas); lo recorta en exceso cierto teísmo opuesto al m. (que llevado de una inadecuada noción de la Providencia, creen que ésta se tambalearía si lo aceptaran sin reticencias)
Los apologetas hostiles al m. estiman ilusoria la prueba que él ofrece. Y ello porque la juzgan debilísima, en cuanto fundada en motivos externos, ajenos a la realidad íntima de la fe; vana, puesto que los m. aseguran un asentimiento, que puede procurarse al margen del m.; imposible, porque en su calidad de signo, supone el conocimiento previo de la cosa significada. Ahora bien: para un fiel, en grado de interpretar correctamente el signo, el m. resulta perfectamente superfluo, pues ya posee la fe; para el infiel, en cambio, el signo, condición de su asentirniento de fe, es puro enigma totalmente inaccesible
En resumen se puede decir que el balance de cargos registra las mismas instancias recogidas a su tiempo en el Conc. Vaticano 1, si bien con modulaciones diversas. De una manera u otra, y con más o menos intensidad, afectan a los tres elementos sustanciales del m. apologético: su carácter de prodigio, su origen divino, su valor significativo. Pasemos, pues, ahora a las respuestas a las dificultades planteadas
b. Reivindicación del milagro. Centramos el discurso en los grandes temas de ontología, gnoseología y teleología, persuadidos de que la simple exposición positiva excluye automáticamente las posturas contrapuestas
a) Posibilidad del milagro. Depende, en definitiva, de la sociabilidad de sus tres notas constitutivas: excepción trascendente significativa. El núcleo del problema no recae sobre la capacidad significativa (supuesta la posibilidad de que existan excepciones trascendentes), ya que no cabe regatear a la causa primera una potencia que por participación ejercen los agentes creados: si está en nuestras manos llenar de una carga intencional nuestros actos, no vemos por qué Dios no pueda introducir una intencionalidad manifestativa en los suyos. No gravita tampoco sobre la trascendencia y origen divino supuesta la posibilidad de excepciones. En efecto, nosotros podemos introducir variables en la trama de las leyes naturales, modificando, en consecuencia, el sentido de un proceso. ¿Por qué va a estar vedado al Señor? No es óbice la inmutabilidad de sus decisiones; puesto que una cosa es la mutación de voluntad (que en Dios repugna) y otra muy diversa la voluntad de mutación (que en Dios existe ab aeterno en orden a la historia de los hombres; v. DIOS IV, 14). En suma todo el problema recae directamente con todo su peso sobre la excepcionalidad; el tema de la posibilidad del m. se resume, por tanto, en saber si el curso de las leyes físicas consiente una anomalía verdadera
La instancia más grave contra la excepcionalidad no procede tanto de la Física cuanto de la Metafísica, que es donde las objeciones del determinismo (v.) y el contingentismo adquieren su radicalidad, pues tocan a tenor de la causalidad en su nivel profundo. Situados ya en terreno metafísico, digamos que la excepcionalidad que el m. implica se presta a una justificación inmediata. Existen leyes en la naturaleza (contrariamente a cuanto supone el contingentismo): ya que los seres tienen una naturaleza (v.) y unas fuerzas o posibilidades que los definen. Dios ha participado su potencia activa a los agentes creados; pero -añadamos- sin detrimento de su condición de Creador. De ahí los límites en que se mueven las criaturas; límites que no violentan su espontaneidad, ni su libre albedrío: ya que Dios no es una fuerza que desde fuera fuerce al hombre, sino un Creador que nos da el ser y el obrar. La creación (v.) es un entramado de seres, causas segundas, que se encaminan hacia su fin bajo la Providencia (v.) de Dios, causa primera, que las conduce al fin para el que las creó. Las leyes naturales son hipotéticas (contra la tesis determinista). Quiere decir que, si bien son indefectibles, o lo que es lo mismo, necesarias in actu primo (el grave conserva siempre su tendencia a ir hacia el centro de la Tierra, aun cuando una fuerza contraria se lo impida), no son necesarias in actu secundo, ya que es dable modificar el efecto por introducción de nuevas variables que integran el mecanismo. La conclusión es palmaria: puesto que la excepcionalidad no repugna en sí misma, Dios puede provocarla en la trama de leyes naturales. No hay además inconveniente en que, al hacerlo, convierta esa excepción en signo o contraseña de un mensaje al que la une. Las tres notas del m. -excepción de origen divino dotada de significación- se nos aparecen así como posibles, es decir, conformes a la razón. Sólo un error sobre Dios (ateísmo, v.; deísmo, v.) puede, pues, conducir a negar la posibilidad del milagro
b) Discernibilidad del milagro. Tratamos de la posibilidad de percepción de un m. y no ya de su discernimiento de hecho por un sujeto concreto: es sólo el primer problema lo que tiene relevancia universal, y con respecto al cual se dirigen las objeciones del contingentismo o del agnosticismo
A nivel puramente físico, los autores partidarios del contingentismo reconocen sin ambages los límites de su teoría: no caen bajo sus mallas los fenómenos biológicos, de innegable teleología; ni los límites de máxima y mínima en la misma física; ni la regularidad del comportamiento macroscópico, sintetizado en estadísticas, etc. Salta a la vista que, siquiera en este ámbito reducido, los mismos contingentistas puedan reconocer la anomalía
La dificultad se condensa peligrosamente en torno a la trascendencia. Es decir, ¿cómo conocer que una anomalía o excepción es de origen divino y no fruto de otra causa cualquiera o incluso una anomalía aparente dada la definición de mis métodos de observación? La dificultad adquiere toda su gravedad si tenemos presente que, en virtud de su trascendencia, las intervenciones de Dios quedan, en sí mismas, fuera de nuestro campo experimental. Para desarrollar el tema del discernimiento del m. es por eso aconsejable proceder por pasos
Algunos autores han propuesto la vía de la excepcionalidad: Aspira a individuar la trascendencia u origen divino sobre la base de una excepcionalidad suficientemente llamativa. Pero esta vía no es del todo segura, porque aun cuando sean muchos los casos en que haya anomalía a todas luces innegable, no se puede por ello concluir con una referencia segura a Dios. La vía de la trascendencia presenta mayor vigor. Propone como punto de arranque la consideración de que hay hechos específicamente divinos, de modo que, si se dan, deben ser atribuidos a Él; es decir, si bien no conocemos perfectamente todas las leyes de la naturaleza, sí que hay cosas que sabemos que ningún agente natural puede hacer; tales son todos los hechos en los que se percibe una acción directa sobre el ser mismo: p. ej., una resurrección, cambio sustancial repentino, etc. De esa forma, con respecto a ciertos m., puede tener una cognoscibilidad que llega al grado de una certeza metafísica; con respecto a otros cabría sólo una certeza moral, derivada tanto del hecho mismo como del contexto en que se produce, el mensaje al que se vincula, etc
Está en tercer lugar la vía del signo: Procede a partir del signo con la esperanza fundada de reconocer los perfiles de Dios que se insinúa a través de gestos fuera de lo ordinario. El esquema es bueno; pero no infalible; ya que la lectura del signo está ligada al contexto; pero que hay muchos enlaces y un margen amplísimo de ambigüedad. Amaga el peligro de interpretar en clave divina hechos normales que dan la impresión de algo sublime, por una convergencia curiosa de circunstancias banales
Nos parece en suma que es necesario proceder de modo sintético teniendo presentes todos los elementos subrayados por las diversas vías que acabamos de mencionar. La vía sintética deriva en realidad de una exigencia doble: por razón del objeto, ya que el m. es una realidad única, pese a la pluralidad de elementos constitutivos; y por razón del sujeto, que por ser un hombre, no se ciñe al perfil del científico, del filósofo o del creyente
Señalemos aquí que particularmente la instantaneidad de los fenómenos milagrosos ofrece, tal vez, esa perspectiva ideal que estamos buscando. Donde sea perceptible, certifica sin lugar a dudas la presencia de una anomalía o excepción a las leyes naturales, puesto que es experimental la sujeción a la tiranía del tiempo. Y una excepción que no puede proceder más que de Dios, que se ha reservado la señoría de los siglos. S. Tomás afirma que la sumisión de Cristo al ritmo lento de nuestra vida tendía a mostrar la verdad de su encarnación; forzó, en cambio, las leyes del tiempo, cuando entendió evidenciar sus poderes divinos (3 q43 a3). Es claro, por otra parte, que un acontecimiento que se sustrae a la ley normal de sucesión produce impacto en el observador espontáneo, que lo registra como maravilla; no halla explicación natural en la reflexión filosófica; insinúa al creyente la hipótesis de un gesto de lo alto
Para todos los demás casos es el análisis de todo el conjunto de circunstancias lo que permite discernir el m.; es decir, la persona que lo realiza, el fin al que se ordena, el mensaje religioso al que se vincula, etc. No está de más insistir en que el signo pertenece al mundo del lenguaje, donde el grado de comprensión no es una cuestión sólo de la inteligencia, sino de intimidad con el interlocutor. La lectura del signo impone una consideración global y un esfuerzo integral por parte del sujeto. No es pura cuestión de análisis filosófico o metafísico -aunque éste tiene también su parte imprescindible-, sino de respeto pleno a las leyes del lenguaje y de la vida
c) Funcionalidad probativa del milagro apologético. Desde un punto de vista psicológico, el prodigio, la excepcionalidad del m., estimula fuertemente la atención del observador y lo abre enteramente a la aceptación del mensaje que lo acompaña, y cuya orientación general anticipa ya, a su modo, la calidad misma del signo
La función positiva de la admiración y el valor del signo son tan claros en la vida humana, que sólo una falta de profundidad explica que, admitiendo la posibilidad y la discernibilidad del m., algunos autores hayan negado su eficacia probativa. Si tenemos presente el panorama de objeciones antes trazado, vemos que las críticas en este sentido al m. consistían en acusarlo, 1° de contradictorio en sí mismo, puesto que de un lado se ordena a la justificación de la fe, mientras que, por otro, la visión de fe aparece como condición previa, sin la cual el signo es perfectamente ilegible; y 2° de inconexo, ya que airea argumentos de poder o de hecho, cuando el litigio versa sobre cuestiones de inteligencia

2. Respondamos brevemente a ellas:a) El signo es mudo para quien desconoce por entero el significado. Nada dice a un aldeano que desciende por primera vez a la ciudad el juego luminoso de los semáforos; más aún, no podríamos hacérsele ni siquiera entender si no tuviera él ya una cierta idea -o capacidad de adquirirla- sobre lo que es el movimiento y la circulación. Pero precisamente eso nos manifiesta el sentido del signo milagroso. Al interrumpir el curso de los fenómenos con un acto que los trasciende, la persona creyente reconoce la mano de Dios y se dispone a acoger el mensaje que con ese acto se vincula; la que no creía en Dos ni conocía su existencia se ve interpelada por ese hecho que no consigue explicar, conducida, por tanto, a lo hondo de su mente, y de esa forma impelida a reconocer la realidad de Dios, librándose del error del ateísmo. En el m. hay, pues, una recirculación causal; pero no un círculo vicioso. El signo divino confirma la verdad de Dios y fundamenta la racionabilidad de la fe en la palabra que Dios nos dirige; inicia así un proceso que culmina en la vida creyente, en la cual se penetra en plenitud en el misterio recóndito que el m. anuncia
b) No hay tampoco disonancia en justificar con hechos la objetividad de las doctrinas. Afirmar una heterogeneidad absoluta entre hechos y doctrinas es señal de una visión racionalista de la historia y del pensamiento. No se olvide además que el m. no fundamenta la doctrina aceptada en la fe de una manera directa, sino indirecta: es decir, nos da a conocer la presencia de Dios que testifica de una doctrina que con el m. está vinculada. El acto de fe no se basa formalmente en los m., sino en Dios, del que los m. son signo
Debe haber ciertamente una proporción entre el signo y el significado. No la niega el m. apologético. El Conc. Vaticano II ha puesto de relieve un tema aquí sumamente precioso: la Revelación es una acción salvífica (v. REVELACiÓN II-III); el hecho milagroso, a su vez, es una auténtica palabra. No son, por tanto, dos registros diversos -hechos y palabras; doctrinas y signos- sino dos aspectos de una misma realidad que tiene su culmen en Cristo, Verbo encarnado, Palabra eterna de Dios hecha hombre en el tiempo. La Revelación no es mero anuncio sino participación de la salud divina. Los m. no son jamás pura contraseña externa; son ya anticipación de lo que nos aguarda en la parousia; la salud incoada que redunda incluso en forma accesible a los sentidos. ¿Cabe proporción más estrecha entre signo y significado?.

3. Conclusiones. la Existe una relación estrecha entre los signos y m. del A. T. y los del Nuevo. Más todavía: hay que hablar de continuidad, puesto que es única la historia de la salud. Y, sin embargo, hay una diferencia de significación entre ambos: la misma que separa el tipo del antitipo; la sombra de la realidad
2a El signo mesiánico presenta una unidad maravillosa: Cristo es a la vez mensajero y mensaje; porque es el Verbo de Dios encarnado, el enviado del Padre que nos habla en su nombre y el contenido del mensaje mismo; porque es Dios presente entre nosotros y atrayéndonos hacia sí. Cristo es además mensaje divino y contraseña de Dios; porque al ser Verbo encarnado nos da con su vida testimonio de la divinidad; no sólo vierte en categorías humanas (evangelio) el contenido del Verbo; sino que traspone en formas creadas (signo) la evidencia intrínseca que corresponde a la Palabra de Dios
3a El Verbo divino es único; y único persiste asumiendo la naturaleza humana al encarnarse. Ello no quita para que, al nivel humano, su palabra única resuene en multitud de sonidos, de gestos, de acciones significativas que ponen a nuestro alcance su contenido inexhausto. Idéntico fenómeno acaece con el signo milagroso, dimensión esencial de la Palabra de Dios encarnada; nos remite a Cristo uno y único, pero se desdobla en infinidad de prodigios, que contraseñan la autenticidad del evangelio
4a Nada extraño que allí donde la palabra, que es mensaje de amor, vibra en plenitud, ahí también logre el signo su máximo de transparencia. Fue en la Pascua cuando sonó la hora de Cristo; y fue en la Resurrección donde el m. tocó su vértice. Todos los otros apuntaban hacia él como a su baricentro: unos ojos que se abren, unos miembros que se desperezan, una lengua que se desata... no son en definitiva más que una anticipación o incoación de la que la Resurrección nos da. En Pascua el m. florece y la contraseña deja de ser un lenguaje cifrado para revelar con claridad todo su sentido
5a Cristo es la clave obligada para la interpretación plena y acabada de los milagros. Sólo a la luz de su estructura teándrica se ilumina en todas sus dimensiones la ontología de esos m. que se jalonan a lo largo de la historia de la salvación y se completa su divina teleología. Sólo con el respaldo de Cristo adquieren fisonomía acabada las pruebas apologéticas del m. cristiano y se asciende a la visión exacta de la contraseña o signo de Dios
La Teología especulativa pone de relieve la centralidad «crística» de la Revelación de Dios y de nuestra respuesta de fe. Toca a la Teología fundamental poner al descubierto que la credibilidad respaldada por el m. no es heterogénea a este carácter erístico de la fe, articulada como está con el corazón mismo del proceso. La aspiración del m. apologético se cifra en colocar al hombre en condiciones de repetir con plena lucidez el scio cui credidi del Apóstol (2 Tim 1,12); Sé en quién he confiado, en Cristo que ha vencido a la muerte y es capaz de darnos la vida

V. t.: DIOS IV, 11; REVELACIÓN III, 2; FE III, B; RESURRECCIÓN DE CRISTO; PROFECÍA Y PROFETAS II; APARICIÓN; MÁRTIR; CANONIZACIÓN


A. JAVIERRE ORTAS
 

BIBL.: En general: S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica, 1 g110 a4; R. GARRIGOU-LAGRANGE, De Revelatione, París 1926; H. DIECKMANN, De Revelatione christiana, Friburgo 1930; A. LANG, Teología Fundamental, I, Madrid 1966, 123 ss.; A. M. LAPICIER, Del miracolo, 2 ed. Roma 1901; J. DE TONQUÉDEC, Introduction a Pétude du merveilleux et du miracle, París 1915; A. JAVIERRE, Contraseña de Dios, Barcelona 1957; L. MONDEN, Le miracle, signe de salut, Bruselas 1955; L. LUPI, Il miracolo nel fideismo religioso e di fronte alla scienza, Milán 1961; J. RIAZA, Azar, Ley, Milagro, Madrid 1964; P. CAZAUx, Le miracle, signe de Dieu, París 1965; V. MARCOZZI, El milagro, Barcelona 1965; G. DE BROGLIE, Los signos de credibilidad de la Revelación cristiana, Andorra 1965, 93-158

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991