METAFISICA
La palabra M. parece provenir de la denominación topográfica dada por Andrónico
de Rodas, editor de las obras de Aristóteles, a los libros de éste que seguían a
la Física; nacería, pues, de la expresión: ta biblia meta ta physica. La ciencia
estudiada en tales libros fue designada por el propio Aristóteles con los
nombres de prote philosophia (filosofía primera), theologiké epistema (ciencia
divina) e incluso con el de episteme tis (cierta ciencia). Sin embargo, el
nombre de M. no resulta desacertado para expresar el contenido de dicha
disciplina, pues el objeto de ella trasciende ciertamente o está más allá del
objeto de las ciencias naturales o físicas. S. Tomás escribe a este respecto:
«Se llama Metafísica, esto es, Transfísica, porque su estudio es posterior al de
la Física, ya que es necesario que procedamos desde lo sensible a lo insensible»
(In Boetii de Trinitate, II ql al c).
También, por supuesto, tienen su razón de ser los nombres usados por el
mismo Aristóteles. El de «Filosofía primera» hace referencia al hecho de que se
ocupa de las supremas causas de todas las cosas, y así es ciencia primera, no en
el sentido de anterior en el aprendizaje o en la elaboración -en ese orden es,
más bien, la última-, sino en el sentido de la más importante y fundamental,
pues todas las otras ciencias humanas se subordinan en cierto modo a ella. El
nombre de «Ciencia divina» o de «Teología» se justifica porque, si alguna
ciencia humana tiene que ocuparse de Dios, ésa es precisamente la M., y además
porque con ella se adopta un punto de vista más bien divino que humano. La
denominación de Episteme tis la encontramos en el libro IV, cap. 1, de la
Metafísica de Aristóteles para designar el estudio del ente en cuanto ente y de
las propiedades del ente en cuanto tal; y no parece que se trate de otra ciencia
distinta, sino de la misma que se ocupa de las supremas causas de las cosas.
Otro nombre con el que suele designarse también esta disciplina es el de
ontología, literalmente «ciencia del ente». Esa palabra fue usada por primera
vez por Goclenius en su Lexicon Philosophicum, de 1613 (en la voz «abstractio
materiae»). Después la utilizó Clauberg en su Metaphysica, de 1646, junto con el
nombre de «ontosophia». Christian Wolff generalizó su uso en su Philosophia
prima sive Ontología, de 1736.
Precisamente se debe a Wolff la identificación entre M. general y
Ontología. Pero esa identificación ha sido puesta en entredicho por numerosos
pensadores, especialmente en nuestros días, para quienes la Ontología es la
ciencia del ente en general y de sus divisiones o categorías, mientras que la M.
es, más bien, el estudio del ser o del último fundamento (v. SER)
2. El objeto material. Definir una ciencia es declarar su objeto. Pero el
objeto de las ciencias es doble: el material y el formal. Comencemos por el
materialObjeto material de una ciencia es el conjunto de cosas (de realidades,
de asuntos, de materias) a las que se extiende la consideración de esa ciencia.
Por lo que toca a la M., ese conjunto de cosas es precisamente la totalidad
absoluta de los seres. La M., que es una ciencia general y aun generalísima, no
deja de nada fuera de su ámbito: sustancias y accidentes, Dios y criaturas,
cosas reales y entes de razón, todo entra en el objeto material de la M.; pero
no por igual, sino con cierto orden. Enprimer lugar, la M. estudia a las
sustancias (v.), tanto corpóreas como espirituales; en segundo término, a los
accidentes (v.) de esas sustancias; en tercer lugar, a la Causa primera de todas
aquellas sustancias y de todos esos accidentes, es decir, a Dios (v.);
finalmente, a los entes de razón, en cuanto opuestos a los entes reales. Si
llamamos «ente común» a la totalidad articulada de sustancias y accidentes,
habrá que decir que el ente común es el objeto material inmediato y directo de
la M. La Causa primera del ente común, es decir, Dios en cuanto puede ser
conocido por la luz natural de nuestra razón, será entonces el objeto material
mediato, pero todavía directo, de la misma M. Por último, el ente de razón
deberá ser considerado como el objeto material indirecto, pues no interesa por
sí mismo al metafísico, sino sólo en cuanto contribuye a esclarecer el objeto
directo, que es el ente real.
La razón de este orden en el riquísimo y complejísimo objeto material de
la M. hay que buscarla en las condiciones inherentes al conocer humano. Siendo
la M. un hábito de nuestro entendimiento, es decir, una ciencia humana, no puede
escapar a las condiciones generales de nuestro conocer (v. CONOCIMIENTO). Y
entre esas condiciones están las siguientes: a) lo sensible es conocido antes
que lo insensible (las sustancias corpóreas antes que las incorpóreas); b) lo
absoluto es el fundamento de lo relativo (la sustancia es la razón de ser de los
accidentes); c) lo finito es el medio necesario para conocer lo infinito (las
criaturas constituyen la única vía para llegar al conocimiento del Creador); y
d) el conocimiento directo es anterior al reflejo, y lo real anterior a lo
irreal o sólo aparente (el ente de razón sólo se conoce viniendo de conocer al
ente real y en contraste u oposición con él).
3. El objeto formal. Pero lo verdaderamente decisivo para definir una
ciencia es el objeto formal de la misma. Se llama objeto formal a la forma del
objeto material; y como dicha forma puede considerarse ya en cuanto existe en la
realidad, ya en cuanto se da en el entendimiento, por eso se distingue un doble
objeto formal: el llamado objeto formal terminativo o quod y el denominado
objeto formal motivo o quo.
El objeto formal terminativo de la M. es el ente en cuanto ente, pues no
es posible encontrar, aparte del ente, otra forma real que sea común a todo
aquello que se contiene en el objeto material de esta ciencia. Como ente, o como
principio del ente, o como causa del ente, se estudia en M. todo aquello a lo
que se extiende su mirada. La sustancia y el accidente son entes, aunque en
diverso grado; la esencia y la existencia son principios del ente, y Dios es la
Causa primera del ente. Ahora bien, esa formalidad del ente en cuanto ente, dada
su trascendentalidad y analogía, no puede proporcionar verdadera unidad a la M.
Además; siendo la M. un hábito de nuestro entendimiento, la forma que
verdaderamente puede especificarla es la que se da en dicho entendimiento y no
la que existe en la realidad. La verdadera definición de la M. hay que tomarla
del objeto formal motivo.
Sabido es que no todas las diversidades formales de la realidad
diversifican las potencias que versan sobre ellas ni los hábitos dentro de cada
potencia. No todas las diferencias que afectan formalmente a las cosas sensibles
diversifican los sentidos (v.), ni todas las diferencias formales de los objetos
inteligibles diversifican las ciencias (v.). Esto supuesto, ¿qué criterio debe
tomarse para diversificar las potencias y los hábitos? Sólo la forma del objeto
en cuanto objeto puede ser criterio suficiente; no la forma del objeto en cuanto
cosa. Y por lo que hace a las ciencias o a los hábitos especulativos de nuestro
entendimiento, la forma del objeto en cuanto objeto es la forma de lo
especulable en cuanto tal. Pues bien, véase ahora este texto de S. Tomás: «A lo
especulable en cuanto tal, es decir, en cuanto es objeto de la potencia
especulativa, le compete algo por parte de la potencia intelectiva y algo por
parte del hábito científico que perfecciona al entendimiento. Lo que le compete
por parte del entendimiento es la inmaterialidad, pues el mismo entendimiento es
inmaterial; y lo que le compete por parte de la ciencia es la necesidad, pues la
ciencia versa sobre lo necesario. Pero todo lo necesario en cuanto tal es
inmutable, pues todo lo que cambia es contingente en la misma medida que cambia,
ya sea absolutamente, ya en algún aspecto. Por consiguiente a lo especulable en
cuanto tal o en cuanto es objeto de la ciencia especulativa le corresponde
esencialmente cierta separación mayor o menor de la materia y del cambio. Y por
ello, según los grados de separación de la materia y del cambio se distinguen o
especifican las ciencias especulativas» (in Boet. de Trin. 11 ql al).
Ahora bien, hay tres grados de separación de la materia y del cambio (v.
ABSTRACCIÓN). El tercero de ellos es la separación de toda materia y de toda
mutación física, es decir, de toda pasividad estrictamente dicha; separación que
no tiene por qué ser siempre real, sino que puede ser puramente lógica, obtenida
por la precisión mental, es decir, por la abstracción según la simple
aprehensión (v.). Y éste es el objeto formal motivo de la M., la formalidad que
en última instancia especifica a esta ciencia. Todo lo que la M. considera, lo
considera bajo esta luz o desde este nivel de inteligibilidad. Cuando estudia a
las sustancias corpóreas prescinde de lo corpóreo y se queda con la entidad y la
sustancialidad (que no encierran en su concepto materia alguna); cuando estudia
los accidentes de dichas sustancias, abstrae de lo sensible y de lo cuantitativo
que hay en ellos y se queda sólo con lo que tienen de entes o incluso de
accidentes; cuando estudia a las sustancias espirituales, como éstas se hallan
positivamente separadas de la materia, no tiene que prescindir de nada de ellas
y las considera como tales sustancias espirituales (bien que de una manera
negativa y analógica, pues están fuera del objeto directo propio de nuestro
intelecto); cuando considera ciertos accidentes que no son esencialmente
corpóreos, como la cualidad -y la relación, procede de modo parecido a como lo
hace con las sustancias espirituales, pues puede considerarlos como entes, como
accidentes y aun como tales accidentes. A Dios, Causa primera de todo ente, lo
estudia también desde el tercer grado de abstracción, lo que es desde luego
congruente, pues en Dios no hay materia alguna ni cambio alguno (aunque también
aquí el conocimiento tenga que ser negativo y analógico). Finalmente, cuando
considera al ente de razón, para esclarecer mejor, en contraste con éste, al
ente real, tampoco tiene que abandonar aquel nivel de inteligibilidad, pues el
ente de razón no entraña materia alguna ni cambio alguno.
Así, todas las demostraciones metafísicas están informadas por una misma
necesidad. Los conceptos que entran en las mismas prescinden de todo tipo de
cambio propiamente dicho; no les afecta el cambio; y los principios que enlazan
tales conceptos expresan asimismo relaciones necesarias de éstos. Por eso las
conclusiones obtenidas participan de la necesidad susodicha.
Como puede verse, el objeto formal motivo de la M., es decir, el tercer
grado de abstracción formal, no excluye la composición, ni la potencialidad, ni
la finitud, nimenos la multiplicidad. Lo único que excluye es la materia y el
cambio. Por eso la M. puede considerar a lo compuesto y a lo simple, a los entes
finitos y al Ser infinito, a la potencia y al acto, a lo múltiple y a lo uno.
Pero no puede considerar, formalmente al menos, a lo corpóreo y a lo mudable.
4. División de la Metafísica. Así como para la definición de la M. hemos
tenido que atender a su objeto, eso mismo tenemos que hacer para la división.
Pero no puede servir para el caso la consideración del objeto material, pues así
tendríamos que multiplicar las partes de la M. tanto como están multiplicados
los entes que ella considera. Ni nos sirve tampoco el atenernos al objeto formal
motivo, pues éste es precisamente el que da unidad a nuestra disciplina; si en
algo se unifican o coinciden todos los objetos que la M. considera es
precisamente en ese tercer grado de abstracción formal (precisión de toda
materia y de todo cambio) que constituye el objeto formal motivo de dicha
ciencia. Pero lo que unifica no puede ser tomado como principio de división. Por
consiguiente, sólo queda que la división de la M. se haga atendiendo a su objeto
formal terminativo, es decir, al ente en cuanto ente. Sólo así tendremos una
división que, sin ser puramente material, sino en cierto modo formal o esencial,
no rompa, sin embargo, la unidad específica de nuestra disciplina. El ente, en
cuanto ente, es un análogo que puede dividirse esencialmente en sus analogados;
pero todos esos analogados se unifican (no en cuanto cosas, pero sí en cuanto
objetos) en la inmaterialidad y necesidad propias de las nociones y
demostraciones metafísicas.
Entre algunos filósofos escolásticos contemporáneos ha tenido gran
aceptación la división de la M. propuesta por Christian Wolft en su Philosophia
Rationalis sive Logica, de 1735. La M. es para este autor la filosofía
especulativa sin más, y se divide en M. general u Ontología (o Filosofía
primera) y M. especial, que se subdivide a su vez en M. de los cuerpos o
Cosmología general o trascendental, y M. de los espíritus o Pneumatología. Por
su parte, esta última se divide todavía en Psicología racional (que trata de los
espíritus creados o de las almas humanas) y Teología natural o Teodicea (que
trata del espíritu increado o Dios). Pero esta división es completamente ajena a
la concepción clásica y ,tiene el grave defecto de incluir en la M. a la
Cosmología (v.) y a la Psicología (v.), que no pueden tener el mismo objeto
formal motivo de aquélla, dado que no pueden prescindir de la materia ni del
cambio.
Según la concepción clásica las partes de la M. son tres: Ontología
(estudio del ente común), Crítica (estudio del ente en la mente humana por el
conocimiento) y Teología natural (estudio de la Causa primera del ente común).
Veamos por separado su justificación y contenido.
a) La Ontología es la primera parte de la M., la que contiene el objeto
propio o inmediato de ésta: el ente común a todas las categorías (v.), unidad
articulada de sustancia (corpórea y espiritual) y accidentes (todos los géneros
supremos de ellos). Dicho ente común es trascendental y análogo, pues no puede
encontrarse noción alguna genérica y unívoca que se extienda a todas las
categorías. Se trata asimismo del ente real, ya se considere en acto, ya en
potencia (ente posible), pues el ente de razón sólo es considerado per accidens
por la M., es decir, en cuanto su conocimiento puede servir para esclarecer el
ente real. El ente común es también el ente tomado como nombre, es decir,
significando directamente la esencia (v.) e indirectamente la existencia (v.),
ya que el acto mismo de existir no compete esencialmente a ningún ente creado,
sino que es siempre contingente y objeto de una predicación accidental. Por
último, el ente común es el ente finito; no el ente aplicable tanto a lo finito
como a lo infinito; por eso, el Ser infinito, Dios, es considerado por la M.
como la Causa primera del ente común. Esto no obsta a que el objeto formal
terminativo de la M. sea el ente en cuanto ente y todo lo que se refiere al ente
en cuanto tal, pues el ente en cuanto ente es precisa y propiamente el ente
finito. Dios, en efecto, no es ente en sentido propio, sino más bien ser, o
mejor, el Ser. Es cierto que también aplicamos a Dios el nombre de ente, y no
sin razón, porque en Dios se encuentra todo lo que hay de actualidad y
perfección en los entes finitos y mucho más; pero esto se debe a la imperfección
de nuestro entendimiento, que tiene que concebir como estructurado y compuesto
incluso lo que es absolutamente simple; y así la expresión «Dios es ente» es
verdadera en cuanto a lo significado, pero no en cuanto al modo de significar.
S. Tomás escribe a este respecto: «En verdad, la Causa primera está por encima
del ente, en cuanto que es el mismo ser infinito. Pues se dice ente aquello que
participa de una manera finita del ser, y esto es lo proporcionado a nuestro
entendimiento, cuyo objeto es `lo que algo es', como dice Aristóteles. De donde
sólo es captable por nuestro entendimiento lo que tiene una quididad que
participa del ser, mientras que la quididad de Dios es el mismo ser, y por eso
está sobre nuestro entendimiento» (In librum de causis, prop. VI lect. 6 n°
175). Y en otro sitio: «Nuestro entendimiento conoce el ser tal como se
encuentra en las cosas inferiores, de las que toma su saber, y en ellas el ser
no es subsistente, sino inherente. La razón, sin embargo, halla que algún ser
subsistente existe, aunque tenga que expresar este ser por modo de concreción
(es decir, como ente). Entonces el entendimiento, atribuyendo el ser a Dios,
trasciende el modo de significar, pues atribuye a Dios aquello que significa,
pero no el modo de significar» (Potentia, q7 a2 -ad7).
Por lo demás, en el ente común entra lo corpóreo y lo incorpóreo, pero con
cierto orden. Si atendemos a la inmediatez y propiedad del conocimiento (v.), lo
corpóreo es anterior a lo incorpóreo; pero si atendemos a la nobleza y
perfección del objeto, lo incorpóreo tiene primacía sobre lo corpóreo. Desde
este segundo punto de vista la M. considera antes lo invisible que lo visible,
porque la misma razón de ente se realiza de modo más pleno y completo en lo
espiritual que en lo material.
b) La segunda parte de la M. es la Crítica o Gnoseología (v.). Varias
razones se pueden aducir para justificar la inclusión de la Crítica del
conocimiento en la M. La primera es que la M. es sabiduría, es decir, ciencia
suprema del orden natural; y así no puede encomendar a ninguna otra ciencia la
defensa o justificación de sus propios principios. Los principios en que se
apoya la M. son los primeros del conocer humano, bien que alcanzados en sd
máxima universalidad y pureza. Ninguna otra ciencia, aparte de la M., puede
tomarse la tarea de defender tales principios. Más aún, es la M. la que tiene
que proporcionar a cada ciencia los principios más universales en que se apoya.
Justificar sus propios principios (manifestando la evidencia de ellos y
resolviendo las razones contrarias) y proporcionar a las demás ciencias los
principios en que descansan, ésta es una misión que corresponde con pleno
derecho a la M. en su calidad de ciencia suprema. Pero dicha justificación
constituye la Crítica del conocimiento o Gnoseología.
Otra razón acaso aún más poderosa para incluir la Gnoseología en la M. es
la siguiente. Al estudiar al ente y a las propiedades generales o
trascendentales del mismo, es preciso llegar al estudio de la verdad. Pero la
verdad es una propiedad singular, pues su lugar propio es el entendimiento, más
que la realidad. Las otras propiedades trascendentales, aunque añadan al ente
algo de razón, se dan formalmente en el ente mismo, como ocurre con la unidad y
la bondad. Pero la verdad no; la verdad sólo materialmente se da en la realidad,
pues formalmente se encuentra en el entendimiento (v. VERDAD). La verdad,
incluso en su sentido ontológico, y no solamente lógico, no existe con
existencia real o natural (a no ser en Dios, que es la misma Verdad: v. DIOS iv,
5), sino con existencia mental o intencional. La verdad es el ente mismo, pero
no en cuanto existe en sí, sino en cuanto se da en la mente humana por el
conocimiento. Por lo demás, el estudio del ente en la mente humana por el
conocimiento es la tarea propia de la Crítica o Gnoseología. Tan necesario como
le es a la M. estudiar todas las propiedades del ente, le es, pues, también
incluir en su seno a la Gnoseología.
c) La tercera parte de la M. es la Teología natural o Teodicea (v.). A su
inclusión en la M. se llega a partir de la consideración del objeto propio de
nuestra disciplina, que es el ente común a todos los predicamentos, considerado
precisamente como nombre, es decir, como esencia. El ente en cuestión existe sin
duda en la realidad, pero no de una manera necesaria, pues ningún ente finito
contiene a la existencia en su misma esencia, sino que le acontece existir. Ni
puede tampoco darse a sí mismo la existencia, ya sea como causa eficiente
propiamente dicha, ya sea como causa eficiente impropiamente entendida, es
decir, a modo de resultancia natural, como la sustancia causa a sus accidentes
propios. En ambos casos sería preciso que la existencia se contuviera de
antemano en la esencia del ente finito, y entonces ni necesitaría dársela, ni
podría tratarse de un ente finito y contingente, sino del ente infinito y
necesario. Luego la susodicha existencia debe venir de otra parte; debe venir,
en última instancia, de un ser que no tenga la existencia recibida, sino que la
posea por esencia, es decir, que sea la misma existencia subsistente. Así, el
examen exhaustivo del ente finito, es decir, del ente que es causado en su misma
razón de ente o en cuanto a su acto de existir, nos lleva necesariamente a
admitir la existencia de Dios (v. DIOS IV, 2). Porque, como escribe S. Tomás:
«aunque la relación a la causa no entre en la definición del ente que es
causado, sin embargo, es una consecuencia de lo que se encierra en esa
definición; porque del hecho de que algo es ente por participación se sigue que
ha de ser causado por otro. De donde dicho ente no puede existir sin que sea
causado, como el hombre sin que sea risible» (Sum. Th. 1 q44 al adl). Y en otro
sitio: «aunque la Causa primera, que es Dios, no entre en la esencia de las
cosas creadas, sin embargo, la existencia que esas cosas creadas poseen no puede
ser entendida sino como proveniente del ser divino, así como el efecto propio no
se puede entender sino como proveniente de la causa propia» (De Pot., q3 a5 adl).
Por lo demás es claro que la Teología natural o Teodicea es la última
parte de la M., y que no se ocupa del objeto propio de ésta, sino de la causa de
ese objeto. Por eso, Dios no es alcanzado en M. en cuanto Dios (Dios en cuanto
Dios sólo puede ser conocido por la Revelación sobrenatural, que es lo que
estudia la Teología sobrenatural: v. TEOLOGÍA), sino sólo en cuanto Causa
primera del ente común. S. Tomás es bien explícito a este respecto: «Las cosas
divinas no son tratadas por los filósofos sino en cuanto son principios de todas
las cosas, y por eso se estudian en aquella ciencia en que se considera lo que
es común a todos los entes, y que tiene por objeto propio al ente en cuanto
ente» (In Boet. de Trin., lect. 11 ql a4 c). Y un poco más adelante dice
también: «La Teología o ciencia divina es doble. Una en la que se consideran las
cosas divinas, no como objeto propio de esa ciencia, sino como principio de ese
objeto, y ésta es la teología filosófica, a la que también se le da el nombre de
Metafísica. Otra en la que se consideran las cosas divinas por sí mismas, como
objeto propio de esta ciencia, y ésta es la Teología que se apoya en la Sagrada
Escritura» (ib.).
5. Metafísica y Filosofía. Después de considerar a la M. en sí misma, su
definición y su división interna, tenemos que considerarla con respecto a las
otras ciencias o a las otras partes de la Filosofía, tanto para establecer la
distinción que las separa, como la semejanza que las une.
La Filosofía (v.) es un todo análogo constituido por varias partes
esencialmente diferentes, aunque ordenadas entre sí. Estas partes son: la
Lógica, la Filosofía de la naturaleza, la Ética y la M. Respecto de la Lógica,
la M. se distingue en que aquélla se ocupa directamente del ente de razón (más
concretamente de las segundas intenciones lógicas: V. LÓGICA I), mientras que
ésta se ocupa directamente del ente real. Respecto de la Filosofía de la
naturaleza (v. COSMOLOGíA Y PSICOLOGíA) la distinción estriba en que la M. está
colocada en el tercer grado de abstracción formal (prescinde de toda materia y
de todo cambio), mientras que la Filosofía de la naturaleza está instalada en el
primer grado de abstracción formal (sólo prescinde de la materia singular, pero
no de la materia sensible, ni del cambio físico). Finalmente, respecto de la
Ética la distinción radica en que la M. es esencialmente especulativa, mientras
que la Ética es formalmente práctica, pues se ordena a la regulación de las
acciones humanas (deliberadas y libres) con vistas al último fin del hombre (V.
ÉTICA I).
Pero junto a esta distinción hay una comunidad de orden. El primer
analogado de la Filosofía es la M., y por ello se ordenan a ésta todas las otras
partes de la Filosofía. Se trata aquí de una analogía (v.) de atribución
intrínseca, de varios a uno, con orden de prioridad y posterioridad. La M.
realiza la esencia de la Filosofía de una manera plena y principal (y por eso la
llamó Aristóteles «Filosofía primera»), mientras que las otras partes de la
Filosofía realizan esa misma esencia de una manera deficiente y secundaria (y
por eso las llamó Aristóteles «Filosofías segundas»). En una analogía como ésta,
de varios a uno, el analogado principal se comporta a la manera de causa
respecto de los analogados secundarios. Y en efecto, la M. se comporta respecto
de las otras partes de la Filosofía a manera de causa (en sentido asimismo
analógico), ya final, ya eficiente, ya ejemplar.
La M. es el fin de la Lógica, de la Filosofía natural y de la Ética. De la
Lógica, ya que ésta se ordena a la verdad (es el arte directiva de los actos de
la razón para conseguir segura y fácilmente la verdad); y la M. es la ciencia de
la verdad en general, pues lo es de las verdades primeras o fundamentales. Es
también fin de la Filosofía natural, pues conocemos lo sensible para poder
remontarnos al conocimiento de lo insensible. Es, por último, el fin de la
Ética, pues la vida activa se ordena a la contemplativa; la acción es como la
puerta que conduce a la contemplación.
Además la M. es como la causa eficiente de las otras ciencias y partes de
la Filosofía. En efecto, las conclusiones de las demostraciones científicas son
causadas por los principios o premisas en que se apoyan. Pero ninguna ciencia
particular demuestra sus propios principios, sino que los recibe de alguna otra
ciencia superior. Ahora bien, ninguna ciencia es superior a la M. en el orden
humano o natural. A ella le corresponde, pues, proporcionar y defender los
principios a todas las demás ciencias, constituyéndose de este modo en causa o
cuasi causa de las otras ciencias.
Por último, la M. es como el modelo á imitación del cual se constituyen
las demás partes de la Filosofía. El orden racional sobre el que la lógica versa
no es ciertamente el orden real que considera la M., pero la imita; el ser
intencional se corresponde con el ser natural y se apoya en éste; las leyes
lógicas son distintas de las ontológicas, pero las respetan, suponen y traducen.
Por su parte, el orden físico nos sirve de punto de arranque para conocer el
orden metafísico; luego debe imitar a éste, aunque imperfectamente; la
inmaterialidad y necesidad de la Filosofía natural son relativas, mientras que
las de la M. son absolutas; pero lo relativo imita a lo absoluto y se apoya en
él. Por último, el orden práctico de las acciones humanas sobre el que versa la
Ética refleja también el orden metafísico; pues la M. no es una pura
especulación abstracta, desarraigada de la vida, sino que redunda grandemente en
la parte afectiva de nuestro ser; al fin y al cabo, la M. es sabiduría, ciencia
sabrosa, saber con sabor.
6. Posibilidad de la Metafísica. El agnosticismo (v.) es la postura mental
que niega valor al conocimiento metafísico. A la negación de la M. como ciencia
se puede llegar por tres caminos, con lo que habrá tres tipos de agnosticismo:
a) o porque se niegue la existencia de la sustancia inmaterial; b) o porque se
niegue la existencia en el hombre de una facultad de conocimiento superior a los
sentidos; y c) o porque se niegue que la razón humana pueda alcanzar las
susodichas realidades inmateriales, ni directa ni indirectamente. El primer tipo
de agnosticismo está representado por el positivismo (v.) y el materialismo
(v.); el segundo, por el empirismo (v.) y el sensualismo o sensismo (v.), y el
tercero, por varias formas de escepticismo (v.) e irracionalismo (v.), entre las
que cabe citar especialmente la filosofía de Kant (v.).
Pero no es posible estudiar aquí, ni siquiera sucintamente, todas esas
modalidades del agnosticismo; se pueden consultar los artículos correspondientes
(V. POSITI VISMO; MATERIALISMO; EMPIRISMO; etC.; V. CIENCIA VII, 6;
INVESTIGACIÓN VI, 1; MÉTODO). Por 10 demás, una solución positiva del problema
de la posibilidad de la M. puede encontrarse en el apartado siguiente de este
artículo, donde se sientan las bases que permiten elaborar la M. como ciencia.
7. El método de la Metafísica. En el método de la M., como en cualquier
otro método científico, se puede distinguir: a) el punto de partida, y b) el
proceso que, partiendo de allí, conduce a la meta que se persigue, o sea, a la
verdad en el ámbito de la M. Comencemos por examinar el punto de partida.
a) En el susodicho punto de partida deben distinguirse dos dimensiones: la
dimensión existencial y la esencial. Los datos existenciales de los que parte la
M. son los siguientes: 1) la existencia de las cosas exteriores, es decir, de
los cuerpos. La existencia de los cuerpos es indudable, y de la experiencia de
ella arranca la M. como cualquier otro conocimiento humano. Sin embargo, este
solo dato no daría lugar al nacimiento de un tipo de saber superior a la
Filosofía natural. Como decía Aristóteles, si no hubiese algunas sustancias
superiores a las corpóreas, la Física sería la Filosofía primera (Metaph. XI,
7,1064b10-13). 2) Pero la existencia de los cuerpos exige la de una Causa
primera, que no es cuerpo, ni está afectada por ninguna composición o
limitación. Esa Causa primera trasciende el ámbito de la Filosofía natural y
pide el nacimiento de la M. Hay que advertir, no obstante, que la existencia de
la Causa primera no es un dato, sino una conclusión demostrada. Por eso es
preferible atender a otro dato existencial. 3) La existencia de nosotros mismos
es un punto de partida mejor. En el origen de nuestros actos espirituales
podemos percibir la existencia de una sustancia no enteramente dependiente de lo
corpóreo, y de aquí puede partir la Metafísica. Todo esto por lo que hace a la
dimensión existencial. En cuanto al aspecto esencial hay que aclarar aquí tres
supuestos: 1) El conocimiento humano tiene valor real (v. REALISMO). Conocer no
es construir objetos, sino captar objetivamente lo real. El cognoscente puede
poner, y pone de hecho, algo en el conocimiento; pero no conoce en cuanto pone,
sino en cuanto capta. Por eso, nuestro conocimiento podrá ser más o menos
perfecto (o incluso podrá ocurrir que en algún caso no conozcamos), pero si
conocemos, y en la medida que conocemos, captamos lo real. 2) La abstracción
(v.) no es falsificación. Conocer una cosa sin conocer otra con la que se
encuentra unida no es deformar la cosa conocida. Podrá ser éste un conocimiento
imperfecto, pero no falso. Así, conocer la sustancia corpórea como sustancia o
como ente no es conocerla erróneamente. 3) El objeto propio y directo de nuestro
entendimiento (v.) está constituido por las esencias de las cosas corpóreas;
éstas son, pues, las que conocemos de manera directa e inmediata. No obstante,
podemos conocer también lo incorpóreo, de modo indirecto, por analogía con lo
corpóreo y negativamente. Reuniendo las dos dimensiones examinadas (la
existencial y la esencial) tenemos un punto de partida idóneo para la
Metafísica. Si somos capaces de conocer con verdad que existe alguna sustancia
espiritual estamos en condiciones de elaborar esa ciencia; y podemos conocer que
existe por experiencia interna, remontándonos al origen de nuestros actos
espirituales, y también sabemos que se trata de una sustancia espiritual, a la
que llegamos indirectamente, por abstracción, por negación, por analogía, pero
con un conocimiento objetivo y real, como fundado que está en los primeros
principios, absolutamente verdaderos.
b) Y ahora veamos el proceso de constitución de la Metafísica. Ese proceso
es analítico y sintético, ascendente y descendente, inductivo y deductivo.
Además, las demostraciones de que se sirve la M. se apoyan en todas las causas
(v.), pero especialmente en la formal, la eficiente y la final, analógicamente
entendidas. Viniendo al proceso analítico y sintético, hay que aclarar que el
análisis (v.), y también la síntesis (v.), puede ser real o lógico, es decir, de
cosas o de conceptos. El análisis de cosas puede ir bien del todo a las partes,
bien del efecto a la causa, bien del fin a los medios; por su parte, el análisis
de conceptos va de lo particular a lo universal. El proceso del fin a los medios
es propio de la ciencia práctica, y por eso no tiene lugar en M., que es ciencia
especulativa. Pero, en cambio, se usa el análisis del todo en sus partes y el
ascenso de los efectos a sus causas, y por supuesto también el análisis de
conceptos. Todo ello dentro del nivel de inteligibilidad propio de la M., es
decir, el tercer grado de abstracción formal. Que las demostraciones metafísicas
se apoyan en todas las causas se justi fica por el carácter real de esta
ciencia. La causa material se toma en M. en un sentido muy lato, es decir, como
sujeto receptor o pasivo, y así se recurre a la causa material cuando, p. ej.,
se demuestran los accidentes por la sustancia, que es sujeto receptor de ellos.
Pero es más propio de la M. demostrar por la causa formal (así se demuestran las
propiedades a partir de la esencia) y por las causas eficiente y final, lo que
ocurre sobre todo en Teología natural.
Para tener una idea más cabal del modo como hay que proceder en la
elaboración de la M. nada mejor que reparar en estos dos textos de S. Tomás: «En
Metafísica podemos usar de los sentidos y la imaginación como punto de partida
de nuestro conocimiento, pero no como meta de llegada, pues no hay que juzgar
que las realidades metafísicas son como las que aprehendemos por los sentidos y
la imaginación» (In Boet. de Trin., lect II q2 a2). Además: «Las imágenes
sensibles son el principio de nuestro conocimiento, es decir, aquello en donde
comienza la operación del entendimiento, y no como algo que pasa, sino como algo
que permanece, o sea, como cierto fundamento de la operación intelectual (de
manera parecida a como los principios de la demostración permanecen a lo largo
de todo el proceso de la ciencia). Esto es así porque las imágenes sensibles se
comportan respecto del entendimiento como los objetos en los cuales el
entendimiento conoce todo lo que conoce, ya por representación perfecta, ya por
negación. Por eso, cuando queda impedido el conocimiento de las imágenes
sensibles, queda impedido asimismo el conocimiento intelectual, incluso respecto
a los objetos metafísicos. Es evidente que no podemos entender que Dios es causa
de los cuerpos, o que está sobre todos los cuerpos, o que no tiene corporeidad,
si no imaginamos los cuerpos; lo que no quiere decir, sin embargo, que el juicio
acerca de las cosas divinas se haga con arreglo a la imaginación. En conclusión:
en cualquier juicio acerca de los objetos metafísicos es necesaria la
imaginación según el presente estado de vía, pero nunca debe juzgarse en
Metafísica con arreglo a la imaginación» (In Boet. de Trin., lect. 11 q2 a2
ad5). Así, pues, ni espiritualismo (v.) exagerado, descarnado (falso angelismo),
ni materialismo (v.) a ultranza. El hombre puede elevarse al conocimiento
metafísico (conocer lo que está más allá de lo físico o corpóreo), aunque sin
dejar de referirse constantemente (no sólo al comienzo o de manera provisional)
a los datos de los sentidos y de la imaginación; pero no para juzgar en M. con
arreglo a esos datos, sino para apoyarse en ellos y trascenderlos negativamente.
8. Síntesis histórica. Recorrer la historia de la M. equivale a repasar la
historia de la Filosofía, pues todo auténtico sistema filosófico es
esencialmente un sistema metafísico (v. FILOSOFíA III). Nos limitaremos, pues, a
señalar algunos hitos importantes.
En Grecia hay que citar en primer término a Parménides (v.) de Elea (v.),
quien nos ofrece el primer esbozo de la ciencia del ente en cuanto ente, a
partir de este principio fundamental: «es necesario decir y pensar que el ente
es». Pero Parménides, al desconocer la analogía del ente, cae en el monismo (v.)
y el inmovilismo; para él el ente es uno, eterno e inmóvil. Platón (v.) intenta
resolver esos inconvenientes; en el fundador de la Academia hay un aliento
metafísico impresionante, un insaciable afán de absoluto. Se parte de lo
sensible para llegar a lo inteligible y en esa ascensión se utilizan todas las
vías: el conocimiento, el amor, el sentimiento, la religión. El mundo sensible
es imitación del inteligible, una deficiente participación de él. La verdadera
realidad son las ideas; las cosas sensibles son como sombras de las ideas; en la
cumbre de todas las ideas está la del Bien, que es como el sol del mundo
inteligible. El inconveniente del platonismo estriba en haber hipostasiado a las
ideas. En ese punto se centra la crítica de Aristóteles (v.); el Estagirita
puede considerarse como el primer gran sistematizador de la Metafísica. El
hombre puede elevarse al conocimiento de lo suprasensible a partir del
conocimiento sensitivo, en virtud de la abstracción; también, siguiendo la vía
de la causalidad, puede establecer la existencia de realidades exentas de
materia, como las inteligencias motoras del cielo y, sobre todo, el primer motor
inmóvil. Así, la M. se constituye, por una parte, como la ciencia del ente en
cuanto ente y de las propiedades del ente en cuanto tal, y por otra, como la
ciencia de las primeras causas de todas las cosas. La teoría del conocimiento de
Aristóteles es más equilibrada y correcta que la de Platón; y no hay necesidad
de hipostasiar las ideas.
El pensamiento metafísico continúa desarrollándose y perfeccionándose en
la Antigüedad, especialmente por obra del neoplatonismo, cuyo representante más
sobresaliente es Plotino (v.). También recibe un fuerte impulso por parte de los
pensadores cristianos, entre los que hay que citar, en primer término, a S.
Agustín (v.). En la Edad Media, por una parte los árabes -Avicena (v.), Averroes
(v.)- y por otra los maestros cristianos, llevan la M. a sus mayores alturas. La
figura cumbre es S. Tomás de Aquino (v.). La gran novedad que descubre y aporta
el Aquinatense a los estudios metafísicos estriba en su peculiar concepción del
acto de ser. La M. se ocupa del ente, pero el ente se refiere esencialmente al
ser. Por su parte, el ser es la perfección de todas las perfecciones; el acto de
todas las cosas, incluso de las mismas formas; lo más íntimo a cada cosa. El ser
está limitado por la esencia, que es realmente distinta de él, pues el ser
subsistente y puro es infinito, es Dios. Alcanzada esta cumbre que S. Tomás
representa, la M. decae en la baja Edad Media y en el mismo Renacimiento.
En un amplio sector de filósofos modernos la M. cambia de signo. Las
especulaciones más célebres de este periodo se deben a los racionalistas
(Descartes, Spinoza, Leibniz, Wolff). La nueva orientación se caracteriza por la
prevalencia de la subjetividad sobre la objetividad, de la inmanencia (v.) sobre
la trascendencia (v.). Por supuesto que la M. moderna sigue apelando al orden
trascendental, pero se contempla antes la trascendentalidad del sujeto
cognoscente que la de la realidad. Descartes (v.) intenta sentar las bases de
una M. construida a partir del cogito, punto de apoyo seguro contra los embates
de la duda; más que una pos-física es una pre-física. Spinoza (v.), al querer
establecer un completo paralelismo (mejor identidad) entre el orden y la
conexión de las ideas y el orden y la conexión de las cosas, viene a caer en un
declarado panteísmo; su M. descansa enteramente sobre el concepto de sustancia
entendida no sólo como lo que es en sí sino también por sí. Leibniz (v.) centra
su atención sobre los últimos elementos de las cosas que son para él las
sustancias simples o mónadas; las concibe como realidades puramente espirituales
dotadas de acción; por eso tiene que rechazar toda pasividad estrictamente dicha
en el universo, y correlativamente toda actividad transitiva; la única actividad
que admite es la inmanente, es decir, el conocimiento y la apetición.
Wolff (v.) recoge las ideas de Leibniz y las sistematiza en un extenso
cuerpo de doctrina, de factura escolástica. Kant (v.), en la confluencia del
empirismo (v.) radicalmente antimetafísico y del rácionalismo (v.), lleva a cabo
una crítica rigurosa de la M. dogmática (que es precisamente la del
racionalismo). Lo que pretende es asentar los fundamentos de toda M. futura que
quiera presentarse como ciencia; así configura su propio sistema, que es del
idealismo (v.) trascendental. Según él, habría que rechazar todo conocimiento
especulativo de las cosas en sí; en el orden especulativo no conocemos más que
fenómenos (v.). Sólo por vía práctica podemos acceder al universo de los
noúmenos. Los objetos de la M. del racionalismo -Dios, alma y mundo- son, para
la razón especulativa pura, meras ideas reguladoras. Pero por la razón práctica
nos vemos obligados a admitir, como postulados exigidos por el hecho de la
moralidad, la existencia de Dios, del alma inmortal y de la libertad.
Después de Kant, continuando su idealismo (v.), pero yendo más allá de él,
otros pensadores -Fichte (v.), Schelling (v.), Hegel (v.)- llegarán al idealismo
absoluto. Suponen que todo lo real es racional y todo lo racional es real; el
ser mental y el ser real se identificarían, pero de modo que la realidad
quedaría absorbida en la idealidad. Todo se quiere incluir en la inmanencia del
pensamiento y reducir a ella. La idea se desplegaría dialécticamente y vuelve
finalmente sobre sí para coincidir consigo misma en absoluta identidad.
Las corrientes de pensamiento que surgen a partir del idealismo absoluto
son muy numerosas y variadas. Por una parte, él positivismo (v.), negador de la
M., a la que considera ingenuamente como un estadio, ya superado, en la
evolución de la humanidad. Por otra, el materialismo (v.), que, en su forma
marxista, se viste con el ropaje de la dialéctica hegeliana. El vitalismo (v.),
tocado más o menos de irracionalismo (v.), que se presenta pujante con la figura
de Nietzsche (v.). El historicismo (v.), encabezado por Dilthey (v.), que
establece una radical oposición entre las ciencias del espíritu y las de la
naturaleza, fundada en el hecho de que el hombre, según él, no es naturaleza
alguna, sino precisamente historia. El intuicionismo (v.) de Bergson (v.), que
quiere rehabilitar la M., echando mano de la intuición y rechazando los
conceptos, que son meros símbolos. Por último, las diversas formas de
existencialismo (v.), que centran su mirada en el hombre, concebido como una
existencia desnuda, sin esencia, arrojado en medio de este mundo y abierto a él,
con el destino de ir llenándose de contenido esencial merced al ejercicio de su
libertad creadora. Resurge la M. con los neoescolásticos (v.).
Como se ve, sólo se pueden dar pinceladas sueltas y muy pobres en este
cuadro riquísimo de la historia de la M., si se ha de considerar en tan pocas
líneas.
V. t.: FILOSOFÍA I; GNOSEOLOGÍA; TEODICEA
BIBL.: Obras clásicas: ARISTÓTELES, Metafísica; S. TOMÁS DE AQUINO, In Metaphysicam Aristotelis commentaria; íD, In Boetii De Trinitate expositio; F. SUÁREZ, Disputationes Metaphysicae; F. ARAUJO, Commentaria in universam Aristotelis Methaphysicam, Salamanca 1617.
J. GARCÍA LÓPEZ
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991